Cuatro.
[Abril, 2000]
—Llévate al sótano a estos prisioneros, Greyback.
La voz de Narcissa Malfoy es fría e inexpresiva, pero sus ojos arden como el fuego cuando recaen en ella. Es aterradora y Hermione no puede evitar removerse, asustada, entre las cuerdas que la aprisionan.
—Un momento —salta Bellatrix mientras se gira para mirarla. Hermione traga saliva con dificultad mientras algo se remueve en su estómago—. A todos excepto… excepto a la sangre sucia.
Greyback suelta un gruñido de placer que le pone los pelos de punta.
—¡No! —grita Ron, forcejeando con sus ataduras—. ¡Ella no! ¡Cójanme a mí!
Bellatrix le da una bofetada que resuena en toda la sala.
—Si muere durante el interrogatorio, tú serás el siguiente —lo amenaza—. En mi escalafón, los traidores a la sangre van después de los sangre sucia. Llévalos abajo, Greyback, y asegúrate de que están bien atados, pero no les hagas nada… de momento.
Le devuelva la varita al hombre-lobo y Harry y Ron intentan resistirse, liberarse de las sogas, pero es inútil. Bellatrix saca un filoso puñal de plata de la túnica y corta las cuerdas que atan a Hermione, separándola del resto. A continuación, la toma del cabello y la arrastra por el frío suelo de piedra.
—¿Creen que me dejará a la chica cuando haya terminado con ella? —Escucha a Greyback preguntar, pero Hermione no le presta atención. Su cuerpo tiembla por el miedo mientras se sienta en el piso y mira a la bruja que se alza, imponente e invencible, frente a ella.
Pronto, los pasos de sus amigos dejan de escucharse por la sala y comprende que han sido encerrados. Están perdidos, totalmente perdidos.
—¿De dónde sacaste esa espada? —Su voz es un susurro apenas audible que consigue helarle la sangre. Bellatrix está, en apariencia, calmada, pero su tranquilidad no es garantía de nada.
—La… la encontramos…
El primer golpe llega. El haz de luz se estrella en su pecho y su vista se nubla. Duele, arde, quema. El dolor es insoportable, se siente como si la tocaran con hierro hirviendo, como si una fuerza desconocida le moliera los huesos.
Su mejilla cae sobre la piedra mientras ella respira con dificultad. El dolor se ha terminado, pero su cuerpo todavía lo recuerda. Bellatrix la mira con los ojos hirviendo en rabia y sujeta su varita con tanta fuerza que las venas de su mano resaltan sobre su pálida piel.
—¡Te lo preguntaré una vez más! —grita, sin dejar de apuntarla con la varita—. ¿De dónde sacaron esa espada? ¿De dónde?
—La encontramos… la encontramos… —repite Hermione, teniendo su reacción. La maldición cruciatus la llena otra vez y suelta un alarido de dolor que hace eco por toda la sala.
—¡Mientes, asquerosa sangre sucia, y yo lo sé! ¡Has entrado en mi cámara de Gringotts! ¡Di la verdad! ¡Confiesa!
Pero no se lo permite. La maldición la doblega por tercera vez, haciéndola desear estar muerta…
Cuando el dolor termina, Bellatrix está sentada a horcajadas sobre ella. La punta de la varita de la bruja apunta a su cuello mientras ella respira agitadamente. Sus facciones están contorsionadas por el horror, como si también estuviera sufriendo.
Hermione no lo entiende.
Bellatrix suelta la espada de Gryffindor y esta hace un sonido metálico al caer sobre la piedra. En la sala se cierne un silencio sepulcral.
—¿Qué más se llevaron de allí? ¿Qué más tienen? ¡Dime la verdad o te juro que te atravieso con este puñal! —grita la bruja, enloquecida, mientras blande el afilado cuchillo.
No responde, no puede, y eso enfada a Bellatrix. El puñal se hunde en su brazo extendido y la sangre corre, manchando el piso, la túnica y la mano de la bruja. Hermione grita, pidiendo auxilio, pero nadie acude en su ayuda.
—¿Qué más se llevaron? ¿Qué más? ¡Contéstame! ¡CRUCIO!
Su boca se abre, pero el dolor es tanto que no le permite soltar ni el más lastimero de los gritos. El mundo se acaba, sucumbe, todo se vuelve oscuro y confuso… La voz de Bellatrix retumba en su cabeza, pero ya no entiende lo que dice… Todo ha terminado… Y cae…
Cae sobre el suelo de madera en un lío de sábanas. Su respiración es agitada y su cuerpo —empapado por el sudor y algo más— tiembla del miedo. Solo ha sido una pesadilla, se dice, una estúpida pesadilla.
Y Hermione no entiende porque está tan excitada.
De pronto, se escuchan sonidos extraños entrando a la habitación y, sin planearlo, toma la varita de Bellatrix mientras grita un hechizo. La habitación se ilumina por una fracción de segundo, las paredes tiemblan… y dos pequeños ojos amarillos la miran con furia.
—¿Cro-Crookshanks?
La punta de la varita ilumina la habitación y descubre a su gato, apiñado sobre la pared donde descansa el hueco que dejó su hechizo. Él está asustado y molesto, pero, seguro notando el estado en el que se encuentra, se acerca dando pasos cautelosos para ofrecer un poco de consuelo.
Es un gato inteligente.
Hermione llora mientras lo abraza y acaricia su suave pelaje. Está aterrada, como cuando tenía diecisiete y estaba a merced de Bellatrix Lestrange.
.
Respira hondo para darse valor. No tiene ánimos de estar allí, no quiere ver a nadie, pero sabe que la soledad solo hará empeorar su situación. Necesita tener gente a su alrededor para sentirse protegida, necesita a sus amigos, necesita a Harry y Ron.
Toca la puerta tres veces y espera, paciente. Los pasos resuenan y ella se esfuerza para componer una sonrisa. Es Ginny quién abre la puerta con expresión radiante.
—¡Hermione, al fin! —saluda mientras se lanza sobre ella y la aprisiona en un fuerte abrazo. Llevan mucho tiempo sin verse, así que Hermione le devuelve el gesto con la misma emoción—. ¿Qué tal? ¿Cómo has estado? ¿Por qué no has ido a visitarnos? ¡Te invitamos a cenar muchas veces! —Hay reproche en su voz.
—Ya, ya, déjala respirar. —Harry se aparece por detrás de su novia, cargando a un bebé en brazos—. Últimamente el trabajo es muy pesado, ya lo sabes. Aunque —añade, mirándola fijamente— nos encantaría que te pases por casa alguna vez.
—Lo haré —suspira Hermione. Pronto, toda su atención recae en el bebé que su amigo carga. Teddy Lupin tiene el cabello azul eléctrico y una sonrisa que le recuerda a su madre, pero sus ojos la miran con recelo. Es obvio que ya no la recuerda, no lo puede culpar, han pasado muchos meses desde la última vez que lo vio.
—Entra, todavía vamos por la primera botella —dice Ginny mientras se aparta para hacerla pasar.
Es domingo, el último día de abril, el segundo cumpleaños de Teddy Lupin. El día perfecto para que Harry la convenciera, con la excusa de hacer una pequeña e íntima celebración en honor a su ahijado, a pasar un tiempo con sus amigos. Le fue imposible negarse, hace muchos meses que no comparte con ellos mas que el almuerzo en el trabajo.
Entra a la casa y encuentra a Ron, sentado en el mueble de la sala con las piernas cruzadas, a Fleur, al lado de su amigo, a Bill, parado con una botella de whisky de fuego en las manos, y a Andrómeda Tonks, sentada cómodamente en el sillón.
Esa mujer se parece tanto a su hermana mayor que Hermione no puede contener el estremecimiento de su cuerpo. Sus facciones son casi idénticas, su piel es igual de pálida e, incluso, tienen la misma altura. Sin embargo, el cabello de Andrómeda es más suave y sus ojos poseen una amabilidad de la que Bellatrix carece por completo.
Andrómeda no es Bellatrix, se recuerda antes de ir a ocupar uno de los asientos libres. Bill le pone una copa llena de whisky y Hermione lo bebe de un trago. Necesita infundirse valor y el alcohol parece ser la única solución.
La conversación fluye con facilidad mientras los bebés, Teddy y Victoire, juegan encima de la alfombra ante la atenta y vigilante mirada de los adultos. La pasan bien, el ambiente es cálido, divertido y agradable.
Pero Hermione no lo disfruta, no en su totalidad. Hay muchas interrogantes cociéndose en su mente y no puede dejar de mirar a la señora Tonks. Ella podría ayudarla, ella podría darle información valiosa, ella podría ser la solución a todo lo que lleva años carcomiéndola.
Encuentra la oportunidad cuando Andrómeda se levanta del sillón para hacer un no se qué en la cocina. Hermione da una excusa parecida para seguirla, aunque es en vano porque todos están tan sumidos en su conversación que no escuchan ni una sola palabra. Lo agradece y se escabulle por el pasillo, entra a la cocina y cierra la puerta con mucho cuidado.
Andrómeda la mira de reojo mientras balancea un vaso de vidrio en las manos. Hermione se adelanta y reposa los brazos encima de la mesa mientras clava los ojos en la señora Tonks. Pronto, ambas están intercambiando profundas miradas de interés.
El silencio se rompe de inmediato.
—¿Tiene alguna idea de dónde está Bellatrix, señora Tonks? —Hermione opta por ser honesta con sus pretensiones.
La mandíbula de Andrómeda se tensa, aunque Hermione no está segura si es por escuchar el nombre de su hermana o el apellido que le recuerda a la familia que perdió en la guerra.
—¿Por qué lo sabría? —pregunta Andrómeda—. No veo a Bella desde que tengo tu edad, incluso menos.
El uso del apodo familiar no pasa desapercibido para Hermione. Se relame los labios e insiste.
—¿Sospecha de algún lugar en el que pueda estar escondida?
Andrómeda suspira con cansancio y derrama todo el contenido del vaso en el fregadero.
—No, claro que no. No tengo nada nuevo que decirte, no sé nada que tú no sepas. Estás confiando en la persona equivocada —añade mientras deja el vaso sobre la encimera.
Ella camina en dirección a la salida, se nota en su expresión que no quiere continuar con esa conversación. Sin embargo, se detiene abruptamente a mitad del trayecto, a un escaso metro de Hermione.
—¿De dónde has sacado eso? —pregunta Andrómeda con un hilo de voz.
Hermione agacha la cabeza y descubre que el mango de la varita de Bellatrix sobresale por el bolsillo de su túnica. Lo saca con cautela y Andrómeda da un paso hacia atrás, asustada. Tiene las cejas levantadas, la nariz arrugada y los dientes muy apretados. Ella mira, con horror y rabia, a la varita que Hermione sostiene en las manos.
Sus piernas tiemblan, su respiración se agita y una extraña excitación la recorre de pies a cabeza, estimulando a sus partes sensibles. Acaba de ver, por una fracción de segundo, a Bellatrix en el rostro Andrómeda. Y teme, se asusta, se horroriza y siente la necesidad de defenderse, pero, al mismo tiempo y por alguna razón inexplicable, se entusiasma.
—Me… la gané —miente Hermione con la voz entrecortada por el miedo y la excitación—. Se la quité de las manos, tengo su lealtad ahora. Éste mi trofeo. —Y levanta la varita con orgullo.
Andrómeda se ve conmocionada.
—¿Sabes las cosas que ha hecho ella con esa varita?
Hermione esperaba que hiciera esa pregunta, así que está preparada. Se arremanga la túnica y revela su brazo cubierto de cicatrices, allí donde Bellatrix la marcó con el puñal. Los ojos de Andrómeda se abren por la sorpresa, pero no hace ningún comentario.
—Lo sé, por supuesto que lo sé. Esa varita me torturó, lo recuerdo todas las noches—responde Hermione con vehemencia—. Pero tengo su lealtad, se la robé de las manos y ahora me obedece a mí. Me pertenece. Es mía. —Siente a sus pezones erguirse por debajo de la tela y respira hondo, no entiende porque su cuerpo está reaccionado de esa forma, pero no le disgusta en lo absoluto. Sin embargo, se recuerda que tiene que mantener la compostura—. ¿Dónde está ella, Andrómeda?
—No lo sé. No la he visto hace años, no tengo idea de dónde puede estar —responde Andrómeda, medio desesperada.
—¿Y no sospecha de algún escondite? ¿Algún lugar dónde podría estar oculta?
Ella niega y Hermione aparta la mirada con un rápido movimiento. Sospecha que se ha sonrojado porque su rostro quema como el infierno.
—Perdone las molestias —dice Hermione y abandona la cocina dando grandes zancadas.
Por suerte, la visita concluye pocos minutos después y todos se levantan para irse.
Ron se ofrece, amablemente, a acompañarla a casa y Hermione no puede negarse. Algo se cocina en su interior, la tortura lentamente y amenaza con hacerla enloquecer. Necesita liberarse, necesita zafarse. Necesita sexo.
Así que se lanza sobre los labios de Ron cuando llegan a su destino. Lo besa con ansías, deseo y fiereza. Sus manos desesperadas le arrancan la camisa y le permite hacer lo mismo. Pronto, ambos están completamente desnudos y lo hacen con la ferocidad y el salvajismo propio de las bestias.
Pero no es suficiente.
