A Severus se le hacía extraño al principio vivir solo. Poppy se había ofrecido a acompañarle los primeros días, porque aunque los trámites mágicos y muggles estaban hechos, había otras cosas que hacer. Era necesario mirar papeles, revisar las cosas de su madre y deshacerse de las de su padre. Aún así, había declinado su oferta.

El testamento de su madre ya se había leído. No decía gran cosa, había un pequeño legado Prince, al que Eileen solo habría podido acceder de haberse quedado viuda. Al fallecer ella, pasaba a Severus, pero había que contactar con el abogado de los Prince para ver si podía acceder a él con su padre vivo. Y para eso hacía falta dinero para un abogado, dinero que obviamente no tenía.

Al ser mayor de edad, no tenía derecho a cobrar una orfandad desde el Ministerio, así que solo disponía de lo poco que su madre había podido ahorrar y que estaba en GRingotts, a salvo de su padre. En la cámara había también un pequeño conjunto de joyas, restos de un pasado siendo la hija de una familia sangrepura. Los duendes se ofrecieron a ayudarle a venderlas y respiro tranquilo cuando el contenido de la cámara creció lo suficiente como para asegurarle comida para el verano y los gastos para el último año en el colegio.

El mes de julio le encontró sumergido en la limpieza. Los papeles en el escritorio de su madre no habían descubierto nada nuevo, así que siguió por revisar sus cosas. Había varios álbumes de fotos, algunos del colegio, que aparto para Poppy, y otros de su vida antes de casarse. Estos últimos los metió en una caja, junto a las cartas que encontró de esa época.

Estaba vaciando su armario cuando escuchó un ruido en el piso inferior. Sigiloso, pero con él corazón latiendo fuerte, tomó su varita y bajo las escaleras, evitando con cuidado los escalones que crujían. En cuanto puso el pie en el vestíbulo, el gato negro salió corriendo a su encuentro, rozándose con sus piernas varias veces antes de trepar a sus brazos.

— Hola, pequeño —le susurró, entrando a la cocina con él en brazos, mientras le rascaba detrás de las orejas.

Los ojos grises se cerraron y ronroneó, disfrutando de la caricia. Se sentó en una de las sillas de la cocina, a la espera de que Regulus decidiera volver a su forma humana, pero parecía estar muy agusto como gato, porque se acurrucó en su regazo y se durmió. Lo contempló largo rato, sin dejar de acariciarle el lomo.

Era la primera vez que pasaba tanto rato sin transformarse y Severus empezó a preocuparse. Había leído que los animagos pueden recurrir a su forma animal cuando están tristes o heridos, dos posibilidades que no eran descabelladas por lo que sabía de los padres de su... ¿su qué? ¿Amigo? Le parecía que esa palabra ya se les quedaba corta.

Después de haberse admitido lo que sentía, y de haberse permitido besarle, Severus pensaba que aún no estaba en el mismo punto que Regulus, que había sido capaz de decirle que estaba enamorado de él. No podía ser tan difícil, ¿no? Su madre le había dicho muchas veces que le quería, y él a ella.

— Incluso como gato, eres lo más bonito que he visto en mi vida, Reg. ¿Por qué me cuesta tanto decirte que te quiero? Y que eres lo mejor que me ha pasado —habló al gato dormido en sus piernas, sin dejar de acariciarlo.

Los ojitos grises se abrieron y se movió rápido para lamerle los dedos antes de bajarse de un salto, perfectamente elegante, y transformarse apenas puso los pies en el suelo. No le dio tiempo a reaccionar, porque Regulus se lanzó sobre él, se sentó a horcajadas sobre sus rodillas y le besó hasta dejarlo sin aire.

Apoyó la frente en su frente, jadeante, sin perder de vista los preciosos ojos. Fue un par de minutos después, cuando se separaron un poco, que se dio cuenta de que su labio inferior estaba roto.

— ¿Qué ha ocurrido? —preguntó, extendiendo la mano, parando justo antes de que su dedo tembloroso tocara la herida abierta.

Regulus hizo un gesto con la mano, queriendo obviarlo. Para distraerlo, volvió a acercarse a besarle.

— Reg... —insistió tras besarle con suavidad, preocupado por su labio.

— Las cosas en casa están... difíciles.

Severus frunció el ceño y ciñó protectoramente sus brazos a su cintura. En ese momento, un búho real oscuro entró por la ventana. Dejó que le desataran el mensaje de la pata y se fue volando sin esperar una chuchería. Al girarse hacia Regulus, todavía sobre sus rodillas, vio que estaba lívido.

— Es el búho de mi padre —explicó con voz ahogada.

Abrió el mensaje con aprensión. Leyó las escuetas líneas pasando del ceño fruncido a las cejas tan altas que casi le tocaban el nacimiento del pelo. Después se lo alcanzó a Regulus, que lo tomó como si fuera una bomba a punto de explotar.

— Oh, Merlín —gimió cerrando los ojos.

— Parece que a tu familia no le agrado —comentó Severus con tono neutro.

Regulus, con la frente apoyada en su hombro, bufó por lo bajo.

— Ni el mismísimo Merlín les parecería bien...

— Porque no es una chica, lo sé.

— Una chica sangrepura —puntualizó con voz de estar aguantando la risa.

— Reg, no es divertido, tu padre me amenaza con denunciarme por abusar de ti.

— Él me rompió el labio, ¿hablamos de abusos?

El brazo protector volvió a ceñirse a su cintura.

— Prefiero que no estemos en situación de denunciar ni ser denunciados.

— No me niegues venir a verte, Severus, por favor —suplicó Regulus, acurrucándose de nuevo contra él—. Mi casa está llena de mala gente que adoran cada palabra que sale de la boca de ese Lord Voldemort.

— ¿Todavía? —preguntó sorprendido.

— Mi madre está muy orgullosa de estar siendo su anfitriona. Esa gente me da miedo, cada vez son más. El prometido de mi prima es uno de los cabecillas.

— ¿Malfoy?

Asintió con la cabeza, tomando una de las manos de Severus y enredando sus dedos.

— También Lestrange. Y los padres de Avery y Mulciber. Bellatrix venera el suelo que pisa ese tipo, creo que le pone más que su marido.

— ¡Regulus!

Soltó una risita y frotó su mejilla contra la vieja camiseta, un gesto que había adquirido desde que era animago.

— ¿Has visto a Lily estos días? —cambio de tema abruptamente, poniéndose serio, mientras miraba por la ventana que daba a la sucia calle.

Severus no contestó, se limitó a pasar la mano libre por su pelo y frotarle el cuero cabelludo.

— ¿Lo decías en serio? —preguntó en un murmullo.

— Siempre hablo en serio.

— Yo también te quiero, Severus. Eres mío.

No pudo evitar una risilla por el tono posesivo, tan surrealista a sus ojos.

— Pensaba, hace un rato —dijo con voz insegura, haciendo que Regulus abriera los ojos y le mirara—, que se me queda corto llamarte amigo.

Regulus le puso la mano en la mejilla y le sonrió.

— ¿Necesitamos una nueva manera para definirnos? ¿Compañeros? ¿Pareja? ¿Novios? ... ¿amantes?

La última palabra la dijo en un ronroneo provocador, sabiendo que Severus se espantaría por el pensamiento.

— No lo sé —acarició de nuevo su nuca—. No sé si hay una palabra que englobe lo que eres para mí.

Recibió un beso suave y lento por esa afirmación, los ojos cerrados, las manos pequeñas y blancas de Regulus sujetando sus mejillas, sus manos rodeando su cintura.

— Tengo que irme —murmuró Regulus contra sus labios, los ojos aún cerrados.

— Déjame que te cure esa herida primero.

Se apartó dócil, sin perder de vista las manos de Severus tomando la varita y recitando el hechizo en un murmullo. Después pasó con cuidado el dedo sobre la pequeña cicatriz.

— ¿Volverás entonces? —murmuró con ganas besar ese trocito de piel.

— No lo dudes.

— Mi chimenea no está conectada al flú, pero puedo pedirlo —le puso las manos en la cintura.

— No creo que sea seguro. Esa gente, Severus... me dan miedo.

Lo abrazó fuerte, porque quería protegerlo de todo mal. No sabía que ese sentimiento había llegado para quedarse el resto de su vida.