Partitura IX

Últimamente, sentía a William un poco distante. Esa misma necesidad de espacio le hizo dárselo. Sin embargo, ese hombre llamado William James Moriarty era todo un misterio para él. Y no había nada que amara más que resolver misterios.

Por supuesto, no había abandonado su búsqueda por su músico misterioso, pero una parte de él no podía abandonar la idea, o, más bien, el deseo, de que fuera el mismo William.

Llevaban algunos días sin hablarse mucho. Sherlock solo lo observaba desplazarse entre aulas acompañado de sus estudiantes y ocasionalmente de Bill. Pero la expresión del rubio no cambiaba, como si llevara una máscara en su rostro. No obstante, podía percibir en sus ojos un grito silencioso, no estaba seguro de la razón; pero sabía que el pianista estaba ocultando algo.

Por su parte, el joven profesor se encontraba con muchos pensamientos derramados en su cabeza, tratando de resolverse a sí mismo. Tantas cosas estaban pasando por su vida en ese momento, que estaba agotado. A todas debía priorizarlas.

Como el hijo adoptivo de una familia acaudalada y reconocida, tenía mucho que demostrar. Aunque, estaba consciente que no heredaría nada, era solo una pieza de ajedrez para esas personas. Eso en sí mismo no era un problema para él, confiaba en sus habilidades, podía destacarse en lo que fuera y lo que ganara, sería para solventar su propia vida y la de su hermano. Pero él anhelaba otras cosas, algo aún más grande. Solo necesitaba soportar un poco más.

Desde que había sido adoptado, constantemente se veía siendo presionado para ir hacia una dirección que no quería ir. Estaba consciente de su propia capacidad y que, ir hacia allá no era problema para él, era risible lo sencillo que le resultaba. Pero tomar un papel que no deseaba, era una forma de matar su alma poco a poco.

Suspiró.

Se sintió atrapado en un ciclo interminable. Como si estuviese purgando algún karma con esas personas. No es como si no pudiese negarse e ir contracorriente. Pero sabía que, muchas de las repercusiones, caerían sobre su hermano Lewis. Algo que no podría permitir, mucho menos perdonarse.

Sus hermanos adoptivos eran un caso. William, con quien compartía nombre, no paraba de poner a prueba los límites de su paciencia. Y Albert, aunque amable, siempre con altas expectativas, tratando de forzar en él sus deseos egoístas y sueños frustrados. No los odiaba, ni sentía rencor por ellos, pero estaba sinceramente cansado.

Tenía también al rector y al director de la escuela, presionándolo para dar un recital de una pieza de su autoría. Una composición muy privada y que el director escuchó a escondidas o como a él le gustaba enunciarlo "por casualidad", era otro punto de peso para él.

Sus alumnos eran personas talentosas, y le tenía las manos ocupadas sosteniendo un sin número de sueños ajenos. Pero la realidad era que, muchos de ellos no lograrían completarlos. Y él se sentía obligado a llevarlos de la mano por una mentira.

Era como no ser dueño de sí mismo.

Tenía días así, en los que sentía su pesar magnificarse de manera dramática, que incluso él mismo se repudiaba.

Además, aún estaba pensativo sobre una de sus tardes con el violinista. Desde esa tarde en que sintió agua en sus mejillas, había confundido eso con algún llanto invisible que no lograba entender. Sin embargo, desde entonces, la sensación de estar bajo el agua se colaba a sus pensamientos con constancia y sentía que lo asfixiaba.

Una angustia lo embargaba, era como un llamado que no podía responder, sonando cada vez más fuerte en su interior. Como si fuese una historia escrita que no pudiera cambiar. Totalmente fuera de control. Era una memoria inválida, de la cual no tenía todas las piezas, solo vagas sensaciones de alguien llamándolo.

Solo quería callar todas las voces en su cabeza. Aunque sabía que su situación no era para tanto. Había quienes tenían problemas reales, como luchar con el hambre, por la supervivencia.

Se dirigió a una sala con piano, quería que el sonido eclipsara los gritos que escuchaba en su cabeza, las voces exigentes, las palabras acusadoras, los halagos y las expectativas.

Comenzó a tocar Gravity, casi como un mantra. Y anheló por un momento a su cuerpo en caída libre hacia algún vacío. Y nuevamente se sintió bajo el agua, la frialdad líquida ahora envolvía su cuerpo por completo, la frescura y el fluido corrían por dentro y fuera de su piel.

Sintió que poco le faltó para desfallecer en la asfixia submarina, pero entonces, el intrépido sonido del violín lo regresó a la tierra, impulsándolo desde el fondo del agua a la superficie. Reconoció la melodía: smooth criminal.

Una canción que narraba un asesinato y preguntaba constantemente a la víctima si se encontraba bien. Sintió una cierta calidez. La canción había sido elegida a propósito. Era la respuesta del violinista al acertijo que representaba su estado de ánimo y al mismo tiempo, una pregunta.

Sin duda, había resentido tener lejos esos días, al dueño de los zafiros. Lo había estado evitando por esa extraña sensación que tuvo, y por aquella tarde en la azotea. Esa familiaridad, era algo anhelado, como reencontrarse con alguien que siempre quiso ver, pero de quien no tiene memoria. Y ese hombre lo sabía, por eso se había presentado frente a él con esa melodía.

Al terminar de tocar, Sherlock pudo observar la expresión sorprendida en el rostro de Liam, por momentos, sus rasgos se vieron más infantiles.

— No me has invitado a cenar a tu casa— dijo alzándole la barbilla con la punta del arco del violín — Prometiste hacerlo.

El hijo del sol rio, saliendo de la conmoción que le ocasionó que el violinista se entrometiera en sus cavilaciones.

— Temo que no recuerdo dicha promesa — respondió, viendo el descontento en el rostro del hijo de la luna.

— Anda, no seas así — arqueó una ceja, manteniendo tenso el arco del violín, sin darle oportunidad de desviar la mirada.

— Pero, si te atreves, podrías invitarme tú a algún lugar — aseveró con una sonrisa — Hoy tengo libre.

Un hormigueo se adueñó de nuevo del cráneo y cuello de Sherlock, quien trató de ocultar el consecuente estremecimiento que le provocaron sus palabras. Era una sensación deliciosa, teñida de una incomprendida nostalgia. Por supuesto, la sonrisa torcida fue algo que no pudo guardarse.

— Vamos.