Capítulo 8

Hinata

De alguna manera, el príncipe deja de gruñir por primera vez en todo nuestro día de viaje. De hecho, se queda sin palabras por un tiempo, casi debilitado, y parece alguien más accesible y más tranquilo tras toda esa coraza de amor propio. Así que cuando le preguntamos que quién es Menma y cómo se ha terminado postulando para rey, nos lo cuenta sin muchas protestas: al parecer, Minato tuvo un desliz con una mujer noble antes de casarse con la que fue la reina del país. No sería preocupante, claro, si no se hubiera dedicado a dejar pruebas de sus revolcones por ahí. Vamos, que fue torpe y la embarazó. Por supuesto, no se casó con ella, porque era un rey y sus padres ya lo habían prometido con otra mujer. Así que la dejó tirada. Y no, no reconoció al bebé porque… ¿para qué? Habría sido un escándalo estando a punto de casarse y, claro, eso era mucho más importante que darle a su propio hijo el lugar que merecía y, más importante, un padre.

En definitiva: que puede que la estupidez del príncipe sea cosa de familia y el pobre, en el fondo, no tenga mucha culpa de pensar sólo con la espada . Espero que nuestro real acompañante tenga al menos más cuidado de lo que tuvo su padre en su día y se tome esas pociones anticonceptivas que suelen vender para evitar que su… semilla se propague más de lo debido. En el burdel las tomábamos todos los días para evitarnos un disgusto.

Conclusión: el bastardo de Minato se ha hecho mayor y encantador y no sé qué historias más, y ahora amenaza el puesto de primogénito del príncipe porque le saca un par de años y aparentemente ha hecho algunas buenas obras por el pueblo. La verdad, no serán tantas, porque yo no había oído el nombre de ese muchacho en mi vida. Claro que no se puede decir que estuviese muy relacionada con gente honrada. Por lo pronto, sí puedo asegurar que no es uno de esos nobles que se pasan el día en los burdeles: de lo contrario, lo reconocería.

Así que la brillante idea del príncipe al conocer la noticia de lo que pasaba en palacio y a su recién adquirido hermano fue la siguiente: como su padre no parece creer en él, se ha embarcado en un viaje en busca de grandes hazañas que realizar para que todo el mundo hable de él y demostrar que puede hacer cosas por la gente, que puede ser tan válido como ese tal Menma, o incluso más. Lo cierto es que todavía no he decidido si me parece estúpido o, de alguna manera, encantador. No el hecho de que quiera dar en las narices a su hermano y lanzarse flores a sí mismo, sino que, cuando habla, sus motivaciones asemejan ir más allá de la corona y de ser un rey por serlo. Creo que hay… ciertas razones personales. Casi parece dolido cuando menciona a su padre, y tengo la impresión de que eso le mueve más que la corona: que en parte esto es para probarle a él, y a nadie más, que puede ser alguien de confianza y capaz de hacer grandes cosas.

Por eso, durante el resto del camino, no me meto más con él. Él tampoco pregunta más por mí, así que nos limitamos a firmar un elegante y silencioso tratado de paz basado en escuchar las animadas historias de Konohamaru: a menudo nos cuenta leyendas comunes entre los hechiceros o nos habla de su hermana, que es mayor que él, y de sus juegos. Acomodados en esa sencilla conversación, nos olvidamos un poco de los terrores del bosque.

Cuando atardece, alcanzamos al fin un pequeño pueblo de campos cultivados, seguramente cuidados para algún noble. No nos paramos a inspeccionar mucho. Todos nos morimos de hambre y estamos agotados, así que nuestra parada directa es en una pequeña posada (y la única que hay, por lo que parece) donde el príncipe cumple con lo prometido y nos paga la cena y los dormitorios. Agradezco el caldo que me ponen delante en cuanto lo veo.

—¡Que aproveche! —exclama Konohamaru con los ojos brillantes. Se lanza a por su comida y yo no puedo evitar sonreír, divertida ante su actitud. Él sí que resulta encantador.

—Parece que todo está delicioso por aquí… Alzo la vista de mi plato para mirar al príncipe, pero él no está comiendo. No, al menos, en el sentido estricto de la palabra. Está devorando con la mirada a una camarera pelirroja y con pecas en el escote que, aparentemente, no parece nada disgustada por la atención de nuestro regio compañero. Pongo los ojos en blanco, volviendo a llevarme una cucharada de caldo a la boca.

—Parece que no todos estamos necesitados del mismo tipo de alimento…

Aunque no era mi intención, una mirada de ojos grises me taladra y es a mí a quien decide comerse ahora con ella. Arqueo las cejas cuando su vista se detiene de manera demasiado obvia sobre mi escote. En serio, ¿se cree que no me he dado cuenta de que ya es al menos la décima vez en el día que me mira el pecho? Me lo va a desgastar.

—Hay que alimentar cuerpo y alma por igual… Y mis apetitos son grandes y muy variados. Resoplo, porque me parece que es una evidente invitación a que descubra cuáles son sus apetitos y qué más cosas tiene o no grandes.

—A mí no me mires. —Le hago un ademán hacia la camarera mientras bebo algo del vino que me han traído—. Desfógate con ella, que parece dispuesta.

Él se relame con gusto y vuelve a levantar la mirada. Por curiosidad, yo también la observo, sólo para ver cómo le dedica un contoneo de caderas insinuante que es, a todas luces, una invitación para mover las caderas un poco más y en otras circunstancias. Y con menos ropa. Ante la perspectiva, el príncipe deja escapar una risa que suena lasciva, acomodándose en su asiento. Konohamaru lo mira con curiosidad y él se da cuenta.

—¿Sí, enano? ¿Quieres algún consejo?

Oh, no. Que no se haga el gran entendido. Sobre todo, que no se lo haga delante de mí, o aún terminaré dándole yo consejos a él. Puede que no me gustase mi trabajo, pero eso no quita que lo desempeñase bien; porque, si no lo hacía, llegaban los golpes. Trato de no pensarlo, sintiéndome repentinamente incómoda mientras me llevo la cuchara a la boca.

—¿Consejo? —repite Konohamaru, demasiado inocente para comprender.

—Es sólo un niño, príncipe…

—Cierto… Demasiado pequeño para los grandes placeres, ¿verdad, enano? Ni alcohol ni mujeres… Pero te esperan unos grandes años de descubrimiento y experimentación. Son los mejores. ¿Cuántos años tienes? ¿Doce? El aprendiz de hechicero enrojece.

—¡Tengo catorce!

Catorce años…

Me centro en mi comida y aparto de mi cabeza los recuerdos que intentan sobrevenirme con esa edad. El príncipe, por su parte, parece incrédulo al mirarle de arriba abajo.

—Bueno… Algunos dan el estirón más tarde, supongo. Konohamaru hincha los mofletes y yo le suelto una suave colleja al moreno.

—Para eso, príncipe, no es precisamente la altura lo que importa, sino otro tipo de longitudes.

El chico frunce el ceño, pasándose la mano por la nuca, pero me vuelve a mirar de arriba abajo. Empiezo a valorar la opción de que sea un completo masoquista. Quizá le vayan esas cosas en la cama. Que la mujer tome el mando, que lo obliguen a ser sumiso… No sería la primera vez que lo veo.

—Cuando quieras te dejo que me midas, princesa. Resoplo, aunque no puedo evitar que su descaro me haga gracia.

—Ni por todo el oro de Konohagakure.

—Ya caerás… —me dice con una sonrisa que a él le debe de parecer seductora y a mí sólo me da ganas de echar a reír—. Mientras tanto, si me disculpáis, no es de caballeros hacer esperar a las señoritas que aguardan atenciones.

Konohamaru y yo lo seguimos con la vista cuando se levanta sin más y se acerca a la camarera, que se ha sentado en la barra, tomándose un descanso ahora que nadie parece precisar de su servicio. El príncipe está sucio y sus ropas destrozadas, después del bosque, pero aun así, por alguna misteriosa razón y porque en el mundo ha de haber chicas que se sientan atraídas hasta por lo más absurdo, ella le dedica un par de parpadeos y varias sonrisas mientras él le besa la mano y comienza a hablarle.

No puedo evitar sentir algo de curiosidad al observarles. Se rozan las manos y tienen los rostros cerca. ¿Cómo será experimentar eso? ¿Cómo será ver a alguien que te gusta y acostarte con él por placer? No hablo de amor siquiera, sino de deseo. Tener la libertad suficiente para encontrar a otra persona que también quiera acostarse contigo y hacerlo sin más. Un… encuentro fortuito, sin obligaciones de por medio. Sin dinero… ¿Sería agradable? Las personas aparentan disfrutarlo, aunque yo nunca he podido hacerlo.

Sacudo la cabeza, quitando los pensamientos de mi cabeza de nuevo. Tengo que apartar de mi mente cualquier conexión con esa vida, si quiero empezar de nuevo. Tengo que sobreponerme a ella, a las dudas y a la inseguridad que otros han dejado en mí, demasiado impresas en la piel y bajo ella. Noto que Konohamaru me está observando, así que recompongo una sonrisa para él.

—¿Quieres un consejo de verdad y no uno de los que te pueda dar ese mequetrefe con ínfulas de rompecorazones? Sé más

inteligente que el resto: piensa con la cabeza, en vez de con otras partes del cuerpo. Eso te hará ser superior a la gran mayoría de los hombres, te lo aseguro. El niño ladea la cabeza con inocencia.

—Eso no es muy… romántico. Parpadeo.

—¿Romántico? ¿Y por qué debería serlo? Yo no creo en esas cosas: los hombres sólo quieren una cosa de una mujer. —Señalo con la cabeza al príncipe, que sigue cortejando a la incauta camarera—. ¿De verdad crees que tiene alguna intención romántica ahora mismo? Te aseguro que no. El chiquillo mira a nuestro compañero, se ruboriza un poco y luego carraspea, girándose hacia mí de nuevo.

—Seguro que algún día espera encontrar… algo más. ¿Tú no? Normalmente las chicas soñáis con… romance, ¿no? Pongo los ojos en blanco ante la generalización, aunque no se la echo en cara porque yo misma acabo de generalizar con los hombres.

—Supongo que es la imagen que tenéis, sí. Pero no, en mi caso no es así. Yo quiero un trabajo tranquilo con el que ganarme la vida de manera honrada. No quiero ningún romance: al final, el amor es otra manera de que un hombre te coloque bajo su sombra. Y yo ya he estado en la sombra de muchos.

—P-pero el amor no es eso —balbucea Konohamaru, enrojeciendo un poco más. Parece hacerse un poco más pequeño en su asiento—. No es que yo sepa mucho acerca de ello, claro, pero se supone que… el romance es… ¿equilibrio? Es querer a alguien como esa persona te quiere a ti…, ni menos ni más…

No puedo evitar esbozar una media sonrisa, enternecida por su manera de ver el mundo. Aún es pequeño. Aún es puro. No le contradigo porque me gusta su manera de percibir todo a su alrededor. Quizá lo protejo porque me recuerda lo que a mí no me dejaron ser por mucho tiempo. La realidad me enseñó su verdadera cara mucho antes de lo que a mí me habría gustado descubrirla.

—El mundo iría mucho mejor con más hombres como tú, Konohamaru —le digo, revolviéndole los cabellos—. No cambies.

El pequeño se encoge y enrojece algo más, pero sonríe, tierno. La sonrisa le mengua un poco en los labios en favor de una expresión de curiosidad cuando alza la vista por encima de mí. Yo sigo su mirada para descubrir qué observa con tanta intriga.

Ante nosotros hay un hombre. No muy alto, bien vestido, con barriga, con una barba pelirroja que se frota con interés… y que me sonríe. Sus ojos brillan con reconocimiento y lascivia en cuanto me giro hacia él. Mierda.

—Realmente eres tú: pensé que mis ojos mentían. Aprieto los dientes, pero opto por adoptar mi mejor expresión de indiferencia y volver la vista a mi comida. Tal vez, si hago como si nada, piense que se ha equivocado de muchacha. Sólo nos hemos visto dos o tres veces, después de todo. Era un habitual, y no de los peores, pero no me tocó tratar mucho con él.

Eso es. Haré como si no supiera de qué está hablando. Cojo mi copa de vino y bebo un sorbo con calma.

—Lo lamento, señor, pero juraría que os equivocáis de persona.

—Nunca olvido una cara… aunque no sea tu cara lo que más he visto de ti.

Contengo el mohín de repulsión cuando el hombre (ni siquiera sé cómo se llama, qué importa) toma asiento en el lugar que ha dejado libre el príncipe. Me llevo a los labios otra cucharada de mi caldo.

—Hinata, ¿verdad? —insiste.

Contengo una maldición. Al parecer, él sí recuerda mi nombre. Debí de estar muy acertada las noches que me tocó atenderlo para haberle dejado una huella tan imborrable. Si tuviera ganas de bromear, me lo apuntaría para decírselo al príncipe y enseñarle de verdad en qué consiste ser un buen amante. Pero no tengo ninguna gana. De hecho, lo único que puedo pensar es en Konohamaru, que observa al tipo con expresión confundida. Él no sabe cuál es mi pasado. El príncipe tampoco. No quiero que lo sepan. No quiero que me juzguen. Todo estaba yendo bien hasta ahora. Si no lo sabían, era como si nunca hubiera existido. Estaba empezando de nuevo.

Cojo aire.

—Señor, ya os he dicho que os equivocáis de persona. Por favor, si no os importa, nos estáis importunando a mí y a mi acompañante. Largaos.

—¿Estás con él? —El hombre ríe en una carcajada burlona—. Es sólo un niño. Pagaré el doble.

—¿Hinata? —Konohamaru me observa y yo aprieto los puños con fuerza—. ¿De qué está hablando? ¿Quién es este hombre?

Trago saliva y me levanto. Le dedico una sonrisa que intenta parecer tranquila. Esto está a punto de estallarme en las manos.

—Nadie, Konohamaru. ¿Nos vamos? Yo estoy llena…

—No me digas que se está vendiendo como nueva en esto —se burla el hombre. Me tenso—. No la creas, muchacho: en cuanto la veas sin ropa, te darás cuenta de que tiene poco de ruborosa virgen. No quiero verlo. No quiero verlo, pero lo veo: ahí está, justo el momento en que el joven hechicero comprende. Palidezco. No. No, él no. Ni él ni el príncipe, por favor. No quiero que lo sepan, no quiero que lo sepan…

Pero ya es muy tarde, porque el niño enrojece hasta la punta del cabello y me mira, con los ojos muy abiertos, sin saber qué decir. Descubierta. Descubierta por otro. Descubierta por un cerdo con ganas de revolcarse con alguien y que no tiene el suficiente atractivo para conseguir a una mujer sin pagar por ella. Me giro hacia él, enfadada, llena de rabia. Había conseguido que no lo supieran. No debían saberlo. Nunca iban a descubrirlo. Podría haber reinventado mi vida obviando todos los años de dolor. Podría haberme vendido como una comerciante desde el principio. Podría haber dicho que huí de un casamiento concertado. Podría haber inventado mil historias y nunca nadie lo habría sabido, porque nunca habría vuelto a el Remolino. Pero ahora este hombre lo ha estropeado todo.

—Estoy fuera de servicio —mascullo—. Para ti y para cualquiera. Fuera de mi vista.

—¿Fuera de servicio? —El hombre también se levanta, más alto que yo. Aun así, alzo la barbilla, dejándole ver que su altura o su fuerza no van a amedrentarme. Meto la mano en el bolsillo del vestido, apretando la mano alrededor de la empuñadura de puñal. Me hace sentir más tranquila. Más protegida—. Vosotras nunca estáis fuera del negocio si hay suficiente dinero sobre la mesa.

Con tranquilidad y con el desprecio por las posesiones de quien tiene demasiadas, deja una bolsa con monedas sobre la mesa, con una sonrisa estúpida y desagradable. Aprieto los dientes, pero no quiero perder más tiempo. No quiero ni un segundo más de esta humillación, delante de ese pobre niño que hasta ahora tenía la mirada brillante. No quiero que él vea esto. —Quédate con tu asqueroso dinero para quien lo quiera, capullo.

Me dispongo a marcharme sin más. Pero, cómo no, es un hombre. Un hombre egoísta y bárbaro, como todos, que sólo quiere una cosa de mí y que hará lo que haga falta para conseguirla. Por eso me coge del brazo y tira de él, agarrándome también la otra muñeca. Me obliga a sacar la mano del bolsillo, apretando con tanta fuerza que me hace soltar el puñal y me sostiene, acercando su rostro al mío. Aprieto los dientes.

—¿Jugando a hacerte la dura, muchacha? No me importará someterte, aunque sea un mero truco de prostituta.

Abro la boca para responderle, cuando siento otras manos a mi espalda que hacen que me tense. El apretón que llega a mis hombros no es violento, sino suave, y cuando alzo la vista veo al príncipe observando, con expresión seria, al noble. Apenas soy capaz de reaccionar, pillada por sorpresa. ¿Ha venido… a ayudarme? Estoy acostumbrada a los brutos como este, pero nunca nadie se había preocupado por ello… Nunca nadie se había preocupado por mí. —¿Se te ha perdido algo, amigo? —pregunta con aparente calma.

—Piérdete, jovencito. —Sonríe burlón, y es evidente que no sabe que le está hablando a un príncipe—. Demasiada mujer para ti. Está conmigo. El príncipe me observa, tranquilo. Veo en sus ojos que no se lo cree, pero aun así pregunta:

—¿Estás con este hombre?

Reacciono, saliendo del sopor inicial. Frunzo el ceño, volviendo la vista al tipo. Sigue agarrándome de las muñecas y ha bajado la guardia. No se da cuenta, evidentemente, de que el peligro que pueda suponer para él no está en mis manos…, sino en mis piernas.

—No.

Y acto seguido lanzo un rodillazo a su entrepierna. El hombre me suelta para encogerse sobre sí mismo con una maldición y un insulto. Hasta mis compañeros se quejan y se llevan la mano a sus propias partes, empatizando. Yo me apresuro a retroceder.

—Maldita… puta…

El hombre alza la vista, enfurecido, y se prepara para saltar a por mí, pero, antes de que pueda hacerlo, el silbido de una espada siendo desenvainada nos sorprende a todos los presentes. No ha dado ni un paso hacia delante cuando la punta del filo del príncipe del Remolino está a punto de clavarse en la zona que aún debe de sentir dolorida. Parpadeo, incrédula, mirando al moreno, que sonríe con burla y diversión con los ojos fijos en mi asaltante.

—Podría doler mucho más de lo que lo hace, amigo —le advierte, acercando el acero—. Conserva un poco del orgullo intacto y márchate. El cerdo no lo hace inmediatamente. De hecho, aún tiene tiempo para mirarme y entrecerrar los ojos, jurándomelas todas. Yo no dejo que me vea afectada y alzo la barbilla en una pose digna y orgullosa. Eso es, Hinata. Que no crean que te importa. Que vean que eres fuerte. Que vean que no pueden contigo.

Cuando el príncipe hace ademán de clavar la espada en la carne, el hombre aparta al fin la vista de mí y, sin presentar más protestas, coge su dinero de la mesa y se marcha.

A mi lado, el intento de héroe se echa a reír con deleite, divertido por haberle arrebatado la dignidad a mi antiguo cliente. Se gira hacia mí sin borrar la expresión alegre de su cara.

—¿Estás bien? —pregunta, despreocupado.

¿Por qué me lo pregunta? Retrocedo un paso. ¿Por qué ha hecho eso por mí? No tenía por qué hacerlo. Miro hacia atrás. La camarera aguarda en la barra, con las manos entrelazadas sobre el pecho en un gesto tenso, y parece admirar al príncipe. Vuelvo la vista al muchacho, cuya sonrisa se pierde un poco ante mi reacción.

¿Lo ha hecho para impresionarla? ¿O se ha preocupado por mí? ¿Por qué iba a importarle a nadie lo que me pase?

«A nadie le importas. Sólo eres una puta».

La voz de Toneri me pone de nuevo en mi lugar. No importo. Ni para él ni para nadie. Nunca lo he hecho; por más que haya huido, por más que haya intentado cambiar mi vida, eso no va a ser distinto ahora. Y mucho menos en este momento, en el que han descubierto mi secreto. En el que mi pasado me dice, más alto y claro que nunca, que no puedo escapar de él.

Me estremezco.

—Estoy bien. Gracias —murmuro sin más. Paso al lado de un sorprendido príncipe. La voz infantil de Konohamaru grita mi nombre, pero no me detengo. El pasado me persigue escaleras arriba cuando me apresuro a encerrarme en mi cuarto.