Capítulo 15
Naruto
Me siento castrado.
Bueno, quizá eso no sea del todo cierto. Al fin y al cabo, todo está en su sitio. Lo he comprobado. Varias veces, de hecho. Pero eso no implica que todo funcione como debería. Y me preocupa.
La ayuda de Konohamaru resultó ser el mismo cazador que había puesto la trampa. Nos pidió disculpas reiteradamente y, después de la soberana bronca que Hinata le echó, nos instó a que nos quedáramos a pasar la noche en su casa. Teniendo en cuenta que la otra opción pasaba por dormir a la intemperie y una cena fría, aceptamos de buen grado. Además, no nos venía mal lavarnos y quitarnos toda la tierra de encima.
Para mi más profundo deleite, el hombre tenía una hija. Una chica encantadora que no dejó de hacerme ojitos durante la cena y que, cuando yo me preparaba para dormir con Konohamaru en un cuarto libre, vino a buscarme con un fino camisón y un chal sobre sus hombros. El muchacho se había quedado dormido nada más apoyar la cabeza en la almohada y a mí la visión de la joven me quitó todo el cansancio de un plumazo, así que me escabullí con ella.
No dudó en subirme a su cuarto. De hecho, no dudó en nada, porque en cuanto cerró la puerta de la habitación me apoyó contra ella y empezó a besarme con ferocidad. Creo que no había tenido un hombre en sus brazos en mucho tiempo y no se anduvo con rodeos. Nada de falsos cortejos o bonitas palabras. No me pidió que le prometiera amor eterno. Ni siquiera ir a dar una vuelta algún día. Yo tampoco se lo ofrecí. Perdí mis manos en su espalda y ella me rodeó el cuello con sus finos brazos. Cuando quise darme cuenta, sus piernas estaban alrededor de mis caderas y yo metía la mano bajo su camisón.
Normalmente me habría encantado aquello. La libertad, el no tener que hablar, el calor de su piel o su deseo sincero por mí. Hubiera disfrutado de su atrevimiento, de sus besos, de la forma en que se apretaba contra mí, buscando siempre más…
Pero no lo hacía.
Y cuando ella metió la mano dentro de mis calzas, lanzando un escalofrío por todo mi cuerpo…, supe que no iba a funcionar. Me aparté. Hice que se soltara y me disculpé. No creo que eso le sirviera de mucho, pero salí del cuarto con rapidez, dejándola ruborizada y, probablemente, con más ansias que antes de lanzarse sobre mi cuello, y no precisamente para besarlo. Estoy seguro de que a la mañana siguiente me escupió en el desayuno por mi desplante. Estoy seguro de que si me sale un sarpullido en los próximos días (por mencionar una de las cosas horribles que podrían pasarme), será por causa de sus maldiciones. Ni siquiera podría culparla.
Al fin y al cabo, yo mismo me he llamado estúpido durante toda la noche, mientras Konohamaru roncaba suavemente a mi lado y yo miraba al techo, perdido.
¿Por qué?
Porque soy un estúpido. ¿Por qué? Porque soy una broma, de príncipe y de hombre. Oh, eso les encantaría a todos de vuelta en palacio. Saber que he perdido los papeles.
Naruto el Impotente. Precioso. Seguro que el pueblo me respetaría.
¿Por qué?
Porque estaba pensando en ella . En nuestro momento en el bosque, juntos, solos, tan cerca. Los besos de esa chica me han hecho pensar en lo mucho que deseé en aquel momento un beso de Hinata. En lo cerca que estuve de caer, de comprobar si ella me rechazaría. De ver hasta dónde podríamos llegar.
Pero entonces nos interrumpieron y yo me sentí ridículo. Cuando nuestras manos se encontraron sobre la cuerda, aunque sonreí, el corazón me latía demasiado rápido y una corriente cálida me recorrió el brazo y se asentó en mi estómago.
La deseo.
Incluso sabiendo que me apartará.
Incluso sabiendo que ella, de todas las mujeres que he conocido, no se acostaría conmigo ni por todo el oro de Konohagakure.
Incluso siendo consciente de que acabaría con todo lo que nos ha podido ir uniendo durante estos días.
Me dormí pensando en que a la mañana siguiente no recordaría nada, que estaba cansado y eso me hacía vulnerable a los pensamientos más extraños. Pero, cuando finalmente desperté y vi la luz del amanecer colándose por la ventana, la idea seguía ahí. Y supe que no se iría tan fácilmente.
Tras un desayuno un poco tenso, nos ponemos en camino. El cazador nos da indicaciones y nos habla de que el camino más directo atraviesa un gran pantano a poca distancia de su propia casa. Nos advierte que el camino es peligroso y que hay quien no llega al otro lado, pero la idea casi nos hace reír. Bien, creo que sabemos lo que es el peligro. Estamos seguros de que no nos pasará nada.
Konohamaru confiesa que los pantanos siempre le han dado miedo porque parecen lugares en los que cualquier cosa puede esconderse, con sus aguas sucias y sus formas terribles. Hinata, como siempre, se encarga de tranquilizarlo y asegurarle que no le va a pasar nada. Así lo creemos, al menos durante gran parte de la mañana, mientras recorremos el camino embarrado. El agua me obliga a ponerme la tela de la capa sobre la boca para no marearme por el olor. A nuestra derecha crecen juncos de colores marchitos; a nuestra izquierda, tristes árboles retorcidos. Los cascos de los caballos hacen un sonido desagradable al encontrarse con el lodo. Nuestras monturas parecen molestas e inquietas, y yo no las culpo: hace un calor húmedo que nos pone casi tan nerviosos como los mosquitos, que tenemos que espantar continuamente con la mano. No obstante, lo más peligroso que vemos son los insectos y alguna rana que se cruza fugazmente en nuestro camino. La neblina que acaricia las patas de nuestros animales no nos preocupa demasiado al principio, pero a medida que se hace más y más densa empezamos a plantearnos que nos vaya a dar problemas.
El sol debe de estar en algún punto sobre nuestras cabezas cuando decidimos que nos es imposible seguir avanzando. Nos encontramos rodeados, y apenas vemos más allá de nuestras narices. El caballo de Hinata y Konohamaru es apenas una sombra. Podríamos estar dirigiéndonos hacia aguas más profundas y ni siquiera verlo. Por lo tanto, me detengo cuando Hinata lo propone, y bajo de mi corcel. Al menos, si tanteo el camino con mis propias botas será más difícil que nos hundamos, aunque me asquea sentir el barro bajo mis pies y pensar que pueda haber sanguijuelas.
—No me gusta este sitio. Ni esta niebla —anuncia Konohamaru, en algún punto a mi derecha. Tengo que estar de acuerdo con él—. No es natural.
—Esta vez no he elegido yo el camino, así que no me culpéis —dice Hinata.
El hechicero masculla una queja y yo estoy a punto de lanzarle una pulla, en un intento de tranquilizarlo, cuando las veo. Tres luces en el frente.
Durante un segundo pienso en los fuegos fatuos del Bosque de Merlon. En cómo jugaban con nosotros, conduciéndonos hasta nuestros peores miedos. Así pues, planto los pies en el suelo y decido que no me voy a mover. Me alegra saber que me equivoco, sin embargo: los puntos luminosos pronto se convierten en candiles, a medida que se acercan, y todos dejamos escapar un suspiro aliviado. Tres mujeres ancianas, vestidas de riguroso negro, sostienen las lámparas hacia nosotros. No es que las figuras sean especialmente alegres, pero al menos son antropomórficas. Nada de cuerpos de león, nada de aguijones mortíferos saliéndoles del trasero. Me destenso un poco.
—¿Quién va? —inquiere Hinata. Veo su sombra a mi lado. Hay un silencio corto, como si las mujeres meditasen su respuesta.
—Venimos a cumplir vuestros deseos…
El escalofrío sube por mi espalda como una araña y me deja la piel de gallina. Han sido apenas susurros, pero las tres han hablado a la vez en un tono que me llena de inquietud. ¿Mis deseos? A menos que traigan debajo de los ajados vestidos una corona, no veo cómo van a hacerlo. Me giro hacia mis compañeros, pero la niebla se ha vuelto tan espesa que estiro el brazo y no me veo los dedos. ¿Qué está ocurriendo?
—¿Hinata? ¿Konohamaru?
—Naruto.
Cojo aire con brusquedad y miro al frente, a la lámpara que parece titilar un instante antes de volver a brillar con fuerza. A la mujer no le afecta la niebla. Puedo delinear sus contornos. Puedo distinguir cada detalle.
Sólo que no es una mujer cualquiera. Es Hinata. Hinata, con sus cabellos tan despeinados como siempre. Vestida de granate, como cuando la conocí, aunque no sea con el mismo traje. Es un atuendo sencillo, que hace destacar todavía más sus bonitos pero simples rasgos, su piel pálida. En una de sus manos sujeta el candil. En la otra, una corona de oro con la que juega. Parece ir a tendérmela, pero luego se la pone sobre la cabeza, ladeada. Me sonríe, con ese gesto casi burlón. Como si se estuviera riendo de mí. Como si estuviera provocándome, de hecho. ¿En qué momento…?
Esto no es real, Naruto. No puede ser ella. No puede. Ya lo sé. Pero por un instante, quizá… me gustaría que lo fuera.
—Naruto —repite. Y de pronto es como la primera vez que dijo mi nombre, y como la segunda. Ahora ya no lo hace pero, entonces, medio borracha y tras haberme confesado sus secretos, lo paladeó.
—¿Qué…? —pregunto. Y me siento muy estúpido por hacerlo. Ni siquiera llego a terminar la frase. La dejo en el aire, con todas mis dudas. Sea lo que sea eso, no es cierto. Doy un paso atrás.
—¿No nos quieres? —pregunta ella a su vez. Mira hacia arriba como para ver el aspecto que tiene con la pieza de oro contra sus cabellos. No se me ocurre nada más perfecto—. ¿Por qué no te acercas y coges lo que es tuyo?
Y sé que no se refiere sólo a la corona. Me hace un gesto de invitación con el dedo. El vestido se afloja de pronto, o quizá ni siquiera había estado atado a su espalda desde un principio. Las mangas se le escurren hasta los codos y el escote desciende hasta dejar a la vista parte de sus pechos. Blancos, como imaginaba, sin mácula.
—Esto… ¿es un sueño?
Me hubiera gustado poder afirmarlo, pero se convierte en una interrogación cuando dudo. Porque dudo. Es todo tan… perfecto. Trago saliva. Claro que me gustaría coger lo que me pertenece. Y a ella, aunque no lo haga. Aunque debería estar prohibida. Me siento turbado. Sabe que la deseo. Tiene que saberlo, porque es obvio. Soy obvio.
—Tu corona está aquí —me tienta, una vez más—. ¿Por qué no vienes a quitármela? Se aparta los cabellos del hombro, dejándome ver su cuello provocador. No. Esto está muy mal. Ella no quiere tener nada conmigo. Me lo repito y me lo repito…, pero no llego a convencerme.
—La corona la tiene mi padre —digo, y creo que es más para recordármelo a mí que para ella—. En el Remolino.
Su sonrisa, de nuevo. Burlona, revoltosa. Esa sonrisa que sólo le he visto dedicarme a mí. Durante un instante, vuelvo a sentirme en el fondo del hoyo. Vuelve a acelerárseme el corazón, aunque sabe que no debe. ¿Acaso no sería sencillo dejarme llevar? Coger su mano… ¿Aunque sea una mentira? Para eso ya tengo mis fantasías.
—La corona debe estar allá donde el príncipe vaya.
Algo en un rincón de mi mente me advierte de que no debo aceptar. Sacudo la cabeza, y la sensación se hace más pequeña. Si es un sueño, ¿qué más da? Yo también tengo derecho a ser feliz, aunque se trate de algo tan simple como un aro de oro sobre mi cabeza y una mujer por la que me siento atraído en mis brazos. ¿Qué puede haber de malo en eso? Nadie se va a hacer daño. No es como en el Bosque de Merlon. Doy un paso hacia delante. Sonrío.
—¿Y… tú me la vas a dar?
Hinata se lame los labios. Lo hace de tal manera que creo que enloqueceré. Yo también quiero que pase su lengua por mi boca. Por todo mi cuerpo. Quiero sentir sus besos, su deseo, su pasión. Quiero que clave las uñas en mi espalda mientras grita mi nombre. Quiero que me muerda, que me destroce.
Lo quiero todo de ella.
—Te lo daré todo si vienes a buscar la corona —ronronea. El aire se me queda atascado en la garganta. Es como si me leyera el pensamiento. Es como si lo supiera todo de mí—. Si vienes a buscarme a mí. Dejo escapar un suspiro. Doy un paso al frente. Si alzase la mano, podría tocarla.
—He visto cómo me miras, príncipe. Me deseas. —Tartamudeo, intentando decir algo, pero ella me interrumpe—: Nunca lo admitirás, lo sé, pero da igual. No hay ningún secreto entre nosotros, ¿verdad? La respiración se me acelera. Se saca las mangas del vestido, que cae hasta sus caderas. Durante un segundo finge sentir vergüenza y se cubre, pero luego, sin soltar la lámpara, alza sus brazos hacia el cielo, mostrándose con descaro. Me incita a que la toque, a que compruebe la forma en que mis manos podrían cubrir sus pechos. Me pregunto cómo se sentirá su piel. Cómo será pasar los dedos por su estómago, por su garganta. Besar sus hombros. Me pregunto si el cosquilleo que sentí cuando nuestras manos se encontraron por casualidad explotará cuando la abrace. Quiero saber cómo será sacarle el vestido, lentamente, y observarla desnuda bajo la luz.
Alargo el brazo. Los violentos latidos de mi corazón no me dejan pensar con claridad. Si es tan apasionada con las palabras, ¿cómo será con el amor? ¿Lo dará todo, sin reservas? Me detengo cuando estoy a punto de alcanzarla.
¿Cómo va a darlo todo cuando está tan herida? ¿Cómo va a recibirlo todo, si nunca se lo han dado? Cierro el puño en el aire. No. Esta no es ella. Ella no se insinuaría así. No se… vendería. Ella no me desea. Ella desea libertad. Está llena de heridas y no necesita un amante. Necesita a alguien que la ayude a ponerse las vendas y sanar. Y yo no sé si puedo ser esa persona. No puedo ayudarla si ella no quiere ayudarse a sí misma primero. Aparto la vista al suelo. La corona… No es esto, ¿verdad? La corona no es aceptar el camino fácil. No es así como la quiero obtener. La corona no es sólo un objeto. No puedo alargar la mano y tomarlo. Hinata no es un objeto. No puedo alargar la mano y tomarla. Y por eso no lo hago.
—No.
Ante mis ojos, la criatura se desvanece, no sé si por el convencimiento de mi negativa o porque acabo de despertar. La niebla también se disipa, y pronto no queda ni el más mínimo recuerdo de la pesadilla. Se va más rápido de lo que vino, pero me deja confuso y vacío, como si hubiera rechazado algo que nunca voy a poder recuperar.
Quizás haya perdido la única oportunidad de conseguir aquello que más anhelo.
Debilitado, como si ver desaparecer mis sueños se hubiese llevado también mis fuerzas, caigo de rodillas sobre el terreno embarrado. Cierro los ojos y me convenzo de que, cuando los abra, estaré bien. Pero no es así. El golpe de la realidad es todavía más duro. Konohamaru está de pie, unos cuantos pasos hacia mi derecha, pálido pero entero.
Hinata, entre los dos, yace tirada en el suelo. Sus ojos están cerrados y su piel se ha vuelto tan pálida que casi parece porcelana. Delante del cuerpo inmóvil, su brazo está estirado, intentando alcanzar algo que se le ha ofrecido. La mano, cerrada en torno al aire, se halla teñida de negro, como si su carne hubiera empezado a pudrirse.
—¡Hinata!
Soy el primero en reaccionar. Me arrastro hasta ella, con las pocas fuerzas que tengo, y la atraigo hacia mí. No sé si es seguro tocarla, si lo que sea que le ha pasado me afectará también a mí. No me importa. Quiero que abra los ojos.
—¡Hinata! —repito, y una parte de mí no se cree la fuerza de mi voz, la desesperación que hay en ella—. ¡Hinata, despierta!
La incorporo. Le pongo una mano en la mejilla. Está tan fría… Le busco el pulso y lo encuentro, lento y débil, apenas un susurro. La mancha en su mano, que llega ya hasta su muñeca, es suave al tacto, pero tan helada que, por un momento, parece quemarme. Si no fuera imposible, juraría que se mueve. Que avanza. Aguanto la respiración. ¿Qué está pasando?
—Eran ghuls. —Konohamaru me habla desde algún lugar lejano, y yo alzo la vista para encontrarme con su mirada vacía. ¿He hecho la pregunta en voz alta o simplemente está tratando de explicarse?—. Son… espíritus: tientan a aquellos que entran en su territorio con promesas para envenenarlos cuando tocan su mano.
Bajo la vista de nuevo a la muchacha que, quieta entre mis brazos, intenta seguir respirando. Parece que su propio corazón se esfuerce por seguir latiendo. ¿Es que ella no se dio cuenta de que lo que le ofrecían era un sueño? ¿Por qué…? O mejor dicho: ¿ qué ?
—¿La han envenenado? —Intento controlar un jadeo—. ¿Qué va a pasar, Konohamaru? ¿Qué le va a pasar? El hechicero titubea. Lo miro, pero él aparta los ojos en cuanto puede. Creo que no me lo va a decir. Que no se va a atrever a decirlo.
—Que una vez que el veneno llegue a su corazón, morirá.
Nos movemos rápido. Decidimos que no podemos dejar a Hinata allí tirada y tampoco queremos arriesgarnos a que esos espíritus, se llamen como se llamen, decidan que no les vale un no por respuesta y vuelvan. Con mucho cuidado, subimos a la enferma a mi caballo y nos movemos a toda la velocidad que el terreno nos permite. La sujeto, con miedo de que se vaya a caer, pero el problema resulta ser otro: en unos minutos estoy completamente helado y los dientes me castañean sólo de sostenerla contra mí.
No conseguimos alcanzar ningún pueblo, pero nos conformamos con una cabaña abandonada en el límite del pantano, donde la tierra vuelve a estar seca y el olor a agua estancada es un mal sueño. Prefiero no pensar que a sus dueños les ha podido ocurrir lo mismo que a nuestra compañera, pero lo cierto es que la casa parece tan vacía, y debe de llevar tanto tiempo así, que no puedo evitar augurar que les ocurrió alguna desgracia. Hay polvo por todas partes y, cuando dejamos el cuerpo inmóvil sobre la cama, oímos la madera crujir bajo su peso. Temo que el mueble esté podrido o comido por los insectos, pero aguanta. Me saco la capa y se la coloco por encima, aunque esté sucia y no crea que vaya a servir de nada. Encuentro leña apilada contra la pared y me concentro en encender un fuego para caldear la única habitación y secarnos.
Cuando termino, Konohamaru ya ha empezado a trabajar: me ha dicho que puede hacer una poción que la ayude a recuperarse, y yo ni siquiera tengo fuerzas para dudar de él. Ha abierto el zurrón de la chica y ha desperdigado por el suelo todas esas plantas que recoge cada vez que hacemos una parada. Separa algunas, después de examinarlas con ojo crítico, y vuelve a guardar las que no le sirven.
Finalmente, con decisión, se levanta. Es como si hubiéramos cambiado los papeles: hoy soy yo el niño, el perdido, el que se queda de pie con los brazos a los lados, sin saber qué hacer, en un mundo que no parece el mío. Yo no sé nada de pociones ni de plantas. Yo me limito a mover la espada, a matar cosas. Quizás a tener golpes de suerte. Me encojo, sintiéndome inútil.
—¿Tienes todo lo necesario?
—No, pero iré a por lo que me falta: por suerte, no son cosas difíciles de encontrar.
—Yo iré —ofrezco en un intento de ser útil. Me doy cuenta de mi error nada más mencionarlo.
—¿Sabes el nombre de las plantas? ¿Puedes identificarlas? —Al ver que guardo un profundo silencio y bajo la cabeza, él suspira—. Quédate con ella. Hierve el agua que tengamos para que esté lista cuando vuelva. Lo detengo un momento y busco entre la ropa de Hinata el puñal que sé que siempre lleva encima. Se lo tiendo.
—Al menos, llévate esto.
Parece algo sorprendido, como si no esperase que me fuera a preocupar por él. Con un último asentimiento, sin embargo, y apretando el cuchillo con las dos manos, se marcha.
En cuanto dejo de oír sus torpes pasos alejándose de la cabaña, busco y encuentro una olla; la lleno con el agua que teníamos almacenada en las alforjas. El fuego arde brillante, pero, por si acaso, añado más leños. Me seco ante el hogar y me cambio de ropa para dejar de sentirme pegajoso y helado. Como incluso después de eso sigo temblando, me siento ante las llamas crepitantes.
Trato de no pensar con todas mis fuerzas, pero no puedo evitarlo. Inquieto, acabo por levantarme en cuanto empiezo a sentir la piel templada y paseo por la diminuta vivienda. Mis ojos rehúyen el cuerpo de Hinata, que no se ha movido. Que no se va a mover nunca más, a menos que esa cura que el hechicero ha prometido funcione de verdad. Y claro que va a funcionar. Además, no es que ella sea una muchacha débil. Con lo tozuda que es, estoy seguro de que vencerá al veneno ella sola, aunque sólo sea por llevar la contraria.
Finalmente, a medida que pasan los minutos, y sin otra cosa que hacer, me acerco a ella. Me arrodillo junto al lecho y la observo. Si no fuera por su palidez, quizá podría fingir que duerme. Con suavidad, trato de limpiarle la cara. Ella no se mueve, y lo único que reacciona dentro de mí es el nudo que se me ha formado en el estómago. La recorro con la mirada, deteniéndome en su mano negra. Le alzo con cuidado la manga y compruebo, para mi más profundo disgusto, que el veneno se ha extendido hasta el hombro, con paso lento pero fatal. Esto no puede estar pasando.
Cierro los ojos, pero cuando los vuelvo a abrir, ella sigue ante mí, imperturbable. Dudo de si debería darle la mano. Está inconsciente, pero normalmente, cuando alguien vela a otra persona, la sujeta para pedirle que se aferre a la vida. Pero ella no es una moribunda, ¿verdad? Apoyo los brazos sobre el colchón. Prefiero fingir que ella nunca me dejaría tocarla, ni siquiera en esta situación. Que me apartaría bruscamente, quizá con una bofetada. Naruto, ni siquiera sabe que estás en este cuarto. Podrías irte y ella seguiría igual.
No va a abrir los ojos, por mucho que yo lo desee. Porque, al fin y al cabo, renuncié a lo que anhelaba cuando me lo ofrecieron: ella, salvaje y dispuesta, con mi corona en su cabeza. ¿Qué habría pasado si hubiese aceptado? A lo mejor entonces la habrían dejado. Tal vez incluso la habría salvado. Se habrían conformado conmigo y la habrían dejado ir. Echarme la culpa no es más que un pobre consuelo.
—No te mueras —susurro.
Mis propias palabras son más terroríficas de lo que puedo expresar. Me llenan de ansiedad y, finalmente, acabo por extender la mano y tomar sus dedos. Están helados, y temo el momento en el que también lo esté su corazón.
—Es una orden de tu príncipe. Estúpido. Ella nunca ha necesitado tu permiso. Ella nunca te ha necesitado. Quizá por eso estás así. Por eso tiene que ser ella, o ninguna otra…, ¿verdad?
—No te mueras, aún te quedan muchas cosas por hacer… Tenemos que llegar a Idyll. Y salvar a la hermana de Konohamaru. ¿No quieres ver a esa Maestra hechicera? Siempre estás diciendo que las mujeres podéis abriros camino en este mundo de hombres, y parece que ella ha llegado alto. Y… sé que tú también quieres hacer grandes cosas. Yo creo que puedes. Que lo harás si te lo propones. Pero para eso tienes que abrir los ojos.
No hay ningún cambio. Su respiración sigue siendo apenas perceptible. Su pecho sube y baja, constreñido por el corpiño. Sus dedos siguen fríos e inmóviles. Se me empañan los ojos. Parpadeo.
—Te… Te necesito, Hinata.
Cierro los párpados. Porque necesito tu ayuda para convertirme en rey. Porque eres más lista que yo. Porque te orientas mejor. Porque me gusta tu risa y me haces reír, y me animas hasta cuando ningún otro se molestaría en hacerlo. Porque crees en mí y porque yo también creo en ti. Pero eso no lo digo. Esas palabras se las traga el silencio.
Konohamaru vuelve, exultante, con una flor blanca de tallo espinoso como su mayor trofeo. Sin pronunciar una sola palabra, deseando que el tiempo avance más rápido para mí y corra más lento para Hinata, lo veo trabajar. No parece tan idiota como cuando mueve su varita, sino serio y concentrado, e incluso un poco más adulto. Eficiente. Remueve el contenido de la olla y echa los ingredientes. Aunque a mí me parece que esté cocinando, supongo que eso también es un tipo de magia. Usa el puñal para cortar y para triturar por igual, a veces con el filo, a veces con la empuñadura.
Por fin, tras lo que me parecen horas, anuncia que ya está. Siguiendo sus indicaciones, incorporo el cuerpo de Hinata y él se lo hace tragar mientras masajea su cuello con los dedos.
—¿Y ahora?
—Ahora esperamos.
Eso hacemos. Alimentamos el fuego un par de veces y nos turnamos para salir de la casa, que huele a cerrado. Exploramos alrededor y vamos a buscar agua para lavarnos. Comemos algo. Cada cierto tiempo, Konohamaru la destapa y le sube la manga. Cuando me dice que el veneno parece estar desapareciendo de su piel, siento ganas de sonreír de puro alivio. No lo hago, no quiero adelantarme a los acontecimientos. He visto situaciones que se torcían en circunstancias más favorables.
Aguardamos. El chico no está aquí cuando ella suspira. Suelto su mano, ahora más cálida, que tenía entre las mías. Nadie tiene por qué saber eso. Me levanto a tiempo de verla abrir los ojos. Se ha salvado.
—¿Hinata?
Me estremezco, aunque la cabaña está lo suficientemente caldeada como para hacerme sudar, y me inclino sobre ella. Su mirada se encuentra con la mía. Sonrío un poco. Me reconoce.
—Príncipe.
Se supone que no debería, pero rozo su rostro.
—¿Cómo te sientes?
—Cansada… ¿Qué ha…?
—Has estado a punto de morir.
Aguanto la respiración. Debería habérmelo pensado dos veces antes de ser tan directo. Parece confundida, y no la culpo. Confundida y débil. Se lleva una mano a la cabeza. Los dedos me cosquillean de contenerme para no tomársela.
—¿Morir…? —repite, y yo creo que no es del todo consciente de lo que la palabra quiere decir—. No, yo iba a… —Se interrumpe—. Estaba…
Al final calla, sin palabras. Baja la mirada. No sé si está avergonzada o simplemente no es consciente de lo que ocurre a su alrededor. Quizá se trate de un poco de las dos cosas. Me siento a su lado.
—Estábamos cabalgando. ¿Recuerdas la niebla? Unas mujeres surgieron de ella… Konohamaru me ha dicho que son conocidas como «ghuls»: tientan a la gente con sus mayores deseos. Si aceptas el trato, si las tocas…, te envenenan. Te matan lentamente. Tú… —Titubeo. No decirlo no va a cambiar las cosas, por mucho que a mí me gustaría olvidarlo—. Tú aceptaste, y estuviste a punto de sucumbir.
»Konohamaru preparó una poción —continúo, librándola de tener que hablar—. Deberías darle las gracias. Nos quedamos en silencio un buen rato. Aunque finja no mirarla, no puedo evitar estar atento a sus movimientos. Una expresión de desamparo pasa por su rostro. O, al menos, yo creo verla. Al final, me levanto.
—Descansa.
Ella se tumba. Se acurruca bajo mi capa, haciéndose un ovillo. Sus ojos se fijan en los míos, como si fuera a decirme algo. Sin embargo, el instante pasa. Es como si sobre nuestras cabezas pendieran todas las cosas que nunca nos decimos. Que nunca nos diremos. Es incómodo y, a la vez, casi liberador. Echo a andar hacia la puerta.
—¿Naruto? —Me giro—. Gracias. Me da la espalda.
—Me alegro de que estés bien. Me voy antes de que pueda responder.
