Capítulo 7

Naruto

El Bosque de Merlon queda atrás tan pronto como empezamos a caminar. Había oído hablar de él, por supuesto, y de que aquellos que entraban en sus limitaciones nunca salían. Que en sus entrañas siempre es de noche. Que te vuelves loco en el laberinto de árboles, que ves y oyes cosas que la gente corriente no está preparada para enfrentar.

Nunca fue mi intención tomar el camino del bosque, pero supongo que algún defecto tenía que tener y que entre todas mis grandes virtudes, los Elementos no quisieron darme la de la orientación. Pero lo hemos atravesado, ¿no? Eso es lo importante. Aunque ¿a qué precio?

El silencio cae sobre el grupo. No sé qué es lo que ellos han visto, pero sí lo que he vivido yo. He visto a Menma con mi corona. Sentado en mi trono, hablándome de lo bien que se sentía mirándome desde arriba. Mi padre, a su lado, me recordaba sin cesar lo orgulloso que se sentía de él. Qué buen hombre era, qué generoso, qué querido por el pueblo; qué inteligentes eran sus decisiones. Me estremezco. Aunque el sol brilla sobre nosotros, aunque debería hacer calor, yo siento un frío que se me pega a los huesos y me hace temblar. Me encojo bajo la capa. Alrededor de Menma, una corte de nobles y plebeyos me recordaba lo contentos que estaban con su nuevo rey. Aprieto los labios. Las piernas me pesan y cada paso es una pesadilla. Tengo cortes por todo el cuerpo y la ropa hecha un desastre. Estoy sucio y dolorido. Me va a estallar la cabeza.

Miro de reojo a la muchacha que camina unos pasos por delante de mí, con el pequeño hechicero colgado de su brazo. Ellos dos me han salvado. Pese a que no me debían nada. Pese a que llevamos menos de un día juntos.

¿Nos convierte eso en amigos?

Supongo que debería darles las gracias... Pero no lo hago. Me quedo en este silencio, que me resulta incómodo pero es más sencillo que confesarme y admitir todo lo que me ronda por la cabeza. O reconocer que estoy agradecido. Que les debo la vida.

—Así que alguien quiere arrebatarte la corona.

Doy un respingo. La chica ha hablado. No me mira, y no parece que vaya a dignarse a volver la vista atrás, pero está claro que se dirige a mí. Bajo los ojos y me miro las botas cubiertas de tierra mientras avanzamos. ¿Debería decírselo? ¿Debería..., no sé..., pedirles ayuda? Los héroes de las leyendas van solos muchas veces, pero algunos tienen escuderos o compañeros que hacen trabajos poco importantes, como montar campamentos, encender hogueras o ponerse una y otra vez en peligro, para que el verdadero protagonista pueda demostrar lo grandioso y valiente que es. A veces, incluso, tienen una historia secundaria en la que el amable caballero puede demostrar su inteligencia y picaresca consiguiéndoles una pareja o un reino con el que impresionar a unos ilusionados padres.

—No quiero hablar de ello —digo al fin, considerando que es mi vida privada y no tengo por qué contarles nada. Aunque no es privada, si tenemos en cuenta que pronto lo sabrá todo el Remolino.

—¿Por eso estás haciendo esto? —insiste ella, y señala con un gesto alrededor. ¿Es que no sabe cuándo cerrar su gran, gran boca? Necesito esa mordaza—. ¿Para demostrar que eres más digno del trono que... que quien sea? —concluye, tras un titubeo. Me cruzo de brazos. Tal vez, si le sigo la corriente, me deje en paz.

—Sí, es por eso. Se calla. Sorprendentemente, debería decir. No más quejas. No más preguntas. Durante unos gloriosos treinta o cuarenta pasos, me oigo pensar de nuevo. No son pensamientos alegres, dado lo sucedido, pero al menos el silencio calma un poco las punzadas de dolor en mi cabeza.

—Creo... que deberíamos hablarlo. Miramos al hechicero, que ha interrumpido mi tranquilidad.

—¿Tú también? ¿Qué es lo que no entendéis de «no quiero hablar de ello»?

El chiquillo mira hacia atrás. A la luz del día parece aún más joven, con las mejillas sonrojadas y los rasgos redondeados. Tiene ojos de hechicero, de esos que te traspasan, de un azul tan como el oceano, y su túnica es de un suave color celeste, lo que no ayuda a que me lo tome en serio. Algunas hojas se le han pegado a la ropa, pero no parece importarle.

—No hablo sólo de tu caso. Me refiero a... lo que ha pasado, en general. Ha sido... muy raro. Aún me parece estar escuchando la voz de mi hermana pidiéndome ayuda. —Se frota un brazo, nervioso, y supongo que se siente tan incómodo como los demás—. No nos conocemos mucho, pero creo que ya nos hemos visto en una situación tan comprometida como para haber estrechado lazos.

Oh, genial. Ahora resulta que hemos pasado de viajar juntos a estrechar lazos. Pronto nos sentaremos alrededor del fuego a compartir nuestros sentimientos. Pues conmigo que no cuenten.

—Hay algo que no os he dicho —nos confiesa.

—¿Algo que no nos has dicho? —le hace eco ella, extrañada.

—Yo... puede que haya... —hace aspavientos, como si le resultase difícil encontrar las palabras— exagerado lo de hechicero.

No sabía que se pudiera exagerar un oficio. Me remuevo incómodo. En realidad, si me paro a pensarlo, puede que yo también haya exagerado un poco lo de heredero . Pero sólo porque mi padre tenga otro nombre en mente no quiere decir que no se pueda cambiar. Es una exageración temporal. Obviamente, pondré todo en su sitio de nuevo tan rápido como pueda.

—¿Qué significa eso?

—Que no lo soy.

—Pero tu varita... Y antes hiciste magia, Konohamaru.

Él saca su varita y nos la muestra. No parece más que una ramita que haya cogido del suelo. La agita, quizá para dar efecto, pero no pasa nada.

—Soy... No, era un estudiante.

—¿ Eras ? —No me gusta cómo suena el pasado. Ni tampoco me gusta sentir pena por él, porque parece triste. Me gustaría no comprenderlo. Yo era el primogénito hasta hace dos días.

El chiquillo enrojece hasta la punta de los cabellos y trata de hacerse más pequeño. No le resulta muy difícil. La túnica le queda un poco grande y temo que desaparezca entre los pliegues.

—Me expulsaron de la Torre donde estudiaba —dice en un tono muy, muy bajito.

La chica, a su lado, titubea. Alza la mano y, para mi sorpresa, sonríe un poco y le revuelve los cabellos. Me quedo un segundo de más mirándola y me doy cuenta de que no me había parado a observarla bajo la luz del sol. Los cabellos lo tiene azabache, azulado, largos, despeinados, llenos de ramas y hojas, como si algún pájaro estuviera construyendo un nido en ellos. Tiene los ojos como lunas. Está hecha un asco después de nuestra aventura en el bosque. Si me la hubiera cruzado así en Duan, nunca me habría fijado dos veces en ella. Aquí, por supuesto, no hay muchos más lugares en los que poner los ojos. Bajo la vista un poco. Se le ha roto el dobladillo del vestido. Tengo una rápida visión de unas piernas blancas.

—Bueno, ¿y qué? —dice.

Me acerco un paso a ellos. La tela de su ropa es modesta. Bajo la tierra y la suciedad destaca un fuerte color granate. Me parece bastante provocativo para una chica sencilla. Un color hecho para llamar la atención, lo cual es un poco contradictorio para alguien que no permite que me acerque... Sacudo la cabeza.

—No puedo hacer magia —le contesta el hechicero. O el que no lo es. Ya no tengo muy clara su identidad—. Bueno, en realidad sí puedo, pero siempre ocurren desastres a mi alrededor, como convertirme en rana o acabar con un pez en la túnica... Los Maestros decidieron que no era lo bastante bueno, y por eso nunca llegaré a hechicero. Así que es como si no sirviera...

—¡Eso es una tontería! —Pierdo el hilo de mis pensamientos cuando la joven me pilla mirándola y me hace un gesto para que la ayude—. Que no tengas un título no significa que no sirvas para nada. Sin tu ayuda, nunca habríamos podido escapar de ese bosque. ¿Verdad, príncipe?

Quiero decirle que una persona sin un título que le diga quién es no es nada. ¿Cómo van a saber los demás qué eres, entonces? Un príncipe, un noble, un panadero, un hechicero, una posadera, la hija de alguien. Nuestros nombres no son nada. Lo que realmente cuenta es el puesto que ocupamos dentro de una sociedad ordenada en la que cada uno tiene un papel. Me esfuerzo en pensar algo positivo que decir. De verdad que sí.

—Supongo que... podrías servir para escudero —añado. Al menos sabría cómo encender un fuego. Y tal vez podría hacer de cebo para toda clase de monstruos. Los niños están tiernos y seguro que especialmente jugosos. Y este tiene mejillas regordetas—. Si te quitases esa ridícula túnica, quizá podríamos hacer que parecieses normal...

—¿Eso se supone que es un halago? —protesta la futura cena de un dragón.

—¿No se nota?

—... No.

Maldito desagradecido.

—¡A mí me has salvado gracias a tu ingenio y poder, oh, gran Konohamaru! —exclama la muchacha, y hace una reverencia cómica y exagerada, en la que se detiene un momento para agacharse, alzando el bajo de su falda un instante. Para alegrar a alguien sería mejor que se la hubiera levantado al menos hasta la cintura antes de hacer la reverencia.

Pero para el crío, supongo que más inocente que yo, su gesto es suficiente para que se le escape una sonrisa y le brillen los ojos. La coge del brazo, siguiendo su camino, y la obliga a agacharse un poco para darle un beso en la mejilla. Ella, como una tonta, se ruboriza. ¿En serio? No le importó dejarme a las puertas de un ataque cuando me metió la lengua en la boca antes de escapar de Duan y, en cambio, se pone roja porque un niño que apenas me llega al hombro le pone los labios sobre la mejilla. Increíble. Inconcebible. El mundo está completamente loco.

—Gracias —le dice su cachorrito. Decido romper el momento antes de que él le ponga ojitos y ella lance un palo en el camino para que vaya a buscarlo y se lo traiga meneando el rabo:

—¿Y qué viste tú, si puede saberse?

La pregunta es para ella y lo sabe. Me mira. De un soplido, su rostro arrebolado, casi tierno, deja paso a una máscara de indiferencia que me hace dar un respingo. Bueno, si lo suyo no es doble personalidad, que vengan los Elementos a verlo.

—No es asunto tuyo —me responde, bruscamente.

Si a mí no me apetece hablar de algo, no dejan de hacérseme preguntas. Pero si es al revés, por supuesto, soy un metomentodo y un insensible. Resoplo.

—En realidad, creo que sí es asunto mío. ¿No vas a confesarnos qué crimen has cometido? ¿Por qué escapabas de la ciudad? ¿Quién es tu familia? No eres noble, eso salta a la vista, así que... ¿a qué te dedicabas? Los Elementos deben de guardar todo el frío del invierno en la mirada que me lanza.

—Estás tentando a tu suerte, príncipe. Aún estamos en el Remolino. ¿Quieres que comente por ahí que el heredero ha huido de su castillo por la amenaza de que alguien le quite la corona, en vez de luchar por lo que es suyo desde dentro? ¿Te gustaría que empezaran los rumores sobre abandonar a tu pueblo en una época de cambios o algo así?

El golpe es contundente, pero no dejo que vea cuánto duele, sino que la adelanto. Ignoro también la mirada de reprobación de su pequeño acompañante.

—Para lo que a la gente le importa... —murmuro.

Pero, en realidad, me importa demasiado lo que los ciudadanos piensen, o no me habría marchado de palacio. Sin ellos no soy nada. Si no puedo ser el rey que ellos acepten, ¿qué me quedará? ¿Qué me atará a el Remolino? No habría lugar para mí en este país. En mi propio reino...

—¿Por qué crees eso? A mí me importaría.

Me detengo, tras dar un traspié. Eso no lo esperaba. Me giro levemente, con cuidado. Sin hacerme ilusiones. Porque todos aquí sabemos que a la menor oportunidad volverá a demostrar el poco respeto que me guarda. Al menos, no me ha hecho pensar lo contrario desde que nos conocemos.

—¿C-cómo has dicho? —tartamudeo en contra de mi voluntad. No ha sido un tono demasiado regio.

—Eres el príncipe. El heredero que hemos conocido. ¿No es asunto también del pueblo que de repente alguien quiera cambiar lo que siempre ha sido así?

Nadie en el castillo parecía dudar de ello. De que es mucho mejor ofrecerle el puesto al bastardo, de que lo hará mejor. De que está más preparado que yo, pese a todos los estudios que pueda tener. Bajo la vista, apretando los puños. Duele, aunque haya intentado no pensar en ello. Aunque me haya escondido tras los caprichos y el orgullo. Porque me hace sentir inútil. Porque me hace sentir insuficiente. Como si no fuera digno de otra cosa que no sea el segundo puesto.

—El rey ha dicho que todo el mundo aprobaría a Menma —le confieso, y ella no puede saber lo difícil que es, en realidad, pronunciar ese nombre en voz alta—. Que... Que es poderoso y todos lo quieren.

Y que yo debería quererlo también o, al menos, fingir que es así. Pero ¿cómo me pueden pedir que mienta en público durante el resto de mi vida?

—El error de los que sois como tú, los poderosos, es que siempre dais por hecho muchas cosas —gruñe mi compañera de viaje—. Creéis que ser más ricos o tener una mejor situación os hace mejores que al resto y que, por tanto, vuestra opinión y decisiones valen más que las de cualquiera. —Abro la boca, para protestar, pero ella alza su mano, deteniéndome en el acto—. No intentes negarlo: ya has demostrado suficientes veces que tengo razón y sólo llevamos un día de camino. Es posible que ese hombre... ¿Menma, has dicho que se llama? Que ese hombre, Menma, sea poderoso, como tú. Que tenga... fuerza e inteligencia.

—Bueno, eso lo dudo—. Incluso es posible que sea mejor que tú y que haya hecho más cosas por el pueblo. Pero ¿dónde queda nuestra opinión? ¿No tenemos derecho a elegir qué es lo que queremos? ¿No tenemos derecho a elegir sobre nuestras vidas, sobre quién sería el más capacitado para gobernarnos?

Hace una pausa y yo dejo que la información penetre lentamente en mi cabeza. Supongo. Mi padre pensaba en los nobles, en evitar una lucha de poder, pero lo cierto es que no son tantos. El pueblo es mucho más numeroso. Quizá los ricos sean más viscerales y puedan permitirse las intrigas, los venenos y jugar con el valor de sus reputaciones, pero a la gente de a pie, con sus vidas modestas y sus humildes quehaceres, no le interesan esas cosas. Y está comprobado que pueden hacer mucho ruido. Seguro que Menma ha ayudado a muchos, pero no puede haber ayudado a todos . Ni siquiera a la mayoría.

Titubeo. La chica ante mí se cruza de brazos. Esa forma que tiene de mirarme tan directa, tan desafiante, parece cambiarlo todo en ella. Es bastante digna, incluso con el pelo enredado y la cara sucia.

—Tú ni siquiera disgustas tanto a la gente: eres un pretencioso y un orgulloso, y te pierden las mujeres. Pero nadie cree que seas una mala persona. Nadie cree que nos vayas a llevar a una guerra cuando menos nos lo esperemos ni que contigo el hambre o la pobreza vayan a aumentar. ¿Menma puede asegurar lo mismo? Un hombre con ansias de poder... ¿Qué hay más peligroso que eso?

Doy un respingo. ¿Ella no cree que lo vaya a hacer mal? Bajo la vista, aunque eso no es lo que cabría esperarse por parte del príncipe del que me habla. Pero creo que me he puesto rojo. ¿Cuánto hacía que no me ruborizaba? ¿Y por qué me siento completamente desarmado, sin respuesta a su monólogo? ¿Está esperando respuesta siquiera? Le doy la espalda.

—Supongo... Sí... —Es lo más brillante que se me ocurre. Oigo la risita del hechicero detrás, pero pongo toda mi concentración en caminar.

Supongo que debería darle las gracias...

Pero no lo hago. Me quedo en este silencio, que me resulta incómodo pero es más sencillo que confesarme y soltar todo lo que me ronda por la cabeza. O reconocer que estoy agradecido.