Capítulo 13
Naruto
Nunca había visto una Torre, por lo que me paro antes de traspasar la verja tras Konohamaru, observando el edificio que se alza delante de nosotros…
—No es una torre —digo, algo desilusionado. Casi puedo percibir el sonido del parpadeo sorprendido de mi compañero. —Claro que es una Torre.
—A lo que me refiero es a que no tiene forma de torre.
Miro al frente. Es una pulcra construcción de piedra gris, más ancha que alta, de formas y ángulos rectos. Un camino bordeado por columnas lisas lleva hasta una enorme entrada tan alta como para darle vía libre a un dragón. Alrededor, el pequeño jardín salpicado de árboles y bancos, de flores y arbustos parece en sintonía con el resto de la atmósfera: ordenado. No, no ordenado: artificial. Supongo que a eso se reduce la magia: a artificio. A ser capaz de controlar los Elementos y sus fuerzas. Miro a mi acompañante. Bien, eso explica algo sobre su caótica cabecita y su incapacidad para mover esa varita suya como debería.
—En realidad, muy pocas Torres son torres —me aclara, y tira de mí para hacerme caminar. Parece ansioso. Pues vaya. ¿Cuál es el sentido de eso?
—Entonces, ¿por qué…?
—¿Cómo voy a saberlo? —me interrumpe, adelantándose a mi pregunta—. Simplemente se llaman así. No todos los castillos son iguales, pero a todos los llamáis «castillos», ¿no? Supongo que en algún momento hubo una, la primera, que tenía forma de torre y, como no se les ocurría nada mejor, la llamaron Torre.
Oh, fantástico. Me alegro de que la magia del mundo esté en manos de unas personas tan creativas. Seguro que así avanzaremos mucho.
—Hoy en día, según cuenta la tradición, las Torres tienen vida propia —continúa.
La idea lanza un escalofrío por mi espalda. Miro la piedra gris con cierta desconfianza.
—¿Qué se supone que significa eso? ¿Que la piedra va a hablarnos? Me alegro de que Hinata no esté aquí para dedicarme una sonrisa burlona y apuntar que yo lo hago, pese a ser una. Bueno, parece que ya ni necesito tenerla delante para saber lo que pensaría. Pero, al menos, cuando está a la vista alegra el paisaje considerablemente. Creo que propondré una ley para que las mujeres estén obligadas a usar calzas en el Remolino.
—Dicen que las Torres cambian de forma en función del Maestro que se encargue de ellas. Se amoldan a su personalidad —me informa Konohamaru, despertándome de mis fantasías de contoneos.
—Los edificios no cambian solos. Los edificios no pueden conocer la personalidad de alguien. El muchacho se limita a encogerse de hombros.
—No cuestiones la magia. Mis ganas de cuestionar todo su sistema están ahí, pero una parte de mí decide que es mejor hacerle caso y no jugar con esas cosas. Al fin y al cabo, nunca sabes cuándo puede aparecer un rayo, incluso en el día más despejado, y fulminarte. Me alegro de que no tengamos Torres en el Remolino. Que Verve, Sienna e Idyll (sobre todo Idyll, donde al parecer hasta la tierra rezuma magia, si no te fijas por dónde pisas) se queden con todos los hechiceros del mundo. Por mi parte, siempre es mejor cuando están a una distancia prudencial. Además, al final ni siquiera hacen cosas tan grandes. Me ha quedado una cicatriz bastante fea en el hombro, pese a todos los abracadabras, y todavía me levanto con los músculos entumecidos si me apoyo en él al dormir.
Entramos en la Torre que no parece una torre. El vestíbulo está bastante fresco, lo cual es un agradable contraste con el calor del exterior. Algunos estudiantes suben y bajan por las amplias escaleras ante nosotros, y otros caminan a nuestro alrededor. Supongo que irán a sus clases, o lo que quiera que hagan los aprendices que, por otro lado, a excepción de las túnicas grises y las varitas, parecen bastante normales. No son muchos, y recuerdo que Konohamaru nos comentó, en una de sus muchas peroratas, que cuanto mejor es la Torre, menos estudiantes hay: en Idyll, por ejemplo, sólo dejan entrar a lo mejor de lo mejor. Me pregunto si los hechiceros pueden extinguirse, como los animales, pero prefiero guardarme la duda, no vaya a ser que alguien se la tome a mal.
Mi acompañante se adelanta con algo de timidez para preguntar por el Maestro, y nos indican el camino. Mientras subimos por las escaleras, mientras intento no mirar mucho tiempo hacia un punto concreto, por si acaso estoy cometiendo algún tipo de infracción o el edificio lo considera un insulto, Konohamaru permanece callado. Lo cierto es que… no sé mucho de él, pese a todo lo que cuenta. Bueno, algo sí: estudiaba en Sienna, que al parecer no es el mejor lugar que existe, pero al menos estudiaba lo que le gustaba. Hasta que lo expulsaron. ¿Debería demostrar más interés, ahora que supuestamente somos amigos? Tampoco me parece un buen momento para inquirir sobre su vida, pero siento curiosidad. ¿Cómo descubre alguien que tiene poderes? Sé que no tiene más familia que su hermana, pero ella también es una hechicera: ¿es una cosa que va en la sangre, entonces? ¿O puede hacerlo cualquiera? Me apunto mentalmente cogerle la varita un día y probar a agitarla a ver qué pasa. A lo mejor resulta que tengo grandes poderes y nadie lo ha descubierto. Naruto el Poderoso. ¿Qué tal suena eso? O a lo mejor simplemente parezco un idiota sacudiendo un palo, como cuando lo hace Konohamaru.
—¿Se parece esto en algo al sitio donde estudiabas tú? —pregunto, intentando ser considerado.
El chiquillo me observa con algo de escepticismo. Supongo que trata de descubrir una razón oculta para que saque el tema. De acuerdo, igual no he sido el compañero de viaje más amable, pero tampoco es que le desee ningún mal.
—No creo que las escuelas se parezcan entre sí —me confiesa. La subida hace que empiece a faltarle el aire—. Cada una tendrá su forma de enseñar, imagino… Y las escuelas de magia blanca y magia negra serán completamente opuestas, lo más probable. —¿Hablas de nigromantes? ¿Es verdad que pueden revivir a los muertos? —Me estremezco. Hay ciertas cosas con las que no se debería jugar, y si ya de por sí la magia me da escalofríos, la magia negra…
—Eso son calumnias. Pero pueden hablar con espíritus y tienen… sueños y trances. Están en contacto con el Más Allá.
Hago un sonidito de asentimiento. Para mí la muerte no es más que un gran vacío negro. ¿Otro mundo? Tal vez para los chicos con la cabeza llena de cuentos y magia, pero no para mí. Si me muero, no perderé mi preciado tiempo de descanso vagando por el Remolino como un espíritu, eso seguro. Nos detenemos ante una puerta, en uno de los descansillos.
—Es aquí.
Me alegra no tener que subir más escaleras. Konohamaru llama con los nudillos, algo titubeante. Echo un vistazo tras de mí, a todo lo que hemos ascendido. Si me cayera desde aquí, estoy seguro de que descubriría si hay algo más después de la vida.
—Adelante. Aunque mi compañero pone una mano sobre el pomo, me mira un segundo con el ceño fruncido. Me señala.
—Por favor, por favor , nada de bromas. Algunos Maestros no se toman nada bien que sean irrespetuosos con ellos.
—Me ofendes: ¿por qué hablas como si fuera un bocazas sin modales?
—Porque lo eres.
Estoy pensando en montar en cólera cuando se decide a abrir la puerta. Ambos entramos. Aparecemos en un despacho amplio y soleado, con una ventana entreabierta que deja pasar la brisa. Un hombre está sentado a un escritorio todavía más grande que el de mi padre, perdido entre al menos una decena de volúmenes. Si los apiláramos, probablemente serían más altos que Konohamaru, lo cual tampoco es ninguna proeza.
—Maestro.
Konohamaru hace una inclinación de cabeza, pero yo no creo que necesite imitarlo, ya que no me es superior de ninguna manera. ¿Y dónde se ha visto que un príncipe se incline ante alguien de menor rango que un rey? Me cruzo de brazos mientras el hombre nos observa. Sus ojos castaños nos atraviesan. Lleva lentes, un extraño invento de los hechiceros que, al parecer, te permite ver mejor. Son dos círculos de cristal incrustados en unas circunferencias metálicas que se sostienen precariamente sobre el puente de su nariz, ayudadas por unas largas varillas que se apoyan en sus orejas. No deben de funcionar muy bien si nos tiene que ver por encima de ellas para reconocernos.
—¡Vaya! Un par de misteriosos desconocidos se atreven a interrumpir mi calma —dice, con su voz cascada de anciano. Puede que tenga la edad de mi padre, aunque no sé si se supone que los hechiceros viven más o menos que los humanos, pese a que Konohamaru me haya repetido más de una vez que no son una raza diferente.
El hombre se levanta de su asiento para recibirnos. Nos sonríe con candidez y, por un instante, me pregunto si lo de la inocencia es algo intrínseco a todos los que estudian magia, porque la expresión de su rostro me recuerda un poco a la del muchacho que sigue con la cabeza baja, a mi lado.
—Un aprendiz… —murmura, escrutándonos— y un príncipe, ni más ni menos.
Escalofrío. Estaría bien que apartara la vista, pero como no parece tener esa intención, lo hago yo. Entiendo que haya visto que Konohamaru es un aprendiz, ya que lleva esa ridícula túnica, pero yo… Oh, bueno. Supongo que tengo escrito por toda la cara mi pertenencia a la realeza y mi heroicidad y gallardía. No podría pasar desapercibido ni aunque me rebozara en barro, me pusiera un taparrabos y fuera aullando por el bosque como un loco.
Ah, soy un esclavo de mi propia belleza.
—Me llamo Konohamaru, Maestro —tartamudea el chico, nervioso—. Vengo a pediros consejo. —
Desde muy lejos, por cierto —apunto, sin poder evitarlo. Ignoro la mirada helada del aprendiz. Creo que Hinata le ha enseñado a lanzarla, porque se parece mucho a cómo lo hace ella.
—Partiste de Dione, ¿no es cierto, muchacho? Y ahora te acompaña el príncipe de el Remolino… Te has buscado una interesante compañía, aunque has debido de dar un buen rodeo para reclutarlo para tu causa, ¿verdad?
En realidad, nadie me reclutó: yo accedí a ayudar porque soy un hombre extremadamente bondadoso.
El hechicero nos hace una señal para que nos sentemos ante su escritorio. Konohamaru le obedece sin dudar, aunque yo no me siento muy cómodo. ¿Significa esto que vamos a quedarnos por aquí un buen rato? La idea no me hace demasiado feliz. Acabo por acceder, pero porque quiero que deje de mirarme como si estuviera cometiendo una ofensa contra su persona. Eso sí, no me permito relajarme. Me siento en el borde, preparado para salir corriendo si dice alguna palabra rara.
—¿Cómo sabéis todo eso sobre nosotros? —pregunto al fin, interrumpiendo a un Konohamaru apurado que intenta explicar en qué encrucijadas tomó una mala decisión… un par de docenas de veces. Si las Torres son siempre tan altas es para asegurarse de que hechiceros ineptos como él encuentren siempre el camino de vuelta. El hombre parece sorprendido de que me haya atrevido a abrir la boca, pero me dedica una media sonrisa.
—Bueno, los hechiceros sabemos muchas cosas, Naruto. Un vistazo a vuestros rostros puede ser más revelador para nosotros que un libro abierto en el que se escriba toda vuestra vida. Aunque eres un descreído, ¿no es cierto? No te gusta la magia: prefieres aquello que puedes conocer y agarrar, no lo que no puedes manejar ni a lo que no puedes enfrentarte cara a cara.
Me remuevo, incómodo. ¿Significa eso que puede leerme la mente, acaso? ¿Sabrá lo que pienso en este momento? He oído que pueden hacerlo, que es algo más que enseñan en sus torres, aunque no un poder natural para ello como el que tienen los feéricos, por ejemplo. Miro de reojo al aprendiz. Bueno, él al menos no aparenta haber llegado a aprender ese tipo de cosas antes de que le expulsaran.
—Basta de hablar de mí —digo, con la esperanza de que no oiga mis ocurrencias por encima del sonido de mi voz—. Si tan listo sois, ya sabéis a qué venimos. No perdamos el tiempo. Konohamaru deja escapar mi nombre en una exclamación indignada.
—Perdonadlo, Maestro. Ser de familia real no asegura tener buenos modales.
Estoy a punto de recordarle que al menos yo sí acabé mis estudios cuando el hombre ante nosotros se echa a reír, más divertido que molesto.
—Lo cierto es que no sé demasiado —admite, y supongo que eso significa que puedo dejar de intentar ordenarme apartar cualquier pensamiento de mi cabeza—. Buscas una cura…, pero desconozco para qué tipo de enfermedad.
—Se trata de… mi hermana. —Hay un leve titubeo, pero no sé si es por su habitual nerviosismo o hay algo más—. Se consume, Maestro. Ningún curandero sabe qué le pasa. Ninguno puede aliviar su dolor. Escribió una carta. —El muchacho busca entre los pliegues de su túnica, frenéticamente, hasta que extrae una hoja de pergamino doblada pero sin sello. Empieza a alisarla, porque está llena de arrugas, y me pregunto cómo ha sobrevivido a tantos días de viaje—. Me pidió que la llevase a una Torre. Aunque ella es una hechicera, no ha podido encontrar la cura. Por eso me ha pedido… —Hace un ademán que no sé qué significa, pero parece explicar todo lo que queda en el aire.
El anciano toma la misiva entre sus dedos y se acomoda para leerla. Siento bastante curiosidad. ¿Qué pondrá? ¿Estará escrita en nuestro idioma o los hechiceros tendrán su propia lengua? ¿Y esperará que la ayuden sin pedir nada a cambio u ofrece una suculenta recompensa?
Nos quedamos en silencio un buen rato mientras el hechicero lee con calma. Espero que se saque de la mano una botellita colorida en cualquier momento o nos regale una flor con grandes poderes mágicos. En lugar de eso, para mi más absoluta decepción, suspira y vuelve a doblar el pergamino, antes de devolvérselo a un turbado Konohamaru. La ilusión se apaga de sus ojos mientras lo ve negar con la cabeza, y yo casi tengo ganas de darle unas palmaditas en la espalda a modo de consuelo.
—Lo siento, muchacho, pero no hay nada que yo pueda hacer por esa pobre mujer. Bien, suena a que estoy perdiendo el tiempo con una moribunda.
—P-pero… —musita mi compañero, bajando la vista. Parece que vaya a echarse a llorar y, sin poder evitarlo, se me encoge el corazón. Él suele tener siempre una sonrisa en la boca y una palabra para animarnos o pedir que dejemos de pelear…
—¿Y no hay nadie que sí sepa lo que se hace? —pregunto, y precisamente porque el hombre me mira, algo molesto por la sugerencia, me apresuro a arreglarlo un poco—: Un rey supremo de los hechiceros o algo así.
Contra todo pronóstico, él no me dice lo estúpido que suena eso. Se levanta, cabeceando, y se mesa la corta barba gris.
—Es cierto que nosotros no podemos ayudaros, pero tal vez en la Torre de magia negra, en Idyll, sepan de una cura. Nunca he oído hablar de una enfermedad así y es complicado, pero… si alguien puede ayudar a esa muchacha, vuestra solución está allí.
—¿Tenemos que ir hasta Idyll? —pregunto, incrédulo. Había dado por hecho que, si bien no íbamos a separarnos aquí, porque mi misión era entregar esa cura en mano y llenarme de gloria, al menos estaría más cerca de encontrarme con mi destino. Y ahora resulta que tengo que ver más Torres y a más hechiceros. Odio mi maldita suerte. Konohamaru, a mi lado, se levanta. La esperanza ha vuelto a su rostro y casi parece… entusiasmado. Bueno, me alegro de que al menos alguien lo esté.
—¡Allí quería ir en primer lugar! —exclama, como si su tristeza de hace… ¿treinta segundos? no hubiera sido más que un mal sueño—. ¿Creéis que me dejarán entrar? He oído que…, bueno, son un poco… excéntricos.
—Tenéis que preguntar por el Maestro Orochimaru y la Maestra Anko. Aunque posiblemente ellos ya sepan que estáis allí cuando lleguéis.
Sus bromas de hechicero no tienen ni la más mínima gracia, aunque me sonríe. Porque ¿qué puede haber más hospitalario que un nigromante que sabe que vas hacia sus garras de largas uñas? Además, ni siquiera sabía que existieran Maestras hechiceras. ¿Dejan a las mujeres acceder a ese tipo de cargos? ¿No tienen miedo de que en un mal día se les ocurra derrumbar la Torre porque la quieren diez pasos más hacia la derecha, porque el atardecer se ve mejor desde allí? Locos. Están todos locos.
Me levanto. Konohamaru le da las gracias un par de cientos de veces más y se disculpa por haberlo molestado. El hombre se dedica a negar con la cabeza y a lanzarle una sonrisa paternal.
—Espero que consigas la solución para la muchacha. Y… suerte con tus estudios. Nunca es demasiado tarde para seguir aprendiendo. Ese último comentario convierte la cara del chico en un gran tomate, rojo y brillante. Hace una profunda reverencia.
—¡Gracias, Maestro! ¡Sí, Maestro!
Y lleno de energía, tira de mí, que hago un gesto de despedida con la mano antes de dejarme arrastrar fuera. Sus pasos ligeros bajan las escaleras mucho más rápido de lo que las subió, todavía con su mano instándome a moverme. No protesto, algo turbado por la conversación. Así que seguiremos juntos al menos… ¿diez días? ¿Veinte? Depende de lo que nos paremos por el camino. De vez en cuando, Konohamaru nos mete algo de prisa, pero no impide que nos detengamos, imagino que sintiéndose responsable de ayudar a cada persona necesitada que encontramos. El enano es demasiado bueno para no hacerlo. Aun así, no nos ha dado explicaciones sobre la enfermedad e intenta no hablar demasiado del tema. Me siento con el repentino derecho de saber exactamente a qué estamos ayudando, pero antes de que pueda preguntar por la carta que le enseñó al Maestro o por algún detalle, hemos salido al exterior y veo que Hinata está allí, sentada en un banco junto a la entrada. Parece relajada: deja que el sol le dé directamente en la cara vuelta hacia el cielo.
—¡Hinata! —El aprendiz me suelta en cuanto la ve y corre hasta ella. Me lo imagino dando vueltas a su alrededor, como el perrito faldero que es, mendigando una caricia—. ¿Cómo ha ido? Ella se sobresalta al oír la voz del pequeño llamándola, pero le sonríe con cariño de madre o hermana. Sólo a él. Siempre a él.
—¿No debería preguntaros yo eso a vosotros? —Se levanta y, cuando él está a su lado, le revuelve los cabellos—. ¿Tienes ya tu cura? Durante un segundo, Konohamaru vuelve al ser el niño triste del despacho.
—El Maestro no ha podido ayudarme. ¡Pero dice que en Idyll podrán hacerlo!
—En realidad ha dicho que, si pueden hacerlo en algún lugar, es allí; no que sea algo seguro… —le recuerdo para que no se emocione más de la cuenta. No quiero que acabe desilusionado de nuevo. ¿He pensado eso? Debo de estar ablandándome.
—Oh. —La muchacha parece algo incómoda, y por eso cruza los brazos sobre el pecho, en esa actitud defensiva en la que tantas veces se escuda—. Vaya… Lo siento, Konohamaru.
—No pasa nada —repone él, aunque ya no con tanta energía—. Allí me ayudarán. Estoy seguro. Los Maestros de esa Torre son muy conocidos y… —Calla; ni siquiera él puede estar seguro. Nos mira y luego baja la vista, cohibido—. Gracias por acompañarme hasta aquí. Frunzo el ceño. ¿Habla en serio? No seré yo quien deje este trabajo a medias.
—A mí dámelas cuando encontremos esa cura. Espero que tu hermana me agradezca de todo corazón lo que estoy haciendo por ella. Y con lo que no es corazón, también.
Konohamaru me observa, sin entender. Pongo los ojos en blanco. Por eso precisamente me necesita.
—Ahora no voy a marcharme a casa, está claro. Y visto lo increíblemente bobo que eres, no llegarás muy lejos sin un adulto. O quizá sí llegue lejos, pero con su suerte, en dirección contraria a la que se supone que tiene que ir.
—Yo nunca he visto Idyll —apoya Hinata con una pequeña sonrisa—. Dicen que es un reino muy bonito, así que no quiero perdérmelo, y seguro que hay negocios interesantes que hacer por allí.
No sé de dónde ha sacado esa información, porque yo lo único que he oído es que hay muchas plantas venenosas y hechiceros, y no sé cuál de los dos me causa más picores. La veo rodear los estrechos hombros del chico con un brazo, permitiéndole apoyarse contra ella. En cambio, si yo me acerco tanto, me abofetea. La vida es más fácil cuando pareces inocente.
—Además —prosigue—, yo sí tengo buenas noticias. —De su zurrón saca no una, sino dos bolsas de cuero a rebosar de monedas—. Vuestra comerciante favorita ha conseguido dinero suficiente para unos cuantos días más de viaje. Estoy a punto de atragantarme con mi propia saliva.
—¿Has vendido trozos de mantícora o tu alma? La aludida se hincha como un pez globo, de aire y orgullo, y sonríe enseñando los dientes. En todos los días de viaje nunca la había visto tan alegre y radiante.
—El material adecuado en las manos adecuadas y con la historia adecuada: a veces sólo hace falta eso para hechizar a las personas.
Y… nos saca la lengua, como si fuera una niña pequeña. Parpadeo. El dinero sí que cambia a la gente, al fin y al cabo. Y no para mejor.
—Los pechos y el trasero adecuados también ayudan a que suba el precio, claro.
Ups. Puede que decir eso no haya sido mi idea más brillante. La sonrisa se le congela en los labios y su expresión se convierte en un muro de hielo y furia. Pensé que me respondería con una pulla, pero nada más alejado de eso: me da la espalda, cogiendo la mano de Konohamaru, y guarda un silencio sepulcral que me pone la carne de gallina. Empiezan a alejarse, como si yo no existiera.
Aún va a resultar que el chico tenía razón. Naruto el de la Gran Bocaza. Me apresuro a seguirla.
—Oh, vamos, no irás a lacerarme con tu indiferencia, ¿verdad? De hecho, lo hace.
—¿Por dónde quieres que vayamos a Idyll, Konohamaru? ¿Sienna o Dahes? ¿Hay algún país por el que te apetezca más pasar? El aludido no le responde enseguida, sino que primero me lanza una mirada, aunque no sé si es de lástima o de desprecio.
—Bueno, conozco Sienna un poco mejor. Quizá sea más sencillo y seguro si podemos evitar… no sé. Mantícoras, por ejemplo.
—Ambos sabemos que no puedes ignorarme para siempre —insisto.
—Entonces, iremos por allí —responde, como si no me hubiera oído. Aunque es obvio que sí lo ha hecho.
¿De verdad quiere jugar a esto conmigo?
No. No lo hagas. No parece una buena idea, príncipe.
Pero ella ya me ha declarado la guerra, así que da igual. Sin pensar, como llevo queriendo hacer desde que se puso por primera vez esas malditas calzas, alzo la mano y le doy una palmada en el culo cuando estoy lo suficientemente cerca.
Oh, eso ha sido una malísima idea. Hinata se gira como un vendaval y estrella su palma contra mi cara. Por segunda vez desde que nos conocemos. En la misma mejilla. Dejándome marca, probablemente. Algunas personas se han girado ante el estruendo del golpe, que aún parece hacerse eco en mis oídos. De hecho, creo que ha resonado hasta en el Remolino. Yo dejo escapar un quejido. Al principio no duele tanto, pero luego empieza a escocerme. Ha valido la pena, después de las ganas que le tenía.
—Bueno, al menos ya no me ignoras.
Hinata está a punto de lanzarse sobre mí cuando Konohamaru la coge de la mano y se la lleva a rastras, frotándose la cara como si la agresión le hubiera afectado también a él.
—¡Lo mato! ¡Te juro que lo mato! —la oigo rugir.
—Si lo haces mientras duerme, causará menos jaleo —trata de calmarla el joven—. ¡Mira, allí venden esos pastelitos que tanto te gustan!
Y se la lleva a un puesto, alejándola todo lo posible del riesgo de que cometa un crimen. Yo me quedo al margen, con la mano en la mejilla, aunque lo que en realidad me gustaría es meter la cabeza en agua bien fresca para calmar el dolor. La verdad es que no sé por qué se pone así: a mí no me importaría que me manosease el trasero si quisiera. —… a la mantícora él solo, como un auténtico héroe. La atravesó de lado a lado con una sola estocada.
Alzo la cabeza y me giro. Dos mujeres se han parado delante de un vendedor y, mientras una compra, la otra parlotea. Me acerco un par de pasos, queriendo escuchar mejor. ¿Ha dicho mantícora?
—¿Y tú lo crees?
—La chica juró y perjuró que había estado allí, y que Naruto del Remolino le ofreció a la criatura, a falta de otra cosa que pudiera consolarla por el horrible susto que había recibido.
Entreabro los labios, sorprendido. Lanzo una mirada atrás, pero Hinata y Konohamaru están muy ocupados admirando y comprando pasteles. ¿Qué…? ¿Cómo…? ¿Ha sido ella ? Enrojezco. ¿Qué ha ido contando por ahí? Y… ¿por qué? ¿Me está ayudando?
—No fue un regalo muy romántico, para ser un príncipe.
—¿Bromeas? Puso a sus pies al monstruo que quería hacerle daño. Es un héroe.
—Oh, tú también eres una romántica, por lo que veo…
Las dos mujeres pagan y se marchan entre risas, y yo me quedo paralizado, sin saber qué pensar. Sin saber qué hacer. No, estoy adelantando acontecimientos, sacándolo todo de quicio. ¿Por qué iba a hacerlo por mí ? La mercancía de un héroe tiene mucho más valor que otra cualquiera. Ella quería dinero y, al hablarles de hazañas y príncipes involucrados, el precio creció. Les dio una bonita historia en la que creer, probablemente alejada de la verdad. El hecho de que yo haya quedado como un héroe ha debido de ser un daño colateral para ella. Da igual. ¿Qué importa? Lo único que debería preocuparme es que es beneficioso para mí. Que me ayudará a crearme un nombre, y todos vamos a estar contentos: ella, con su dinero; yo, con mi fama.
Vas a dejar de pensar en ello ahora mismo, Naruto, y vas a apartar la conducta de esa muchacha de tu mente. Porque ¿qué importa si ha hecho algo bonito por mí? Yo la salvé de la mantícora. Aunque ella también me salvó a mí durante esa batalla. Y luego pagó para que me curasen, pese a que podría haber cogido el dinero de mi bolsa. No es como si la hubiera tenido oculta.
Cuando pasan de nuevo por mi lado, le robo un pastelito a Konohamaru y me lo llevo a la boca, pero el sabor no es tan bueno como pensaba. Cuando trago, la bola parece resistirse a bajar a través del nudo que se me ha formado en la garganta. Quiero decirle algo, comentarlo, hacerla sentir incómoda. Pero ni siquiera soy capaz de meterme con ella.
¿Qué me está pasando?.
