Capítulo 9

Naruto

—Tengo que irme.

La camarera se levanta. Tiene nombre de flor, aunque hay demasiadas como para empezar a probar uno por uno, así que prefiero no pronunciarlo. Antes de que escape de mis brazos, dejo un beso sobre su boca, que sabe a miel. Me relamo mientras ella me da la espalda y se agacha a recoger su ropa. Le doy un suave pellizco en el trasero.

—¡Naruto!

Al menos uno de los dos sabe cómo se llama el otro.

—¿Estás segura de que no quieres quedarte a dormir?

—No quieres que me quede a dormir, y yo mañana me levanto muy temprano.

Una cascada de exuberantes rizos pelirrojos cae por su espalda desnuda. Me siento en el colchón. Estoy tentado de cogerla por las caderas y sentarla en mi regazo y volver a hacerlo todo de nuevo, pero finalmente rechazo la idea. No sé por qué, pero dejo que se vista. Ella misma me acerca la ropa, y yo se lo agradezco atrayéndola hacia mí y acariciando las pecas de su escote con la nariz. Parecen formar constelaciones. La muchacha se revuelve y ríe, como si le hiciera cosquillas. Pone una palma sobre mi pecho desnudo y se aparta.

—Eres insaciable.

Lo soy, pero no parecía importarle hasta ahora. Me pongo las calzas. Ella se queda cerca. —Lo que hiciste por esa chica...

Me pongo en pie tan rápido que la sorprendo, y ya la estoy besando antes de que pueda terminar la frase. Me separo un paso y me meto la camisa por la cabeza. No quiero hablar de eso. No de ella. No ahora. No aquí. Lleva en mi mente todo el día y, justo cuando creía que todo estaba como debía, tiene que mencionarla.

—Si quieres marcharte, mejor que lo hagas ahora, o puede que no te deje ir —digo con algo más de brusquedad de lo que pretendo. Esbozo una sonrisa para suavizar las palabras y ella se lo toma como una broma ante la que reír y fingirse escandalizada.

La acompaño a la puerta. Más besos. Las despedidas siempre requieren de su propio tiempo. Enredo los dedos en su pelo y hundo la mano en su blanda cintura.

Nos despedimos. La suelto. Acabamos volviendo a besarnos. Nos apartamos del otro, sobresaltados, cuando la puerta de al lado se abre. Ella aparece y, aunque nos ve, pasa por delante sin decir nada y se pierde en la penumbra. Sus pasos se alejan y bajan las escaleras.

—Que descanses.

—Y tú.

—Buenas noches.

—Solitarias sin ti.

Una risa. Cierro la puerta y me acuesto en una cama de sábanas revueltas. Cierro los ojos, pero pronto me doy cuenta de que no voy a poder dormir. Parecía triste. Me siento demasiado lúcido, demasiado inquieto, y el colchón es demasiado blando y la almohada, demasiado dura. Bueno, puede que no exactamente triste, pero sí afectada. Me levanto. Sí, afectada es la palabra. Apago la vela que arde sobre la mesa. Y no puede dormir, o no saldría de noche a pasear. Me siento en el borde del lecho. Incluso aunque este parece un pueblecito tranquilo, una muchacha sola es una presa fácil. Trato de recuperar la sensación del cuerpo de la camarera bajo mis manos, contra mi boca, entre mis brazos. Y ella, aunque tiene ese puñal en el bolsillo, no tiene por qué ser un verdadero problema para un hombre fuerte que la pille desprevenida... La conclusión a la que llego es que soy el hombre más imbécil del Remolino.

Cojo mi capa antes de salir. Me digo que sólo voy a tomar una botella del piso de abajo y a beberla bajo las estrellas. Si por casualidad me encontrara con otra persona, tal vez la compartiría y le ofrecería mi encantadora compañía, en el caso de que se sintiese sola. O necesitase hablar. O lo que sea. A pesar de que en mi presencia siempre se muestra fría, orgullosa y segura de sí misma.

Eres un masoquista, príncipe. Naruto el Idiota, primero de su nombre. Creo que me pega, por ir detrás de alguien que no ha demostrado sentir ningún tipo de consideración por mí. Bueno, eso quizá no sea del todo cierto... Me salvó la vida. Y, de hecho, durante el resto del día se ha portado bien. Aunque eso no borrará la indignante sensación de su cuchillo contra mi nuez. O los repetidos insultos contra mi regia persona.

Pero si una dama en apuros me necesita, ¿cómo puedo negarle consuelo?

Zanjo la discusión conmigo mismo de esa manera y bajo al comedor. Allí encuentro una botella de algo que huele lo bastante fuerte y que sustituyo por una moneda. Le doy un trago de prueba. Arde lo suficiente como para calentarme el estómago, así que me encojo de hombros y salgo al exterior.

Es una noche tranquila de verano, templada y llena de estrellas. Pasa de la medianoche, de modo que todos deben de estar dormidos. Excepto nosotros.

Ella está sentada en el banco de piedra que hay ante la fachada de la posada, con su espalda contra la pared y la mirada puesta en el cielo. Así, de perfil, en la penumbra, con la luz de la luna cayendo sobre nosotros, su rostro se rejuvenece. Me doy cuenta de que se ha lavado y peinado, y sus cabellos caen más abajo de la mitad de su espalda con más orden que cuando salimos del bosque. No se da cuenta de mi presencia y yo me obligo a dar un sorbo a la bebida antes de delatarme, dejándome caer pesadamente a su lado.

Sacada de su ensimismamiento, mi compañera de viaje da un bote en su sitio y me mira, sorprendida. Intento sonreírle ampliamente, pero ella parece fruncir el ceño en respuesta. Trato de sobornarla con alcohol y le tiendo la botella.

—¿Qué haces tú aquí? —pregunta con sequedad. Eso no significa, por supuesto, que no acepte mi ofrecimiento. Nadie en su sano juicio diría que no a emborracharse gratis. —Me apetecía beber y ver las estrellas —le digo, y no sé si la mentira es para ella o para mí, pero me pongo cómodo y observo el firmamento.

—¿No estabas ocupado? No había quien durmiese con tantos gritos... Intento parecer satisfecho y me reclino un poco más en mi asiento.

—¿Qué puedo decir? Me parecía de mala educación mandarla callar. Ella deja escapar un sonidito por el que deduzco que no me toma en serio.

—Ten cuidado, príncipe: cuando gritan tanto, tantas veces, es que están fingiendo. —Y alza la botella, antes de beber un largo trago a mi salud.

Como si no supiera si una mujer está fingiendo. Sus cuerpos también las delatan, aunque no sea de una forma tan evidente como la de un hombre.

—Sé cuándo una mujer disfruta de mis atenciones —me defiendo—. Quizá quieras probarlo algún día...

—Ni por todo el oro de Konohagakure—es su previsible respuesta. —Esa frase comienza a convertirse en una costumbre.

Le robo la bebida y, cuando me siento lo suficientemente saciado y valiente, la dejo entre los dos. Sigo sin saber qué es. Creo que no lo había probado nunca. Pero es efectivo: empiezo a sentir la cabeza ligera, como si todas mis preocupaciones se hubieran esfumado.

—¿Qué hiciste antes de salir de Duan?

Su respuesta es un silencio largo en el que evidencia todos sus miedos. Me pregunto si son los mismos terrores que se le aparecieron en el bosque de Merlon. Me pregunto muchas cosas, en realidad, sobre ella y su vida, pero no me creo capaz de expresarlo con palabras. Tendría que empezarme una segunda botella para ello. En lugar de eso, alzo la mano, aprovechando que su atención está puesta en el cielo, y le señalo una luz más brillante que el resto, más majestuosa.

—¿Ves aquella estrella? —susurro, inclinándome hacia ella. Nuestros brazos se rozan, aunque ella se aparta al instante, rehuyendo mi contacto de una forma que parece casi inconsciente—. La que brilla tanto. Nos miramos. Intento parecer tan inocente como su niño-mascota y ella accede a seguirme la corriente, tras su sorpresa inicial. Contempla la dirección de mi dedo y asiente.

—Se llama Polaris —informo— y es la Reina de las Estrellas. Mi madre solía decirme eso, al menos. Ella creía en esas cosas. —Creía, en realidad, en un montón de cosas. Incluso en mí—. Me contaba cuentos. Solía decir que esa estrella, de todas las que hay, me llevaría siempre de vuelta a casa si algún día me perdía. —Hago una pausa—. Luego crecí y descubrí que era cierto a medias: lo único que hace es marcar el norte, de modo que permite la orientación. Pero ella hacía que sonara mágico y muy misterioso.

Supongo que todo era mejor cuando estaba viva. Murió cuando yo era aún un niño, y apenas tendría el recuerdo de su cara de no ser por un cuadro que pintaron de ella. Supongo que sería un poco como las demás mujeres: blanda y cálida cuando me abrazaba. Sé que me arropaba por las noches. Sé que mi padre la quiso, aunque se casaran por conveniencia, y que le dolió perderla. Yo no estoy seguro de lo que sentí cuando se fue.

—De vuelta a casa... —murmura mi compañera, repitiendo mis palabras—. ¿Y cuándo planeas volver? ¿Cuánto pretendes que dure tu improvisada aventura reivindicativa? Hay algo casi burlón en su voz, pero trato de ignorarlo:

—Alguien tiene que ir con vosotros y protegeros, ¿no? Y la hermana del enano no se va a curar sola. O eso espero. Porque sería un fastidio arriesgar mi vida para descubrir que ella misma (o peor, otro) ha hecho el trabajo por mí.

Silencio. Sorbo. Me pregunto si bebe porque le gusta o porque también ella necesita valentía para continuar hablando.

—Me refiero a si no vas a echar de menos tu hogar.

—Si no me voy, quizá lo pierda para siempre.

—Creo que no lo entiendo. ¿Por qué tanta obcecación por ser el rey? —Frunzo el ceño, confundido—. ¿No sería un... alivio que alguien reinase en tu lugar? Seguirías perteneciendo a la familia real con todos sus beneficios, pero no tendrías ninguna responsabilidad. Tu vida seguiría siendo la misma que hasta ahora, ¿no?

Paso el dedo por la boca de la botella antes de llevármela a los labios. ¿Es así como se ve desde fuera? No es cierto que no necesites más que eso. De alguna manera, sientes que tienes que ofrecer algo a cambio. Que la responsabilidad no es tanto un deber como un privilegio. Yo, al menos, la aceptaría. Me han educado para ello.

—Si no soy rey, me casarán —le explico—. Me enviarán a otro lugar. Reinaré, pero sobre gente que... que ni siquiera conozco. —Se me escapa un suspiro involuntario—. Aunque no te lo creas, yo realmente quiero gobernar un país. Quiero que... mi padre se sienta orgulloso. Que cuando me mire se alegre de que yo sea su hijo. —La observo—. Y quiero que el pueblo me mire y se sienta protegido y me... me quiera. —Me ruborizo y bajo la cabeza, encogiéndome un poco bajo la capa—. Pero tiene que ser en el Remolino, porque a quien le debo pleitesía es a mi reino y no al de alguna princesa a la que nunca he visto antes. Qué locura. ¿Cómo sonará todo esto desde fuera? Me echo a reír. O, al menos, finjo hacerlo.

—¿Por qué te estoy contando esto? —Le sonrío—. El licor debe de habérseme subido a la cabeza.

La muchacha parece... asombrada. Como si no me hubiese visto nunca antes y de pronto se diera cuenta de que estoy aquí.

—Eso es muy... honorable —concede.

—¿Y si intentas parecer un poco menos sorprendida? Gracias.

—Hablo en serio —protesta ella—. Admito que esta tarde pensé que a lo mejor había algo más en tu manera de actuar que simple egolatría, pero... supongo que no me esperaba que te importase tanto el reino. —Se encoge de hombros, y quiero fingir que es algo parecido a un gesto de disculpa, viniendo de ella—. Es una actitud... digna de un príncipe de verdad, creo.

Porque antes de mi declaración no era un príncipe de nacimiento, claro.

—Voy a tomarme eso como un halago y, si no lo es, prefiero no saberlo. Aunque sigue sin gustarme que tú sepas tanto de mí y yo nada de ti. Sorbo. Silencio.

Sorbo. Sí, así es más fácil. Seguro que a ella también se le suelta la lengua. Sus ojos se posan en el cielo.

—Bueno. Creo que antes quedó muy claro a qué me dedicaba, ¿no es cierto?

Podría hacer muchas bromas al respecto, pero supongo que todas acabarían en dolor y huesos rotos. O peor: remordimientos y su cruda indiferencia.

—Eres una prostituta.

—Era —me rectifica.

—Bien: eras. ¿Y por qué lo dejaste? Sé que he metido la pata hasta el fondo por la mirada de incredulidad que me lanza.

—¿Que por qué? —inquiere, casi escupiéndome las palabras. Se levanta airada, como si la hubiera insultado de la manera más sucia—. ¿Sabes qué? Te dejo emborrachándote solo y me voy a dormir, ahora que su merced permitirá que el piso esté en silencio.

Estoy tentado de rogar por mi vida, cuando la cojo de un brazo y descubro sus ojos fríos atravesándome.

—Explícamelo.

—¿Explicártelo? —repite ella, molesta—. En realidad no te importa: no eres tan distinto a todos los demás. —Abro la boca, pero ella me ataca sin piedad—: ¿O te has parado a pensar alguna vez en lo que una mujer vive cuando está obligada a acostarse con alguien? ¿Sabes lo que es que tu cuerpo sea de todo el mundo menos tuyo? —Parece darse cuenta de que todavía la sujeto, y se suelta con brusquedad—. No tienes ni idea de lo que es que tu vida pertenezca a todos menos a ti, o lo que es venderse por unas monedas. Porque no sólo se vende lo que hay fuera, príncipe, sino también nuestra dignidad, nuestra vergüenza... ¡Todo! Y luego te usan, se divierten contigo. ¿Y cómo lo soportas? Con una sonrisa, porque es peor si averiguan que no es lo que quieres, porque entonces llegan los golpes y los insultos, y todo el daño que puedan estar haciéndote por dentro al final termina mostrándose en tu cara: a veces con sangre; si tienes suerte, con moratones que se irán en unos días. Si son pequeños, puedes excusarlos y taparlos con maquillaje, pero, oh, si son grandes, entonces dejas de ser tan bonita y dejas de ser tan atrayente y dejas de ganar clientes y dejas de ganar dinero, y entonces eres aún más inútil. Y cuando te curas y vuelves a ser bonita, y vuelves a llamar la atención y a despertar deseo, entonces vuelta a empezar, una y otra vez.

Respira hondo, recuperando el aire. Yo me encojo, deseando desaparecer. ¿Qué puedo decir? Es cierto. No sé nada. No sé nada de esa vida suya, de lo que es. Supongo que muy pocos hombres son conscientes del horror, ya que ellas siempre te toman con una sonrisa en los labios. Te acarician. Fingen desearte.

—Dime, oh, honorable príncipe de el Remolino: ¿a cuántas mujeres has pagado tú, en cuántos tugurios las has visto y has pensado que son sólo trozos de carne?

Abro y cierro la boca, ahogándome. Avergonzado. Sí, se me ha pasado por la cabeza, claro. Para mí las mujeres son... un divertimento. Pero siempre trato de elegir a chicas que se sientan atraídas, a las que intento devolverles el placer que me dan. No las tiro sobre la cama sin ver sus rostros. Yo nunca... No. Yo no soy como ella dice. Y sin embargo...

—Lo siento —es lo único que consigo decir, turbado por su discurso. Hay un silencio que no sé cómo interpretar hasta que la veo, quieta y sorprendida, ante mí.

—Lo siento —repito—. Nunca lo había pensado así... No sé. No me lo había planteado. Había supuesto que era un trabajo más... Sé que no va a significar ninguna diferencia para ti, pero yo... nunca pegaría a una mujer. —Sacudo la cabeza. Puede que alguna vez haya pensado alguna barbaridad, pero siempre en el calor del enfado—. Nunca denigraría a nadie así.

Me froto la nariz, fría. Aunque el resto de mi cara casi parece arder. No sé si es por la vergüenza o por el alcohol. De pronto me siento bastante despejado, así que bebo un largo trago de la botella, buscando adormecer mis sentidos.

El silencio nos rodea durante un minuto que se me hace eterno y en el que siento su mirada sobre mí. Al final, oigo su suspiro profundo.

—Si te cuento mi historia, no quiero que sientas lástima por mí. Alzo la vista.

—Cuando vaya a hacerlo, prometo pensar en cómo me tratas normalmente.

Contra todo pronóstico, ella sonríe un poco. Un intento débil, pero al menos es real.

—Soy bastante amable para lo insoportable que eres.

—Si eso es ser amable, cómo sería si me odiases...

Se rinde. Se sienta y coge de mis manos el licor, haciendo girar el frío cristal entre sus dedos. Puede que ya esté un poco borracha y por eso ha accedido a hablar de algo que, obviamente, le duele. Yo cierro los ojos, algo mareado.

—Yo no siempre fui..., bueno, una puta, como comprenderás. Cuando era pequeña, tenía una vida... normal. Era sencilla pero tranquila. Feliz. Mi madre murió joven, como la tuya, y mi padre pasaba mucho tiempo fuera de casa porque era comerciante. Eso hizo que siempre me sintiera independiente, supongo. Fue mi padre el que me enseñó a leer y a escribir, y las claves para ser un buen mercader: tener labia, disponer de buen material y ofrecer buenos tratos... Supongo que son consejos que sirven para el día a día también. Era un hombre muy inteligente y, aunque su negocio nunca creció como él hubiese querido, daba los suficientes beneficios como para vivir sin lujos. ¿Puedo imaginarla? Pequeña, querida, entre los brazos del único miembro de la familia...

—Cuando tenía diez años hubo una epidemia. Vosotros, los nobles, teníais medicinas y hechiceros que os salvaban la vida, pero para los demás no fue fácil. Yo misma enfermé, y habría muerto de no ser porque mi padre se gastó todos nuestros ahorros en un remedio. Pero eso significó que, cuando él se contagió, no pude procurarle ninguna ayuda. Murió... y entonces me quedé sola.

¿Sola, tan joven? Una niña sobreviviendo con... ¿con qué? ¿Fue eso lo que la llevó a la prostitución?

—Aguanté un tiempo con sus cosas, con el poco dinero que nos quedaba o empeñando los objetos de más valor, pero eso se acabó rápido: no pude seguir pagando a la casera y me echó a la calle más pronto que tarde.

Ambos miramos al cielo como si pretendiéramos encontrar allí las respuestas que no tenemos aquí. ¿Por qué ocurren este tipo de injusticias si los Elementos y las estrellas nos protegen?

—Los siguientes cuatro años los pasé en la calle, subsistiendo como podía. Robé y engañé a nobles, ellos eran los más rentables. Me colaba en el mercado y comía lo que podía birlar. Dormía donde cuadraba, casi siempre a la intemperie. Tenía suerte si algún día daba con algún rellano sin ocupar. Tenía la edad de Konohamaru cuando lord Toneri me encontró. Nuestros ojos se topan. El corazón me da un extraño salto en el pecho, como si no se sintiera cómodo escuchando esta clase de confesiones. Como si le resultara difícil aceptar que ella esté confiando en mí.

—Lo conozco —digo con una voz algo ronca que no parece la mía. No me cae especialmente bien. Siempre me ha parecido más falso que el resto de la corte, y me da la sensación de que no trata al rey con el debido respeto. Algunos nobles son así, sobre todo aquellos con la sangre limpia y sin rastros de condena por traición en su familia. El dinero, además, le suele dar a gente como Toneri la confianza necesaria para desafiar a quien sea necesario—. Es un hombre avaricioso y con demasiado amor propio para su bien. Todos sabemos cuál es su negocio más productivo —le lanzo una mirada significativa de arriba abajo—, pero eso no hace menos brillante su fortuna.

Ella se encoge de hombros. Supongo que no estoy haciendo mucho por mejorar la opinión que tiene de las clases altas.

—Quizá, si lo hubiera sabido por aquel entonces, no habría aceptado su ayuda. Pero no fue así: para mí era un noble que se acercó a mí y dijo tenerme lástima. Me prometió ayudarme y sacarme de la calle. Me tendió la mano y me garantizó que a su lado estaría bien. Creí que me adoptaría o que me daría un trabajo como criada. Con eso habría sido feliz. Esa noche...

Se detiene. Esta vez es una pausa que me llena de ansiedad y me hace removerme en el sitio. Ella misma parece luchar por permanecer serena y conservar la expresión vacía que ha estado manteniendo durante su relato. ¿Qué pasará si no lo hace? ¿Se echará a llorar? ¿O será el tipo de dolor que ni siquiera trae el consuelo de las lágrimas?

—Esa noche, él mismo se encargó de enseñarme cuál sería mi trabajo a partir de entonces. Y también se encargó de que dejase de ser una niña.

Trago saliva, aunque me sabe a náusea. ¿Cuántas chicas habrá forzado así en su negocio? ¿Cuántas chiquillas, de catorce años o incluso menos, habrán entrado a trabajar en los prostíbulos porque era la única forma que tenían de sobrevivir? La idea me parece repugnante. ¿Lo sabrá mi padre? Probablemente no, o habría hecho algo. No es justo. ¿Qué haría yo con eso si tuviera el poder?

—No debió de ser fácil —acierto a decir en la creciente calma—. Suena... a que has pasado por lo indecible.

Pero me lo está contando.

—Nada de pena, ¿recuerdas?

Me pasa la botella como si creyese que la necesito más que ella, a pesar de que no ha parado de darle tragos a lo largo de su historia. Queda menos de la mitad, así que me deleito con un poco más. No ayuda a mi estómago revuelto. Me siento todavía peor, y no creo que tenga nada que ver con el alcohol o el cansancio.

—Para que conste —digo, tratando de quitarle un poco de hierro a la conversación—, no todos somos iguales. Por la mirada que me lanza, resulta obvio que, al menos para ella, eso no es verdad.

—En mi trabajo, por si no ha quedado claro, he conocido a muchos hombres. He visto de primera mano cómo sois. Pero eso no es lo importante. ¿Quieres saber qué hice antes de salir de Duan o no? Quizá no me tengas pena entonces o, al menos, dejarás de mirarme como si fuera una miserable chiquilla que ha pasado por más de lo que se merece.

Le hago un gesto para que continúe, aunque una parte de mí quiere levantarse y volver a la capital, no sé si para ir a llorarle a mi padre o para poner las cosas en orden. Supongo que lo segundo. O eso me gustaría pensar.

—No fue fácil al principio —concede—. Como te he dicho, cuando no pareces contenta, cuando saben que no estás disfrutando, es cuando más duros son. Los primeros meses fueron los peores. Después, aprendí. No tenía ningún otro sitio a dónde ir y todos los años en la calle habían estado a punto de matarme en muchas ocasiones. En el prostíbulo, al menos, me cuidaban: me alimentaban y me daban una parte de lo que se pagaba por mí, así que empecé a ahorrar. Además, aprendí trucos: supe del poder que podía ejercer sobre los hombres según cómo actuara, por ejemplo. —Su media sonrisa me recuerda el poder que tuvo sobre mí la noche en que nos marchamos juntos, de hecho. El beso, como si hubiera estado dormido en mis labios, parece volver a palpitar bajo la piel—. Terminé por... adaptar los consejos de mi padre también a eso: regalar palabras bonitas, ofrecerme como debía, llevarme el mejor trato. Al menos, que me sirviese para ganar dinero, que hiciese un buen negocio. Seguía sin gustarme la vida que vivía, pero pronto intenté verle también los beneficios. De esa manera tenía un techo bajo el que vivir, y eso era más de lo que había tenido en mucho tiempo. No todas lo pasan tan mal, de hecho. Hay mujeres que no están obligadas a estar donde están. La prostitución puede ser un trabajo más, y bastante lucrativo si sabes gestionarte bien, pero sólo lo es cuando tú decides que quieres pertenecer a eso. Yo nunca lo decidí. Me colocaron allí y... supongo que he sido demasiado cobarde para buscar otra salida, hasta ahora.

Sus ojos están brillantes. Está borracha o, por lo menos, empieza a estarlo. Las estrellas nos observan con tanta atención como nosotros a ellas. Si me quedo el tiempo suficiente sin pestañear, se ponen a bailar.

—Acabé por convertirme en la favorita de Toneri, para bien o para mal. Era su consentida, y muchas veces me libraba de ocupar a otros clientes porque me quería sólo para él. Me volví una pieza excepcional, digna de los bolsillos más pudientes. Y no creas que eso es algo bueno: por lo general, cuanto mayor es el precio que pagan por ti, más despreciable es la persona que te utiliza. —Se estremece, y yo tengo la tentación de pasarle un brazo por los hombros, aunque estoy seguro de que no tiene frío—. Por supuesto, quise marcharme muchas veces, pero Toneri siempre conseguía que sintiese que no valía para nada fuera de allí.

«Aquí tienes una vida, Hinata. Perteneces a este lugar. Fuera estarás muerta. No tendrás nada». Por culpa de esas palabras, durante muchos años me pudo el miedo. Pero... anoche me cansé. —Busca mis ojos. ¿Fue anoche? Parece que hayan pasado mil años—. Acababa de usarme cuando le dije que me marchaba, como tantas otras veces. Y como tantas otras veces, él repitió su discurso de siempre. Lo único diferente fue que me negué a escucharlo... y saltó sobre mí. —Cierra los ojos—. Lo apuñalé.

La botella está vacía. La dejo en el suelo. No sé qué decir. Sólo soy capaz de bajar la vista, mirándome las palmas de las manos. ¿Pensará así alguna mujer de mí? Que soy un animal. ¿Lo pensará la muchacha a mi lado, abierta en canal para mostrarme su corazón? ¿Me comparará con hombres de su pasado?

—No tienes la culpa —aseguro. La observo—. Bueno, sí que la tienes: actuaste mal y conscientemente. Pero a veces... a veces las circunstancias nos superan.

—¿Quiere eso decir que no te asusta viajar con una asesina? Aunque, siendo justos, ni siquiera sé si lo maté... No creo que vaya a clavarme el cuchillo por la espalda, incluso si ayer me amenazó con él. Incluso si pensaba que estaba completamente loca. No parece... mala. De hecho, parece demasiado buena para todo lo que ha pasado, pese a esa actitud irrespetuosa que consigue sacarme de quicio.

—No tenías opción. No te iba a dejar marchar por las buenas, y lo sabes. Claro que lo sabe. Asiente.

—No me arrepiento —me confiesa—. Ahora soy libre. Se alisa la falda y se levanta. Tengo la tentación de cogerla del brazo, porque se tambalea un poco, pero mantiene el equilibrio.

—Aun así, sé que no podré volver a Duan. Y cuanto más me aleje de Silfos, mejor, como ha quedado demostrado esta tarde.

—Puede que algún día... Dejo el resto de la frase en el aire, pero ella ya ha oído suficiente. Me sonríe; no es una sonrisa feliz.

—No lo creo.

—Bueno, no se trata de creer. Es una de estas cosas del destino —digo, pero creo que habla la bebida—. Y... cuando reine, evitaré que alguien pase por lo que has pasado. Esos viejos nobles pervertidos me van a odiar, pero valdrá la pena. Las chicas de catorce años deberían estar disfrutando de su juventud, no vendiendo su virginidad al mejor postor. Nadie debería hacer eso.

Creo que voy a empezar a acostumbrarme a nuestros silencios. Y a su cara de sorpresa, como si le diera un motivo tras otro para asombrarse. No sé si es un halago o no, pero voy a pensar que significa que no soy predecible.

—¿Hablas en serio? —pregunta con algo de escepticismo—. ¿Vas a... hacer algo?

—¿Podrías dejar de sorprenderte cada vez que abro la boca? Extiendo la mano y le pellizco el brazo.

Ella deja escapar un quejido bajo, pero pronto su sonrisa es todo lo que puedo ver ante mí. Y esta vez sí es una sonrisa real. El alcohol ciertamente hace estragos si de repente hasta ella me parece bonita, dulcificada por el gesto en sus labios. Supongo que tampoco se puede decir que sea fea. Quizá lo que no me guste sea la máscara de indiferencia que se pone, como si fuera invulnerable.

Pero besa bien.

—Naruto... —Mi nombre suena en su voz como si lo degustara, y no es una sensación desagradable. ¿Es la primera vez que lo pronuncia? Me parece que hace una eternidad que no lo oía de labios de nadie con tanta espontaneidad. Qué tontería—. Significa «príncipe de piedra», ¿verdad?

Yo asiento, incapaz de decir nada. Incapaz de entender a dónde quiere llegar. El nombre lo eligió mi madre. Me pregunto si quería que fuera alguien firme como una estatua, inamovible en mis decisiones. Mi padre me diría que lo consiguió, que soy un testarudo, pero que no siempre puedo salirme con la mía.

—Hasta hace un rato habría pensado que te iba como anillo al dedo: un príncipe inalterable como una piedra, sin sentimientos más allá del amor por su propia persona, . —Me llevo una mano a la cara. Ella parece pensativa—. Pero... creo que no es así. Creo que no eres una piedra de verdad. Naruto... —Se me encoge el estómago. Otra vez pronuncia la palabra, con mucho cuidado, haciéndola suya para que deje de resultar extraña—. Creo que podrías ser un buen rey.

Es mi turno de llevarme una sorpresa. De entreabrir los labios, sin saber dónde esconderme, porque me he ruborizado. ¿Me merezco ese voto de confianza? Quizá sí. O quizá estemos equivocados los dos, y el único con dos dedos de frente sea mi padre. A lo mejor Menma es de verdad la única opción y yo soy un tonto jugando a los caballeros para escapar de mis responsabilidades.

—Gracias... —es lo único que se me ocurre contestar, con humildad. No consigo rescatar ninguna broma, ningún comentario soez.

Me ha desarmado.

Aunque hay un segundo lleno de duda y silencio, al final ella me tiende la mano.

—No hemos empezado con muy buen pie, pero... Encantada de conocerte, Naruto del Remolino.

Cojo aire. Cuando la toco, su palma está cálida. Más que la mía, de todas formas, lo que es suficiente para que un escalofrío me baje por la espalda. Se me ha puesto la piel de gallina.

—El placer es mío... Hinata.

Me llevo el dorso a los labios y le beso los nudillos. No despego los ojos de los suyos, pese al tirón en el estómago cuando vuelvo a ver el asomo de su sonrisa.

Tiene que ser el alcohol.