Capítulo 2

Hinata

Lord Toneri se derrumba sobre mi cuerpo desnudo con un último gruñido de placer. Siento su sudor pegándose a la piel de mi espalda y sus manos aún me agarran con fuerza de las caderas. Yo sólo puedo mirar las sábanas, esperando el momento en que se retire de una vez por todas y me deje volver a moverme.

Que me deje apartarme de su lado.

Que me deje ser libre, esta vez para siempre.

Esta noche ha sido mi última noche. Esta será mi última vez.

O de eso quiero convencerme.

Siento su beso en mi espalda. No se aparta. Sigue dentro, haciéndome sentirlo con cada centímetro de mi cuerpo. Que me deje. Ya. Que se aparte. Me repugna la manera en que sus labios suben por mi piel; su lengua me toca, llenándome de saliva. Sus manos ascienden de mi cadera a mis pechos, asiéndose a ellos, estrujándolos. Aprieto los dientes, pero cojo aire. Estoy acostumbrada. Lord Toneri no es el hombre más repugnante que ha pasado por mi cama a cambio de unas monedas. Los ha habido peores. Hombres asquerosos que me han obligado a hacer las cosas más denigrantes por menos dinero del que costaban sus galantes ropajes. Toneri sólo se acuesta conmigo. En ocasiones, si cree que no estoy lo suficientemente centrada, si no queda satisfecho con lo que le hago, me pega. Sus golpes tampoco han sido los más fuertes que he recibido. Él, al menos, nunca me ha dejado inconsciente.

Su aliento choca contra mi oreja. Puedo olerlo. Nauseabundo, a licor y a sexo, a todas las órdenes y a toda su brusquedad. Me afectaría más si no estuviera habituada a esa peste desde hace más de tres años.

Ha sido suficiente.

—¿Qué ocurre, mi florecilla...? —Sus caderas se presionan más contra mi cuerpo, pegándose a mí hasta lo indecible. Más adentro, pese a que ya ha acabado. Sus dientes muerden mi cuello. Entrecierro los ojos, mirando las sábanas. Estoy apretándolas con fuerza. Echo un vistazo a la ventana sin que él se dé cuenta, en un mudo deseo de traspasarla y marcharme para siempre de este lugar—. Pareces distante... Hoy no estás tan entregada como otras noches...

Pienso que tengo que lograr que se separe, antes que nada. Que deje de agarrarme como lo está haciendo, que deje de besarme de una maldita vez. Hoy no voy a permitir que repita. Por eso giro la cabeza y aprovecho su cercanía para besarlo. Para contentarlo. Mis labios tientan los suyos como sé que a él le gusta: suave, provocadora, pero aparentemente inocente. Como si siguiese siendo una niña inexperta. Como si él me hubiera dejado ser una chiquilla de verdad. Catorce años. Con catorce años me trajo a este maldito lugar.

En noches como esta, me pregunto cómo he aguantado tanto.

—Estoy incómoda en esta posición, lord Toneri... —Muerdo un poco su labio con aparente ternura. En este negocio todo es fingir. Adoptar el papel que el cliente quiere. A Toneri le gustan débiles, sumisas y dulces. Llenas de atenciones para él. Yo hace mucho que dejé de ser dulce, aunque quizá no haya dejado nunca de ser débil. A lo mejor por eso no he huido todavía. Porque tengo miedo de que lo que haya fuera sea peor que lo que hay aquí.

Pero eso se acabó.

Lord Toneri aún mueve sus caderas un poco más antes de retirarse, al fin, con sus manos tocándome todo el cuerpo. Coge mi trasero, agarrándolo bien, y luego le da un azote con una risita entre los labios. Aprieto los puños, pero me apresuro a girarme y a sentarme en la cama. Lord Toneri se arregla las calzas. Él nunca se desviste del todo, sólo lo justo. A veces ni siquiera se quita la camisa, aunque hoy su pecho está al descubierto. Prefiero cuando no prescinde ni de una prenda más de las necesarias. Cuanto menos contacto entre nuestras pieles, mejor.

Su mirada de gravedad hace que me tense en mi asiento mientras se adecenta. Sus ojos azules siempre han sido helados, aunque intente derretirlos a menudo con la falsa calidez con la que nos trata a todas las prostitutas, para hacernos sentir que estamos en un buen lugar aunque vivamos en el infierno.

—Espero que no estés aburriendo a nuestros clientes, florecilla. Sabes que muchos aquí te valoran... Te estimamos. Eres una de nuestras joyas más preciadas. Mi joya más preciada. —Sus dedos cogen mi barbilla, apretándola, obligándome a alzar el rostro hacia él. Contengo las ganas de escupirle a la cara, pero quizá vea el desafío en mis ojos, porque sonríe de medio lado y me vuelve a besar. Brusco. Violento. Reclamando lo que es suyo.

Pero yo no soy de nadie.

Aguardo a que se canse y se separe y, cuando lo hace, no espero ni un segundo más. Es hora de dejar las cosas claras de una vez por todas.

—Voy a marcharme, lord Toneri. Él me observa. Se pasa los dedos de manera pensativa por la barba que puebla su mentón. Nunca me he parado a pensar cuántos años me saca. Más de quince, seguro. Quizá veinte. Los mismos que cuando me recogió de la calle para meterme en una habitación y quitarme lo poco que me quedaba.

—¿Otros clientes que atender? —murmura, como si no hubiera entendido bien mi frase—. Soy el propietario de este sitio, nadie tiene por qué interrumpirnos si yo no...

—Me voy del prostíbulo. Me marcho de este lugar. Hoy. Ahora.

Lord Toneri parece sorprendido de que me atreva a cortarle a mitad de la frase. Cuando alzo la cabeza, casi pienso que esto será suficiente y por fin comprenderá que no puede seguir reteniéndome y me dejará marchar.

Sonríe, y sé que no será tan fácil.

Su mano me vuelve a tomar el rostro antes de que pueda hacer nada por evitarlo. Sólo que esta vez no es brusco. Es dulce, tierno. Y eso es casi peor que la violencia que a menudo emplea. Cuando hace esto, cuando sonríe, cuando me acaricia como si de verdad me tuviera algún cariño, más peligroso resulta. Siempre parece seguro de sí mismo. Siempre está seguro de sí mismo. Su caricia toca mi mejilla, repasando la marca roja de la bofetada que el primer hombre de la noche me propinó. Luego roza mi labio, donde aún siento una pequeña herida ocasionada por el tercero, que mordió demasiado fuerte. Si me paso la lengua por la zona, aún puedo saborear la sangre.

Lo mismo noche tras noche. Estoy harta. Harta. Harta de cuerpos desconocidos, de ser una muñeca, de que me usen para tirarme, de que me tiren para usarme. Estoy harta de no poder soñar con la luz del sol ni el mundo más allá de esta cama. Estoy harta de desgastar mis manos y mi piel al frotar mi cuerpo con jabón en un intento de sentirme menos sucia. En un intento de borrar el tacto de todas esas personas, el sabor de todos esos cuerpos.

No quiero seguir aquí.

No puedo seguir aquí.

No voy a seguir aquí.

—Te vas a ir... —repite Toneri con tranquilidad. Sigue teniendo esa sonrisa en los labios que me hace enfurecer. Me llena de rabia porque se ríe de mí y de mis aspiraciones. Del hecho de que quiera una vida más allá de... esto—. Juraría que ya lo hemos hablado, ¿verdad, florecilla?

Odio que me llame así. No soy ninguna florecilla. No soy, mucho menos, su florecilla. Soy una mujer. Soy una persona. No soy su juguete ni una planta que observar y regar para poder contemplarla a todas horas y luego deshojarla. Aunque a mí ya me han quitado todos los pétalos.

—¿Dónde vas a ir, mi pequeña? Aquí te cuidamos. Te damos un techo, te alimentamos, te salvamos de la calle y del frío... ¿Cuál es la alternativa para una chica como tú ahí fuera? Sin propiedades, sin familia, sin dinero... Harás lo mismo, cobrando menos y en cualquier callejón. Además, eso sería tan desagradecido, Hinata... ¿Quién te sacó de la necesidad cuando eras una niña huesuda y perdida, una ladrona que ni siquiera podía llevarse a la boca más que un par de migajas al día? ¿Quién te ha convertido en la muchacha brillante y hermosa que eres? ¿Y todo a cambio de qué? ¿Unas horas dejando que todos disfrutemos de tu belleza?

Intento que mi voluntad no se quiebre esta vez. Es cierto: ya lo hemos hablado. Ya he querido salir de aquí antes. Pero ese discurso siempre me ha mantenido atada a este sitio. Me llena de miedo volver a la vida que tenía. Al hambre, a la oscuridad, al frío, a la inanición. Estuve a punto de morir muchas veces vagando sola por las calles. Y más allá de eso, me da miedo descubrir que no puedo ser más que un par de piernas abiertas.

Pero no voy a dejar que esta vez me amedrente. No. Puedo hacer grandes cosas. Si me esfuerzo, puedo ser la dueña de mi vida. Puedo montar mi propio negocio, igual que en su día lo tuvo mi padre, antes de morir. Quizá no en Remolino, donde las mujeres no tenemos opciones, y mucho menos las tendré yo, habiendo sido una prostituta. Pero Marabilia es un continente grande: las buscaré en otros países y, si no las encuentro, viajaré hasta otros continentes de ser necesario. He leído que más allá de nuestros mares una mujer puede ser todo lo que desee ser.

Voy a luchar. Tengo que luchar.

—Quiero vivir mi vida, lord Toneri. —Aparto la cara de su mano. Él entrecierra los ojos—. Agradezco que me sacarais de la calle, pero no quiero pudrirme en este lugar el resto de mi existencia.

—Muchacha, ¿qué vida esperas tener? ¿Qué quieres? ¿Algún caballero que se enamore perdidamente de ti y te dé una hermosa familia? —Mi jefe ríe, burlándose, como si no hubiera idea más absurda—. ¿No has conocido hombres suficientes entre estas paredes para saber qué es lo que te espera? —Abro la boca, pero él me vuelve a coger la cara, y esta vez no tiene nada de delicado. Lo hace con tanta fuerza que me duele—. A las putas no se las quiere, Hinata. Nunca serás más que eso para nadie.

Cojo aire con dificultad. Está equivocado. Yo no quiero ninguna familia ni ningún hombre que me la dé. Si tiene razón en algo es en que he visto cómo son. Aquí han venido de todo tipo: solteros, casados, con una docena de hijos... Todos a lo mismo. No aspiro a que nadie me quiera. No aspiro tampoco a querer a nadie. Quizá no pudiese hacerlo aunque quisiera, porque hace mucho que se me olvidó lo que era sentir cariño. Para mí, el amor es un cuento más de otros lugares lejanos. Ni lo quiero ni lo espero, por hermoso que parezca en historias que les suceden a otros. Yo sólo ansío vivir mi vida. Ser independiente. Quiero ganar mi dinero de una manera honrada y ver lo que el mundo puede depararme.

—No quiero ningún hombre. No lo necesito. La carcajada de Toneri resuena por todo el cuarto.

—¡Oh, florecilla! ¿Tan poco has aprendido? ¿Tan mal te he enseñado? ¿De verdad tienes esperanzas de algo así? Me temo que has leído demasiadas historias de exóticos países al otro lado del océano. Aquí las mujeres no sois reinas, ni tenéis derechos más allá de dar a luz a nuestros hijos. No valéis nada sin un hombre que os proteja. ¿Y quién te va a proteger a ti si no lo hago yo?

Es más de lo que puedo soportar. No aguanto que ante sus ojos —y ante los de muchos otros— no seamos más que ganado que marcar. Para los hombres como él, las mujeres somos una herramienta: sólo estamos aquí para que nos usen y después parir, para perpetuar el orden que ellos han creado una generación tras otra.

Esa no va a ser mi vida. No hasta que yo decida que quiera tener hijos, si es que algún día quiero tenerlos. Y, desde luego, no serán los hijos de ningún capullo que me embarace en este maldito lugar.

Me aparto de él con brusquedad y me levanto, orgullosa incluso en mi desnudez. Alzo la barbilla como si pretendiera medir mi mirada con la suya, pese a que él es mucho más alto que yo.

—Me marcho —repito, sin más. Paso por su lado para recoger mi vestido...

Antes de que pueda dar un paso, él me agarra de la muñeca. Con tanta fuerza, clavando sus uñas en mi piel, que dejo escapar un gemido de dolor. No es nada comparado con la brusquedad con la que tira de mí y me hace caer de nuevo en la cama, mi espalda chocando duramente contra el colchón, arrebatándome el aliento. Intento incorporarme, pero él ya está encima de mí, presionando su cuerpo contra el mío, sus piernas apretando las mías para que no pueda patalear. Una vez más, su mano coge mi cara y, cuando intento sacudirme, cae el golpe: la bofetada es tan fuerte que me deja mareada. La ansiedad llega. El terror llega. Aún sigo aturdida cuando me obliga a mirarlo.

—Eres mía, florecilla. Mía y de este lugar. Me besa con brusquedad y yo gimo en protesta. Que lo deje. Que me deje. Que se aparte. Que me suelte. Su mano en mi pierna me obliga a separarla.

No.

No.

Siento el dolor cuando se impulsa dentro de mí. Aprieto los dientes, mientras él embiste, rompiéndome una vez más.

He perdido la cuenta de las veces que ha pasado esto.

No puedo más.

Dejo que crea que me tiene. Dejo que crea que me puede follar de nuevo. Que me quedaré a su lado. Hasta le dedico unos gemidos. Hasta le pido perdón. Hasta me aferro a él con una mano.

La otra corre por el colchón. Busca bajo la almohada. Encuentra.

Cuando clavo el puñal en su espalda, lo hago sin dudas. Con fuerza. Con desesperación. Con la seguridad de que esto es lo único que puedo hacer si quiero huir y que este hombre no me persiga hasta el fin de sus días.

El primer gemido de sorpresa llega contra mi boca, pero eso no me detiene. Lo aprieto contra mí, abrazándolo para que no pueda separarse. Segunda puñalada. Tercera. Sus fuerzas flaquean y yo aprovecho ese momento para apartarle con rapidez, haciéndole caer como un peso muerto en la cama. Aún vive y me mira con los ojos muy abiertos. Su camisa está empapada de sangre.

No me quedo a ver cómo muere.

Con rapidez, recojo mi ropa interior y mi vestido del suelo, vistiéndome con tanta premura como puedo. Ni siquiera ato las cintas a mi espalda para no perder tiempo. Toneri gime detrás de mí, intentando sobrevivir, intentando pedir auxilio; no encuentra la voz ni para gritar de verdad. Aun así, puede que alguien lo oiga y venga a ver qué sucede.

Cojo la pequeña alforja en la que había metido todo lo necesario para mi marcha y miro atrás, al cuerpo que deja las sábanas blancas manchadas de carmín. Su rostro está contorsionado en una mueca de dolor y se agarra a la ropa de cama con desesperación, mascullando una súplica.

—Te dije que me iría de aquí —le susurro. Abro la ventana. Ni siquiera vuelvo a mirar a Toneri. Ni siquiera me preocupo de cuánto tiempo agonizará hasta que finalmente se rinda y muera. Armándome de valor, doy el salto hacia mi libertad.