Capítulo 3

Naruto

Puede que Duan no sea el mejor lugar de este mundo, pero lo voy a echar de menos. Quizá por eso me permito detenerme a beber a la salud de la capital del Remolino y de sus habitantes. Mi idea era deleitarme con una jarra, pero, al pensar en la sed que me va a dar en el camino, al final decido que sean tres.

Cuando me pongo en marcha, la noche ya está bien avanzada.

Sé que las puertas de la ciudad están cerradas a estas horas, así que me propongo utilizar un pasadizo del que mi padre me habló hace muchos años. Por supuesto, conozco estas calles como la palma de mi mano y he tenido entre los dedos muchas veces los planos de cuando la capital se levantó. Murallas fuertes, altas como gigantes, para ver alrededor. Entonces no había casas rodeándolas, pero la población ha aumentado y algunas chozas se ocultan bajo su sombra para protegerse, aunque según las historias hace siglos que el Remolino no vive una guerra. El último gran desastre que se conoce fue la Rebelión de los Panes hace más de cincuenta años, en la que los panaderos de la ciudad «persuadieron» al rey para que bajara los impuestos sobre la harina. Para ello, mezclaron con la masa una planta que mantuvo a la nobleza suelta de vientre durante una semana entera. ¿Honorable? Puede que no. Pero consiguieron lo que querían. Desde entonces, el oficio de catador ha estado muy demandado.

Abandono los pensamientos sobre aquella revuelta antes de que me entre hambre y canturreo entre dientes el himno de mi país, como si lo que comienzo fuese una cruzada por su gloria, y me siento un poco más… heroico. O quizás el alcohol se me haya subido a la cabeza.

Tal vez por eso no la oigo venir antes de doblar la esquina.

Tal vez por eso, cuando choca conmigo, me deja sin aire y me tira al suelo, placándome con la fuerza de su carrera. Trato de agarrarme y mi mano se enreda en un brazo. Ambos caemos duramente al suelo y la cabeza empieza a darme vueltas al chocar contra la piedra.

Digno de leyenda, Naruto: buen comienzo.

Me froto el cogote y entreabro los ojos con un gemido. A la luz de la luna y de algunas de las casas que nos rodean, incluyendo una ruidosa taberna que tiene la puerta abierta, un rostro me observa desde arriba, con las puntas de los cabellos haciéndome cosquillas en la cara. No puedo evitar sonreír. Mi mano está en la espalda de una muchacha que jadea sobre mí. Normalmente no suelen hacerlo hasta que les levanto la falda, pero no me quejaré. Me doy cuenta de que no lleva el vestido abrochado y mis dedos tocan piel cálida. Al bajar la vista, veo la forma de sus pechos tentándome contra el escote de un vestido que se abre en contra de su voluntad.

—Hola, hola —me descubro diciendo, y no sé si es un saludo para ella o para las dos amigas que parecen presentarse por sí mismas.

La joven se endereza. Mi mano cae un poco de su espalda. Me observa y, en la penumbra de la noche, entrecierra los ojos.

—¿El príncipe? —murmura, casi incrédula.

Estúpido Menma. Todo el mundo me conoce. Incluso las chicas a las que estoy seguro de no haber visto nunca antes. Me acordaría si así fuera.

—Veo que la fama me precede. —Le dedico una sonrisa de un montón de dientes—. Y pese a que no suelo pedirles a las damas que se levanten en mi presencia, me parece que este no es el sitio más adecuado para seguir teniéndote encima.

Aunque si quiere, hay un callejón cerca lo suficientemente oscuro como para aceptar ponerla contra la pared.

Ella obedece sin palabras y se levanta. Se arregla el vestido como puede, atándoselo, y yo casi me siento desilusionado. Estoy seguro de que podríamos haber aprovechado la situación de una forma satisfactoria para ambas partes. Una especie de despedida de la ciudad por todo lo alto.

O por todo lo bajo, para ser más exactos.

Me levanto, sacudiéndome el polvo y la tierra de la ropa. Ella me observa con detenimiento. Obviamente, no habrá podido evitar fijarse en lo apuesto que soy.

—¿Haríais algo por una pobre y desamparada muchacha, oh, mi buen príncipe?

Eso tiene que contar como una petición oficial de ayuda. Mi primera dama en apuros. Qué emocionante.

—¡Por supuesto! —contesto, haciendo una reverencia—. ¡Que nadie diga que Naruto del Remolino no es un hombre bondadoso y noble que se preocupa por su pueblo! —Miro alrededor y constato que estamos solos, aunque nunca se sabe quién puede estar cerca. Muchos rumores empiezan por eso de que alguien oyó a alguien decir algo—. Dime, pues, ¿qué puedo hacer por una joven tan agraciada? ¿Escoltarte a casa? ¿Algún malhechor ha amenazado tu honra, princesa?

Ella alza una ceja. Espero que la expresión de escepticismo tenga que ver con la inexistencia de su virginidad y no con mi declamación. La fantasía que se está desarrollando en una parte de mi mente sería un poco más incómoda de no ser así.

—Tu capa —me impone, extendiendo la mano. De alguna calle cercana llegan gritos y pasos apresurados que parecen poner nerviosa a mi acompañante—. ¡Dámela!

Me gustaría pensar que sólo tiene frío, pero ni siquiera un honrado muchacho como yo puede ser tan inocente. Es sospechoso. Y seguro que nadie ha pasado a la historia por regalar una capa. A menos que fuera de ortigas y causara una urticaria y, posteriormente, una guerra. Titubeo. Me gusta mi capa. Naruto de la Cálida Capa. No me suena tan mal cuando lo repito en mi mente e, incluso, cuando lo susurro. Suena a rey amable, que da cobijo a sus súbditos entre sus brazos protectores. O que sólo lleva la capa y es tan caliente que no le hace falta nada más.

Naruto de la Cálida Capa suena mejor que Naruto el Nunca Coronado.

Decido que no puede hacer daño y me la quito para tendérsela, aunque no me haya tratado con el respeto que alguien de mi posición merece. Soy misericordioso con los pobres.

Ella ni siquiera me da las gracias; se la pone de inmediato y esconde el rostro entre las sombras de la capucha. Más sonidos de pisadas y carrera, y los puntos de luz de unas antorchas en el entramado de callejuelas. Algo sorprendido, me quedo quieto, viendo cómo se acercan.

—¡Vosotros id por allá! —grita una voz que me pone alerta.

Están buscando a alguien.

Antes de que pueda llegar a la conclusión de que buscan a mi compañera, ella me empuja con rudeza hacia el callejón en sombras. Mi espalda choca contra la pared de una casa y ella se aprieta contra mí. Me resulta difícil ver su expresión, pero siento su cuerpo tenso contra el mío, como si se preparase para saltar. Tiene cierto aire de gata. No me importaría que me clavara las uñas en la espalda mientras ronronea bajo mi mano.

Soy un príncipe débil a los deseos de la carne.

—Oye, muchacha… Su mano sobre mi boca me acalla de inmediato.

—¿Un príncipe inmensamente preocupado por su pueblo, has dicho? ¿Que me escoltarías a casa? Pues puedes empezar por guiarme hasta la manera más fácil, rápida y con menos vigilancia de salir de esta maldita ciudad. Y puedes empezar ahora mismo.

Parpadeo, incapaz de hablar contra su palma, y ella me suelta. Qué adorable, intentando portarse como una chica mala. Me pregunto qué habrá hecho. ¿Robar en una casa? ¿Seducir al hombre equivocado? Puede haber mujeres muy territoriales, cuando se trata de sus maridos. Y una esposa despechada es tan peligrosa como un dragón que lleva una semana sin comer. Puede que incluso peor. Ellas saben apuntar con la rodilla a donde más duele.

—Dejemos claro, en primer lugar, que no recibo órdenes, y menos de plebeyas. Y, en segundo lugar, no soy idiota: es obvio que has hecho algo malo y sería contraproducente para la reputación que intento labrarme. Algo me dice que debería apresarte y llevarte ante los guardias, y prepararme para recibir felicitaciones de todos por mi hazaña. —Me cruzo de brazos—. Así que, a menos que haya que limpiar tu honor porque has sido injustamente acusada de un crimen, te recomiendo que no me hagas perder el tiempo. Ah, y devuélveme mi capa: es mi preferida.

No sé de dónde lo saca. Supongo que tiene un bolsillo en el vestido y una mano sorprendentemente rápida. No sé nada, excepto que cuando me quiero dar cuenta tengo un puñal sobre el cuello.

Me concentro en no empezar a gritar como una niña.

—¿Te convence esto de que tu tiempo no es tan valioso como para ignorarme?

—¿Estás amenazando a tu príncipe? —pregunto con voz estrangulada—. ¡Deberías estar arrodillándote!

—Oh, y como protestes mucho, no me importará sumir a el Remolino en la tristeza de tamaña pérdida.

Creo que está siendo sarcástica. Alzo una mano y, aunque ella aprieta el arma y hace una incómoda presión contra mi nuez, pongo un dedo en el filo e intento que la baje un le tiembla la mano, pero estoy seguro de que puede darme un buen disgusto como no tenga cuidado.

—Está bien —concedo. Y rezo para que nadie, jamás, se entere de que en mi primera noche fuera de casa he sido asaltado y hecho prisionero por una muchacha que apenas me llega a la altura de los ojos y que, además, debe de pesar la mitad que yo.

Naruto el Humillado. Tú sí que eres material digno de mitos.

Por el rabillo del ojo veo una luz que se acerca. Contra mí, la muchacha vuelve a tensarse. Creo que hace una mueca.

Y después, el beso.

Me coge de la camisa y me obliga a inclinarme. El cuchillo sigue sobre mi garganta, pero casi parece que deje de importar mientras, apasionada, cubre mis labios con los suyos. Su pierna se enreda con la mía; su falda se alza. Con la mano, guía mi propia mano hasta su muslo. Podría acostumbrarme a que amenacen mi vida si va a ser así todas las veces. Ella se pega todavía más y me mete la lengua en la boca cuando, por entre las pestañas, veo que una antorcha se acerca. Nos iluminan, más a mí que a ella, que sigue cubierta con mi capa. Subo los dedos hasta su trasero y termino de pegarla a mí y a mi entrepierna. Con o sin arma en la mano, puede hacerme lo que desee. Seguro que nunca ha tenido la oportunidad de jugar con la espada de un príncipe.

Ella se separa cuando la oscuridad vuelve a nuestro callejón. Se detiene tan bruscamente que yo no puedo evitar abrir y cerrar las manos, consciente de que ya no tengo nada que agarrar. Jadeo, y me doy cuenta de que aún siento la presión del filo en el cuello. ¿Ya está? ¿He sido utilizado para un fin práctico? ¿Me piensa dejar así, a medias, con el familiar cosquilleo en el estómago y la sangre sin poder llegarme al cerebro?

¿Qué clase de criatura inhumana y cruel es esta?

—La salida —me espeta—. Rápido. Zorra.

—Soy el príncipe, pero me temo que eso no me da derecho a pedir que me abran las puertas de la ciudad por un capricho —mascullo.

Me paso la lengua por los labios. Es como si todavía me besara. No es ninguna inexperta, eso seguro. Entrecierro los ojos, y apuesto a que tendría alguna clase de sospecha si pudiera pensar en otra cosa que no fuera levantarle la falda. O en que me escuece la piel del cuello. Creo que he empezado a sangrar.

—¿Me vas a decir que no hay pasadizos? —inquiere, suspicaz—. ¿Alguna salida que no pase por la puerta? Eso dejaría la ciudad indefensa si trataran de asediarnos.

—Claro que los hay, pero se supone que son secretos, por lo que comprenderás que no puedo llevarte allí.

No, no lo entiende. Lo sé porque hasta sus ojos parecen relucir en la oscuridad. Contengo el aliento cuando aprieta su rodilla contra mis calzas en señal de advertencia. Ese único gesto me pone más nervioso que el puñal mismo. Creo que el color abandona toda mi cara.

—De acuerdo —accedo, justo antes de que se aparte un paso y yo me cubra, protector. Está loca. Mejor darle la razón hasta perderla de vista—. Se halla cerca —prosigo, haciendo un ademán descuidado en la dirección en la que me dirigía antes de que ella chocara conmigo.

—Pues vas a ser un buen príncipe y vas a guiarme hasta allí. Y después olvidarás haberme visto.

Ese último punto parece el más difícil de cumplir, dado el estado en el que me ha dejado. A menos, claro, que vaya a ofrecerme desahogo por las molestias.

—¿El beso también tengo que olvidarlo? Porque la verdad es que ha estado bastante bien y…

La muchacha resopla y dice algo sobre con qué pensamos normalmente los hombres.

—Te daré otro si me llevas a ese pasadizo y guardas el pequeño secreto de mi huida. No sé si su ofrecimiento será peor que la enfermedad, pero siempre he sido de la opinión de que hay que aceptar las oportunidades de la vida, y al menos así obtendré algo a cambio de un servicio que nadie debe saber que he llevado a cabo. Ayudar a los fugitivos no es una buena forma de ganarme el respeto de la gente honrada, aunque esté haciendo un bien a la comunidad: si no está aquí, no podrá hacer nada malo.

Curiosamente, ante mí, incluso con un objeto puntiagudo y cortante en la mano, no parece… mala. Sólo una fierecilla. Y, oh, me encantaría domarla. Las yeguas salvajes, al fin y al cabo, están para montarlas.

—¿Qué tal si apartas la daga? Te escoltaré como caballero que soy. —Al ver que no responde, añado—: Estarás a salvo, te doy mi palabra de príncipe.

—Del más rico al más pobre, la palabra de un hombre siempre vale lo mismo para mí: nada. —Doy un respingo y protesto cuando adelanta su mano libre y me arrebata la espada del cinto. De repente, me siento poco más que castrado—. Irás delante. Yo te sigo.

Farfullo algo, pero ella me hace un gesto con la cabeza y yo arrastro los pies para ponerme en camino. Espero que ese beso valga la pena. Espero, de pronto, todavía más preocupado, que no se le ocurra ir contando esta historia por ahí. Eso sí que me destrozaría. Dejo escapar un quejido. Podría ponerle una trampa y guiarla hasta algún puesto de guardia, pero eso tampoco ayudaría a mi situación. Me convertiría en el príncipe más cobarde de Konohagakure, indigno de la corona. Por todo el país, el continente, el mundo, se relataría el cuento del idiota que se dejó desarmar por una muchacha cualquiera. Hasta Sakura de Dione se reiría de mí, y no habría ni boda ni corona…, sólo vergüenza suficiente para no volver a aparecer en público.

Viendo que no tengo alternativa, la conduzco hasta el pasadizo. Está en un callejón, alejado de la parte más habitada de la ciudad. Me agacho, tiro de una anilla de hierro tras apartar un adoquín que sé que está suelto y, no sin esfuerzo, descubro una entrada negra como la boca de un monstruo en la que unas escaleras parecen descender hasta las mismísimas entrañas de la tierra.

—Ahí lo tienes —anuncio con voz neutra. Ella titubea un instante.

—Gracias —dice al fin. Me tiende la espada, que yo cojo con un gruñido. Cuando la vuelvo a envainar, me siento completo de nuevo.

—Mi capa también —le recuerdo. La chica no parece contenta con eso.

—Este pasadizo me sacará de la ciudad, ¿verdad? Pongo los ojos en blanco. No, te llevará justo a los aposentos del rey.

—Termina al lado del río, sí. Hay unos segundos de silencio, que me parecen eternos, mientras ella forcejea con la capa antes de lograr quitársela. La alcanzo cuando me la tiende.

—¿Qué has hecho? —me atrevo a preguntar. No tiene nada que ver conmigo, pero me puede la curiosidad.

—Cuanto menos sepas, mejor; así, si alguien pide audiencia en palacio clamando justicia y buscándome, ni siquiera sabrás que he sido yo y te ahorrarás sentirte culpable. Gracias por tu ayuda.

No es cierto. En el caso improbable de que estuviera aquí para esa audiencia, y en el caso todavía más improbable de que me interesase estar presente en ella, sabría lo que habría pasado. ¿Acaso se cree que no sé sumar dos y dos?

Sin mirarme dos veces, se introduce en el pasadizo.

Yo me quedo quieto un instante, indeciso, antes de asomarme dentro. Su silueta es sólo una mancha más en el tramo de escalones que desciende. Creo que tiene la mano pegada a una pared.

—¡Te has olvidado de mi beso! —le recuerdo. Ella se detiene. Creo que se gira.

—¿Me vas a seguir para que te dé un beso? —Yo bajo un par de escalones y tanteo la entrada para cerrar el hueco—. Hasta donde yo tenía entendido, el príncipe Naruto no es ningún necesitado.

Nos quedamos completamente a oscuras cuando empujo el portillo de nuevo a su sitio. No soy capaz de ver nada, ni siquiera mis propias manos. No habría mucha diferencia entre esto y cerrar los ojos. Busco la pared con mi palma y la encuentro. Una capa de polvo y suciedad se me adhiere al instante a la piel. Huele a humedad, a tierra y a podrido, como si algo se estuviera descomponiendo ahí abajo.

—En realidad, vamos en la misma dirección, así que he pensado que quizá podríamos divertirnos un poco por el camino. Te ofrecería conversación, pero no pareces muy habladora.

—Ni lo sueñes. Si quieres entretenimiento, vuelve a tu castillo y pídeselo a alguna de tus criadas.

Sus pasos se alejan, con cuidado de no resbalar ni tropezar, y yo la sigo. Con un poco más de seguridad, tal vez, pero también a tientas.

—No voy a volver —digo, y no sé por qué. No me gusta ese silencio que nos estaba amenazando. No me gusta la oscuridad, tan opresora. Hace frío. Me envuelvo en mi capa un poco más.

—¿Disculpa?

—Bueno, es obvio que soy demasiado bueno para ese lugar —le miento. No puedo decirle que hay un bastardo. Que me han quitado la corona porque nadie cree en mí. Aún no han hecho el anuncio oficial y ella no tiene por qué enterarse si se va a marchar. A lo mejor no va a volver a el Remolino —. Voy a vivir mi propia vida. Voy a salvar damas en apuros y luchar contra dragones. La clase de cosas que hacen los príncipes de verdad.

Y si consigo gloria y fama por el camino, no me quejaré.

—Te doy tres días.

—¿Cómo dices? —Tienes razón, tres es mucho: dos días.

Como si ella tuviera idea sobre heroicidades y el deber de un hombre. Sólo es una… chica. Resoplo. Una chica impertinente a la que su padre debería azotar para ponerla en su lugar.

—No me conoces. Soy capaz de hacer grandes cosas.

—Oh, sí. Por eso has terminado haciendo lo que yo he querido en tu primera noche de aventura, amedrentado por una daga. Dime, ¿qué vas a hacer cuando te asalten bandidos? O cuando te secuestren. O cuando se te acabe el dinero. ¿Qué vas a hacer si te ataca algo realmente peligroso? ¿Dragones, dices? Te usarían de mondadientes, príncipe. Vuelve a tu castillo. Los nobles no estáis hechos para salir de vuestras acomodadas vidas. Aprieto los puños. Algo pasa correteando a mi lado.

—¿Y tú qué sabrás? Eres una… una… —dudo— una mujer

Di que sí, que sienta el desprecio de ese cruel insulto. Eres un orador nato. Naruto el de la Sucia Lengua.

—Ese es el argumento que todos los hombres utilizáis cuando no encontráis nada más que reprocharnos: «Sólo eres una mujer».

—Porque vosotras no sabéis nada de la vida. —Mi pie choca contra algo. Rezo para que sea una piedra pequeña y continúo caminando—. Vosotras no tenéis preocupaciones. No debéis decidir nada más allá de qué vestido poneros. Y mientras, los hombres movemos el mundo, por si no te habías dado cuenta. ¿Quién gobierna?

¿Quiénes os mantienen? ¿Quiénes os dan un techo?

Choco contra ella con brusquedad. Se ha parado sin avisar y tengo que dar un paso atrás para no caerme.

—¿Qué pasa? —pregunto, quizás un poco alarmado. Que no sean arañas. Ni ratas. De hecho, que no sea nada que se mueva, especialmente si se arrastra. Reprimo un escalofrío.

—Tu cara —dice, y yo casi dejo escapar un grito mientras me llevo las manos al rostro, esperando encontrarlo lleno de hormigas carnívoras o algo peor. Necesito un segundo para darme cuenta de que ella puede ver tanto como yo. Me recompongo. No parece haber notado nada—. ¿Dónde está? Te debo ese beso.

Sonrío. Bueno, si la dama quiere un beso, ¿quién soy yo para negárselo? Alzo las manos y nuestros dedos se tocan. Así que le gusta besarse con chicos en lugares oscuros. Este, al menos, es más privado que el callejón. Será como llevar los ojos vendados, con todos los sentidos a flor de piel.

—Aquí.

La atraigo hacia mí y dejo que ponga una mano sobre mi mejilla. Su caricia me lanza un cosquilleo desde el rostro hasta los dedos de los pies, recorriéndome entero. Respiro hondo.

—Sí. Aquí… —susurra, y es obvio que su voz desprende deseo.

El deseo de cruzarme la cara, por la bofetada que me propina acto seguido. Ni siquiera soy capaz de reaccionar. Me llevo la mano a la mejilla. Parece que el corazón me late bajo la piel. Escuece.

¿De dónde ha salido esta loca?

—Las mujeres, pedazo de imbécil, somos igual de válidas que vosotros. Que algunos hayan hecho de este mundo un lugar de hombres no significa que no seamos dignas de vivir en él, de ocuparnos de nuestras vidas, de hacer lo que se nos antoje con ellas. —Su rostro está cerca y noto su aliento, pero, lejos de sentirme atraído, esta vez retrocedo un paso. ¿De qué me está hablando?—. Somos libres e inteligentes, e igual de capaces de realizar cualquier tarea que los hombres. Además, que en Konohagakure las cosas sean así no significa que funcionen igual en el resto del mundo. Más allá de este continente hay países en los que la mujer gobierna sobre su vida y sobre las de los demás. Civilizaciones sólo de mujeres. —Como si me interesara—. Si en el Remolino y el resto de países de Konohagakure siguen pensando en nosotras como… objetos inútiles, es por gente como tú: gente que podría cambiar las cosas, pero decide quedarse en esas leyes no escritas tan cómodas para vosotros y que sólo os permiten pensar con el miembro que tenéis entre las piernas.

»Y ahora, con vuestro regio permiso, su majestad, continuaré sola.

Sus pasos se alejan, decididos, y yo la dejo ir. Apoyo la mejilla contra la pared de piedra. Está fría y me calma el escozor, así que decido quedarme ahí durante unos minutos. Los necesarios para no volver a encontrármela, y que cada uno vaya por su camino.

—Locas. Están todas locas, son violentas y cambiantes… —susurro.

Mujeres: el enemigo natural del hombre y, paradójicamente, su única posibilidad de reproducción.

Continuara...