Capítulo 6

Hinata

Toneri me arrincona contra la cama una vez más. Me coge el mentón. Sus labios se arrugan en esa asquerosa sonrisa y se relame. Se acerca.

Me encojo. Lloro.

Y entonces empieza a sangrar. Sus labios se empapan de sangre, pero sigue sonriendo. Se echa a reír. Su risa es peor que sus palabras. Sus manos están por todas partes. Su voz está por todas partes.

—Eres una asesina, Hinata. Una asesina.

El príncipe y el hechicero están a su lado. Me miran con horror y retroceden asustados. Asqueados. El cuerpo de Toneri me cae en los brazos. Sigue riendo.

—Una puta, una asesina. Nunca serás nada más.

Y con mi puñal entre los dedos, hundo el filo de nuevo en el pecho de ese maldito hombre.

Y en el de Konohamaru.

Y en el del príncipe.

Despierto.

Abro los ojos con precipitación y busco el aire que la pesadilla me ha arrebatado de los pulmones. El corazón me late con fuerza. Lo siento batir incluso contra mis sienes. Durante un momento, me parece que su sonido se confunde con los del bosque, como si pudiera pertenecer a él o acaso fuese el ulular de un búho riéndose de mí. Me tapo la cara. Sólo era un sueño. He dejado el Remolino, he dejado a Toneri. He dejado todo aquello. Y no soy ninguna asesina. No una de sangre fría, al menos. Sí, es posible que matara a ese hombre, pero se lo merecía. No tenía otra opción. Fue en defensa propia. No me habría dejado huir de otra manera. Tuve que hacerlo. No me arrepiento.

Eso no significa que vaya a seguir matando sin más. Y menos a personas que no me han hecho ningún daño.

Observo a Konohamaru, a mi lado. El chiquillo duerme, sin haberse dejado afectar por mis movimientos bruscos. Hay un aura de inocencia a su alrededor. Es sólo un niño, un niño muy valiente. Nos ha dicho que partió desde Dione, pero que en algún momento se perdió y acabó en el Remolino, después de días de viaje. ¿Cómo ha podido alguien permitir que emprenda ese viaje solo, siendo tan joven y estando tan indefenso? Si al menos fuera un gran hechicero…, pero nos lo hemos

encontrado convertido en rana por un error suyo, lo cual no dice mucho a su favor. Claro que ¿quién lo iba a acompañar? Al parecer, no tiene familia más allá de su hermana y eso es lo que lo ha empujado a intentar conseguir una cura a toda costa. El príncipe se mostró indiferente y se burló de él, diciéndole que menos mal que los Elementos lo habían puesto en su camino, porque de lo contrario su hermana no lo contaría por enviar a críos a misiones de héroes adultos como él. Como si no estuviera lejos de poder considerarse nada siquiera semejante a «héroe».

Menudo estúpido.

Alzo la vista, buscándole con la mirada…

Y entonces me doy cuenta de que no está.

Aunque perderlo de vista sería un gran alivio, lo cierto es que ahora no es el momento para pensar en eso. El lugar que ocupaba está desierto; su bolsa está al lado de donde debería estar sentado, lo cual indica que no ha debido de marcharse muy lejos, aunque no me parecería raro que lo hubiese hartado lo suficiente para conseguir que quisiera huir sin dar explicaciones. Quizá simplemente se haya levantado para inspeccionar los alrededores en busca de un camino con el que sorprendernos a Hazan y a mí al despertar, y dárselas de gran conocedor de su reino.

Valoro la idea durante unos largos momentos. Suena a algo que él haría.

Y aun así, aunque intento volver a echarme a dormir, pasan los minutos y no reconozco pasos volviendo, lo que me inquieta. ¿Cuánto tiempo habrá pasado? Miro alrededor de nuevo, levantándome. Parece que sigue siendo noche cerrada, aunque no soy capaz de ver la luz de la luna ni las estrellas, porque el cielo queda tapado por las grandes copas de los árboles. Me siento descansada, no creo que haya dormido poco. Entonces, ¿por qué no es de día, si cuando nos adentramos en este camino ya debía de estar amaneciendo?

Hay una incomodidad creciente en mi pecho que me obliga a meter la mano en el bolsillo del vestido, donde guardo mi puñal. El mismo con el que herí a Toneri. La frialdad de la empuñadura de metal es agradable contra mi piel. Miro alrededor. Nada. Silencio. Un silencio tan opresivo y terrible que me parece mucho peor que cualquier sonido.

—¿Príncipe? —susurro al principio, con duda. Me giro, mirando los árboles. Sus ramas se me antojan de pronto garras que quieren alcanzarme, pero sé que es sólo mi imaginación—. ¿¡Príncipe!?

Nadie responde. No está cerca. No le habrá pasado nada, ¿no? No es que me preocupe, porque es un malhumorado engreído, pero habíamos hecho un trato satisfactorio para todas las partes. Si hubiera dejado atrás su dinero y su espada, quizá me daría igual, pero, cuando inspecciono el zurrón que ha olvidado, veo que hay una muda y poco más.

En cualquier caso, no es así como quiero perderlo de vista. Esperaba un último gran enfrentamiento en el que él terminase inclinando la cabeza ante mí, admitiendo que las mujeres somos tan válidas como los hombres o que soy demasiado inteligente para que pueda medirse conmigo. Vaya, la verdad.

—¿Hinata?

No es el príncipe el que dice mi nombre, sino Konohamaru, que ha debido de despertarse por mis gritos. Me giro hacia él, cargando la bolsa de nuestro compañero. El niño bosteza, frotándose un ojo, y me mira con confusión. Me acerco, acomodando los dedos alrededor de la empuñadura de mi daga con más fuerza.

—El príncipe no está —le informo.

—Quizá necesitaba unos minutos de intimidad… O quiere asustarnos…

—Si es lo segundo, me encargaré de cortarlo en pedacitos muy pequeños y mandarlos a el Remolino con una nota que diga: «Os hemos salvado de tener al soberano más inútil de toda Konogahakure. De nada».

Konohamaru ríe con su carcajada fresca e infantil y yo no puedo contener una pequeña sonrisa. Le tiendo la mano para ayudarle a ponerse en pie.

—¿Estás descansado? —pregunto como quien no quiere la cosa.

—¡Sí, bastante! He dormido muy bien y…

—¿Y no te parece extraño?

El hechicero parpadea, sin comprender. Vuelvo a alzar la mirada a las copas de los árboles.

—Ya debería ser de día, estoy segura. Pero… no hay ni un rayo de sol. Apenas hay claridad, de hecho.

El niño, a mi lado, adquiere una expresión horrorizada. Sus manos me cogen el brazo con tanta premura que por un momento me tenso, pero después de observarlo, alarmada, decido que a él puedo permitírselo. No me gusta el contacto físico si puedo evitarlo. Me recuerda todas las maneras en las que me han manejado como han querido durante tanto tiempo. Ahora que soy libre, sólo dejaré que me toque quien yo decida.

—¿Crees que estamos metidos en un lío?

—No lo sé. Pero prefiero buscar al príncipe y marcharnos de aquí cuanto antes. Este lugar no me gusta.

Konohamaru asiente enérgicamente y le paso mi alforja para que cargue con ella mientras yo llevo el zurrón del príncipe. Apenas hemos avanzando unos pasos cuando la oscuridad parece hacerse un poco más densa a nuestro alrededor. Frunzo el ceño y me detengo, mirando hacia atrás. Me siento tentada a volver. A tomar otra dirección y dejar que el príncipe, si es que de verdad le ha pasado algo, se las arregle solito. ¿No quería ser un héroe y salvar doncellas? Tendrá que superar pruebas muy complicadas para demostrar su valía y todas esas cosas. Esto podría ser un buen comienzo…

Al final, sin embargo, me puede la buena voluntad. Lo encontraremos, nos aseguraremos de que todo ha quedado en un pequeño susto y después ya veremos. Ya tengo en la conciencia una muerte, no quiero pasarme la vida pensando también en que abandoné a su suerte al heredero de un país.

No aprendes, Hinata. Ni que alguien, sobre todo él, fuera a hacer algo por ti.

Así pues, bajo la vista a Konohamaru, que traga saliva. Está inquieto y casi me hace daño la fuerza con la que se agarra a mi brazo.

—¿Puedes convocar algo de luz con tu magia? Eso nos vendría bien…

Él me mira, titubeando, pero asiente. Sin soltarme, busca entre sus ropas y saca una fina y corta varita de apariencia ligera. En alguno de los libros que solía apilar en el prostíbulo, porque la lectura era una de las pocas cosas que podía permitirme, he leído que esos instrumentos son para los principiantes, lo cual explica que el chico sea tan joven y, además, le saliese mal el hechizo que terminó convirtiéndolo en rana: todavía debe de ser un estudiante.

Con un giro de muñeca y unas palabras susurradas, el hechicero se prepara para convocar la luz… …

y de la varita cae un pequeño pez.

Parpadeo y bajo la vista al suelo, donde el pobre animal boquea inútilmente, dando coletazos. Miro a Konohamaru, con las cejas alzadas, y él ríe con nerviosismo.

—Luz… Pez… Sigo confundiendo ese hechizo… Me llevo una mano a la cara. Estoy rodeada de incompetentes.

—Da igual. Vamos.

Tomo la mano del pequeño y tiro de él con seguridad al retomar la marcha. Llamamos juntos al príncipe varias veces, intentando ignorar el hecho de que cada vez podemos ver menos a nuestro alrededor. Por cada paso hacia la oscuridad, el agarre de Konohamaru se vuelve más fuerte, igual que mi propia manera de aferrarme a mi puñal.

Entonces, a lo lejos, la veo: una luz brillante y de color anaranjado. ¿Una antorcha? Entorno los ojos. ¿Una persona?

—¿Príncipe? —repito.

Pero no recibimos respuesta. No importa. Si no es él, seguro que pueden ayudarnos a encontrarlo. Pueden prestarnos luz o darnos alguna seña. Por eso Konohamaru y yo nos apresuramos para darle alcance.

Sólo que con cada paso que avanzamos, la luz se aleja.

¿Nos está tomando el pelo?

—¡Perdone!

Pronto echamos a correr tras la luz, gritando, pidiendo que se detenga. No hay resultados. Nos esquiva. No quiere hablar con nosotros. Quizá lo hayamos asustado y…

—¿Pensabas que podías escapar, Hinata?

Me quedo quieta. Muy quieta. Helada.

Toneri.

Miro alrededor, soltando a Hazan para coger con ambas manos mi puñal. Oscuridad. Oscuridad hasta donde alcanza la vista. Negrura y sombras. Árboles. Siseos. Susurros nocturnos.

—¿Pensabas que podías huir de mí?

A mi izquierda. Me giro rápidamente, con el puñal en alto. Nada. ¿Dónde está? ¿Qué hace aquí? Lo maté. Lo apuñalé, al menos, las veces suficientes como para que tuviera que guardar cama bastante tiempo. Como para desear morir del dolor. No puede estar aquí. No puede haberme seguido. No puede haberse curado.

—¿Creíste que eso podía hacer algo contra mí? A mi derecha. Vuelvo a dar una vuelta, retrocediendo. ¿Desde dónde habla? ¿Cómo habla? ¿Por qué? ¿Dónde está?

—¿Cuánto tiempo crees que duraría tu pequeña aventura de niña rebelde?

Un susurro a mi espalda. Una caricia que me hiela la sangre. ¿Son sus dedos? Sus dedos, que me han tocado tantas veces. Que me han abierto las piernas y se han colado en mi cuerpo en tantas ocasiones. Que me han cogido la cara para situarla justo donde él la quería en cada momento. Me giro, lanzando un tajo al aire. No hay nada, de nuevo. O yo no puedo verlo. Pero algo me ha tocado. Alguien me ha tocado. Él me ha tocado. Jadeo, apretando con fuerza el puñal.

—Sólo eres una prostituta, Hinata. No puedes proteger a nadie. Ni siquiera a ti misma.

Detrás.

Vuelvo a girarme.

Nada.

Y de pronto, un brazo en torno a mi cintura, que sale desde atrás y me aprisiona. Grito. Su brazo. Clavo una y otra vez el puñal en la piel, pero esta ni siquiera parece sangrar. La risa de Toneri lo llena todo. Pierdo el control. Está por todas partes. Su agarre es fuerte. No me deja moverme aunque me rebato, aunque lo apuñalo con tanta fuerza como en la habitación.

Lo maté.

Lo maté.

Lo maté.

Maldita sea, lo maté.

De nuevo, su carcajada.

—Eres mía, Hinata. Mía y de este lugar. Mía y de todos los hombres que quieran pagar por ti.

Otro brazo sale de la nada, cogiéndome de la muñeca. Uno me agarra del cuello. El talón. Me hacen soltar el puñal.

Manos.

Manos por todas partes.

Manos que quieren tocarme.

Manos que quieren robarme.

Manos que quieren usarme.

Grito, desesperada.

Me revuelvo, pero no sirve de nada.

Cierro los ojos, pero no sirve de nada.

Pataleo, pero no sirve de nada.

Cuando vuelvo a separar los párpados, con los dientes apretados, conteniendo el llanto y el vómito que me sube por la garganta, lo veo.

Toneri está frente a mí.

Tiene la sonrisa torcida y terrible de siempre. Se pasa la lengua por los sucios labios. Aún lleva la camisa empapada de sangre de las heridas que le provoqué.

Muerto. Tiene que estar muerto. Lo maté. Yo lo maté. Lo mataré.

Con un tirón fuerte me lanzo hacia él. Las manos me sueltan. Me lo permiten. Suelto un gruñido demente y tiro a Toneri al suelo. Mis dedos se aprietan en torno a su cuello. Su risa. Ríe como si no fuese importante. Como si todo fuera un juego. Como si no le diese miedo. Como si no pudiera morir.

—¡Muérete! ¡Muérete, cabrón! ¡Muérete! ¡Déjame en paz! ¡Muérete!

Ríe más fuerte. Aprieto más fuerte. Quiero ahogarlo. Quiero dejarlo sin aire. Quiero que suplique. Quiero que llore. Quiero que sufra como he sufrido yo. Quiero que su cuerpo se contraiga en espasmos para quedarse luego quieto. Sin vida. Sin nada. Entonces, el sonido de algo explotando. El olor a humo.

Algo se rompe en la realidad a mi alrededor.

Por un momento, la risa de Toneri se detiene.

Parpadeo con fuerza y enfoco.

Bajo mí, jadeante y pálido, Konohamaru. Mis dedos están en torno a su cuello, apretando, e intenta quitarlos con una de sus pequeñas manos. Me ha arañado la piel con las uñas. En la otra mano tiene su varita.

Palidezco y me aparto de él tan rápido como puedo. He estado a punto de matarlo.

—Y-yo…

—Creo que es el bosque: nos está confundiendo, nos está… utilizando —dice el niño, tosiendo, incorporándose en el suelo. Se levanta con premura, aunque yo me limito a mirarlo, con los ojos muy abiertos. Vuelvo a distinguir en el aire el olor a humo y alzo la vista. Hay fuego prendiendo algunas hojas, y unas ramas se revuelven, intentando extinguirlo. Por la manera en la que agarra la varita y el control que parece tener sobre la situación, me parece que ha sido él quien ha provocado esas pequeñas llamas—. Esto nos dará algo de tiempo.

Cojo aire, entrecortadamente, pero no puedo reaccionar. Vuelvo la vista a mis manos, que tiemblan. He estado a punto de matarlo. De matar a un pobre niño.

—Eres una asesina, Hinata.

La voz de Toneri vuelve y yo me tapo los oídos. No lo oigas. No lo oigas. No lo oigas. Es el bosque. Es el bosque.

—¡Hinata! —exclama Konohamaru, aún intentando recuperar el aire.

Me levanto de golpe, haciendo caso a su exclamación urgente. Recojo mi puñal del suelo. Tenemos que largarnos de este lugar antes de volvernos completamente locos, antes de volverme completamente loca. Tenemos que encontrar al príncipe.

—Vámonos.

Vuelvo a coger la mano de Konohamaru y echamos a correr. A nuestras espaldas, las voces nos persiguen.

No sé determinar el tiempo que corremos por el bosque, escapando de nuestros propios miedos. No sé tampoco qué atormenta a Konohamaru, pero sus mejillas se manchan de lágrimas y su carrera se convierte en un jadeo incesante a medida que avanzamos. Gritamos. A veces para buscar a nuestro compañero desaparecido, a veces para enfrentarnos a todo lo que nos atemoriza. Sigo viendo rostros. Sigo viendo manos. Sigo oyendo la voz de Toneri.

Hasta que llegan otros gritos.

Los gritos del príncipe.

Nos detenemos un momento para escuchar, para asegurarnos de que no es el bosque tratando de engañarnos una vez más. Pero no. Parece él. Tiene que ser él. Echamos a correr de nuevo.

Y lo encontramos.

El heredero del Remolino está en un claro y su figura queda iluminada por un montón de esas malditas luces que nos han estado siguiendo todo el camino. Los fuegos fatuos se mueven, saltan, lo rodean. Parecen reírse de él y él… parece fuera de sí. Con su espada desenvainada, lanza estocadas al aire y a las ramas que se burlan de él. Ha conseguido cortar algunas, porque el suelo está lleno de ellas, pero también se halla malherido: tiene el jubón y la capa rasgados, y tierra manchándolo por entero.

Grita cosas sin sentido al aire, e imagino que así debía de estar yo misma cuando salté sobre Konohamaru, pensando que era Toneri. La misma mirada enloquecida, la misma voz desgarrada. Trago saliva, mirando a Konohamaru, que también observa a nuestro compañero con consternación.

—¿Crees que puedes volver a crear fuego? ¿Crees que puedes volver a hacer lo de antes?

—Y-yo… No lo sé, antes fue un golpe de suerte y…

—¡ Tienes que hacerlo, Konohamaru! —Lo cojo por los hombros, sacudiéndolo—. ¿Lo entiendes? No habrá manera de hacerle reaccionar si no. Puedes hacerlo. Sé que puedes hacerlo.

El niño coge aire entrecortadamente, pero asiente, nervioso. La risa de Toneri suena cerca de mi oído.

—No podéis escapar…

No es real. No es real. No es real. —Me acercaré a él. Intentaré hacerle entrar en razón. Te daré tiempo.

Konohamaru vuelve a asentir, sus mejillas empapadas. Le paso las manos por la cara para intentar limpiar el llanto y lo suelto. Lo veo concentrarse en su varita y batirla un par de veces, sin resultado. Me separo de él para que no sienta la presión de mi cercanía y para centrar mi atención en el príncipe.

—¡Nunca tendrás mi corona! —grita, desgarrado. Lanza otro tajo al aire, cortando una rama que se le acercaba peligrosamente, y unas hojas caen sobre su cuerpo—. ¡Así tenga que matarte con mis propias manos! ¡Es-lo-único-que-tengo!

Por cada palabra, otra estocada más, cada una cargada con más rabia, con más odio que la anterior. Trago saliva, acercándome a él. ¿La corona? ¿Alguien quiere quitarle la corona? ¿Quién? Eso tiene sentido. Eso explicaría que se marchase, indignado porque intentan arrebatarle el sitio que le corresponde.

—¿Qué más te da? Es un hombre. Te tratará igual que todos los demás. Te pondrá dinero sobre la mesa y tú harás todo lo que él te pida.

Aprieto los párpados con fuerza, martirizada por esa maldita voz. No. No dudo que el príncipe haya sido de esos hombres, que alguna vez le agradeciera las atenciones a una muchacha por sus servicios con su asqueroso oro. O quizá no. Quizás eso sería demasiado denigrante para él. Se cree un conquistador, irresistible. Nunca pagaría por los servicios de nadie: si acaso, fardaría de que se los ofrecieran gratis. Sea como sea, yo no voy a dejar que me trate así. No voy a dejar que nadie me vuelva a tratar así.

—¡Príncipe! —grito.

Aunque pensé que no lo haría, el muchacho se gira hacia mí a mi primera llamada. Pero no me ve a mí, igual que yo no vi a Konohamaru. Ve a quien sea que quiera robarle el puesto de heredero, a quien sea que tema o desprecie. A quien sea que está atacando.

—Ahí estás… —dice con una sonrisa sádica y completamente falta de razón.

Se lanza a por mí con tanta rapidez que sólo consigo evitarle por los pelos, echándome hacia un lado. Retrocedo, con el pulso yendo mucho más rápido de lo que puedo asimilar. Apenas me da tregua antes de volver a atacar y yo grito, echándome hacia atrás.

—¡No vengo a quitarte nada! ¡No quiero tu corona! ¡Soy Hinata!

Por un instante creo que con eso basta, porque se detiene. Me observa entornando los ojos, con un brillo de reconocimiento en la mirada… y entonces vuelve a su sonrisa. Sus dedos se acomodan alrededor de la empuñadura de su espada.

—Oh, tú también lo prefieres a él, ¿verdad? ¡Qué bondadoso! ¡Qué fantástico rey sería! ¡Naruto no merece nada!

Con otro gruñido de ira, se lanza hacia mí. Contengo el grito cuando veo pasar la espada demasiado cerca y lo rehúyo.

Siento el miedo trepándome por la espalda, agarrándose a mis músculos, a mis brazos.

—Si te hubieras quedado conmigo, Hinata… —dice la voz de Toneri.

No. No. No.

Pienso rápido, mirando hacia atrás, antes de que el príncipe vuelva a arremeter contra mí. Este bosque se alimenta de la furia y del terror. Quizá no consiga nada con palabras amables, pero si enciendo todavía más su enfado…

—¡Sí, así es! ¡Cualquiera sería mejor rey que tú! ¡Él trataría mejor a las mujeres! —Ni siquiera sé de quién estoy hablando—. ¡Seguro que será un rey maravilloso! ¡Seguro que todo el pueblo lo adorará y lo reconocerá, no como a ti!

Mi contrincante lanza un alarido primitivo, casi animal, cuando se abalanza sobre mí con toda la rabia contenida en su ataque. Tanto que no ve más allá de eso.

Me aparto justo a tiempo, y casi se me escapa una sonrisa cuando el filo de la espada se le queda clavado en el tronco del árbol tras de mí. No pierdo el tiempo. Me echo sobre él con tanta rapidez que lo tiro al suelo. Rodamos, enredados, forcejeando. Cuando lanzo un puñetazo certero a su cara, sin pensar, él parece demasiado perturbado para defenderse. Me sitúo encima de él, ganando esa lucha, y lo sacudo.

—¡Suficiente! —le exijo—. ¡Eres Naruto del Remolino, el príncipe! ¡El único príncipe! ¡Reacciona!

—¡Suéltame! ¡Apártate de mí!

—¡No! —Mi mano coge su mentón para obligarlo a dejar de sacudir la cabeza—. ¡Vuelve en ti! ¡Si no lo haces, jamás serás un héroe! ¡Estarás rindiéndote! ¿Es eso lo que quieres? ¿Rendirte?

Eso parece calar en él. Al menos, detiene su forcejeo por un momento y veo que entrecierra los ojos. ¿Me ha oído de verdad? ¿O, como yo, no percibirá nada?

No llego a descubrirlo, porque entonces los dos oímos la explosión.

Alzo la mirada a tiempo de ver cómo una llama se extiende por uno de los árboles. Trago saliva y Konohamaru, que ha caído al suelo por la fuerza de su propio hechizo, también busca mi mirada.

De nuevo, las voces parecen callar por un momento. Bajo la vista. El príncipe aprieta los párpados en ese momento y, cuando vuelve a abrir los ojos, me mira. Parece asustado. Yo también lo estoy.

—Tenemos que irnos, príncipe.

No espero a que responda. Me levanto con rapidez y tiro de él, sólo dándole tiempo para que recupere su espada del árbol en el que se ha quedado encajada. Después, echamos a correr. Los murmullos, al principio bajos, comienzan de nuevo, intensificando su sonido.

—No vas a huir, Hinata. —No puedes hacer nada, Hinata. —Este es tu sitio, Hinata. —Eres mía, Hinata.

No. No. No. No.

Las luces están por todos lados, y entonces comprendo cuál es la única manera de salir de este maldito lugar.

—¡Tenemos que ir en dirección contraria a las luces! ¡Siempre en dirección contraria! ¡Son ellas las que nos llevan por donde desean!

Nadie me discute. Corremos hasta que nos quedamos sin aliento. Corremos hasta que nos quedamos sin fuerzas. Cuando una luz se cruza en nuestro camino, la evitamos y tomamos el rumbo contrario a ella. Corremos. Corremos. —

Asesina.

—Puta.

—No eres nada.

—Asesina.

—Puta.

—No eres nada.

Y la risa. La risa. La risa… Entonces lo vemos. A lo lejos. Luz solar. Luz de verdad.

Árboles iluminados por ella. Todos aumentamos el paso incluso cuando no podemos más. Un poco más cerca.

Un poco más. Un poco más… La luz del día nos recibe más brillante y cálida de lo que la recordaba cuando dejamos la oscuridad.

Caemos.

Todos nos derrumbamos, jadeantes, sin poder darle el aire necesario a nuestros pulmones, sin poder olvidar todavía las voces que siguen taladrando nuestra cabeza, aunque ya no suena nada. Sólo quedan el silencio y el canto de pajarillos. El cielo azul sobre nuestras cabezas y el sonido de nuestras respiraciones exigentes.

Cierro los ojos y me tumbo en la tierra, tapándome la cara con el antebrazo. No sin esfuerzo, consigo convocar algo de voz:

—Descansaremos ahora… Después retomaremos el camino. Esta vez, por donde yo diga. Nadie se atreve a protestar.