Dos.

[Agosto, 1998]

Los Malfoy tienen que asistir al Wizengamot todos los meses. No es algo que hagan voluntariamente, por amor a la justicia o al mundo mágico; no, por supuesto que no. Están allí, sentados en esas horribles y frías sillas de hierro, por obligación, para dar nombres y ayudar en la captura de los mortífagos fugitivos, porque esa fue la condición por la que Harry abogó por su libertad.

Narcissa Malfoy está en medio de su esposo e hijo, los dos hombres que tienen la vista fija en el suelo, sabiéndose perdidos, humillados. Ella está pálida, muy pálida, pero la expresión en su rostro es impasible. Ha perdido su posición en la sociedad, sus privilegios, pero conserva el orgullo, la soberbia y vanidad, su inmutable herencia de la noble y más antigua casa de los Black.

Hermione hace un gesto desdeñoso que no pasa desapercibido por Harry, pero él calla.

—Señora Malfoy —dice el jefe supremo del Wizengamot, mirando fijamente a la mujer rubia—, ¿sabe usted dónde se esconde su hermana, la mortífaga Bellatrix Lestrange?

Sus labios no tiemblan para responder.

—No.

—¿Se ha contactado con usted?

—No.

—¿Ha intentado contactarla de alguna forma?

—No.

—¿Tiene idea de dónde está escondiéndose?

—No.

—Señora Malfoy, ¿está diciendo la verdad?

—Sí.

Hermione chasquea la lengua y sus amigos la miran. No puede seguir conteniéndose.

—Miente —dice, lo suficientemente alto para ser escuchada por los magos y brujas que los rodean. Ellos la miran y los cuchicheos comienzan, justo lo que quiere—. Miente, ella sabe dónde está. ¿Por qué no responde bajo los efectos del veritaserum? ¿Por qué no le dan de beber la poción de la verdad?

Ron lanza una mirada de advertencia a Harry y él se encoge de hombros.

—No es del todo confiable, lo sabes —responde Harry. Hermione está lista para replicar, pero se da cuenta al instante que ha cometido un error de novata—. Así como también sabes que el ministerio está haciendo lo mejor de sí para reconstruirse. No vamos a convertirnos en Voldemort y tampoco en Crouch; al contrario, a Kingsley le gusta pensar que está siguiendo el camino que Amelia Bones habría tomado —añade con una triste sonrisa.

—Ella está mintiendo —insiste Hermione.

—Probablemente. —Harry suelta un suspiro y su mirada viaja hacia la mujer rubia—. Aunque no la beneficiaría en lo absoluto, el acuerdo es claro: su ayuda por su libertad. Está tan manchada como todos, la odio tanto como odio a su hermana, pero te recuerdo que es la mujer que me salvó la vida y, por lo tanto, al mundo. Démosle el beneficio de la duda.

La vista termina minutos después y los magos y brujas abandonan, de a pocos, la sala. Hermione se apresura hacia abajo, apartando, sin cortesías, a las personas que obstaculizan su camino.

Se planta frente a las tres figuras rubias que intentan escabullirse. Todos los Malfoy le sacan varios centímetros de ventaja, incluso Narcissa, pero eso no la intimida. Ahora es Hermione quien tiene la balanza inclinada hacia su favor y a ellos no les queda más opción que doblegarse.

—¿Dónde está Bellatrix, señora Malfoy? —exige. La mano de Ron se envuelve en su brazo, como para evitar que salte sobre Narcissa.

—Ya lo dije: no lo sé —responde ella con voz firme. La mandíbula de Lucius se tienda, seguro conteniendo todas las cosas que muere por decir, y Draco da un paso adelante, como buscando interponerse entre su madre y Hermione.

Hermione aprieta los dientes con furia. Sabe que hay un corro de gente a su alrededor, atenta a su interacción, y no le importa en lo absoluto. Ni siquiera cuando siente que el flash de una cámara golpea su cara.

—¿Dónde esconde a Bellatrix, señora Malfoy? —repite, elevando la voz.

Sus fríos ojos azules la recorren de pies a cabeza. Recuerda perfectamente esa mirada, la ve todas las noches, cuando revive, en sueños, la tortura en la Mansión Malfoy. Ahoga un grito y mete una mano en el bolsillo donde guarda la varita de Bellatrix, lo que enciende las alarmas de sus amigos. Ron aprieta su agarre y Harry la toma por su brazo libre.

La sacan de allí antes que cometa una locura, pero la gente ya ha empezado a cuchichear.

—¿Qué haces? —pregunta Harry, conmocionado, cuando llegan a su despacho y Ron cierra la puerta con magia—. ¡No puedes ser tan impulsiva, Hermione! ¡Sé cuánto los odias, pero no hay razón para actuar de esa forma!

Está furiosa y quiere ponerse a gritar, destruir todo a su paso, pero su cuerpo colapsa frente a la silla que está detrás del escritorio. Su respiración es agitada y está empezando a transpirar. Sus amigos no tardan en mirarla, aterrados.

—¿Qué pasa? Hermione, ¿qué pasa? —Ron se acerca primero y se arrodilla a su lado. Harry no demora en imitarlo. Los dos lucen conmocionados.

—¿Hermione? ¿Te encuentras bien? ¿HERMIONE? ¿HERMIONE?

Pero sus gritos se escuchan como si vinieran de muy lejos, como si no estuvieran los tres en la misma sala. Su vista se nubla y su cabeza da vueltas, se siente débil y mareada. De la nada, en su cráneo, retumba la atronadora risa de Bellatrix Lestrange.

Y se derrumba poco después.

Manos temblorosas le quitan la túnica y desabotonan su camisa, gritos desesperados resuenan mientras se abre la puerta y alguien sale corriendo. Una silueta pelirroja está a su lado, tomándole el pulso, preguntando cosas con voz preocupada, pero Hermione no tiene fuerzas para responder.

.

Sus párpados pesan como si estuvieran hechos de plomo, pero hace un esfuerzo descomunal para levantarlos. Abre los ojos y un lindo color pastel cala en sus pupilas. Ya no está en el ministerio, si no en su propia habitación.

Se siente adolorida —molida— en todos los sentidos.

El sonido de pasos a su alrededor le advierten que no se encuentra sola. En cuestión de segundos, Harry, Ron y Ginny han rodeado su cama.

—¿Cómo estás? ¿Cómo te sientes? —La voz de Harry es calmada, pero en su rostro se refleja la preocupación con total claridad—. La sanadora dijo que estarías bien, que no era nada grave. Solo ha sido un desmayo, pero estarás bien.

Hace el amago de erguirse sobre sus codos y sus amigos intentan detenerla, presionándola a que vuelva a acostarte, pero ella los aparta y, con mucha dificultad, se sienta en la cama. Otra vez, las miradas de preocupación están sobre ella.

Una mano suave y delicada se desliza por su frente. Es Ginny.

—No tienes fiebre —murmura, aliviada—. Así que solo fue una… una fuerte impresión. Una descomposición. Vas a estar bien. Ahora, Hermione, creo que deberías seguir durmiendo.

—Ginny va a quedarse contigo por esta noche —añade Ron con una sonrisa tranquilizadora—. Y mamá te ha mandado su sopa casera y un par de bocadillos. Dice que puedes ir a La Madriguera si todavía no te sientes bien, también hablamos con Kingsley y él piensa que debes tomarte unos días li…

—Estaré bien, volveré mañana al ministerio —lo interrumpe Hermione—. No ha sido nada grave, no hay razón para actuar tan exageradamente.

Sus amigos intercambian miradas indescifrables, pero nadie parece tener ánimos de rebatirla.

Ellos la dejan sola minutos después, recomendándole que descansara un poco, pero Hermione —aunque se tumba de lado y cierra los ojos con la esperanza de que el sueño se la llevase— no puede hacerlo. Se siente infinitamente avergonzada. Perdió el control frente a Narcissa Malfoy, frente a otros magos del ministerio, y sucumbió al miedo y al horror en su despacho, delatando sus temores, preocupando a sus amigos.

Se levanta de la cama y toma la varita curva que descansa en su mesita de noche. No le gusta separarse de ella. Sus amigos le han preguntado, antes, porque no se ha deshecho de esa varita, porque no ha comprado otra en la tienda de Ollivander. No ha encontrado una excusa lo suficientemente creíble, así que, cada vez que oye esas interrogantes, alza la varita de Bellatrix con orgullo. Es un botín de guerra, dice, y todos se muestran —en mayor o menor medida— conformes.

Entra a la cocina y encuentra a Ginny sentada en la pequeña mesita mientras lee El Profeta. No hay rastros de Harry y Ron, así que Hermione intuye que ellos se han marchado. Ginny debería hacer lo mismo.

—Sé que vas a volver a Hogwarts en dos días, así que debes estar muy ocupada con los preparativos. No me gustaría molestarte… —empieza, pero su amiga se pone en pie abruptamente y Hermione se olvida de lo que intentaba decir. Ginny se dirige hacia la olla humeante que descansa encima de la cocina.

—No me estás molestando —responde ella mientras toma un plato de sopa de entre la vitrina. Levanta la tapa de la olla y la habitación se inunda con el delicioso olor—. El baúl lleva mucho tiempo listo, Hermione, no quiero que mamá enloquezca. Vamos, siéntate —añade Ginny, adivinando sus pensamientos.

Hermione la obedece de inmediato, está muriendo de hambre.

—Contaba con que haríamos ese viaje juntas —dice Ginny mientras deposita, con cuidado, el plato en la mesa—. Ya sé que Harry y Ron se quedaran en el ministerio, y también Neville, pero pensé que tú volverías.

—¿Hogwarts?

—Claro.

Su mirada cae en el plato y su mente se revuelve. Han pasado meses desde la batalla y el castillo está reconstruido, a la espera de sus nuevos —y no tan nuevos— estudiantes. Hermione mentiría si dijera que no extraña el colegio —aun después de todas las horribles experiencias que vivió allí—, pero encerrarse en Hogwarts por todo un año no la ayudará a atrapar a Bellatrix.

—No —responde Hermione después de unos segundos de estar en completo silencio—. Hay demasiados malos recuerdos —miente.

Ginny sonríe con tristeza y Hermione intenta tomar la cuchara que tiene en la mano, pero su amiga la aparta con un rápido movimiento. La mira sin comprender.

—No estás comiendo, ¿verdad?

Sus ojos son tan parecidos a los de su madre que se le hace imposible mentir. Niega con la cabeza y Ginny le entrega la cuchara. Luego, ella se sienta en la mesa, justo al frente, y le escruta el rostro con avidez.

Hermione nota sus intenciones, pero prefiere ignorarlo. Está hambrienta y no tiene ánimos de confesar verdades. Pensar en Narcissa solo consigue enervarle la sangre.

Afortunadamente, Ginny no hace más preguntas y Hermione consigue escabullirse a su cuarto después de terminar el tercer plato.

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Los cuchicheos la persiguen cuando pone un pie en el ministerio, pero Hermione elige ignorar los murmullos y miradas. Sin embargo, no puede evitar que sus ojos se detengan en la portada de El Profeta que una mujer lee con avidez.

Una foto de su desastroso intercambio con Narcissa adorna la primera plana. Aparta la mirada enseguida y se mete en el ascensor vacío, no quiere saber lo que se ha escrito de ella.

Las malas noticias no acaban allí. Cuando ingresa al departamento, todos sus compañeros la miran y el jefe de los aurores, Urquart, se adelanta hacia ella. Las palabras que salen de su boca consiguen desequilibrarla.

Ha sido relegada al trabajo de oficina.

Intenta replicar sin salir de su asombro, pero la decisión de Urquart es inalterable. Hermione se da la vuelta, furiosa, y sus ojos caen en sus dos amigos, buscando algo de compresión y apoyo de su parte. Sin embargo, Harry y Ron le rehúyen la mirada y ese gesto basta para que Hermione comprenda que ellos son los responsables.

Pero no dice nada.