Capítulo 4

Hinata

Había oído que el príncipe del Remolino era un niñato con aires de grandeza, demasiado aficionado a las fiestas, al alcohol y a las mujeres, pero nunca imaginé que fuese un completo imbécil. Está claro por qué las cosas son como son en el reino: porque existe gente como Toneri o como el resto de bárbaros que pasaban por el prostíbulo. ¿Cómo van a ser diferentes si la propia casa real tiene esa clase de ideas? Resoplo. Pobre del Remolino. Si ese muchacho sube al trono alguna vez, temo por el país: al menos, Minato es un soberano fuerte y serio, volcado en la protección del pueblo; este chico es sólo un niño jugando a ser héroe. Y además, pensará que ser héroe, cómo no, es salvar muchachas. Como si no pudiéramos salvarnos nosotras solitas. Como si él pudiera salvar a alguien, de hecho, cuando lo he desarmado y obligado a acatar mi voluntad tan fácilmente.

Me decido a no dedicarle ni un pensamiento más. No oigo pasos tras de mí, así que deduzco que ha desistido en su empeño de pegarse a mis talones (o a mi trasero, más bien, teniendo en cuenta la fuerza con la que lo agarró en el callejón, aprovechando mi beso). Supongo que ese proyecto de hombre volverá llorando al castillo en cuanto se le ensucie la ropa o alguien lo asalte y le robe todo el dinero que lleve encima, en el caso de que haya sido lo suficientemente inteligente como para no salir del castillo sin monedas. Bien pensado, quizá debería volver atrás y ser yo quien le robe todo lo que tenga. Me ayudaría en mi camino. Aunque he cogido todos mis ahorros, no puedo decir que sean muchos. Y, de paso, le daría una lección de humildad, le enseñaría lo que una mujer puede hacer: dejarle en paños menores, y no precisamente con las intenciones que a él le gustaría. Después de eso, no le quedaría otra que regresar con su padre, lloriqueando como un niño. «Oh, injusticia: el mundo no me ha dejado ser un héroe, con lo implicado y maravilloso que soy, con lo bien que se me da todo… ¡Qué víboras son las mujeres!».

Estoy valorando seriamente la opción de rehacer mis pasos y cumplir con esa imagen mental cuando choco contra una pared frente a mí. Dejo escapar un gruñido malhumorado, llevándome una mano a la cara, dolorida. Palpo delante de mí, en la oscuridad, y descubro que hay un montón de piedras apiladas, encajadas para formar un muro. Supongo que es el final del pasadizo.

Un estremecimiento de excitación me recorre la espalda. El principio de mi vida.

Con rapidez, empiezo a quitar piedras. Una más es una menos que me separa de alejarme de ese dichoso reino, de alejarme de todo. Pronto veo la luz de la luna iluminando la noche y, unas pocas piedras después, estoy fuera. Salgo del pasadizo con premura para descubrir que la salida da a una cueva, no muy profunda, en medio de una arboleda oscura por la que cruza un río. Distingo las siluetas de las ramas contra el cielo estrellado, moviéndose como dedos que me saludan. El arrullo del agua y los sonidos del bosque me parecen la mejor melodía que nunca he escuchado. Un búho ulula a lo lejos. Un animal se desliza entre la hierba.

Casi tengo ganas de sonreír. Atrás queda todo. Ahora decido yo.

Vuelvo la vista al pasadizo y le dedico un último pensamiento a la ciudad con la que conecta. La ciudad que me vio nacer y crecer. La ciudad en la que perdí todo lo que una vez tenía. La ciudad que no me va a volver a ver, nunca más. Menos aún si he conseguido matar a Toneri. Recordar cómo lo apuñalé hace que me estremezca. Puede que haya salido de la capital de Remolino, pero tengo que salir del país antes de que pongan contra mí una orden de busca y captura por asesinato.

Ser prostituta no era lo mejor del mundo, pero al menos conservaba la cabeza sobre los hombros. No quiero que eso cambie.

Me acomodo el zurrón y doy los primeros pasos hacia delante, rápidos, para alejarme cuanto antes del lugar. Apenas he avanzado unos metros cuando oigo la voz:

—Disculpad, señorita, ¿seríais tan amable de decirme en qué reino estoy?

Doy un respingo. Mi primer impulso es girarme hacia atrás, hacia el pasadizo, pero allí no hay nadie. Sólo oscuridad hasta donde alcanza la vista. Frunzo el ceño y vuelvo la vista alrededor. En un acto reflejo, mis dedos se amoldan en torno a la empuñadura de la daga, buscando, escrutando la oscuridad…

—Abajo. Justo delante de vuestros pies. Parpadeo y bajo la vista. Ante mí, apenas iluminada por la luna, hay una silueta oscura, muy pequeña… Me tengo que acuclillar para verla de cerca y abro la boca con incredulidad.

—¿Una rana que habla?

Hay un croac en respuesta, pero también palabras humanas que lo acompañan cuando da un saltito en el suelo. Tengo ganas de frotarme los ojos.

—No soy una rana. Soy un hechicero. Oh, bueno. Supongo que eso explica algo más las cosas…

… No, no explica nada.

—¿Y qué haces con el cuerpo de una rana, siendo un hechicero? —pregunto, extendiendo un brazo hacia el animal… o persona, o lo que quiera que sea. La rana se posa sobre mi palma de un salto y yo me levanto, sintiendo la mano llena de mucosidad.

—He tenido… problemas mágicos, digamos.

—¿Problemas mágicos…? Si eres un hechicero, podrás deshacerlos, ¿no?

—Bueeeeno, la magia es un elemento caprichoso y…

¿Estoy en Verve, por algún casual?

Parpadeo, incrédula por el descaro de su cambio de tema, pero aún más porque esté completamente perdido… ¿perdida? ¿Qué se supone que es? Tiene voz de chico, algo aniñada. Pero es una rana, aunque sea un hechicero. ¿A las ranas se les trata por el femenino o por el masculino?

¿Por qué estoy pensando en algo tan absurdo?

—No estás en Verve —le informo, aunque esto es lo más raro que habría podido imaginar en mi vida. Estoy hablando con una rana, por todos los Elementos. La noche ya ha sido lo bastante rara por el encuentro con el príncipe, pero esto sobrepasa los límites de mi propia imaginación—. De hecho, no estás ni siquiera cerca. Estás a varios días de camino desde aquí. En el Remolino, a las afueras de Duan.

Si las ranas pudieran estar tristes (¿podrán? A lo mejor tienen sentimientos, nunca me lo había planteado), esta lo estaría. Al menos, cuando croa de nuevo, parece un sonido muy lastimero.

—Y en Remolinono tenéis Torres de hechicería, ¿verdad? Me parece que es una pregunta retórica, sobre todo teniendo en cuenta que, si es un hechicero, él debería saberlo mejor que nadie, pero aun así me veo en la obligación de negar con la cabeza.

—No obstante, si estás buscando a otros hechiceros, en el Remolino vive todo tipo de gente, aunque no haya Torres…

—Necesito encontrar a un Maestro hechicero. No me vale cualquiera. Y supongo que no habréis oído hablar de ningún Maestro cerca, ¿verdad?

Lo cierto es que en mi antiguo trabajo he conocido a mucha gente. En toda la amplitud de la palabra. He yacido con hombres de todas las razas conocidas, y los hechiceros ni siquiera son raros de ver por el reino, pues a menudo trabajan como sanadores para aquellos que pueden permitirse sus servicios.

Pero nunca he indagado en la vida de ninguno de mis clientes como para saber a qué rango de la hechicería pertenecían y, aunque lo hubiese hecho, no puedo rehacer mis pasos ahora para ayudar a una rana que habla. Aunque él no lo sepa, ha ido a parar a manos de una fugitiva.

—Lo siento. No lo sé.

De nuevo ese croar triste.

—Bueno, gracias de todas formas… —susurra. Vuelvo a pensar que su voz no parece muy madura, es demasiado aguda para ser la de un hombre ya adulto—. Si pudierais indicarme el camino hacia Verve…

—Claro, pero tardarás una eternidad en llegar hasta allí con esta forma.

—Oh, no te preocupes… El hechizo acabará por romperse. Siempre lo hace, tarde o temprano… —murmura, y no se me pasa por alto que ha empezado a tutearme—. No soy muy bueno, ¿sabes?

Hay algo en su voz, en la manera en que dice la última frase, que me hace compadecerme de él. Parece muy triste. Parece que se siente realmente mal, y creo adivinar que es consigo mismo. ¿Ha terminado así porque un hechizo le ha salido mal?

Lo miro durante un largo instante y luego alzo la vista al bosque ante nosotros, lleno de la oscuridad de la noche. Vuelvo la vista al animal, o al muchacho o a lo que quiera que sea. Es tan pequeño… Antes podría haberlo pisado sin darme cuenta si él no me hubiese hablado. Me humedezco los labios. Verve… Verve es el centro de Konohagakure, de alguna manera.

Tiene telas bonitas. Buen comercio, que conecta con todos los países del continente. Podría ser… un buen lugar para comenzar el negocio que quiero emprender. Para empezar a convertirme en mercader, como lo fue mi padre. Ni siquiera está demasiado lejos, y no tengo ningún sitio mejor al que ir: no tenía un plan fijo. Supongo que, visto así, no parece ninguna locura, y de esa manera no estaré preguntándome todos los días de mi vida qué pasó al final con aquella rana-hechicero que me encontré una vez y a la que dejé ir a su suerte.

—Te acompañaré a Verve.

—¿Eh? ¿¡Lo dices en serio!? —Parpadeo por la exaltación de mi extraño acompañante, que da un par de brincos en mi mano. No puedo contener una media sonrisa de diversión—. P-pero… yo no puedo ofrecerte nada… Y no desearía desviarte de tu camino…

Me encojo de hombros.

—Estás de suerte: todavía no había decidido el camino. Verve me parece tan buen país al que dirigirme como cualquier otro.

Esta vez, la rana croa con tanta alegría que casi parece un canto y salta.

—¡Gracias, gracias! Te estaré eternamente…

Pero por encima de su voz se superpone otro sonido: el ruido de piedras al ser movidas y una maldición. Sé qué es lo que está pasando antes incluso de girarme.

El príncipe del Remolinosale de la cueva, habiendo hecho un hueco más grande del que yo necesité para arrastrarme fuera. —Piedras. Por supuesto. La ciudad estará a salvo con pasadizos como este, sin duda. No será invadida jamás.

Enarco las cejas, casi con incredulidad, mientras el chico se sacude la ropa. Cuando alza la mirada y sus ojos se cruzan con los míos, sé que los dos hacemos una mueca de desagrado.

—¿Aún no has dado media vuelta? —me burlo.

—Por supuesto que no —declara. Pone una mano en la empuñadura de la espada en una pose que debe de parecerle muy regia y orgullosa—. Y no daré media vuelta nunca. Los caballeros no hacen eso. Estoy a punto de contestar cuando mi otro acompañante se adelanta a mí.

—¿Os conocéis? ¿Viajáis juntos? Bajo la vista hacia la rana con un mohín de disgusto.

—¿Viajar con ese? Ni en mis peores sueños.

—¿Qué es eso ? —grita el príncipe con voz ahogada. Resoplo. Menudo príncipe valiente, sí.

—Soy una persona, no una cosa. Y un hechicero, para tu información. El chico se acerca a nosotros con un par de pasos seguros. Estudia a la criatura en mis manos con ojo crítico.

—¿Tan desesperados están que ya admiten animales en las escuelas?

Miro al príncipe frunciendo el ceño, más empática con el pobre hechicero que con él.

—Si admiten cerdos en los palacios, como tu mera presencia prueba…

El intento de héroe me mira con los ojos entrecerrados y yo alzo las cejas, retándole a que me diga algo. Abre la boca, dispuesto a hacerlo, pero nuestro acompañante se adelanta de nuevo:

—¿Palacio? ¿Eres… un príncipe?

—Por supuesto que soy un príncipe. ¿Es que no se nota?

—Si los príncipes destacan por su egocentrismo exacerbado, sí, se nota —le corto yo. Él decide ignorarme, o intentarlo, porque me bufa.

—Soy Naruto del Remolino—se presenta, con más orgullo en su voz del que puede caber en un alma humana. Pongo los ojos en blanco, agotada por su actitud. Dudo que haya sitio en este bosque para contener todo el amor que siente por sí mismo—. El benévolo y poderoso protector de…

—¿El heredero? —interrumpe la rana. Por alguna razón, eso hace que el muchacho calle un momento, pero es sólo un segundo antes de volver a adoptar su pose victoriosa.

—Por supuesto. El heredero. El único heredero. Pues claro que el único heredero. Para desgracia del Remolino, Minato no ha dado a su país más que un hijo tonto.

—¿El que dicen que no ha hecho nada por su pueblo? —insiste la rana.

Casi se me escapa una carcajada, tanto por lo natural de su comentario como la cara que se le queda al príncipe ante la acusación.

—Bueno, ¿y qué has hecho tú por los demás últimamente? Es muy fácil ver la paja en el ojo ajeno…

—¡Pues para que lo sepas, estoy en una importante misión de ayuda!

La respuesta me pilla tan desprevenida que tengo que bajar la vista a mi mano, donde la rana ha dado otro salto con objeto de sonar más reivindicativa.

—¿Una misión de ayuda? —preguntamos el príncipe y yo al mismo tiempo. Yo con extrañeza, él con interés. El hechicero me mira a mí al contestar:

—Voy a salvar a mi hermana. Está enferma y necesita una cura urgentemente. Por eso estaba buscando un Maestro: espero que un gran Maestro hechicero pueda ayudarla.

Me pregunto cómo va a conseguir salvar a nadie si ni siquiera puede salvarse a sí mismo de un hechizo mal hecho.

Pero no lo digo. No deseo dañar sus sentimientos. Lo cierto es que el hechicero me resulta simpático, casi adorable.

—¿Muy enferma? —pregunta el príncipe, metiéndose en la conversación. Parece inclinarse hacia mis manos para ver aún más de cerca a mi desde ahora compañero de viaje. Frunzo el ceño. No me gusta el tono de su voz, que suena excesivamente interesado. Interesado , no preocupado—. ¿Enferma de peste, quizá? ¿Algo contagioso? ¿O moribunda? Retrocedo un paso, entrecerrando los ojos, alejándonos así de él.

—¿Y a ti por qué te interesa tanto de pronto?

—¿Quién habla contigo, plebeya? —Frunzo el ceño, pero él sigue hablando, mirando al hechicero—: ¿Esa hermana tuya… es guapa?

—¿Qué? No sé… Es mi hermana. —¿Y buena? ¿Un miembro respetado de la sociedad, quizá?

—Es hechicera… como yo. El príncipe se frota el mentón con interés.

—¿Eso se considera otra raza? Pongamos que sí. Lo de ayudar a alguien sin tener en cuenta sus orígenes humildes o su raza es muy loable, a los ojos de los demás. ¡Es perfecto! Yo no he hablado contigo, ¿de acuerdo? Si alguien te pregunta, no me has dado esa información. Yo no sabía lo hermosa que era ni lo mucho que todos la querían… Yo sólo hice mi trabajo.

—¿De qué cuernos está hablando? —me pregunta la rana.

Yo ya lo he entendido. Va todo del mismo discurso que parecía declamar antes en las calles de Duan. Intenciones heroicas, preocupación por el prójimo…

—¿Qué te crees que estás haciendo? —le espeto.

—Es obvio: voy a ayudaros; una rana y una chica solas… No llegaríais lejos. Ofrezco mi espada para la causa y todo mi buen corazón. No puedo dejar que una de mis súbditas…

—Mi hermana y yo ni siquiera somos del Remolino…

—¡Mejor aún! ¡No puedo dejar que nadie en el mundo sufra! Es mi deber como príncipe, por supuesto…

¿Su deber como príncipe? ¿Se piensa que soy estúpida? En realidad, el pobre hechicero-rana y su hermana le dan igual. Quiere lucrarse y alimentar un poco más su ego y su orgullo, si es que eso es posible, lo cual dudo.

—A mí no me la das, príncipe —protesto. Él me mira entonces, tomado por sorpresa, como si no esperase que tuviera algo que decir al respecto—. Está claro que sólo quieres lavar tu imagen y que tu altruismo es tan irreal como la apariencia de rana del hechicero. Así que si piensas que puedes ir por ahí utilizando las desgracias de la gente para dar una imagen de héroe salvador y preocupado, busca desgracias en otra parte: no vienes con nosotros.

—Hablas como si quisiera ir contigo. Por favor —resopla—. Ya he tenido suficiente de ti para el resto de mi vida. Espero no volver a verte. Por eso, dame la rana.

—¿Disculpa?

—Dame la rana —repite, aunque yo lo he oído a la perfección desde el principio. Retrocedo un paso más, apretando a la criatura contra mi cuerpo, protectora. ¿De verdad quiere utilizarla con tanto descaro? Pero ¿de dónde ha salido este burro egoísta?—. Tú vete a vivir al bosque como un alma libre o a buscar un marido o lo que sea que hagas en tu insulsa vida. Esto es trabajo para héroes, no para… —Me lanza una mirada analítica de arriba abajo— ti.

Entrecierro los ojos. ¿Qué mejilla le abofeteé antes? ¿La izquierda o la derecha? Quiero asegurarme de igualar el golpe. O quizás esta vez le dé dos.

Intento tranquilizarme y llamar a la paciencia y a la lógica. Si siempre he creído que todos los golpes que he recibido eran injustos, no puedo dedicarme a propinarlos yo libremente. Puede que antes me pasase, después de todo. Tengo que respirar, aunque me muera de ganas de volver a cruzarle la cara por la superioridad con la que me mira.

—¿Chicos?

Los dos bajamos la mirada a la rana, que sigue en mi mano.

—¿Qué? —decimos a la vez.

El hechicero se hace un poco más pequeñito.

—¿Por qué no vamos todos juntos y ya está? No es necesario pelearse, seguro que podemos solucionar esto como personas civilizadas… ¡Cuántos más seamos, mejor lo pasaremos!

No puedo evitar volver a pensar que suena como un niño, pero admito que su voz y su actitud me desarman. Es encantador, incluso con la presencia de ese insoportable príncipe cerca. Le lanzo un vistazo de reojo al chico y luego vuelvo a observar al animal.

—¿Quieres de verdad que nos acompañe? Es un ególatra con aires de grandeza. En serio. Nos hará el viaje imposible.

—Te estoy oyendo, plebeya.

—¿Lo ves?

—Lo cierto es que no me inspira mucha confianza… —admite el hechicero, croando de nuevo como para reafirmar sus palabras. Yo me apunto un tanto—. Parece un poco salvaje.

—¿Se puede saber qué clase de respeto por la realeza os han enseñado a vosotros dos?

Obvio al príncipe y una sonrisa de satisfacción aparece en mi cara. Poso a la rana en mi hombro, donde se acomoda con un saltito.

—Entonces, está decidido: el salvaje que haga su camino, tú y yo hacemos el nuestro. Que vaya bien, príncipe.

Echo a andar y creo que ahí se acabará todo, al fin. Que no tendré que volver a verlo y que no volveremos a soportar su irritante voz ni sus declamaciones absurdas, como si esto fuera una historia de caballerías que sólo él entiende.

Pero, por supuesto, es un noble. Un noble pretencioso, egoísta y acostumbrado a salirse con la suya. Y por eso, precisamente, me roba a mi acompañante.

Lo hace tan rápido que ni siquiera lo veo venir. Nos sigue corriendo, extiende la mano, coge a la rana… y se adelanta a gran velocidad. Me quedo quieta, intentando asimilar lo que está pasando justo delante de mis ojos.

Parpadeo. No. Es demasiado absurdo. Esto no está ocurriendo.

—¡Me secuestra! —grita la voz aniñada encerrada en el cuerpo de un anfibio. Reacciono. Está pasando. El príncipe se marcha con la rana. Con el hechicero. ¡Está secuestrando a una persona! Pero ¿se puede ser más idiota?

—¡Vuelve aquí, grandísimo imbécil! Echo a correr con toda la rapidez que puedo, alzándome las faldas hasta los muslos para poder seguir a ese estúpido. Él mira atrás, descubre que le sigo y apura más el paso. ¿De verdad esto está ocurriendo? ¿ De verdad estoy persiguiendo a un príncipe con una rana, que ni siquiera es una rana, en brazos?

—¡Ni lo sueñes! ¡La rana es mía! Cuando estaba en el prostíbulo siempre me decían que el mundo fuera era peligroso. Peligroso, sí, pero nunca me advirtieron de que también podía ser ridículo. No, al menos, a estos niveles.

—¡Es una persona, no puedes…!

Y entonces, la luz.

Rodea la figura del príncipe con un destello tan fuerte que me ciega y me obliga a detenerme, cubriéndome los ojos con un brazo. Cuando desaparece, veo que el príncipe ya no corre, sino que ha caído al suelo. No está solo, sin embargo. Hay otra figura encima de él. Me apresuro a acercarme, salvando los metros que nos separan a la carrera.

Sobre el príncipe hay un muchacho, o más bien un niño. Aunque es difícil, en la oscuridad de la noche percibo unos rasgos aniñados, redondeados. Es bajito. Cabellos cortos, probablemente castaño. Va vestido con una túnica. Parece dolorido, por el gemido que deja escapar cuando se incorpora.

—¿Estás bien? —le pregunto, tendiéndole una mano para ayudarlo a levantarse. Ni que decir tiene que obvio al príncipe por completo, que murmura algo sobre cuántas personas más le caerán encima antes de que amanezca.

El chiquillo va a aceptar mi mano cuando se queda mirando la suya propia. Los ojos le destellan de felicidad.

—¡Soy yo de nuevo! —grita, exultante. Se palpa el cuerpo, asegurándose de tener todo en su lugar, y se levanta por sí solo—. ¡El hechizo se ha desgastado! Parpadeo ante su energía.

—Lo tomaré como un sí.

El niño se gira hacia mí con una expresión radiante en su cara infantil. ¿Cuántos años puede tener? ¿Trece? No muchos más, desde luego. Me tiende la mano con alegría.

—¡Soy Konohamaru! —se presenta, jovial.

Con algo de desconfianza, miro su mano y luego a él. ¿Cuánto hace que no me presento ante nadie? En mi trabajo, mi nombre no era necesario y, aunque muchos lo sabían, nunca era porque yo se lo dijese. Desde luego, hace mucho tiempo que no estrecho una mano para llevar a cabo una presentación formal. Titubeo, pero accedo y la estrecho. Supongo que es lo normal, aunque me provoque cierta incomodidad.

—Hinata.

—¡Es un nombre muy bonito!

—Es un nombre de plebeya —masculla el príncipe, que se incorpora y se sienta en el suelo, mirándonos desde abajo—. Y tú no eres más que un niño. ¡Me has engañado! No puedes ser un hechicero.

Lo observo, enarcando las cejas, y me posiciono entre él y el pequeño con cierto instinto de protección. Es sólo un niño. No voy a dejar que se meta con él. Además, admito que empiezo a sentirme intrigada. Alguien que es capaz de casi secuestrar a una persona para parecer un héroe (aunque suene tan contradictorio) sólo puede ser dos cosas: un loco o un desesperado. Me inclino a pensar que el heredero del Remolino es lo primero, pero se merece al menos el beneficio de la duda. Bueno, no. En realidad no se merece nada, pero yo soy muy generosa.

—Hablemos claro. ¿Por qué de pronto el príncipe del Remolino, que hasta hoy se había preocupado exclusivamente por sí mismo, se muestra tan interesado en el mundo exterior y en ayudar a la gente?

El chico carraspea, volviendo a adoptar esa pose digna y ese tono solemne.

—Porque he comprendido que es mi deber. Proteger a mi pueblo y buscar su amor y… esas cosas. No me lo creería ni aunque bajaran las estrellas a contármelo.

—La verdad, príncipe.

—¿Por qué debería decirle la verdad a una plebeya? Pongo los ojos en blanco y miro a Konohamaru.

—Es evidente que en el fondo no quiere venir con nosotros.

Vámonos.

Echo a andar y el chiquillo me sigue después de lanzar un último vistazo al príncipe, que sigue en el suelo. Desde ahí alza la voz:

—¡No os necesito! ¡No puede ser tan difícil encontrar a gente miserable por mi cuenta! Llevo apenas unas horas y ya os he encontrado a vosotros…

No respondo y le hago un gesto a Konohamaru para que él también guarde silencio. El joven hechicero sonríe, cubriéndose la boca con una mano.

Sólo tenemos que apartarnos unos pasos más del príncipe para oírle gruñir.

—¡Está bien!

Contengo la sonrisa y giro sobre mis talones, cruzando los brazos sobre el pecho. Quizá no debería prestarle atención ahora y dedicarme a seguir mi camino, pero admito que me puede la curiosidad por saber qué alejaría al príncipe de su cómoda vida en el castillo. El muchacho se levanta del suelo con un resoplido.

—Mi padre… quiere ponerme a prueba. —En mi cara debe de reflejarse mi incredulidad, porque él carraspea—. Dice que un príncipe ha de ser amado por el pueblo y… que, si no, no merece ser rey. Así que me he embarcado en este…, eh…, viaje de autodescubrimiento para ayudar a mi gente y así, de paso, me aseguro la corona… ¡Pero lo primero es ser benevolente, claro!

Entrecierro los ojos con suspicacia. Hay algo en su discurso que falla. Que no me convence. No suena como toda la verdad, pese a que sí que suena plausible. Decido que me vale por el momento e intento mirar la parte positiva de todo esto. Es un príncipe, ¿verdad? Tendrá dinero. Quizá, si viaja con nosotros, no tenga que robarle para que ponga sus riquezas a nuestra disposición. Me doy unos toques en el labio, pensativa.

—A lo mejor las estrellas lo han puesto en nuestro camino —me susurra Konohamaru. Por supuesto, los hechiceros creen en esas cosas. Que hay criaturas llenas de luz observándonos desde el firmamento y no son meras luces brillantes y lejanas que iluminan las noches para que no parezcan tan oscuras. Yo opino que es absurdo creer que sólo cuando el sol se oculta hay alguien mirando hacia nosotros. Prefiero creer en los Elementos, si tengo que creer en algo. Es más reconfortante pensar que hay espíritus en todas partes, velando por el orden del mundo, aunque al final estemos solos y lo único real sea lo que nosotros hacemos con nuestras vidas—. Si es así, seguro que puede ayudarme de alguna forma en mi misión.

—Muy bien —declaro al fin. El príncipe nos observa, atento—. Podrás venir con nosotros, pero con una serie de condiciones.

—¿Estás poniéndole condiciones a un príncipe, pequeña impertinente?

—Estoy poniéndole condiciones a un viajero, porque eso es lo que vas a ser a partir de ahora. Y sólo si las cumples.

Él no parece contento, pero no es como si a mí me importase lo que le agrada o no. Resopla, aunque hace un ademán, invitándome a exponer las cláusulas.

—La primera y más importante —enuncio, alzando el dedo índice—: ningún comentario acerca de la inutilidad de las mujeres, o te aseguro que yo misma me encargaré de dejarte inútil para cualquier mujer.

La mirada que lanzo a su entrepierna es suficiente para que se tense y se la cubra con una mano.

—Eres una violenta.

No le llevo la contraria.

—La segunda —alzo otro dedo— es que pagarás el viaje. Comida y techo, cuando sea necesario.

El príncipe asiente por inercia, hasta que comprende de verdad el significado de mis palabras.

—Espera, ¿qué?

—¡Apoyo la moción! —exclama Konohamaru, alzando una mano hacia el cielo.

—No me parece justo. ¿Por qué voy a pagar vuestras cosas? Eso no es ayudar, eso es que tenéis mucha cara.

Esbozo una sonrisa a medio camino entre la diversión y la suficiencia.

—Oh, pero ¿no querías ser un príncipe benevolente? Nosotros somos pobres y tú, rico. Un buen heredero preocupado por su pueblo debería compartir sus riquezas con los más desfavorecidos…

El heredero a la corona entrecierra los ojos en una mirada que pretende fulminarme. Lo cierto es que aumenta mi diversión.

—Oh, lo compartiré todo. Hasta la cama, ¿quieres?

—Ni por todo el oro de Konogahakure. —Alzo un tercer dedo—. Cuando consigamos la cura para la hermana de Konohamaru, te pierdo de vista. No me has visto en tu vida. Cuando vuelvas a el Remolino, ni se te ocurra mencionarme ante tu padre o ante quien sea. No has oído ni mi nombre. ¿Lo has entendido?

—Bien, no me será difícil olvidarte. —Clava la vista en la figura de Konohamaru, que sigue nuestro enfrentamiento de palabras mirando de uno a otro como si siguiera el vuelo de una mariposa—. A cambio, tú y tu hermana le hablaréis a todo el mundo de cómo yo conseguí la cura y la salvé de una dolorosa y horrible muerte.

Miro a Konohamaru, porque no hay nada que pueda decir yo en esa parte del trato. Depende de él. El niño asiente, ladeando la cabeza.

—Me parece justo, supongo. —Y si encontramos algún tesoro, será para mí —añade el príncipe, con avaricia—. Que para algo os pagaré las comidas.

Frunzo el ceño. ¿Acaso pretende timarnos? Pero si tiene un castillo entero lleno de oro y riquezas. Si piensa que somos estúpidos, está muy equivocado.

—Ah, no. Lo justo es que dividamos los beneficios a partes iguales a partir de la recuperación de tus gastos invertidos. El príncipe vuelve a medir su mirada conmigo.

—La mitad para mí y luego os repartís el resto entre vosotros —sugiere como contraoferta. Alzo las cejas y repito, vocalizando bien cada palabra:

—Beneficios entre todos a partes iguales una vez que recuperes lo que hayas invertido en darnos subsistencia. No hay más que hablar del asunto. Fastidiado, él resopla.

—Ni que fueras mercader… De acuerdo.

Aunque sé que no lo ha dicho como un halago, no puedo evitar que una ola de orgullo me barra por dentro ante sus palabras. Quizá sí valga para lo que quiero hacer de mi vida, después de todo. Quizá consiga ser una gran comerciante, como lo fue mi padre.

Disimulo, sin dejar que él vea la repentina felicidad que me inunda, y me giro, retomando el paso. Seguro que hay algún poblado cerca donde podamos pasar la noche, en vez de dormir a la intemperie. Además, me gustaría alejarme del pasadizo todo lo que pueda, cuanto antes. Del Remolino en sí.

—Marchando.

Oigo la risa fresca de Konohamaru y sus pasos, que me siguen rápidos. Parece un animalillo dócil y encantado con sus recién adquiridos compañeros, aunque seguramente terminemos dándole dolor de cabeza con nuestras discusiones. Los pasos más pesados del heredero también nos siguen.

—Sólo para que quede claro —farfulla—, no te pongas en plan mandona o la vamos a tener.

No puedo evitar esbozar una sonrisa burlona, aunque ni siquiera me giro para mirarle. Me limito a alzar la voz:

—¡Para que quede claro! Konohamaru y yo mandamos aquí. Y tú simplemente nos sigues. Me hace burla, repitiendo con voz chillona mis palabras, pero ni siquiera soy capaz de molestarme. Parece que, pese a todo, esto podría ser el principio de una gran aventura.