Capítulo 12
Hinata
Naruto se desmaya en algún momento del camino hasta el nuevo poblado y yo estoy a punto de tener varios ataques al corazón en el tiempo que tarda en aparecer el hechicero que hacemos llamar una vez llegados a la primera posada que encontramos. Me tacho de idiota cien veces o más por permitirme preocuparme tanto por ese estúpido con ínfulas de héroe al que no se le ocurrió otra cosa mejor que, oh, brillante idea, meterse en una cueva a oscuras con un bicho tres veces mayor que él y permitir que le saltase encima para clavarle su estúpida espada. Para colmo, le ha salido bien. Si vive para contarlo, estará repitiéndome su hazaña hasta el día en que los dos nos muramos. Es más, nos separaremos, no sabremos más de la vida del otro y, una vez al mes, me llegarán cartas suyas allá donde esté diciendo: «Eh, plebeya, ¿recuerdas cuando maté a aquella mantícora? Fue increíble».
Quiero que viva sólo para poder matarlo yo misma con mis propias manos.
Konohamaru intenta que me tranquilice varias veces mientras doy vueltas por la sala común de la posada hasta que lo envío castigado a su cuarto. Después de todo, el primero que se metió en la cueva llamando la atención de la bestia fue él. ¿A quién se le ocurre? Pero ¿es que no viajo ni con una persona con un mínimo de sensatez?
Al fin, tras una tardanza que me parece imperdonable, un hombre con aire despistado entra en la posada y se identifica como el curandero que han hecho llamar. Como tengo que liberar la tensión de alguna manera, le canto las cuarenta y las cincuenta mientras le guío escaleras arriba hasta el cuarto en el que hemos acomodado al príncipe, que sigue durmiendo en su cama. El pobre señor acepta el chaparrón que le cae con profesionalidad, supongo que adivinando que estoy pasando por un momento de histeria.
Maldito Naruto del Remolino. Siempre he sido una mujer tranquila.
Voy a matarlo de verdad.
Cuando entramos en el cuarto, él sigue en la misma posición en la que le dejamos nada más llegar: le hemos quitado la camisa y vendado su herida como hemos podido, con ayuda de los dueños de la posada, pero poco más hemos podido hacer por él, aparte de dejar un paño fresco en su frente. Konohamaru le dio una poción para calmar el dolor que no sé si ha funcionado, porque sigue tan inconsciente como cuando llegamos. Ahora las vendas se hallan empapadas de sangre y me parece que está aún más pálido que antes. Mortecinamente pálido. Intento no pensarlo y le hago un gesto apremiante al hombre para que haga su trabajo.
Yo espero sentada en el borde de la cama. En mis manos juego con la bolsa de tela que guarda mis ahorros. Me he tenido que desprender de algunos para pagar las habitaciones de todos y seguro que tendré que deshacerme de varias monedas más para pagar al hechicero. Estúpido, estúpido Naruto. ¿Cómo se atreve a dejarse herir? Ahora tengo que gastarme el dinero en él. Eso es. Estoy enfadada y preocupada por mis ahorros, no por él.
No me lo creo ni yo. Ni siquiera me importaría darle la bolsa entera a ese dichoso sanador si así me asegurase de que el príncipe fuera a volver a abrir los ojos y a meterse conmigo por estar preocupada por él. Porque, oh, si me viese en este estado se metería mucho conmigo.
Intento respirar hondo varias veces, por el bien de mi orgullo. Después no puedo evitar preguntarme por qué me importa tanto, aunque sé la respuesta: me cae bien. Supongo que hemos establecido algún tipo de relación en esta semana. Una… amistad, si se le puede llamar así a este tira y afloja que es nuestro día a día. Puede que nos burlemos todo el rato del otro, pero tanto él como Konohamaru son las primeras personas en mucho tiempo con las que puedo… estar tranquila. Olvidarme un poco de todo lo que he dejado atrás. Son las primeras personas en demasiados años que son buenas conmigo.
Incluso cuando el príncipe es un imbécil integral. Suspiro. Ahora que los nervios empiezan a rebajar su presión me siento muy cansada y, sobre todo, me siento dolorida. Estando tensa, demasiado preocupada por Naruto, no me he permitido pensar ni un segundo en mí misma, pero ahora que me relajo un poco puedo sentir el escozor en mi espalda, producto de las heridas que las garras de ese bicho me provocaron. Intento mirar por encima de mi hombro. El vestido está destrozado en esa zona y sé que las heridas abiertas piden atención, pero las obvio. Son rasguños. Sopeso de nuevo el saquito del dinero entre mis dedos. No vale la pena pedirle al hechicero que me cure a mí también. Tengo que ahorrar, y mis heridas se curarán tras lavarlas un poco y vendarlas para que no se infecten. Será suficiente. Además, ahora tendré que comprarme otra ropa: no puedo seguir yendo con este vestido, ya no tiene arreglo. Me paso una mano por la cara. Puedo ver el dinero desapareciendo delante de mis narices.
—Se recuperará.
Doy un respingo y alzo la vista hacia el hechicero, que en ese momento se yergue. Echo un vistazo rápido a un Naruto que respira de manera profunda, dormido. La herida en su hombro parece cerrada, aunque ha dejado tras de sí una fea cicatriz.
—Habéis tenido suerte de que no le clavase el aguijón: el veneno de mantícora es muy peligroso, pero no tienen en los dientes. He cerrado la herida; que descanse esta noche y quizá mañana esté como nuevo.
—¿Quizá? —le gruño. El hombre ríe con algo de nerviosismo ante mi mirada iracunda.
—Hay personas que tardan más en recuperarse; otras, menos. Pero está fuera de peligro.
—De acuerdo.
Abro el saquito con las monedas y dejo las que me pide en su mano. Está a punto de irse cuando le detengo.
—No sois un Maestro, ¿verdad? —se me ocurre preguntar, aunque sé que es una idea estúpida. El hombre parpadea, incrédulo.
—Si fuera un Maestro, no me ganaría la vida trabajando como sanador por unas monedas; daría clase en la Torre, como todos los Maestros. Pero no estáis muy lejos. Si seguís el camino y contáis con montura, estaréis allí en dos días. Tres, a lo sumo.
Asiento de nuevo y agacho la cabeza.
—Gracias.
El hombre responde a mi inclinación y se marcha. Tras el chasquido de la puerta al cerrarse, otro sonido llena la estancia:
—Estás deseando deshacerte de nosotros, ¿eh…?
Me giro tan rápido que mi espalda se queja por el movimiento. Naruto tiene una sonrisa burlona cruzando su cara de idiota. Los Elementos han querido ponerme a este hombre en el camino para torturarme y enseñarme que mi vida hasta ahora era incluso amable. «Esto es lo que tienes que aguantar por haber escapado de lo que nosotros habíamos decidido para ti», parecen decirme.
—Es cierto, pero es por pura estadística: en todos mis años nunca había estado en tantas situaciones capaces de acabar con mi vida en un lapso de tiempo tan breve entre ellas. Al menos en la calle podía pasar un mes, más o menos, entre un peligro de muerte y otro.
Naruto cierra los ojos, aunque la comisura de su labio sigue alzada en ese gesto socarrón que suele esbozar. Yo intento contener la ansiedad, que me obligaría a decirle que mantuviese los ojos abiertos para tranquilizarme. Sé que está curado y fuera de peligro, pero no soporto no verlo completamente despejado. Me encuentro temiendo que vuelva a desmayarse.
—¿No te parece que eso es…? —susurra. Se interrumpe a sí mismo—. No, da igual.
¿El príncipe que siempre cree llevar la razón está auto corrigiéndose? Oh, sin duda lo que fuese a decir tiene que ser interesante. Eso o una completa locura. Aunque no deja de decir locuras a todas horas, así que no sé si puede sorprenderme de verdad.
—¿Qué? —lo insto.
—Te parecerá una tontería, pero… a mí me gusta la sensación —murmura con voz todavía débil. Me pregunto si está delirando. Tengo que acercarme un poco más a él para poder oírlo mejor—. ¿No es… emocionante? Estar todo el tiempo en movimiento, despertarte en un lugar, pero no saber dónde te encontrarás cuando acabe el día… El peligro, incluso…
—Oh, estupendo —declaro yo, con evidente burla—. Tenemos como príncipe a un masoquista, como temía. Del Remolino vivirá tranquilo durante muchos, muchísimos años. Hasta que a su rey le parezca que es interesante, no sé, llamar a dragones, a ver si destruyen la ciudad, porque sería muy emocionante ver cómo queda después de arder. Consigo arrancarle una risa que me obliga a sonreír un poco a mí también. Lo disimulo cuando él vuelve a abrir los ojos, recobrando mi expresión seria de siempre.
—Te parecen los caprichos de un príncipe, ¿no? Me desarma un poco verle tan débil. El sudor perla su frente y aún está blanco como la cera. Aunque sé que ya no hay herida abierta, me sigue mareando el color rojo de las sábanas que lo rodean.
—En realidad, no —confieso—. Creo que tienes razón.
Y lo creo de verdad. Me gusta viajar. Me gusta descubrir el mundo. Era mi plan inicial y está siendo incluso mejor de lo que nunca hubiera imaginado. Y todavía queda tanto ahí fuera… No puedo evitar sentir expectación ante qué será lo siguiente que nos encontremos. Hemos estado viendo mucho. Bosques profundos a los que casi no llegaba la luz del sol, prados llenos de flores tan bonitas que parecía imposible que no viviesen en una primavera constante, animales que nunca habíamos observado. Por todos los Elementos: esta tarde nos hemos enfrentado a una mantícora. Una vez leí que los cazadores de monstruos se vuelven locos intentando encontrarlas y cazarlas porque son…
Doy un respingo.
Valiosas. Son valiosas.
Las mantícoras son muy valiosas.
Miro mi bolsa de monedas, casi vacía, y la idea llega rápida a mi cabeza.
—¿He oído bien? —pregunta Naruto, sacándome de mis pensamientos. Lo observo, sin saber de qué está hablando—. ¿Estás de acuerdo conmigo ? El día te ha afectado más de lo que esperaba…
De hecho, es posible que sí me haya afectado, aunque no pienso confesárselo.
—Es sólo por lástima. Estás herido y me compadezco de ti. En realidad, me sigues pareciendo tan estúpido como el primer momento, tranquilo. O todavía más, porque no sé a quién en su sano juicio se le ocurriría hacer lo que tú has hecho.
—¿Ser increíblemente valiente y fuerte, capaz de matar a ese bicho con mi gran ingenio?
—Sabía que tendría que soportar el sonido de tu voz queriéndote más de lo habitual si volvías a abrir los ojos. El príncipe cabecea, divertido, y yo pongo los ojos en blanco, levantándome. Acomodo las sábanas sobre su cuerpo y él me sobresalta al agarrarme la muñeca.
—Estás herida. ¿Por qué no le has dicho al hechicero que te curase a ti también?
—No puedo malgastar. Son sólo unos rasguños. Los curaré sin necesidad de magia.
—Eso es una tontería. Más de lo que estás habituada a soltar por esa boquita tuya, de hecho. —Sus ojos echan una ojeada por la habitación hasta encontrar sus pertenencias, que hemos dejado en una silla junto a su camisa destrozada—. Ahí está mi bolsa: coge lo que hayas gastado en mí y cúrate.
Aunque fui yo la que le dije que sería él quien costease el viaje, de pronto me siento incómoda ante la idea de que quiera ocuparse de todos los gastos. ¿No he dicho siempre que no quería estar nunca más a la sombra de un hombre? Eso debería incluir tener independencia económica, poder procurarme mis propias cosas. Además, no quiero que me devuelva lo que he invertido en él. Está bien gastado. Era necesario. Es cierto que estaba ahorrando hasta llegar a Dilay, para tener unos ingresos iniciales con los que comenzar el negocio, pero ya sólo quedan un par de días hasta la capital, donde pensaba hacer mis primeros movimientos. ¿Y después de la Torre qué se supone que va a pasar? ¿Vamos a acompañar de vuelta a Konohamaru a Dione o cada uno tomará su camino desde ese momento? No creo que debamos dejarlo solo para el camino de vuelta…
—No te preocupes. —Me suelto de su agarre con suavidad—. Tengo un plan para volver a ganar dinero y así recuperar algo de liquidez. Tú mismo no puedes tener dinero ilimitado, ¿no es cierto? No lo niega.
—¿Y cuál es ese maravilloso plan? Ignoro la burla implícita en su tono.
—Voy a volver a donde la mantícora. —Naruto separa los labios, con los ojos muy abiertos, en un gesto de incredulidad—. Y no, no te estoy pidiendo permiso, antes de que me digas que no puedo hacer eso.
—¡Pero es que no puedes hacer eso!
—Puedo y lo voy a hacer. La mantícora es muy aprovechable: se llegan a pagar grandes cantidades por su cuerpo. Su veneno, su pelo, su piel, sus garras… Es un gran material. Iré, traeré todo lo que pueda empeñar y lo venderé en cuanto lleguemos a Dilay.
—¿Y qué pasa si hay una señora mantícora que quiere vengarse de la cruenta muerte de su señor mantícora, con gemelos mantícora recién nacidos? O un oso. O puede que hasta un unicornio, como decía el enano.
—Me parece que no soy la única con facilidad para la histeria—. ¡Y estás herida!
Me preparo para comenzar una discusión con él cuando me doy cuenta de que, en realidad, es mucho más sencillo. No somos tan diferentes. Igual que él tiene que saber que me preocupo por él, pero que no lo voy a decir, él está evidentemente preocupado por mí, pero su orgullo no le permitirá admitir que le importa el bienestar de una simple plebeya.
—Si no te conociera, diría que estás preocupado —rebato, utilizando en su contra las mismas palabras que él me dijo cuando lo sostenía entre mis brazos. Por supuesto, Naruto del Remolino se muestra digno ante la acusación.
—Tonterías —masculla—. Pero aún no he amortizado lo que he gastado en vosotros estos días. Si os murierais ahora, sería un fastidio. —Hace un ademán cargado de aparente indiferencia y se tapa, dándome la espalda—. Haz lo que quieras. No puedo contener la sonrisa. Qué fácil ha sido.
—Que descanses. Dejo a un príncipe sano y salvo maldiciendo en su cama cuando me marcho
Efectivamente, volví al lugar donde la mantícora yacía muerta y no me pasó nada. Mentiría si dijera que no dudé al ver el cadáver o que no me costó cortar su inmensa mata de pelo o arrancarle las garras, una a una. Pero lo hice. Después, me encargué de exprimir todo el veneno que logré sacar de su malherido aguijón, que corté no sin esfuerzo. Aunque mi plan era arrebatarle hasta la piel, finalmente la dejé. No tuve el estómago suficiente para hacerlo, y habría estado toda la noche, sola y con mi puñal como única herramienta. Así que preparé las alforjas con lo que había conseguido y volví. A la mañana siguiente, gasté unas pocas monedas más, quedándome con una miseria de dinero, en conseguirme ropa nueva: un corpiño, una camisa y unas calzas, abrigosas y mucho más cómodas para cabalgar y continuar el viaje que el vestido. Tardé en acostumbrarme a ellas cuando me las puse, demasiado confortable con las faldas largas que he llevado toda mi vida. En cierto modo, la forma en que se me pegaban a las piernas me hacía sentir descubierta, casi desnuda. Mereció la pena, no obstante, sólo por contemplar la cara de Naruto con la boca abierta cuando me vio regresar a la posada con mi nueva indumentaria.
—¿Qué pasa? —le pregunté, molesta ante su escrutinio lleno de incredulidad.
Él balbuceó algo, mirándome las piernas. Supongo que esperaba que me dijera qué hacía atreviéndome a vestir como un hombre, por eso me pilló por sorpresa que me rodease… para mirarme desde atrás.
—Vas a ir delante todo el camino, ¿verdad, Hinata? No quiero perderme este paisaje.
Enrojecí por la sorpresa, dándome la vuelta. El príncipe puso expresión de cachorro hambriento y abandonado.
—Voy a tomarme esto como que estás afectado por el ataque de ayer, príncipe.
—¡Y yo voy a tomarme esas calzas como una prueba de los Elementos en mi camino! ¡No puedes ir así vestida y esperar que me quede tan tranquilo! A no ser que no quieras que me quede tan tranquilo. —Sonrió, con los ojos brillantes—. ¿Es eso? ¿Quieres…?
—¡Ni por todo el oro de Konohagakure!
Las calzas han sido un tema habitual en los dos días siguientes de viaje, y la verdad es que en el fondo es divertido ver cómo Naruto pierde el hilo de una conversación con un meneo de caderas por mi parte. En ocasiones, hasta Konohamaru se aprovecha de su debilidad señalándole mis piernas para que el príncipe deje de meterse con él, y yo lo permito. Hasta ahora, el deseo de un hombre sobre mí sólo podía significar… algo negativo, porque estaba obligada a saciarlo. Pero ya no es así. Ahora soy libre con mi cuerpo y no tengo por qué cumplir con todo aquel que me desee. Por otra parte, no es que el príncipe me mire con deseo a mí o a mi trasero: es que miraría así a cualquier chica con mi misma prenda. Tiene un problema serio con las mujeres y empiezo a asumir que, para él, un par de pechos es la peor droga que le puedan poner delante.
Llegamos a Dilay, capital de Verve y del comercio de Konohagakure, cuando ya es noche cerrada. Decidimos irnos a dormir en la primera posada que encontramos y acercarnos tanto a la Torre como al mercado por la mañana: estamos cansados y, además, no son horas de interrumpir a nadie. Así pues, a primera hora estamos todos en pie.
—Vosotros podéis ir a la Torre —les sugiero— mientras yo estoy en el mercado. Me ocuparé de vender el material y os daré alcance.
—¿No quieres que te acompañemos, Hinata? —pregunta Konohamaru. Niego con la cabeza.
—Mi padre siempre decía que los negocios es mejor que los haga una sola persona. Si otros presionan u observan, parecerá que necesitas ayuda y que tu producto no se vende por sí solo. No me pasa desapercibida la mirada de arriba abajo que me lanza Naruto. —¿Qué demonios estás pensando ahora mismo, piedrecita?
—Que siempre que lleves esa ropa, tu producto se venderá por sí solo.
—Coge del brazo a Konohamaru y tira de él—. Vamos, enano. A la Torre.
Frunzo el ceño, mirándoles marchar. Aunque sé que no era su intención molestarme, el comentario no me ha hecho ninguna gracia. Me miro. ¿Es eso lo que piensa? ¿Que sólo puedo conseguirlo por mi cuerpo? No es así. Podría vender el material con los harapos menos favorecedores del mundo si quisiera. O eso quiero creer. Lo cierto es que aún no he vendido nada, después de todo. Comienzo a dudar y resoplo. ¿Por qué tiene que estropearlo siempre con sus comentarios? Soy suficiente. Soy algo más que mis curvas. Intento apartar de mi cabeza la voz de Toneri, que me dice que en realidad no lo soy.
Respiro hondo y me encamino hacia el mercado. La zona comercial de Dilay es todo lo que cualquier mercader podría desear: una gran calle llena de puestos y más puestos hasta donde alcanza la vista. Los más famosos se disponen alrededor de la plaza principal de la ciudad. Se oyen los gritos, la algarabía de la gente que pretende vender sus productos, el caos de conversaciones cruzadas, el olor a alimentos exóticos y los colores de las telas más bonitas que se puedan concebir. Los toldos que cubren a los comerciantes del sol de la mañana tienen tonalidades desvaídas por el clima. Yo me dirijo a la plaza, examinando a mi alrededor. Tengo que encontrar el establecimiento más famoso que se dedique a la venta de material animal. El que tenga más clientes. El que tenga, por tanto, mejor fama. El que produzca más dinero.
Lo encuentro rápido gracias a todos los clientes bien vestidos, claramente más pudientes que los campesinos, que se amontonan alrededor de un tenderete. Me abro paso no sin cierta dificultad entre cuerpos bañados en perfume y sudor, con cuidado de no pisar los dobladillos de los vestidos de las damas. Algunos hombres me permiten el paso; otros se quejan por mi descaro. El encargado de la tienda (que incluso necesita ayuda de un par de personas más para afrontar la demanda) es un hombre regordete y bien vestido que anuncia en voz alta todos sus precios y los materiales de los que dispone su tienda. Escamas de tritón, pelaje de hipogrifo, plumas de arpía… Me pregunto cuántas de esas cosas serán de verdad y cuántas simples falsificaciones. Y cómo la gente las diferenciará, porque las escamas de tritón podrían ser las de un pez y las plumas de arpía podrían haber pertenecido a un águila. Aun así, la fama debe de preceder el negocio, y sé por qué: el mercader cumple todos los consejos de mi padre; ofrece precios competitivos (justos, al menos, aunque sean altos, teniendo en cuenta el material que vende) y sabe qué palabras usar con cada cliente dubitativo, que al final termina tendiéndole las monedas por aquello que él consigue meterle por los ojos. No puedo evitar que un escalofrío de excitación me recorra el cuerpo.
Hora de actuar.
—¿Qué hay de partes de mantícora? —Alzo la voz para que el hombre me escuche, poniéndome frente a él—. ¿Tenéis?
El mercader me observa, al principio con una sonrisa que sin embargo se le congela en los labios al verme. Mis ropas no son tan refinadas como las del resto y supongo que debe de pensar que sólo soy una chiquilla. Yo ladeo la cabeza, fingiendo no darme cuenta de sus prejuicios. Agarro con fuerza la alforja en la que guardo las partes de la mantícora, preparándome para el momento en que sea mejor sacarlas.
—¿Mantícora, muchacha? Eso es extremadamente difícil de conseguir. Ni los cazadores de monstruos más diestros saben dónde se esconden y son capaces de matarlas…
—Así que su precio sería elevado —deduzco, con una sonrisa que espero que le parezca encantadora—. ¿No?
—Sí —admite el hombre, sin relajar su expresión—. No creo que pudieras permitírtelo.
—¿Y vos? —rebato, sin mostrarme ofendida—. ¿Podríais permitíroslo? Es él quien se ofende. Se agarra su barrigota y me observa con expresión altanera.
—Por supuesto.
—Sería útil tener material de mantícora para vuestro negocio, ¿no es cierto? Seguro que conseguiríais una buena suma de dinero, sobre todo si es un material tan extraño y demandado… El mercader arruga algo más el entrecejo.
—A cualquier comerciante le vendrían bien objetos de tan alto valor, sin duda. Pero, muchacha, estoy trabajando. Si te vas a limitar a hacer preguntas estúpidas y no a comprar, será mejor que te marches.
Hago como que no le he oído, cogiendo distraídamente un collar de coral que anuncian que ha sido fabricado por sirenas.
—Si tuvierais, digamos, el cabello de una mantícora con el que hacer capas abrigosas o sus garras, para fabricar armas afiladas… ¿A qué precio se venderían en vuestro comercio?
—Ya te he dicho, muchacha…
—Sí, sí. No podría permitírmelo. Pero ¿a qué precio?
—Dependería de la cantidad de pelo —repone él con cierto cansancio. Pero la gente nos está mirando, así que tiene que dar la imagen de persona atenta, por supuesto. La imagen también lo es todo en el mundo de los negocios—, pero se cobran unas veinticinco monedas de oro por él. Las garras, treinta si están completas.
—Vaya, una gran cantidad… ¿Y veneno de mantícora? Dicen que es inestimable, por lo letal que resulta, y muy querido por los hechiceros, por todas las pócimas que se pueden preparar con él…
—Se llegan a pagar cantidades muy altas, así es —responde rápidamente. Empieza a exasperarse—. Su precio más barato son cincuenta monedas…, más o menos. ¿A qué viene todo esto, muchacha? Este es mi momento:
Sonrío con falsa dulzura y me saco el zurrón. Aparto con el brazo varios de los productos que se ofrecen en la mesa y dejo caer todas las partes de la mantícora sobre la tabla de madera. El revuelo no se hace esperar. Los nobles que han estado escuchando murmuran a mis espaldas y la expresión del comerciante vale su peso en oro mientras observa todo lo que le ofrezco, aunque yo me voy a contentar con menos dinero:
—Os lo dejo todo por cien monedas de oro. —Amplío mi sonrisa—.Cinco menos de las que vos habéis pedido… ¿No os parece un gran precio?
El hombre balbucea:
—¿De dónde has sacado todo esto?
—¿No es evidente? De una mantícora. Adelante, revisadlo si queréis: es todo verdadero. Creedme, costó lo suyo conseguirlo.
El comerciante se lanza a por las partes sin pensarlo. Revisa el pelo, comprueba las garras, huele el veneno. Me mira asombrado, incrédulo, y yo mantengo la sonrisa sin dudar.
—¿La mataste tú?
La pregunta me pilla por sorpresa. No esperaba que quisieran tantos datos. Los clientes a mi alrededor también parecen expectantes por conocer la historia que hay detrás del asesinato de una bestia tan terrible y difícil de encontrar. Titubeo. ¿No es esto justo lo que Naruto necesita? Por muy nerviosa que me pusiera, lo cierto es que matar a ese bicho sí fue bastante heroico. Hasta ahora no se puede decir que haya hecho ninguna gran proeza y, desde luego, nada que vaya a llenar su nombre de fama y orgullo, pero esto… Esto podría marcar una diferencia para él, ¿no es cierto? Hay mucha gente escuchando. Hay mucha gente pendiente de mis palabras. Puede que no la matara él solo, sino que todos colaborásemos, pero él clavó la espada.
Recuerdo las palabras de mi padre: labia. Todo es cuestión de labia. La historia más terrible puede ser increíble según cómo decidas contarla. Naruto se preocupa por mí. Al menos, más de lo que nadie se ha preocupado en mucho tiempo. Y además… una gran historia puede revalorizar un gran producto. Comienzo a hablar:
—No, no fui yo —declaro. Alzo un poco la voz. Que todos me oigan. Que todos conozcan el cuento que les voy a contar—. Me temo que soy sólo una muchacha… Fui cruelmente atacada por ese horrible bicho en medio de mi camino. ¡Era enorme y rugía! ¡Y tan rápido! Me tenía arrinconada y ya estaba rezándole a todos los Elementos cuando llegó. Si no llega a ser por él…
Hago una pausa, llevándome una mano al pecho como si el corazón fuese a salírseme al recordar el horrible momento.
—¿Por él? —repite el comerciante. Murmullos a mi espalda—. ¿Fue un hombre? ¿Un cazador?
—¡No! ¡Algo incluso mejor que un cazador! ¡Fue un príncipe!
—¡Un príncipe! —repiten varias personas a mi alrededor.
—Naruto del Remolino—declaro. Más murmullos. El nombre se expande, pronunciado por distintas lenguas, por distintas voces.
—Apareció de la nada y dio muerte a aquella horrible, horrible bestia.
—Finjo estremecerme—. ¡Lo hizo con tanta sencillez como si el monstruo nunca hubiera sido un problema! Se movía ágil y seguro de sí mismo… ¡Ni siquiera se llevó un rasguño! —Menuda mentira más vil, Hinata: estuvo a punto de no contarlo—. Antes de que la mantícora pudiese hacer nada… ¡Zas! —Mi público se sobresalta cuando echo la mano hacia delante, clavando una espada invisible en el aire—. ¡Lo atravesó de lado a lado!
—Naruto del Remolino.
—Una mantícora.
—¡Él solo!
—Increíble.
—Qué valiente.
No puedo contener la sonrisa. Los comentarios me animan todavía más y señalo los objetos sobre la mesa.
—Tras salvarme, me dijo que podía quedarme con el cuerpo del animal y disponer de él como quisiera, para llenar así un poco mis pobres bolsillos. Después, continuó su camino: dicen que está acabando con las desgracias de la gente. He oído que ha devuelto el agua a un poblado en completa sequía y que ha matado también a un horrible huargo. —Era una loba indefensa con sus lobeznos, Hinata, que llevamos al bosque para su propia seguridad. Y el pueblo no estaba en completa sequía, sólo era un pozo. Qué más da. Como si ellos pudieran saberlo—. He oído que se está convirtiendo en un… héroe.
—¡Qué generoso!
—¿Será cierto?
—¡Qué amable!
—Hacen falta hombres así en nuestra realeza.
Sonrío, mordiéndome el labio. Naruto se volvería loco de la vergüenza y del orgullo si oyera esas palabras. Estoy deseando contarle lo que ha pasado para ver su expresión desarmada, como siempre que recibe un halago, aunque luego se le suba a la cabeza y lo esté recordando hasta el día en que los Elementos se consuman. Yo, sin embargo, he venido a vender. Por eso amplío el gesto en mi boca, empujando el material hacia el mercader.
—Así pues: ¿cien monedas? Pero sé que voy a llevarme más. Alimentados por la épica de la historia, sabiendo que el material vale la pena y más aún al ser recuerdos de una posible leyenda, los clientes quieren comprarme directamente a mí. Un noble a mi lado aumenta la cifra. Otra muchacha, más joven y caprichosa, sube el precio. El mercader también lo hace.
Así varias veces hasta que el comerciante gana al ofrecerme el doble de lo que yo había pedido en un primer momento.
Con doscientas monedas de oro embolsadas cómodamente en mi bolsillo, me marcho dejando atrás la semilla de la leyenda de Naruto del Remolino, el Héroe.
