Capítulo I: El castillo

La mañana había despuntado con unos goterones que hicieron suspirar resignado a Antonio, el camino hacía su nuevo hogar iba a ser tedioso sin duda alguna. Después de despedirse del señor Gardener, y equivocarse de puerta con el coche que tan amablemente le había prestado puso rumbo fijo.

Desplegó con cuidado el mapa en el asiento del copiloto y dejó el móvil en la guantera. Una parte de él siempre había encontrado un encanto particular en los mapas, quizás por el recuerdo de su padre en las vacaciones estivales. Serpenteando con el viejo SEAT toda la meseta, en dirección al sur o al norte, dependiendo la preferencia de su madre. Sonrió ante el recuerdo de un cielo azul cian con nubes aterciopeladas y el astro rey calentando sus mejillas a través de los cristales.

Apenas le quedaban unos diez minutos para llegar cuando el coche cabeceó hacía delante y unos pasos después se ladeo de tal manera que Antonio supo que había pinchado. Tiró del freno de mano y apagó el motor.

- ¡Mierda!

Se quedó en el interior unos minutos observando el cielo, rogando que se detuviera, pero en cuanto el primer rayo celeste impacto en la atmosfera supo que no le quedaría más remedio que abandonar el vehículo y proseguir a pie porque la lluvia no iba a menguar.

Tiritó cuando puso el primer pie fuera y fue imposible retener la exclamación de disgusto cuando las gotas se colaron por el cuello del abrigo impactando contra la base de su nuca, calándole los huesos. Cogió todas sus pertenencias como buenamente pudo y decidió atajar por el sendero que se abría paso entre los matorrales, a su consideración una mejor opción que la carretera; estaría más seguro sin riesgo de sufrir algún accidente y acortaría unos cuantos metros que bajo aquella lluvia serían bien agradecidos.

Media hora después, cuando la lluvia era un simple ronroneo, el barro le llegaba a los tobillos, su ropa estaba empapada y entre sus hebras castañas se enredaban hojas caídas, pero aun así se quedó estático dejando que la lluvia siguiera devorándolo.

Aquella mole gigantesca de piedras graníticas de una incalculable belleza le dejó extasiado, y no supo cuánto tiempo había dejado transcurrir observando los torreones cuadrangulares, las dos almenas apostadas a cada lado o el puente de madera elevado sobre las aguas del foso. Se preguntó por un segundo si estaba soñando, porque desde aquella colina la vista que le ofrecía quitaba la respiración.

Según descendía sus pupilas se iban expandiendo, sus comisuras se inclinaban hacía arriba, y sintió como su corazón golpeaba contra la caja torácica creando un compás ruidoso. Se llevó la mano al pecho, cerrándola en un puño, tratando de apaciguar lo que parecía un inminente síndrome de Stendhal.

¡Aquel lugar era precioso! Desde la piedra oscurecida por las inclemencias del tiempo y los brotes de musgo que asolaban sus vértices, hasta los arcos apuntados que conformaban sus vidrieras, o la hiedra que nacía en el ala oeste e intentaba abordar el interior colándose por las aspilleras. Era una mezcla sublime e infinitamente más bella de lo que recordaba haber visto. Los pendones al viento, bordados con un león rojo, se distinguían entre los nubarrones que se arremolinaban en las torres y la tenue luz recortaba entre sombras la silueta defensiva que portaba también retazos de haber sido modificada con el tiempo, dándole un aspecto más palaciego.

Para cuando pasó la verja de hierro forjado, la oscuridad comenzaba a caer sobre sus hombros, y el camino de gravilla aún húmedo le dificulto la tarea de empujar la maleta. Un jardín amplio y cuidado se extendía alrededor mimando la construcción. A pesar de la falta de luz Antonio comprobó la magnificencia de los magnolios, la envergadura adusta de los robles y la figura más delicada de los manzanos que flanqueaban el camino hasta llegar al puente, donde los sauces llorones disfrutaban del contacto con el agua y millares de campanillas se extendían sobre la alfombra verde y tupida que era el pasto.

Se paró un segundo dejando que las gotas volvieran a abrazarle, se sentía como un niño pequeño en un cuento de hadas; como si en cualquier momento fuera a ver un dragón volando entre las nubes, a un caballero trepando por la más alta torre para bajar a una joven doncella secuestrada. Por un momento creyó escuchar la voz de su madre leyéndole aquellos cuentos infantiles que tanto adoraba.

No comprendía como alguien en su sano juicio no querría vivir en un lugar como ese y preferiría la bulliciosa Londres. Al parecer el hombre que había contratado sus servicios era un completo idiota.

Eiléan O'Keeffe se esmeró en repasar la cubertería de plata; tomó un tenedor entres sus dedos y lo inspeccionó con aquellos chispeantes ojos azules cubiertos por un velo blanquecino que le iba otorgando la edad. Sonrió triunfante al comprobar que una vez más su remedio casero que consistía en: bicarbonato, vinagre blanco, harina de trigo y sal gorda había dado el mejor resultado posible. Abandonó la sala anexa a la cocina, donde se guardaban rigurosamente todos los menesteres dedicados a la comida o bebida, y se encaminó por la amplia galería al claustro. Llevaba demasiados años viviendo entre aquellas paredes que simplemente con ver las juntas de las baldosas podía decir en que pasillo estaba, aunque aquel hecho no afectaba en absoluto lo diminuta que se sentía en un lugar tan grande.

Antes de alcanzar el claustro se paró frente a uno de los tapices que colgaban en la pared, todos ellos habían sido dispuestos en grandes marcos lacados pintados en verde inglés, y admiró el rostro que se tallaba entre los hilos. Una carita pálida de ojos verdes y sinceros, que inspiraba compasión y dulzura. Contrastaba tanto con el grabado de su izquierda, con el condenado a vagar sin descanso entre esos muros. Un rostro hermético y orgulloso, de trazos afilados que le aportaban ese porte varonil tan preciado, sin lugar a dudas, una belleza digna de admiración. Se abrazó así misma insuflándose coraje y continuó su camino.

Llegó allí con treinta años. Cuando su cabello era una cascada de ascuas indomables y espesas, y su piel tersa y suave como el algodón, aunque sus ojos fueran dos pozos sin fondo enjuagados en un mar de lágrimas. La pérdida de Éamon faenando en el mar aún apretaba su corazón, por ello abandonó Irlanda sin mirar atrás, intentando que los recuerdos no la persiguieran demasiado. Aquella fortaleza se convirtió en su hogar, uno que manejaba con talante, y mano dura. Todo dependía de ella: el personal, la organización, que ningún turista despistado acabara en el ala privada del castillo y un largo etcétera. No era fácil porque aquel lugar no era una casa de campo a las afueras, de dos pisos y un jardín cercado, sino un espacio enorme que requería de su atención todo el tiempo.

El actual conde; William Arthur Kirkland, había heredado todas las propiedades tras la muerte de su padre, de aquello ya hacía unos cuantos años. Eso implicaba también, en parte, que ella y el resto de trabajadores estaban a su merced. Supuso que todos ellos acabarían teniendo que buscar otro empleo dado que el joven jamás disfrutó de aquel lugar, apenas lo visitó en su infancia, y en su adolescencia se mostraba reticente a abandonar la vida cosmopolita que ofrecía la gran ciudad. Por eso cuando nada en sus vidas sufrió cambio alguno, y le bastó una simple conversación para confirmar que seguiría siendo el ama de llaves no supo si llorar de alegría o morirse de miedo al haber acabado en las manos de aquel pequeño déspota.

Recordaba a pies juntillas la conversación que mantuvieron. El muchacho que apenas alcanzaba los veinticinco había permanecido encerrado en el despacho de la segunda planta durante todo el día. Erguido frente al ventanal, inmerso en la contemplación de los jardines. Aunque era el completo heredero del lugar parecía completamente ajeno a este, su figura rígida desentonaba con todo a su alrededor, parecía un turista aburrido de las antiguallas.

-Señor Kirkland, aquí estoy. ¿Desea algo?

No se giró a pesar de haber escuchado su voz, sus brazos que habían estado apretados sobre su torso se contornearon hacía atrás entrelazando sus dedos, su postura se mostró más severa. Ella aliso los pliegues de la falda oscura con sus dedos, nerviosa ante la falta de palabras.

- ¿Cuánto tiempo lleva ejerciendo su puesto, señora O´Keeffe?

- Más de veinte años señor.

- ¿Debo entender que le agrada su puesto?

-Amo este lugar.

Se giró sobre sus talones y la observó de arriba abajo, midiendo sus palabras. Miró los papeles del escritorio, que de inmediato supo que eran reportes de todos los años que habría trabajado a cargo del lugar, y volvió a inspeccionarla con inusitada calma. Eiléan tembló bajo aquella sonrisa cínica, y aquellos ojos verdes como las esmeraldas. El aire se atascó en sus pulmones ante el aberrante parecido que tenía con el condenado. Parecía una macabra obra salida del averno.

-Dicen que somos dos gotas de agua. - Siseó con la cabeza ladeada, disfrutando del pavor que infundaba. - ¿Usted que piensa?

Eiléan se maldijo por haber dejado que sus sentimientos fueran más que evidentes.

-Viendo los lienzos el parecido es más que evidente señor. Bien podría ser él.

Dejó escapar una risotada complacido ante su estupor.

- ¿Lo ha visto?

- ¿Realmente me está preguntando eso?

Aquella mirada cargada de altanería le dejó claro su lugar en un instante. Sintió de pronto que para personas como él los señores y los siervos seguían existiendo.

-Señor es una simple leyenda, los fantasmas no existen.

-Sí, supongo… ¿Si le viera me lo diría?

Dijo volviendo su espalda, enfocado de nuevo en cualquier cosa, menos en ella.

-Por supuesto.

Aquello basto para mantener su puesto. Sin embargo, un sabor amargo le recorría la boca, había mentido y ella siempre había tenido un código moral que se jactaba de cumplir a raja tabla. No supo por qué en aquel momento, tampoco lo sabía ahora. Incluso cuando creyó enloquecer su mutismo fue sepulcral.

La primera vez que lo vio fue en el decimoctavo cumpleaños del actual conde, apenas se sobresaltó, tiempo después lo acució a la equivocación. Estaba inmóvil en mitad del corredor contemplando los lienzos; parecía furioso y triste, apunto de despedazarlos.

La segunda vez no hubo chance al error. Cuando enfiló el pasillo a media tarde se topó con la figura, en el mismo punto, exactamente igual que la vez anterior. Sus pies caminaron en su dirección, movidos por alguna fuerza incapaz de comprender, y aunque sintió un pavor extraño recorrer su espina dorsal no paro hasta que pudo rozarle con los dedos. Se le heló la sangre ante el contacto; había sido etéreo, mágico y terrible. Gritó, sintiendo como sus cuerdas vocales se tensaban como las de un violín al pasar con rudeza el arco, y se desplomó.

Después de media hora despierta y aún en cama bajo la atenta supervisión de dos muchachas de su plantilla seguía en estado catatónico, mirando fijamente la pared. No dijo nada nunca, y cuando tuvo la oportunidad lo achacó al estrés del trabajo. No quería ser ingresada en un psiquiátrico por el resto de sus días. Pero aún podía describir aquella sensación inhóspita de tristeza infinita que se arraigó en ella después de tocarlo, incluso algunas noches antes de dormir soñaba con aquellos ojos verdes irisados, enfurecidos y solos en el mundo.

Pasó meses con el corazón en un puño, escondiéndose por las esquinas, ojeando los pasillos antes de comenzar su caminata y vetó por completo salir de sus aposentos por las noches, después llegó el periodo de aceptación que pronto se transformó en comprensión. Eiléan pensó cuan solo debería ser ver el tiempo pasar sin compañía, condenado a esos muros, sin descanso eterno.

Siguió viéndole vagar por los pasillos o las habitaciones, ella sonreía sin esperar más respuesta que unos ojos curiosos. Jamás hizo amago de hablarle, muy en su interior sabía con certeza que si le escuchaba no podría mantener su mente a salvo.

Esa misma tarde le vio deambular por las almenas camuflado entre la neblina espesa; y más tarde le avisto en el claustro, sentado bajo los arcos que en vez de estar abiertos al exterior como antaño estaban cubiertos por unas vidrieras grabadas que protegían el interior de la lluvia. Sostenía entre sus manos una pequeña daga de plata, con una empuñadura de madera labrada con escamas de dragón pintada en tonos azules. Se mostraba a los turistas como parte de la colección de armas, posesión de Allistor hermano mayor de aquella criatura condenada. Estaba colérico. Lo veía en sus ojos.

Eiléan sintió un peso en su pecho, aquella desatinada sensación volvió a instalarse en ella de nuevo. Si la leyenda era cierta aquel hombre no encontraría descanso jamás, no hasta que encontrara aquel tesoro perdido entre aquellas piedras y por fin pudiera descansar por toda la eternidad. Ojalá pudiera ayudarle.

Arthur estuvo todo el día contemplando desde las almenas el ajetreo de turistas que se acercaban curiosos a sus dominios, parecían pequeñas piezas de ajedrez recorriendo un tablero. Con el tiempo había logrado mitigar lo horrendo que le parecía que se pasearan por allí, con el tiempo había aprendido a apreciar que aquellos murmullos le hacían sentirse menos solo. Suspiró hastiado cuando la última pareja de despistados corrió a resguardarse en un vehículo para abandonar el castillo.

En el preciso momento en que decidió volver al interior, una figura que corría hacía la puerta principal llamó poderosamente su atención. Era un hombre que arrastraba tras de sí un bulto y a su hombro llevaba otro, parecía tener complicaciones para sostenerlo todo en medio de aquella lluvia torrencial, y trataba sin mucho éxito de sortear el fango para resguardarse bajo el pórtico.

En un abrir y cerrar de ojos Arthur se colocó a su espalda, y escuchó farfullar en un idioma completamente ajeno:

-¡Joder,joder!

Antonio enfiló los metros que les separaban de la puerta a paso rápido, provocando un ruido sordo sobre los adoquines. Cuando estuvo refugiado bajo el tejadillo del portón, soltó la maleta y se sacudió como un perro, esparciendo un millar de gotas a sus pies. Se retiró el pelo que le cubría los ojos de un manotazo e intento sin éxito escurrir sus ropas, creando un charco enorme a su alrededor.

Buscó un timbre apostado en las columnas que sostenían la puerta y no lo encontró, refunfuñó por lo bajo mientras se percataba de las enormes aldabas que se engarzaban a la madera, dos enormes cabezas de león con un aro entre sus fauces. Golpeó tres veces con fuerza. Se giró para contemplar de nuevo el jardín y Arthur dio un brinco hacía atrás. Sabía que era imposible que le viera aun así no pudo remediarlo. La enorme puerta gimió ligeramente y Antonio cambió su ceño torcido por una cara de amabilidad de lo más encantadora.

-Buenas noches, soy Antonio y bueno siento llegar tan tarde pero el coche me ha dejado tirado...

- ¡Dios mío está usted empapado! - Exclamó la mujer de la entrada, que enseguida tomó sus cosas y le apremió a pasar. - ¿Está bien?

-Sí, sí solo ha sido un pinchazo.

-Debe cambiarse de inmediato o se enfermará, gracias a dios la maleta a resguardado bien sus cosas.

-Sí estoy deseando ponerme otra cosa, estoy chorreando.

Arthur se quedó tan anonado por el nuevo huésped que no notó como la puerta se cerraba en sus narices. No supuso mayor problema, podía atravesarla, ventajas de estar muerto.

Antonio escuchó el sonido de la campanilla agitándose con una reverberación antinatural, ¡Estaba extasiado! El vestíbulo era un cuadrado perfecto, de unos setenta metros cuadrados, todo de piedra virgen, sin ningún relieve que delatara un escudo de armas. Cuatro pares de armaduras metálicas flanqueaban las puertas que se miraban desde lados opuestos y que tras sus marcos dejaban ver una parca luz anaranjada.

No se percató de un hombre que corría hacía ellos de manera fatigosa, con cuerpo rollizo y la coronilla rubicunda. Vestía de negro impoluto. Arthur sin embargó se apartó torciendo el gesto, siempre había considerado desagradable el hecho de ser traspasado.

-¡Dame las llaves Thomas! ¿Son las de la habitación sur?

-Sí, las de la habitación roja.

Arthur meneó la cabeza y fulminó a la Señora O´Keeffe. Esa era su alcoba y nadie excepto él, o quienes ostentaran el título, había pernoctado allí. Se sentía sumamente ofendido. Siguió al trio contemplando cada uno de los movimientos de aquel extraño, no se fiaba de alguien que en menos de veinticuatro horas iba a pulular por el castillo toqueteando sus pertenencias. Antonio se paró en seco y Arthur retrocedió con pavor, aquella amarga sensación de que de pronto pudieran verle le aterraba, pero pronto comprobó la atónita mirada del hombre al contemplar las vidrieras del claustro.

-Son hermosas sí. -Apuntilló Eiléan.

- ¡Un verdadero espectáculo!

-Bueno como sabrá antes no estaban.

Antonio asintió y sonrió para comenzar de nuevo el trayecto subiendo por unas enormes escaleras de piedra. Un nuevo distribuidor cuadrado les dio la bienvenida, partiéndose en tres pasillos que llevaban a habitaciones diferentes, Antonio se obligó a cerrar la boca para que no pensaran que era estúpido. Los techos tallados de madera, las alfombras rojas interminables que sepultaban la piedra fría, las ventanas estrechas y arqueadas, el mobiliario oscuro le hacían sentir que estaba en una ensoñación. Eiléan avanzó por el segundo pasillo y unos pasos más allá se detuvo frente a una puerta doble.

-Está será su habitación, nadie que no sea de la familia se ha hospedado aquí, pero nos hemos permitido saltarnos las reglas esta vez. Espero que esto le complazca. - Dijo mientras abría la puerta.

No lo pensó en absoluto, entró como impulsado por una centella abandonando sus cosas a un lado de la puerta y corrió las cortinas aterciopeladas dejando que los rayos lunares se filtraran por la estancia. Para el momento en el que pudo girarse la luz ya estaba encendida y gorgojeo con felicidad. Era enorme y preciosa. Una cama con dosel, y cortinajes borgoña que caían por sus lados, un edredón mullido repleto de almohadones, allí podrían dormir tres personas como mínimo sin rozarse, asentada sobre una estructura de madera maciza que la elevaba por lo menos dos palmos. Alfombras de color beige se asentaban por toda la habitación haciendo confortable caminar descalzo. Un armario de madera maciza se apostaba en una pared de lado a lado. No había un escritorio como tal, sino una mesa redonda con sillas isabelinas justo enfrente de la chimenea de piedra, donde justo en el cuello de la misma se instalaba el escudo de los Kirkland cincelado sin un mínimo fallo, y unos cuantos baúles, colocados entre los ventanales.

-Es imponente. - Opinó Antonio siendo ya más consciente de lo que sucedía a su alrededor. La señora O´keeffe sacudía su ropa y Thomas había entrado a lo que parecía ser un baño, escuchaba el agua discurrir.

Antonio sentado en el borde de la cama y ya despojado de la mitad de su ropa, solo con sus Levi´s 501 y una camiseta básica de algodón blanco, esperaba paciente cualquier orden de la mujer que atizaba las ascuas en la gran chimenea. Cuando dejó el atizador, Thomas salió del baño y se retiró, dejándolos solos.

-Bien. - Comentó el ama de llaves mirando en todas las direcciones; Arthur supo que le estaba buscando. - Ahora entre en el baño y relájese. Vendré a buscarle en una hora. Siento decirle que cenará usted solo, el conde no se encontraba... muy bien.

-Oh entonces ¿Está aquí?

-Por desgracia para todos, sí. - Sentenció como si Antonio no pudiera escucharla. - Supongo que querrá hablar con usted en algún momento, aunque yo no sabría decirle. Bueno, venga, se le va a enfriar el baño. Solo espero que sea capaz de descansar esta noche...

Antonio la miró de soslayo, contemplando como ella miraba entorno a sí. ¿Qué demonios quería decir eso? Arthur sin embargo se dio por aludido.

Una vez estuvo solo dio un largo suspiro de cansancio y se deshizo de sus ropas mientras caminaba hacía el baño. Era grande y cálido. Alicatado con azulejos ocres y blancos, techos altos, y un lavamanos de piedra, un gran espejo de cuerpo entero con apliques dorados se encontraba en una de las esquinas. Como iba a echar de menos aquellos lujos cuando volviera a su vida normal. Tiritó de frío mientras se tomaba la licencia de depositar unas sales de baño en el agua. Sumergió las manos y removió con fuerza, sus ojos se tornaron casi blancos cuando la fragancia de la menta inundó sus fosas nasales.

Dejó escapar un leve gemido de placer cuando todo su cuerpo se sumergió y poco a poco sintió como esos nudos en su espalda se iban deshaciendo. Qué placer, pensó mientras la sonrisa flotaba sobre sus labios. ¡Estaba en un castillo!

- ¡En un castillo embrujado! - Gritó a pleno pulmón mientras se carcajeaba.

En cuanto lo dijo sintió un escalofrío subir desde las puntas de sus pies. Era una sensación extraña, cómo si alguien pudiera observarle, escucharle. Incluso parecía que la temperatura del agua había descendido. Antonio sintió que ahí dentro había algo, había alguien, por más que sus ojos le desmintieran aquello.