Apenas había pasado otra semana cuando Severus fue de nuevo en busca de su "no amigo". Lo encontró estudiando en su habitación, bastante repuesto.
— ¿Tienes un momento?
Regulus asintió, sonriendo. Entró y se sentó en una esquina del baúl, después de dejar unos libros sobre la mesa.
— ¿Me traes tarea extra? Ya tengo bastante con ponerme al día, me temo —preguntó, mientras curioseaba los títulos—. ¿Yoga? ¿Y libros de la sección prohibida? Vaya, Snape, eres una caja de sorpresas.
La cara de Snape apenas dejó entrever una minúscula sonrisa.
— He estado investigando. El yoga parece tonto porque los muggles lo han puesto de moda y le han dado una imagen un poco estúpida. Pero he estado leyendo a magos indios que hablan de la meditación como una técnica muy válida para disciplinar la mente.
El joven se sorprendió y miró el libro con interés.
— El libro de la sección prohibida es en el que se ha basado tu sanador para crear la poción. Y es francamente una basura anticuada.
— ¿Espera, qué?
— No hay un tratamiento validado para la metamorfomagia, porque no es una enfermedad. Las pociones no hacen más que mantenerte tranquilo, porque se supone que tu don se manifiesta más con el stress si no se controla desde niño.
Regulus se puso en pie, alterado y comenzó a pasear por la habitación.
— ¿Entonces?
— Es parecido a las pociones tranquilizantes que dan para las crisis nerviosas. Pero, —Regulus se paró a mirarle cuando hizo la pausa, asustado por su tono— los efectos secundarios empeoran al subir la dosis y conforme creces, tu magia crece y con ella tu don, sin controlar. ¿Ves por donde voy?
— ¿La poción puede llegar a matarme?
Severus asintió.
— Por fallo hepático.
Regulus se dejó caer al borde de su cama, con la cara entre las manos.
Severus extendió una mano y la posó en su hombro, intentando reconfortarlo.
—¿Qué harías en mi lugar?
— Consultar a otro sanador más joven, si el tuyo está usando este tratamiento es que es de la vieja escuela.
Los ojos grises se giraron a mirarle. Severus Snape, por primera vez en su vida, deseó abrazar a alguien que no fuera su madre. Ni tan siquiera Lily le había generado jamás ese impulso. Se levantó y se sentó junto a Black, que descansó la cabeza en su hombro, sobresaltándolo con su cercanía.
— Habla con Pomfrey. Necesitas un chequeo y ver qué hacer si quieres dejar la poción —le suplicó.
— No puedo dejar la poción, Severus. No voy a poder controlarlo— respondió con algo de pánico.
— He leído todo lo que hay en la biblioteca sobre metamorfomagos. Creo que podría ayudarte.
Volvió a mirarlo, esta vez con otro matiz. Había esperanza. Y algo más. En un impulso, Regulus se estiró y le besó en la mejilla.
— Regulus...
— Lo siento —se disculpó rápidamente.
Ahora fueron los ojos oscurísimos de Severus los que le buscaron.
— Ese libro horrible habla de tratamientos para otras desgracias sangrepura.
Tomó aire antes de seguir, porque se sentía enormemente incómodo.
— Habla de tratamientos para squibs, débiles mentales y... desviados.
Regulus se puso pálido y se apartó como si le hubiera picado una avispa. Severus levantó las manos, con las palmas hacia afuera en señal de no agresión, y siguió hablando.
— No son mis palabras, son las del libro. Y no te estoy diciendo esto para atacarte, lo que quiero es que entiendas con quién se codean tus padres.
En la boca del pequeño de los Black se dibujó una mueca de desprecio muy poco habitual en él.
— Sé de sobra como va esto, Severus. Las desviaciones se ignoran a no ser que se hagan públicas o que puedan ser motivo para impedir un matrimonio convencional.
— Yo lo único que quiero es que no te metas en problemas. Slytherin está lleno de ojos, cualquier señal de conducta inadecuada va a llegar a tus padres. Y eso incluye andar en compañía de un mestizo de familia de mala reputación.
— ¿Estás cuidando de mí, Sev? ¿Y quién cuida de ti? —preguntó, suave, volviendo a acercarse.
Era la primera vez que alguien utilizaba un apodo cariñoso con él. Algo debió ver Regulus en su cara, porque esbozó una sonrisa tierna antes de ponerle la mano en un lateral de la cara y besarle suavemente en los labios.
Fue un segundo, igual que antes en su mejilla, pero suficiente como para que una puerta se quedara abierta entre ellos.
