Capítulo 11

Naruto

Podría acostumbrarme a esto.

Podría acostumbrarme a dormir bajo las estrellas, junto al fuego. A escuchar todo el día el trote de los caballos. Incluso la charla insulsa de mis acompañantes parece estos días un poco más entretenida. Y, por supuesto, podría acostumbrarme a los agradecimientos, a la fama y a los gestos de adoración de la gente. Sobre todo si esos gestos implican un cuarto en penumbra, una cama y mucho contacto físico.

Soy un príncipe muy afortunado de tener a un pueblo tan entregado a mi causa.

Observo la pila de ramas bajo mi brazo y decido que ya son suficientes. Aprovechando estos últimos minutos de claridad del día, camino con calma, dando un pequeño rodeo. El suelo está húmedo de lluvia pasada, aunque la tierra mojada apenas puedo verla, ya que los helechos me llegan hasta las rodillas. Parece que no es un sitio muy visitado. Se respira paz. Así es como debería ser la vida, supongo: sin prisas, sin gente a la que no has elegido alrededor, perdido en un vínculo primitivo con la naturaleza, siempre en marcha, siempre viendo cosas nuevas y, a medida que lo haces, sintiendo crecer el hambre de ver todavía más.

Pero, por supuesto, siempre hay algo que rompe esa tranquilidad.

Un rugido.

Un grito.

Hinata.

Dejo caer mi carga y echo a correr. Salto obstáculos, me agacho cuando me acerco a una rama demasiado baja. Sigo el camino que me parece más rápido, aunque esté lleno de barro y parezca hundirse bajo mis pies. No sé en qué momento desenvaino mi espada o cómo consigo orientarme de vuelta al claro entre la espesa masa de árboles. Pero finalmente, tras lo que me parece una eternidad, tras pensar en las mil cosas que pueden estar sucediendo mientras yo trato de alcanzarlos a tiempo para detener los espantosos posibles desenlaces..., llego.

Tengo que haberme equivocado de camino. Es la ocurrencia más ridícula que me viene a la cabeza, pero ha de ser cierto. Algo me ha golpeado en la cabeza y me he quedado inconsciente mientras recogía leña. Algo debe de haber pasado, o el mundo no tendría de pronto tan poco sentido.

Hinata está ahí, sí, y el hechicero también. Él está con su varita en alto, sin moverse, excepto por el temblor que lo recorre de arriba abajo. Ella, por su parte, se encuentra en el suelo, intentando permanecer tan quieta como puede mientras trata de no mirar a los ojos de la criatura que se yergue, enorme en comparación, ante ella.

¿Qué se supone que es eso ?

Maldigo para mis adentros. Quizá las lecciones sobre criaturas mágicas no eran tan inútiles como yo pensaba. Quizá debí haber prestado más atención a todo lo que no eran dragones y sirenas, pero era joven y nada sorprende más a un niño que los seres de las leyendas de caballeros y dibujos de mujeres con los pechos al aire. Supongo que es un buen momento para prometer leerme todos los libros a los que no atendí entonces cuando vuelva a casa. Incluso los que no tenían ilustraciones.

Si es que queda alguna parte de mí que pueda volver al castillo, claro. Sea como sea, decido que tengo que hacer algo, aunque el plan no incluye qué. ¿Distraer la atención de la bestia? Sopeso la empuñadura de mi espada con ambas manos. La criatura se zampará a cualquiera de los dos de un bocado si no actúo rápido. En realidad, podría metérselos a los dos en la boca sin mucha dificultad.

Céntrate, Naruto el Distraído.

—¡Eh, bichejo! —Mi propio grito me deja la garganta en carne viva, pero al menos consigo que la atención de... lo que sea que sea eso. Una cara humana, repugnante, enmarcada por pelo de animal, me devuelve la mirada—. ¿Por qué no te metes con alguien de tu tamaño?

Teóricamente, tendría que haber dos como yo para considerarme aproximado siquiera a su envergadura. En la práctica, sin embargo, yo soy más alto que mis compañeros, así que tendré que sacrificarme por el bien de la gloria. Trago saliva. El monstruo se vuelve hacia mí con una sonrisa de al menos tres hileras de dientes. Se relame, con su cuerpo tenso, y salta sobre mí.

No hay mucha diferencia entre esto y luchar con cualquier otro guerrero. Como uno que se mueve a cuatro patas, claro, con una cola que bien podría ser una espada. El aguijón me resulta especialmente turbador y rezo para que no tenga veneno cuando me aparto por muy poco de su trayectoria. Lanza dentelladas para triturar carne y huesos. Me mantiene en constante movimiento, como si supiera cómo cansar a sus presas. Es más peludo y definitivamente más grande y temible que yo. Descubro que tiene las garras afiladas como cuchillos cuando lanza un zarpazo a mi brazo que destroza una de mis mangas, si bien sólo me hace un rasguño.

Pero por lo demás, sí, es como luchar con cualquier otro guerrero. No sé cuánto tiempo mantenemos los ojos fijos en el otro, avanzando y retrocediendo, atacando y defendiéndonos y, en mi caso, puede que también huyendo. Cuando me quiero dar cuenta, el pelo se me pega a la frente perlada de sudor y los brazos empiezan a resentírseme. No me atrevo a buscar con la mirada a Hinata y a Konohamaru, a asegurarme de que están a salvo; supongo que no puede pasarles nada malo mientras yo siga esforzándome por mantener entretenido al animal. Lo más sensato para ellos sería huir y, aunque una parte de mi mente los maldeciría por haberse atrevido a hacer tal cosa, otra (una parte que, la verdad, no sabía que existiera) insiste en que es mejor si alguien sale con vida de esta.

Es una pena que mis compañeros no piensen lo mismo.

Hay un silbido, un sonido agudo, que desconcentra a mi contrincante más que a mí. Cuando gira la cabeza, lanzo una estocada que quizá de otra manera no lo habría alcanzado y consigo cortar la piel de su rostro, justo encima de su ojo izquierdo. No es una herida profunda y lo sé, pero la sangre que mana de ella es suficiente para cegarlo... y ponerlo todavía más furioso. Sus dentelladas al aire me obligan a retroceder, mientras se mueve violentamente a uno y otro lado, tratando de aceptar que ahora tiene una visión parcial de lo que pasa alrededor. Aprovechando su confusión, me deslizo fuera de su alcance con cuidado, tratando de hacer el mínimo ruido posible.

—¡Príncipe! —Obviamente, esta chica no sabe lo que es la discreción, y por eso soy yo el que tiene la espada—. ¡Tenemos que atraerlo hacia la cueva!

Estoy seguro de que eso suena más fácil de lo que es. Y de todas formas, ¿por qué no grita más? ¿Por qué no le pide a esa cosa que la mate directamente? Gruño. Al menos, por la forma en que se ha fijado en ella, sabemos que los sonidos fuertes son una buena distracción.

Pero no lo suficiente. Al parecer, los monstruos tienen una especie de sentido de la venganza, y quizá por eso termina por volverse hacia mí. Si no fuera imposible, juraría que me mira con odio. Algo me dice que lo que habíamos hecho hasta ahora era jugar para él.

Su cola es un borrón cuando viene a por mí, y yo tengo que lanzarme al suelo y rodar para poder esquivarla. Soy rápido, y casi sentiría satisfacción por ello de no ser porque, anticipándose a mis movimientos, o quizá demostrándome quién es el veloz de los dos, su garra se clava en mi brazo. Grito (o creo que grito) en un mundo que amenaza con volverse borroso. Lanzo un rodillazo casi a ciegas, con todas mis fuerzas, y le cierro la boca que dirigía hacia mí al golpearle el mentón.

No estoy seguro de lo que pasa después, mientras yo intento sobreponerme al dolor y lucho mi propia batalla contra la inconsciencia. Sé que el cuerpo de la bestia se revuelve cerca de mí y que deja escapar un rugido que me deja la piel de gallina y un pitido sordo en los oídos. Oigo el grito de Hinata, un quejido y el sonido de un cuerpo cayendo al suelo. ¿Le ha dado con el aguijón? Un rápido vistazo es suficiente para imaginarme lo que ha ocurrido: la daga de mi compañera está clavada hondamente en la cola, inutilizándole la punta venenosa, de la que se escapan unas gotas de un líquido ambarino.

Quiero ayudar a la muchacha, pero apenas he logrado sentarme todavía y la cabeza me sigue dando vueltas. El dolor ha dado paso a punzadas seguidas de un bienvenido entumecimiento y el brazo no me responde.

Me alegro de que no sea el que uso para blandir la espada.

—¡Ven aquí! ¡Vamos!

Konohamaru está en la entrada a la cueva, la guarida de la criatura. Tiene pequeñas piedras en la mano y las arroja hacia nuestro enemigo con una puntería envidiable. Una de ellas le da en la cara, justo en la herida que yo le he abierto, la cual todavía no ha parado de sangrar, cosa que confunde al engendro y lo lanza hacia él. Al parecer, todos en este grupo somos unos estúpidos insensatos.

—¡Konohamaru! —Hinata y yo gritamos a la vez. Nos miramos un instante, pero ella apenas puede erguirse y yo ya estoy en pie. Echo a correr, trastabillando. Sólo necesito unos segundos para llegar a la entrada de la cueva.

Dentro apenas hay luz. El sol ya nos ha abandonado y nuestros ojos se han ido adaptando a la noche, pero por un momento me siento ciego e inútil. Sin embargo, pronto las siluetas empiezan a delinearse: una se mueve con rapidez, escalando por la pared. La túnica azul de Konohamaru es casi luminosa en comparación con las sombras. Está intentando alcanzar un saliente en la roca. Por debajo de él, aunque estirándose, saltando y demasiado cerca de atraparlo, está su perseguidor.

Tomo una piedra del suelo. O puede que no sea una piedra. Prefiero no pensar en ello y, en cambio, la lanzo.

Por supuesto, no alcanzo mi objetivo. Importa bien poco: al oír el repiqueteo justo encima de su cabeza, sobre la pared de roca, el bicho se gira. Durante un instante veo su duda: el humano tierno está sobre su cabeza, fuera de su alcance; el otro, apuesto pero probablemente con menos carne aprovechable y más músculo, el mismo que le abrió un corte en su bonita cara, se ofrece con los brazos abiertos ante él.

Corre hacia mí. Se tensa. Salta. Cae. Me aplasta bajo sus patas, golpeando todo el aire fuera de mis pulmones.

Sus dientes se clavan en mi hombro izquierdo, destrozándome. Parecen abrirme, triturarme, cortarme, deshacerme en la niebla que se posa sobre mis ojos. Es mil veces peor que lo que haya sufrido nunca, pero todavía es peor cuando los arranca de mí y gruñe. Cuando veo mi propia sangre derramarse de su boca, mezclada con su saliva. Me cae, cálida, sobre la cara, sobre los labios y las mejillas como lágrimas.

Pero yo no soy el único herido. La cabeza empieza a írseme cuando el peso muerto de la bestia cae sobre mí. Una de sus patas golpea mi hombro herido y me hace gritar como nunca lo había hecho, desgarrándome la garganta. La empuñadura de la espada se me está clavando en el estómago, aunque su filo atraviesa ahora al monstruo de lado a lado. Si no hubiera saltado sobre mí, cegado por la ira, quizá me habría ganado.

Cierro los ojos.

No te desmayes. Eso no sería para nada principesco.

Bueno, no creo que morir desangrado sea tampoco algo tan heroico como para dejarlo escrito en una balada.

Abro los ojos de nuevo. Una sombra se retuerce a mi lado y me saca a la criatura de encima. Gimo. A la mierda. Quiero desmayarme. Todo sería mucho más fácil si arrastraran mi cuerpo fuera de aquí sin que yo tuviera que notarlo.

—¿Es que estás loco? ¡Podría haberte matado!

Estoy demasiado cansado para contestar con el mismo ímpetu con el que Hinata me grita. De nada. Ha sido un placer ponerme en peligro para salvarte el culo.

—¡Y tú! —La oigo gritar. Se ha vuelto, y probablemente mire al joven que debe de estar acercándosenos—. ¡Cómo se te ocurre entrar en la cueva! ¡Se suponía que sólo tenía que entrar la mantícora, no vosotros dos! ¡Tenéis que hacerme más caso o este viaje acabará con todos! Ella sí que acabará con nosotros. Su voz disuelve mis pensamientos en remolinos de bruma. Lo veo todo en rojo y negro.

—¿Puedes dejar los gritos para cuando no esté desangrándome en el suelo?

Mi voz ha salido, ronca y baja, pero real. Hinata se vuelve hacia mí con las manos en las caderas. Creo que se inclina sobre mí. Aún me debe un beso. Si me voy a morir, estaría bien tener un último recuerdo bonito. Ni siquiera tiene que ser «bonito». Apasionado estaría bien. Seguro que si se lo pido se le ocurre algo.

—¡Tú solito te lo has buscado! —me dice.

Sonrío como un tonto, y creo que es que he perdido demasiada sangre. Ella no se da cuenta, porque se ha girado y luego parece demasiado ocupada en ayudarme a levantarme, algo a lo que no dedico especial esfuerzo. Me vuelve a hablar, a gritar, pero yo no soy consciente de lo que dice. ¿Algo sobre una leyenda? Me sacan de la cueva, aunque a mí me pesan los párpados. Creo que los cerraré un segundo. La verdad es que cuando está preocupada chilla más que de costumbre. Me doy cuenta de que no sé de dónde viene esa idea, pero es un poco reconfortante, aunque tampoco estoy seguro de por qué. —... poco vale que des muerte a un monstruo horrible de manera valiente si al final casi no puedes ni contarlo.

No digo nada. Mis fuerzas se concentran en recordar cómo poner un pie delante del otro. Y en no pensar en la sangre que me corre por la camisa.

—Iremos al pueblo más cercano y pediremos ayuda allí —concluye. No soy capaz de recordar si ha dicho algo por el medio. Konohamaru me suelta de un lado y yo trato de mantenerme erguido. Resulta más difícil de lo que se supone que es normalmente. Creo que voy a vomitar.

Bueno, tienes que admitir que eso ha sido muy heroico. Se contarán historias sobre esta hazaña dentro de cien años.

—Ha sido una completa locura. —Doy un respingo y abro los ojos. Hinata me observa. ¿He hablado en voz alta?—. Tienes que volver a el Remolino para ser rey, así que de poco servirá tu aventurilla si te matan en medio de tu búsqueda de fama y nombre. Apoyo la cabeza en su hombro. Temo que me dé una bofetada, pero me deja estar. Lo agradezco.

—Si no te conociera, diría que estás preocupada por tu príncipe.

—Sería problemático que me relacionasen con más de un cadáver —me dice.

Su respuesta no me parece tan cortante como ella pretende. Sonrío, sin saber de dónde saco las fuerzas para un gesto que requiere tantos músculos participando a la vez. La verdad es que puede ser bastante amable, incluso cuando no está borracha. Y su cuerpo, en el que me apoyo, es bastante cálido. Suspiro.

Debe de ser que me estoy muriendo.