Capítulo 10
Hinata
Tras nuestra improvisada borrachera, Naruto y yo decidimos enterrar el hacha de guerra definitivamente. Supongo que los dos llegamos a la conclusión de que el otro no es tan malo como pensábamos y que, de hecho, no nos disgustamos tanto como nos figurábamos. O quizá fuese el dolor de cabeza y la resaca que nos persiguió durante todo el día siguiente lo que nos consolidó como algo parecido a amigos. El sufrimiento une a las personas, y juro que ese maldito licor nos dio todo el que podíamos soportar. Tuvimos que hacer unos cuantos altos en el camino para poder dejar las entrañas entre algunos árboles. Konohamaru, por supuesto, adoptó el papel de madre, pese a ser el más joven, y nos dijo que no debíamos beber si no sabíamos cuándo parar.
Tuve que darle la razón. No más licores extraños en una buena temporada. Creo que el príncipe estuvo de acuerdo también, aunque intentó alardear de que aquella botella no era lo más fuerte que había probado. Le habría quedado realista de no ser porque apenas terminó la frase cuando se apoyó en un tronco para volver a vomitar.
Tal vez por eso también accedió a comprar unos caballos. Iríamos más rápido y conseguiríamos avanzar en línea recta. Se hizo con dos en el siguiente pueblo de paso: uno para sí y otro para Konohamaru y para mí. No sé si fue peor el remedio que la enfermedad. El galope del caballo se me repitió en la cabeza como una incesante y horrorosa canción durante toda la jornada.
Tras ese desastroso primer día, las cosas fueron a mejor: el pequeño hechicero disfruta de que le cuenten cuentos, así que muchas veces Naruto y yo contamos historias que hemos oído a otros, que nos han contado o hemos leído; al mismo tiempo, ayudamos al príncipe a crearse su propia leyenda. Así, cuando nos encontramos con algún problema en el camino, lo solucionamos, aunque no nos hemos cruzado con ninguna situación verdaderamente heroica: un pueblo cuyo pozo se había secado por un derrumbamiento de piedras que impedía el paso del agua y que ayudamos a arreglar (para lo que provocamos otro derrumbamiento gracias a uno de los hechizos explosivos de Konohamaru... sin haberlo pretendido, claro) o un lobo que atemorizaba otro poblado y que había matado ya varias presas. Al final, descubrimos que no era un lobo, sino una loba que tenía que dar de comer a unos lobeznos. Aunque Naruto insistió en matarla, Konohamaru y yo nos negamos en rotundo y la engañamos para que nos siguiese a la zona más profunda del bosque, lo suficiente para alejarlas del poblado a ella y a sus crías. Admito que fue divertido ver correr al príncipe por delante del animal, maldiciendo en todas las lenguas que conocía, para que no le mordiese su real trasero. El hechicero y yo nos encargamos de los cachorros y los dejamos allí, junto a su madre. Que se encargase de la caza para ellos donde no molestase a nadie.
Si lo pienso ahora, la verdad es que no sonamos muy heroicos. Pero a quién le importa. Los detalles siempre se pueden cambiar si hay hechos. Como mi padre me enseñó, la labia es lo más importante. Así que para la gente del pozo todo había estado estratégicamente preparado y para la del lobo, el animal había quedado bien muerto. El príncipe, cuando realizamos una de estas increíbles y grandiosas misiones que ayudan tantísimo a su reino, se encarga de dejar bien claro su nombre y su amor por el Remolino, y ofrecer sus servicios a aquel que lo necesite. Sobre todo a las muchachas, a quien da servicio por cada poblado que pasamos.
Yo he decidido aprovechar el viaje para recoger material: en cada lugar me dedico a recopilar las plantas u objetos que aparentemente tienen más propiedades o a buscar especialidades locales que pueden ser útiles y no llegan a otros sitios. Ese es mi plan de negocio: ser una exportadora; venderé a otros remedios que de otra manera, por lejanía o precio, no podrían conseguir. Quizá si hubiera habido algo así cuando mi padre vivía, aquella epidemia no habría matado a tanta gente. Algún día viajaré por toda Konohagakure... ¡Qué digo! ¡Por todo el mundo! Y descubriré a la gente de otros reinos lo que otros tienen y de lo que ellos carecen, pero que podría ayudarles. Y entonces demostraré al mundo que las mujeres también podemos hacer grandes cosas. Más importante aún: me demostraré a mí misma que yo puedo hacer grandes cosas. Que soy digna, que merezco vivir mi vida y que... puedo ser importante. Para mí, para la sociedad..., para la gente.
Eso ha sido algo más que resulta extraño de estos días. Creo que mis compañeros me tienen... ¿cariño? Konohamaru nunca se separa de mí y siempre me pide opinión sobre todo. Le gusta dormir cerca de mí, como si así se sintiera protegido, y dice que él será mi galante caballero si alguien quiere hacerme daño. No estoy acostumbrada todavía a sus espontáneos besos en la mejilla o a su manera de sonreírme, pero me gusta. Me hace sentir... querida, como hacía tiempo que no me sentía. Respecto a Naruto, él no me halaga ni me toca (y si me tocase, lo haría en el trasero y no de manera cariñosa, a juzgar por cómo lo he pillado mirándome más de una vez), igual que yo no lo hago con él, pero tenemos una paz firmada por burlas. Nos hemos acostumbrado a ellas y supongo que es más fácil dispararnos palabras que admitir que nuestra impresión es ya distinta a la primera, incluso si no podemos recordar del todo la conversación que tuvimos en la posada. Yo, al menos, no sé con seguridad qué le dije. Le conté mi historia, sí, pero desconozco con qué detalle o con qué palabras. El caso es que desde entonces me siento un poco más... ligera. Nunca lo había compartido con nadie. Nunca había enseñado las heridas, demasiado ocupada en lamérmelas.
Supongo que hasta yo necesito hablar de vez en cuando de aquello que duele.
O, más bien, supongo que iba muy borracha, porque no pienso volver a mencionar el tema. Naruto no ha hecho alusiones tampoco, y no sé si es porque no lo recuerda (eso estaría muy bien) o porque sabe que prefiero no hablar más de ello (lo cual sería muy respetuoso por su parte y tampoco estaría mal).
Traspasamos la frontera del Remolino con Verve en nuestro cuarto día de viaje, y sólo nos restan unos tres días a buen paso para llegar a su capital, Dilay, donde aguarda la Torre que Konohamaru buscaba desde el principio. Imagino que en ese punto nos separaremos, lo cual, después de tantos días pasando todo el rato juntos, casi me apena un poco. Un poco, no demasiado, porque sé que ahí será donde empiece la vida que he estado esperando: en ese lugar dará los primeros pasos mi negocio y después... crecerá. Poco a poco. O eso espero.
De momento, descendemos de nuestras monturas en un claro cuando está empezando a atardecer. Una suave brisa mueve las hojas de los robles de troncos anchos, que se reparten como una medialuna ante una cueva. Da la impresión de ser un buen refugio, sobre todo si se pone a llover, como amenaza el cielo plomizo. Konohamaru parece encantado de desmontar y se acerca a la entrada de la cueva, inspeccionándola con ojos brillantes. —¿Creéis que será la guarida de un animal? ¡Un oso! O un unicornio...
—O un bobo como tú —contrapone Naruto con su habitual encanto—. No hay osos en estas tierras. Y los únicos unicornios que existen están en tu cabeza.
—Los unicornios son reales, para tu información —se queja el niño, molesto por su manera de romper sus ilusiones.
—¿Has visto alguno?
Konohamaru balbucea, como siempre que se pone nervioso:
—No, pero porque sólo se acercan a las doncellas; todo el mundo lo sabe.
—Prueba suficiente —declara el príncipe con una sonrisa burlona—. No creo que haya visto nada más doncellesco que tú en mi vida. Resoplo.
—Es normal que tú no creas en unicornios, príncipe, ni que los vayas a ver nunca: si sólo se acercan a las vírgenes, huirán en dirección contraria con el olor de tu indecencia.
—Oh, habló.
Frunzo el ceño ante la puñalada trapera y le gruño, a lo que él sonríe. A veces también me da ganas de sonreír a mí ante nuestros ataques, pero no lo hago. Si él me viese, me lo estaría recordando el resto de mi existencia, y menudo suplicio sería.
El pequeño hechicero nos ignora, acostumbrado a nuestras discusiones, y se acuclilla en el suelo para inspeccionarlo.
—Hay un montón de piedrecitas por aquí...
Me acerco, intrigada. Tal vez sean algún tipo de material extraño que podría vender también. Una especie de piedra preciosa, quizá. Pero lo cierto es que no lo parecen: sólo son piedrecitas blancas de formas erosionadas. Mientras sopeso algunas en mi mano no puedo evitar mirar hacia atrás, al príncipe que ata a los caballos.
—Eh, mira, príncipe de piedra . —Alzo una mano, enseñándole el botín—. Hemos encontrado a tu familia lejana. El chico pone cara de fastidio.
—Ja, ja. Me alegro de que quieras dedicarte a la compraventa, porque en el humor no tendrías ningún futuro...
Contengo una risita y vuelvo la vista a Konohamaru al oír su voz haciendo eco cuando grita algo a la boca de la cueva. El chiquillo se echa a reír, divertido. Qué fácil es hacerle feliz.
—¿Podemos ir a explorar, Hinata? ¿Podemos? Sonrío ante su emoción.
—Claro. —Me levanto, cogiéndole de la mano—. Quizá encontremos algo interesante. Naruto bosteza a nuestras espaldas.
—Si vamos a hacer noche, iré a buscar leña. Así, de paso, me desintoxico de vuestras tonterías. Konohamaru hincha los mofletes ante su insulto y yo hago un gesto de quitarle importancia, señalando las piedras.
—Le deben de agobiar las reuniones familiares.
El hechicero lanza una carcajada, lo que me arranca una sonrisa un poco más grande, y le revuelvo los cabellos. Me he acostumbrado a ese gesto para mostrar mi aprecio, ya que no me siento cómoda con mucho más contacto. Supongo que se me ha olvidado cómo dar cariño a otras personas o cómo recibirlo.
Los dos nos adentramos en la cueva. Es espaciosa y parece que vaya a conducir directamente a las entrañas de la tierra. De alguna manera me recuerda a la cueva por la que salimos del pasadizo de el Remolino. Parece una eternidad desde entonces y sólo han pasado unos pocos días.
—¡A lo mejor aquí vivió un gran hechicero ermitaño, en otro tiempo! —sugiere Konohamaru, exaltado.
—O quizá sea la entrada a otro mundo —lo apoyo yo. Me gusta cuando empieza a crear historias y demuestra toda la imaginación que vive en su mente de niño.
—¡Eso sería aún mejor! —exclama con deleite—. ¡Podríamos ir a descubrirlo! Algún lugar con edificios altos como las Torres o una ciudad pavimentada de oro... ¡O un reino bajo el agua! Río, encantada con su inocencia. —¿Y habría sirenas en ese reino? Él asiente enérgicamente.
—¡Y carrozas tiradas por caballitos de mar y...!
Pero no termina la frase. Antes de que tenga ocasión, algo lo hace tropezar y caer de narices al suelo. Me sobresalto por el golpe y me apresuro a ayudarlo, preocupada por que se haya hecho daño.
—¿Estás bien? Mira por dónde pisas...
Lo ayudo a levantarse y él se sacude la túnica, bajando la vista a la piedra con la que ha tropezado, más grande que la mayoría. La toma entre las manos, sopesándola, y parece ligera.
—Bueno, no sé si hay un portal a otro mundo, pero me ha hecho ver las estrellas... —ríe, intentando restarle importancia a su caída. Sonrío, pero entonces él gira la piedra entre las manos. Y a los dos se nos congela la sonrisa. Dos cuencas vacías y el hueco de una nariz nos saludan.
Konohamaru suelta la calavera con un grito de horror y yo me apresuro a coger su brazo, tragando saliva. Miro alrededor, a las paredes coloreadas de naranja por la luz del atardecer que se cuela dentro de la cueva. Más adelante, oscuridad. Siento un escalofrío corriendo por mi espalda y comienzo a tirar del hechicero hacia atrás. No me hace ninguna gracia pasar la noche en el lugar en el que murió una persona, no quiero saber cómo ni por qué. Bajo mi pie, algo cruje. Me estremezco. Quizá varias personas.
—Será mejor que busquemos entradas a otros mundos en otra ocasión, Konohamaru. Vámonos de aquí.
Nos acabamos de dar la vuelta cuando lo oímos. Otros crujidos, y no los provocamos nosotros. Suenan a nuestras espaldas, lentos, anunciando otra presencia que camina. Que aplasta huesos bajo ella. Que se acerca. Nos quedamos helados. Todo el color huye de nuestros rostros. El gruñido nos hace reaccionar. Un gruñido gutural que suena desde lo más profundo de la cueva y hace eco por todas sus pareces.
—¡Nos vamos de aquí corriendo!
No doy opción a que Konohamaru proteste. Tiro de él para situarle por delante de mí y lo empujo, a lo que él deja escapar una exclamación pero obedece, echando a correr todo lo rápido que sus pequeñas piernas le permiten.
Entonces el gruñido crece. Y los crujidos crecen. Y cada vez son más.
Algo nos persigue. Prefiero no saber qué es.
La entrada de repente parece estar demasiado lejos, aunque la atisbemos desde aquí. Detrás, ese sonido.
Crac. Crac. Crac. Crac. Crac. Crac.
Corremos; el corazón se nos sale del pecho.
Crac. Crac. Crac. Crac. Crac. Crac.
Konohamaru consigue salir de la cueva. Yo dos pasos después.
Crac. Crac. Crac. Crac. Crac. Crac.
Entonces, el dolor.
Llega como un latigazo en la espalda; algo mucho más fuerte que yo rasga mi vestido y abre heridas en la piel que hacen que no pueda contener un alarido. Me lanza al suelo. Ruedo. La tierra escuece aún más en la herida recién abierta. Jadeo, incorporándome sobre mis rodillas como puedo.
Y lo veo.
Palidezco. El terror paraliza mi cuerpo. Apenas reparo en el grito horrorizado de Konohamaru.
Cuerpo inmenso y bruto como el de un león. Un aguijón afilado digno del más grande de los escorpiones. Rostro humano y deformado con grandes dientes afilados que muestra en un gruñido horrible.
Un ser salido directamente de las pesadillas de los niños y de las historias de miedo de los adultos.
Una mantícora.
