2. Los primeros copos de nieve siempre son los más fríos.
Antonio le dio un largo vistazo a la casa que tenía delante de él, no era demasiado grande, pero tampoco demasiado pequeña para que cuatro personas vivieran cómodamente ahí. Francis a su lado dio un largo suspiro antes de tomar sus dos enormes maletas y conducirse hacia adentro, Antonio tomó la suya y colocó su funda con la guitarra detrás de su espalda. Estaba nervioso.
Máximo les había contado un montón de cosas de sus nietos, prácticamente podía saber hasta el detalle más íntimo de ellos porque cuando él hablaba de ellos se le iluminaban los ojos y su lengua no paraba de soltar palabras hasta que no le quedaban más historias que contar.
—El jardín está bonito. —admitió Francis, observando alrededor, había varios rosales que rodeaban la casa, las amapolas se extendían en una línea por el caminito que daba a la puerta de la casa. —Cuidaré muy bien de él, al abuelo Máximo le gustaban mucho las flores… y los tomates.
—Seguro que hay un invernadero detrás. —Antonio tenía ganas de asomarse, sin embargo, contuvo sus ansias. —Me pregunto qué clase de fertilizantes están ocupando ahora que él no está, espero que no hayan arruinado la cosecha.
Francis pasó saliva cuando llegaron al portón, se escuchaban pequeños ruidos del otro lado de la puerta, algunas maldiciones y quejidos. Quizás no estaban listos para recibirlos todavía. Él paseó sus ojos azules por los verdes de Antonio, poniendo una mueca insegura, que su casi hermano se encargó de destrozar por completo con una enorme sonrisa.
Y tocó el timbre.
Los ruidos pararon entonces, Francis apretó la manija y Antonio contuvo la respiración al instante que la puerta fue abriéndose lentamente, poco a poquito, como si no quisiera hacerlo. El rechinido suave fue acompañado de una brisa fría, producto del invierno. Ante ellos apareció un rostro temeroso, observándolos con ojos entrecerrados, con la nariz roja al igual que sus mejillas producto del frío: Feliciano Vargas.
— ¿Sí?
Antonio parpadeó un par de veces, realmente podía ver al abuelo Máximo en ese chico. —Somos Antonio y Francis, el notario dijo que te había informado que…
Entonces él borró la expresión temerosa de su rostro, cambiándola por una de alegría inmensa. — ¡Pensé que era el señor Roderich! —exclamó. — ¡Me alegra que hayan llegado! —y se lanzó a ellos en un fuerte abrazos. — ¡Son iguales a como el abuelo me contaba!
— ¿A cómo te contaba? —preguntó Francis, confundido. Ese viejo, ¿acaso nunca les había enseñado una foto de ellos? ¡Él había visto millones de sus lindos nietos!
— ¡Me da mucho gusto conocerte, Feli! —sonrió Antonio, devolviendo el abrazo con más ganas.
Francis sintió que ambos irradiaban demasiada luz como para poder mirarlos de frente. Así que cuando apartó la mirada, notó otra persona más, recargada en el marco de la puerta que daba a la cocina, con una expresión de fastidio en su rostro; el otro gemelo, quizás de quién debían tener más cuidado, Lovino Vargas.
—Qué mierda, Feliciano, ¡suéltalo! —reclamó de inmediato. Francis apartó la mirada de él, rodando los ojos.
Antonio despegó las manos de Feliciano, quién cohibido se encogió sobre sus hombros al recibir la mirada furiosa de su hermano gemelo.
—Pero Lovi, el abuelo dijo que teníamos que ser amables. —murmuró Feliciano, jugando con sus dedos. —Ellos…
— ¡Ah, cállate, no quiero escucharlo! —Lovino pegó un grito que rezumbó por toda la casa. —Ese viejo, se muere y todavía nos deja a cargo de estas mierdas.
— ¡Lovi!
—Espero que les quede claro que no hago esto por gusto. —gruñó Lovino, refunfuñando un par de maldiciones por lo bajo. —El notario dijo que…
—Sabemos lo que dijo, Lo-vi-no. —Francis sonrió, erizando la piel del chico. —Tampoco estamos aquí por gusto.
—Yo sí. —Antonio alzó una mano, causando un tic en la ceja de Francis. Feliciano y Lovino lo miraron con confusión. —No saben cuántas ganas tenía de conocerlos, el abuelo Máximo siempre hablaba de ustedes en cuanto tenía la oportunidad. Soñé el día que pudiera venir aquí… —una mirada de tristeza se colocó en sus ojos cuando pronunció lo siguiente. —Que podría convivir con el abuelo y con ustedes.
—Que sueño más asqueroso. —escupió Lovino ácidamente. Feliciano frunció las cejas, pero no dijo nada. —Su habitación está subiendo las escaleras, segunda puerta de la derecha. Si pueden no salgan de ahí en los próximos tres malditos años.
Dicho esto, se giró sobre sus talones e ingresó de nuevo a la cocina, sin darles tiempo de reprochar. Francis se quedó a media oración, completamente ofendido. Podrían tener diecisiete años y ellos veinte, sin embargo, el único que estaba actuando como un verdadero mocoso, era Lovino.
— ¿Qué sucede con él? —bramó Francis, rechinando los dientes. — ¡Es tan…tan… tan poco sofisticado!
—Dale tiempo, Fran. —Antonio dejó su maleta en la cama, observando la habitación que a pesar de todo parecía recién limpiada. —Solo han pasado dos meses desde que el abuelo se fue, debe ser muy difícil para ellos.
—Aun así… —Francis miró por la ventana, observando a su nuevo vecino tomando el té. —No puedo creer que ese sujeto vaya a ser nuestro tutor.
—Estoy seguro de que para mañana ya estarás encima de él. —reprochó Antonio, haciendo un mohín. Francis le mandó una mirada irónica.
—Siempre dicen que los tipos rudos son los más blandos cuando los conoces bien. —sonrió Francis, comenzando a desempacar. Antonio puso los ojos en blanco, con la cantidad de cosas que tenía su mejor amigo, tendría que buscar un pequeño hueco en la habitación antes de que él acaparara todos. —Y él es lindo, bueno, ambos lo son.
—Es el nieto del hombre que nos crío. —Antonio alzó una ceja, dejando su guitarra recargada al lado de su cama. —No creo que al abuelo Máximo le agradara que cortejaras a sus nietos como cortejas a cualquier persona linda que se te ponga enfrente.
— ¡Ay, por favor! Yo no cortejo a todo lo que se me ponga enfrente.
— ¿Y aquella monja que nos cuidaba?
—Era demasiado linda para ser una monja por el resto de su vida. —se encogió de hombros, desinteresado.
—Vamos Fran, no hagas esto. —pidió Antonio. —No quiero que… —el rubio le puso un dedo en sus labios pidiendo silencio.
— ¿Puedo pasar? —Feliciano se asomó por la puerta, tímidamente, trayendo consigo una bandeja de comida y vasos con agua de frutas rojas. —Pensé que tendrían hambre después de tan largo viaje.
Francis y Antonio se miraron, luego asintieron con una sonrisa.
Lovino observó a su hermano entrar a la habitación de esos dos mientras él se sumergía en la propia, cerrando la puerta con fuerza. Lo odiaba. No sabía que estaba pensando su abuelo al momento de dejarlos a cargo de esos dos bastardos, sin embargo, si de algo estaba seguro es que ambos se arrepentirían de haber llegado a esa casa.
Ya habían obtenido demasiado de Máximo estando en vida, no obtendrían nada de él estando muerto.
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Antonio salió a despejar su mente después de algunas horas, dejando a Francis perdido en un sueño profundo. Eran casi las siete de la noche por lo que tuvo que salir muy bien abrigado debido al frío. El barrio parecía demasiado decente, incluso podría decirse que con clase; todos los jardines estaban muy bien cuidados y los postes de luz más bien parecían faros, solo faltaba que tuvieran una vela adentro. Ese aspecto le gustaba, era relajante, lo suficiente para querer subir por su guitarra y tocar una canción.
Seguro que al viejo Máximo le gustaría escucharla.
Y cuando pensó en eso una mueca de tristeza se apoderó de su rostro y de forma involuntaria contrajo todos sus músculos, como si se estuviera abrazando el mismo. Él y Francis lloraron demasiado cuando se enteraron de la noticia, un mes después de que esta hubiera acontecido, por lo que no pudieron estar presentes en el funeral, ni siquiera visitaron la tumba antes de llegar a la casa, pues los mandaron directamente a donde los Vargas. Feliciano parecía un buen sujeto, quizás si se lo pedía podría llevarlos el día siguiente. Ya que no pudo ver por última vez su rostro antes de partir, al menos quería saber en donde pasaría toda la eternidad.
—No pises el jardín. —reclamó una voz vecina. Antonio que sintió sus ojos llorosos por los recuerdos se volteó a él en un instante, dejando que una pequeña lágrima resbalara por su mejilla. El par de ojos verdes que lo observaban se quedaron estáticos, anonado de ver que estaba llorando.
Antonio se limpió rápidamente la lágrima.
— ¡No es razón para llorar! —regañó de pronto, frunciendo sus enormes cejas.
—Nadie está llorando. —remilgó Antonio a la defensiva. El rubio frunció la boca, sin creerle.
—Como sea, no pises el jardín, el señor que vivía en esta casa les tenía mucho aprecio a sus flores. —comentó él, mirando a su alrededor. — ¿Eres familiar de los Vargas?
—No. —respondió en automático, saliendo del jardín al sendero. —Pero conocía al abuelo Máximo.
—Es raro. —comentó, confundido. Antonio alzó una ceja. —Te pareces mucho a él.
— ¿Enserio? —quizás su voz salió mucho más animada, pues su nuevo vecino dio un saltito de sorpresa por el repentino cambio de humor. — ¿De verdad me parezco a él?
— ¿Eres su hijo perdido o algo así? —se burló.
—Ojalá. —una sonrisa sincera se plantó en Antonio, bajando la mirada a las amapolas. —El abuelo Máximo era mi tutor.
— ¿Tutor?
Antonio lo observó de reojo, no parecía ser mucho más grande que él, podría decirse que hasta tenían la misma edad.
— ¿Cómo te llamas? —cambió la pregunta incluso ante la intensa mirada de curiosidad del contrario. —Ni siquiera te presentaste, que malos modales.
— ¡Mis modales son perfectos, idiota! —reprochó, volviéndose a pegar a la reja, como si quisiera atraparlo. Antonio soltó un bufido con gracia. —Mi nombre es Arthur Kirkland.
—Antonio Fernández. —saludó, agitando una de sus manos. Quería acercarse, pero sentía que si lo hacía acabaría golpeado. —A partir de ahora soy tu nuevo vecino.
— ¿Eh?
—Viviré con Lovino y Feliciano. —comentó, señalando la casa. Por la ventana de la cocina pudo ver que Feliciano preparaba la cena, que bueno porque se moría de hambre. El pequeño aperitivo que les dio cuando llegaron solo compensó el hecho de no desayunar. —Espero que nos llevemos bien.
—Esperas demasiado. —Arthur se había bajado de la reja y caminaba de nuevo en dirección a su casa. —Te daré un consejo como buen vecino, —Antonio lo contempló en silencio, esperando. —consigue la mayoría de edad y márchate de esa casa, a menos que quieras terminar como la niñera de esos dos idiotas.
¿Niñera?
Antonio dio un enorme respingo, algo así se temía. Máximo solía hablar maravillas de sus nietos cuando iba a visitarlos, narraba un montón de cosas divertidas, otras veces cuando se sentía nostálgico por ellos, solía relatarle cosas más personales, sobre todo a él, pues Francis no le prestaba demasiada atención. Antonio se dio cuenta a los dos años de haber conocido a su abuelo, que este quizás los había criado demasiado en una burbuja rosa, de la cual sería difícil salir.
— ¿Te vas a quedar ahí parado toda la noche? —la voz remilgosa de Lovino llegó a sus oídos, recargado en el marco de la puerta con los brazos cruzados le daba una mirada amenazante. —Ven a cenar.
—P-Pensaba ir a comprar algo a la tienda. —tartamudeó, sin saber por qué. Quizás fuera porque sus pensamientos condujeron a cosas vergonzosas que sabía acerca de ese chico.
—Puede que no me caigan bien, pero no por eso los voy a matar de hambre, imbécil. —espetó Lovino, casi ofendido. —Así que trae ese maldito culo tuyo para acá y despierta al otro pendejo.
Antonio emitió un quejido ahogado, molesto por la cantidad de insultos proporcionados. Ofuscado fue a donde Francis solo para encontrar que él ya estaba al lado de Feliciano, ayudándolo a poner la mesa; Lovino lo pasó derecho sin dirigirle ninguna otra palabra.
—Ya que vamos a vivir juntos, será mejor que pongamos unas reglas. —comenzó Francis. Antonio le dirigió un ademan pidiéndole que cerrara la boca. Lovino en cambio parecía divertido con las palabras del mocoso tres años menor que él, sentado al lado de su hermano. —Ocupo una hora en el baño todas las mañanas antes de ir a mi trabajo.
— ¿Trabajo? —preguntó Feliciano. —Eres menor de edad.
—Bah. No esperaré que ustedes dos compren mis necesidades tan lujosas. —reprochó Francis. Antonio se llevó las manos a la cabeza. —Y hablando de eso probablemente no llegue algunas noches.
—Aguarda, Francis. —pidió Feliciano, visiblemente preocupado. — ¿Qué hay de la escuela?
—Nosotros no vamos a la escuela. —comentó Antonio, resignándose a la superioridad con la que Francis manejaba la situación. Y Lovino todavía no decía nada.
— ¿De qué hablas?
—Ambos estudiamos para el examen que nos avala los estudios, una vez que cumplamos la mayoría de edad y pasemos ese examen podremos ir a la universidad si es que así lo queremos. —respondió de la manera más simple Antonio. Al ver el gesto de ambos gemelos, agregó: —ustedes no tienen que preocuparse por ningún gasto, básicamente es como si estuviéramos emancipados.
— ¿Esos exámenes no son para la gente mayor? —Lovino se metió por primera vez, alzando una ceja.
—Los orfanatos funcionan de manera distinta. —bufó Francis, recargándose en su mano. —Dejen que nosotros nos encarguemos de nuestros asuntos.
—Bien por mí. —respondió Lovino.
— ¡Lovi! —Feliciano levantó por primera vez la voz, sorprendiendo incluso a su gemelo. —El abuelo nos encargó que cuidáramos de ellos, no seas tan…
—No tengo que cuidar de nadie que no seas tú. —reclamó Lovino, cruzado de brazos. —Así que no me eches el perro muerto de algo que el viejo te encargó solo a ti.
Antonio y Francis se miraron sin entender. Al ver su confusión Feliciano se volteó a ellos.
—El abuelo me dejo una carta, pidiendo que cuidáramos de ustedes. —dijo Feliciano. Lovino apartó la cara, compungiéndola con enojo. —Solía contarnos de dos personas que siempre visitaba en España, estaba muy orgulloso de como habían progresado en el orfanato.
— ¿Solo eso te contó? —preguntó Francis, entrecerrando los ojos. Feliciano asintió. Francis entonces mejoró su expresión, a una mucho más amable y divertida. —Pues bueno, ustedes no son a los únicos que les echó el perro muerto. —se burló, citando la frase del italiano mayor quién le dio una horrida mirada. Antonio al menos agradeció que las miradas no pudieran matar.
—Básicamente nos pidió lo mismo a nosotros. —Antonio rascó su mejilla, apenado. —Creo que en el fondo el abuelo solo quería que fuéramos una fami-
Sus palabras fueron interrumpidas por la silla de Lovino que chirrió al momento de hacerla para atrás, en un movimiento brusco. Él no dijo nada, con su plato a medio comer se retiró de la mesa sin más. Antonio observó su espalda, estaba tensa y aunque parecía imponente a primera vista, la verdad era que cuando lo mirabas bien parecía muy triste.
—Cielos, no te ofendas, pero tu hermano es horrendo. —se quejó al fin Francis. Feliciano que estaba concentrado en su hermano se giró a él, dando un largo suspiro.
—El abuelo debió contarle cosas muy malas de nosotros, quizás por eso no le agradamos. —dijo Antonio, buscando aminorar el ambiente tenso.
—No es eso. —murmuró Feliciano, jugando con la poca comida que le quedaba en su plato. —Es por las cartas.
—Podemos enseñárselas si gusta, para que vea que son verdaderas. —comentó Francis. Antonio pensó que tal vez eso no era muy buena idea con la suya, pues si fuera ellos no querría enterarse de que percepción tenía Máximo de él.
—Tampoco es eso. Tanto a mí como a ustedes el abuelo les escribió una carta de despedida.
—Sí, ¿y?
—Es que… a Lovi no le dejó nada.
¡Hola, espero que se encuentren muy bien! Está historia es dedicada a la Navidad, estás fechas logran ponerme muy nostálgica y ¿por qué continuar mis historias cuando puedo crear otras? uwu
En fin, gracias por leer, ¡hasta el próximo capitulo!
