Capítulo 17
Naruto
Partimos al día siguiente, con Hinata más o menos recuperada, pero negándose a guardar cama un día más. A mí no me preocupa la debilidad que pueda sentir tras el ataque de las ghuls tanto como las heridas profundas que el incidente ha dejado. Las cicatrices que me ha mostrado, que lleva intentando ocultar todo el tiempo, son tan hondas que me pregunto si yo podría haber vivido con ellas. Lo dudo. No soy tan fuerte. Nadie que yo hubiese conocido antes es tan fuerte.
Y, paradójicamente, la única que no se da cuenta de su valor es ella. Durante los seis días siguientes, seguimos nuestro camino, deteniéndonos constantemente. Yo hago heroicidades, ayudado por mis compañeros, y la gente se queda maravillada y contando historias ligeramente modificadas de lo que ha pasado en realidad, ayudados por la inventiva y la labia de Hinata, que siempre encuentra la manera de versionar nuestras hazañas por los mercados, haciéndolas más épicas de lo que en realidad son. Una doncella desaparecida y que todos decían que había sido secuestrada por un feroz ermitaño resultó ser en realidad la víctima de un ahogamiento en un estanque. Sus padres no quedaron muy contentos con la resolución, pero el hombre al que iban a encarcelar nos lo agradeció con unas plantas que aseguró que él mismo cultivaba y curaban de cualquier mal. Nótese que se las dio a Hinata mientras le hacía ojitos, así que creo que se las hubiera entregado de todas formas. A mí me dio una palmada ausente en la espalda mientras observaba el modo en que las calzas se le pegan a ese provocativo trasero suyo. Casi le rompo la cara, pero pensé que no quedaría como un príncipe bondadoso si lo hacía con todo el mundo mirándonos, de modo que lo dejé pasar. Eso y que Konohamaru me arrastró lejos de él cuando vio que se me empezaba a hinchar la vena del cuello.
Las aventuras se sucedieron, aunque yo no me sentí especialmente gallardo en ninguna de ellas. Por lo visto, a la gente ya no la atacan dragones. Su máxima preocupación suelen ser los animales que se acostumbran a su presencia y acaban saliendo de los bosques para acercarse a las poblaciones. En la mayoría de los casos, mis acompañantes me prohíben matarlos, así que acabamos espantándolos, simplemente. Al tercer intento, le prohibimos a nuestro hechicero que lo hiciera por medio de la magia. Empezamos a temer las consecuencias cada vez que agita esa varita suya.
Las brujas, por su parte, resultan ser sólo mujeres con mala reputación en lugares más tradicionales. Nada de malas artes para agriar la leche y de una plaga que llegue a las cosechas: al final, lo más misterioso siempre acaba teniendo la respuesta más racional.
Una semana después del incidente con las ghuls, llegamos a un pueblo de Sienna llamado Naida, que está celebrando un día de mercado. Eso, por supuesto, encanta a Hinata, que nos pide que paremos y pasemos la tarde y hagamos noche en él. No se me ocurre ninguna razón para decirle que no (aunque tampoco creo que ella esté dispuesta a darme más opciones), así que queda decidido.
En este momento me arrepiento de haber aceptado. Es de noche, y debe de ser el primer día en todo este tiempo que realmente puedo decir que hace frío. Y, sin embargo, aquí estoy, envuelto en mi capa, esperando a que esa estúpida muchacha se digne a regresar a la posada.
Vuelvo a estampar los pies contra el suelo de adoquines, intentando ahuyentar un poco las sombras y el viento helado. No resulta, pero es reconfortante hacer ruido y perturbar la quietud casi fantasmal que se ha instalado sobre el pueblo. Me entretengo en formar nubes de vaho y pienso en lo bien que me van a sentar el par de tazas de vino caliente y especiado que le voy a obligar a pagar por hacerme aguardar a la intemperie mientras me muero de preocupación.
Porque estoy preocupado.
Ya no hay manera de negarlo, como no hay manera de negar que no he podido dejar de pensar en ella estos últimos días, y no como la fuente de tentación que preferiría que fuese, como un cosquilleo en el bajo vientre, sino como la clase de problema que nadie quiere tener, que llega sin que te des cuenta y se clava hondo antes de que puedas ser consciente. Una espina, quizá, que ya no puedes quitarte.
Miro al cielo. Polaris me observa desde arriba, indicándome la dirección hacia el Remolino. Hacia casa. ¿Es que no lo ves, Naruto? Tu país te estará esperando, después de tener noticia de todas las hazañas que has llevado a cabo. Te querrá de vuelta y, con la reputación que te estás labrando, te querrán como nada más y nada menos que su rey . Te darán la corona, y eso significa dejar atrás muchas cosas. Significa convertirte en un hombre responsable, preocupado por el pueblo, y no por ti mismo.
El romance no entra en esa ecuación, príncipe.
Quieto. ¿Romance? Romance es una palabra… extraña. No se trata de nada romántico. Para eso ella tendría que estar de acuerdo, y es obvio que no es el caso. Seguimos igual que siempre. Nuestra relación es la misma, sólo que yo he empezado a verla bajo una luz diferente. Me rasco la barbilla. Una luz que, espero, igual que pasa con los rayos del sol, se va a ir moviendo y cambiando hasta desaparecer.
¿Qué te parece eso? Naruto el Poeta, el orgullo del Remolino. Seguro que puedes acabar con el hambre o el abuso de poder de los nobles regalando versos sobre el amor y un montón de metáforas.
Oigo pasos detrás de mí y me giro. Una figura (ahora la reconocería en cualquier parte, aunque no lo admitiré nunca) se acerca por la calle. Parece tranquila; tira al aire y recoge una bolsa que tintinea con el dinero que ha conseguido. Obviamente, sólo yo me preocuparía por una mujer que camina como si la calle fuese suya. ¿Es que no ha oído de los peligros que se ocultan en las sombras? No es precisamente corpulenta y, aunque tiene ese puñal suyo y ha demostrado que sabe por qué lado se clava, no estoy seguro de que fuera un auténtico peligro para alguien que la asaltase por la espalda o que la dejase inconsciente.
—¿Príncipe? —La muchacha se acerca con curiosidad, a la luz que las ventanas de la posada dejan caer sobre nosotros—. ¿Qué haces aquí?
—¿Sabes qué hora es?
Ella parpadea.
—No.
—¡Pues sólo tienes que mirar al cielo! ¡Es de noche! ¡Dijiste que volverías al atardecer, pero es de noche y hace frío! ¿No sabes lo que les hacen a las chicas cuando es de noche y hace frío y caminan solas con una bolsa llena de dinero?
Ahí llega. La sonrisa. Las comisuras de sus labios reptan por su rostro como dos serpientes. Conozco ese gesto. Es la expresión que indica que se propone martirizarme. No puedo decir que no me lo tenga merecido.
—¿Así que estabas aquí fuera esperándome? —pregunta, con una voz que casi parece un ronroneo satisfecho. Camina a mi alrededor, mirándome desde todos los ángulos con su aire de gata, y eso es suficiente para que me ponga nervioso—. ¿Preocupado por mí, tal vez?
—No. —Carraspeo. Mejor mentir que sentirme desarmado, aunque si admitiera que he estado maldiciéndola porque no se encontraba con nosotros, quizá la desarmada sería ella—. Konohamaru me dijo que no se dormiría hasta que supiera que estabas bien. —Me giro—. Así que voy adentro… Ya sabes lo insoportable que se pone cuando duerme poco…
—Vaya. —Y yo sé que sabe la verdad, y ella sabe que sé que la sabe—. Pues estaba pensando en enseñarte algo muy interesante que he descubierto en compensación por haber estado esperándome… —Hace un ademán, desechando la idea—. Pero si Konohamaru no ha podido dormirse por mi causa, será mejor que vaya a tranquilizarlo.
Para mi más profundo disgusto, me conoce y sabe cómo despertar mi curiosidad. Y, por supuesto, sabe que no podré resistirme a un secreto.
—¿Qué es?
—No te lo mereces —se burla ella, cruzando los brazos sobre el pecho—. Sólo se lo merece Konohamaru, que se ha estado preocupando por mí. Konohamaru debe de estar roncando ya en su habitación. Los dos sabemos que lo único que necesita es una manta y dormirá en cualquier parte. En cualquier momento. Es como un bebé. Cojo a Hinata del brazo y la acerco a mí.
—Pero he sido yo el que te ha esperado a la intemperie tanto rato. Mira qué frío estoy…
Cuelo una mano bajo su manga y ella deja escapar un gritito de sorpresa, pero acaba por reír. ¿En qué momento hemos empezado con estos juegos? Antes eran palabras y bromas que no requerían contacto. Y aunque estas han seguido, nos hemos ido acercando también de otras maneras. Hemos empezado a tocarnos. Ella sin querer; yo, buscándolo. Nuestros dedos, nuestras caras, los brazos. Me hace sentir extraño, ilusionado, como si estuviera descubriendo algo completamente nuevo…
Me hace sentir como si estuviéramos compartiendo algo especial, más íntimo que con cualquier mujer con la que me haya acostado. Incluso cuando sé que sólo me pasa a mí.
—Está bien —accede—. Pero porque no pienso darte otro tipo de recompensa para hacerte entrar en calor.
Me echo a reír, emocionado, como si tuviera ante mí un regalo que desenvolver. No sé qué puede querer enseñarme; sea lo que sea, estoy seguro de que valdrá la pena. Echa a andar, haciéndome un gesto, pero yo tardo un segundo en reaccionar. Correteo tras ella y me pongo a su lado.
—¿No lo llevas encima?
—No era algo que se pudiese atrapar, aunque me habría gustado mucho. Cada vez me siento más perdido.
—¿Quieres decir que está vivo? —pregunto, sin saber qué esperar. ¿Un animal? ¿La forma en la que la luz se refleja en el agua o algo así? ¿Un coro de ranas parlantes?
—Eres impaciente, ¿verdad? —responde ella con algo de burla. Como si debiera sentirme avergonzado por ello. —Depende de para qué —bromeo, y por mi sonrisa en la penumbra es capaz de saber qué me pasa por la cabeza.
Hinata calla y sacude la cabeza, pero continúa caminando. Nos movemos por las calles vacías del pueblo. Naida cuenta con un pequeño riachuelo que seguimos y que nos lleva hasta las afueras. Pierdo la cuenta del tiempo que pasamos andando, yo intentando adivinar qué vamos a ver y Hinata burlándose de mis suposiciones. Al final, tras lo que parece una eternidad, nos adentramos en un bosquecillo no demasiado espeso. Una idea loca me cruza por la cabeza.
—No me digas que has encontrado un unicornio —susurro, y miro alrededor como si estuviera esperando ver un caballo blanco con un cuerno en la frente saliendo de entre algunos arbustos.
—Sólo se presentan ante doncellas —me recuerda ella con una sonrisa que parece burlarse de la inocencia misma—. Pero…
Se pone un dedo en los labios y noto que sus pasos son más pausados. Trato de acompasar los míos al nuevo ritmo. No hacemos apenas ruido. Unas luces diminutas aparecen entre los árboles, y al principio creo que son luciérnagas, aunque su luz tiene un tono casi azulado. Aguanto la respiración cuando Hinata me coge de la mano para guiarme y su piel cálida se estremece contra la mía, mucho más fría. Es casi como si no se diese cuenta de lo que acaba de hacer, y quizá no haya sido un gesto consciente. Trato de no mover los dedos, temiendo que vaya a separarse si le hago notar que nuestras palmas están pegadas. Al final de nuestro camino, me hace agacharme y nos ocultamos tras el follaje. Como dos sombras, apartamos las ramas y observamos.
Al principio no creo lo que ven mis ojos. Pienso que me están engañando o que es un truco de la luz. Pero las luces son, precisamente, lo que está ahí para llamar mi atención. Para sorprenderme, aunque no sepan que estoy aquí. No deben saberlo.
Un desnivel en el terreno crea pequeñas cascadas blancas que caen formando el remanso, antes de fluir corriente abajo, hacia algún río más grande y, después, hasta el mar lejano. Sobre la vegetación que rodea el lugar y sobre la superficie del agua, docenas de luces azules danzan en perfecta sincronía, como si supieran que nos deleitan con un espectáculo único. Su movimiento es también un tintineo que parece hacerse eco por el bosque en forma de campanillas de cristal. No puedo apartar la vista. Al principio ni siquiera me planteo lo que son: ¿estrellas? ¿Insectos? Trato de centrarme. ¿Mariposas? Son todavía más pequeñas. Cuando una se queda quieta sobre el agua, flotando antes de retomar el vuelo, entiendo lo que Hinata ya ha debido de descubrir.
Hadas.
Hadas que juegan a crear ondas. Hadas que vuelan libres remontando los saltos de agua. Hadas que se deslizan con gracia, con la sencillez y la magnificencia que sólo posee la naturaleza o la magia. Son hermosas.
Son lo más hermoso que he visto nunca. Pero, por supuesto, no lo digo en voz alta, porque estropearía el momento. Las asustaría si hablara por encima del fluir de la corriente. Por eso, aunque lo que más deseo es agradecerle a mi compañera que me haya traído aquí, sigo con la vista fija en este secreto que me ha descubierto y aprieto su mano en la mía. «¿Podríamos quedarnos aquí para siempre?», le pregunto en este gesto, a pesar de que ya sé la respuesta. «¿Podríamos fingir que nada más existe? Solos, tú y yo…».
Hinata entrelaza sus dedos con los míos.
Permanecemos aquí varios minutos, puede que horas, puede que una vida entera. Cuando finalmente consigo apartar la mirada, el mundo aparenta ser un lugar diferente. He bebido de todos los detalles, me he quedado con los patrones de su danza, con cada una de las notas que sus aleteos parecen emitir. Me he saciado de una sed que nada tiene que ver con las necesidades de mi cuerpo, pero, lejos de sentirme complacido o agradecido, me siento todavía más vacío. Me siento impaciente. Curioso, porque soy consciente de que el mundo tiene mucho que ofrecerme todavía, pero no sé qué será lo próximo que logre impactarme de una manera similar.
Cuando consigo apartar la mirada, descubro a Hinata con la mirada fija en mí.
Doy un respingo.
—¿Cómo…? —pregunto con un susurro apenas más audible que nuestras propias respiraciones. Es como si estuviese profanando la canción de las hadas, así que me inclino un poco más hacia ella, para que no tenga que alzar la voz más de lo necesario.
Puede que las hadas sean hermosas…, pero su rostro, visto de cerca, no tiene nada que envidiar a su espectáculo. Las luces danzan sobre su piel y la tiñen de azules y grises, de claridad y sombra. Su sonrisa reluce casi tanto como sus ojos.
—Tus historias no son las únicas que se cuentan en los mercados, príncipe.
Me inclino un poco más hacia ella. Hacia su oído. Que nuestras palabras sean un secreto entre los dos, por vergüenza o porque sí. No creo que necesite más.
—Gracias por mostrármelo.
Parece estremecerse, pero se aparta un poco para mirarme a los ojos. Sonríe con burla, con timidez. Como a mí me gusta. Como si fuera dos chicas en un mismo cuerpo. Como si estuviera aprendiendo a aceptar a ambas. A crear un equilibrio.
—Gracias por preocuparte por mí.
Ahí está de nuevo. El tirón en el estómago. La mano alrededor de mi corazón, apretándolo. Empujándolo a ir más rápido. El instante en el que me quedo sin aire. El mundo que se ralentiza mientras busco en su rostro. En sus ojos. En sus labios.
Quiero besarla.
Pero, si lo hago, todo cambiará entre nosotros. Dejo pasar el momento y me aparto, obligándome a tomar el control de mi propio cuerpo.
—Volvamos —murmuro, incorporándome apenas, y tiro de ella para alejarnos juntos. Y aunque siento la tentación de volverme, de echar un último vistazo a las hadas, no lo hago: hay mil cosas mágicas esperándonos en el camino, por eso tengo que mirar hacia delante.
No sé en qué momento me doy cuenta de que nuestras manos siguen unidas. El gesto se ha vuelto tan natural que me resulta imposible forzarme a separarnos, y ella tampoco parece molesta, quizá porque no se ha dado cuenta. Si fuera consciente, ya habría acabado con nuestro contacto, ¿verdad? ¿O quizá no?
Estoy a punto de abrir la boca para preguntarle por ese vino caliente al que me prometí que me invitaría cuando a lo lejos empezamos a distinguir las primeras casas de Naida. Pero no sólo eso. Tres sombras toman forma en medio del camino y se acercan a nosotros. Tres filos de tres puñales destellan en la noche.
Suelto la mano de Hinata, no sin cierta reticencia, y me llevo una mano al cinto.
—Dadnos todo lo que llevéis encima —ordena uno de los hombres. ¿Bandidos? Es obvio que no han visto que vamos armados, así que desenvaino mi propia espada con calculada lentitud, dejando que la vean en todo su esplendor. Dejo escapar un sonidito de apreciación, como si yo también la admirase por primera vez.
—Parece que yo la tengo más larga. Por el rabillo del ojo, veo la sonrisa de Hinata, divertida por mi comentario. Ella también se encarga de mostrarles que no está tan indefensa como parece.
—En mi caso, lo importante no es el tamaño, sino cómo se use —dice, sopesando su propio cuchillo—. Además, soy muy posesiva con lo que es mío. Así que por mi parte creo que no os voy a dar nada…
Hay un titubeo incrédulo, y nuestros imprevistos asaltantes casi parecen decidir que es mejor no meterse con dos personas que bromean sobre usar un arma. Casi. Al final, sin embargo, se lanzan sobre nosotros. Dos vienen directamente a por mí, probablemente juzgándome el más peligroso o el más fuerte. Aciertan, claro, y por eso los repelo con facilidad. No tengo miedo de ir a por las manos y las piernas, aunque sé que dudaría en atravesar un corazón si me diesen la oportunidad.
Nuestros contrincantes, por su parte, no resultan ser tan diestros, aunque tampoco lo parecen especialmente. Vestidos de negro, con capuchas bien pegadas a sus cabezas y pañuelos sobre bocas y narices para ocultar los rostros, parecen más un chiste de una sombra que hombres de verdad. No manejan el cuchillo con habilidad, como si hubieran aprendido a sostenerlo hace poco. Quizá haya sido así. No a cualquiera le enseñan esgrima tan pronto como puede levantar una espada, como a los príncipes (o, al menos, a los príncipes que estamos interesados en la lucha. No, no diré que todos tenemos las mismas miras. Ya se han dado casos).
No sé exactamente cómo lo hago. Sé que hay un forcejeo y que, cuando me quiero dar cuenta, he lanzado un puñetazo con la zurda hacia la cara de uno de ellos. Oigo un crujido y por un momento temo que sea el de mis propios nudillos, pero al abrir la mano sé que estoy bien. Dejo a mi enemigo doblándose por la mitad y gritando que tiene la nariz rota, mientras la sangre fluye entre sus propios dedos. Apenas necesito más que un par de estocadas directas a herir la mano de su compañero cuando se rinde.
¿Y ya está?
Casi me siento decepcionado. No me extraña que Hinata, unos pasos a mi derecha, haya dejado a su contrincante inconsciente. No he visto cómo lo ha hecho, pero no dudo de que habrá sido un movimiento maestro, imagino que golpeándole la nuca con el puñal. De pronto ya no pienso que fuese una vergüenza que me tuviese amenazado la noche en la que nos conocimos.
—¿Qué crees que deberíamos hacer con ellos, Hinata? —pregunto sin apartar la punta de mi espada del hombre que tengo delante, el único que está lo suficientemente entero como para hacernos algo. O hablarnos. La chica se acerca. Sonríe de medio lado, traviesa, y si yo estuviera en el lugar de nuestros asaltantes, temblaría por lo que esa expresión esconde.
—Bueno, creo que hay una justicia implícita en que, si venían a quitarnos todo lo que teníamos y nosotros hemos ganado, ellos deberían darnos todo lo que tienen… ¿No crees? Asiento, pensativo.
—Ah, robar a un ladrón. Un clásico. Y suena muy heroico si dices que vas a dárselo a los pobres. —Muevo mi arma sutilmente sobre el pecho del bandido—. Ya habéis oído a la dama.
Hay un titubeo. Da la impresión de que le cuesta convocar las palabras mientras bizquea para intentar enfocar mi hoja sin mover la cabeza. Parece casi que no se atreva a respirar. Estoy a punto de sentir pena por él.
Bueno, más bien no.
—No llevamos nada, señor. Tened piedad. N-no lo volveremos a hacer. Bufón.
—¿Estás seguro de que, si revisamos vuestras pertenencias, no encontraremos nada?
—Os lo prometo.
—Entonces, quitaos la ropa.
Mi primer pensamiento es que me va a preguntar que a qué me refiero y me obligará a repetir la orden. Por suerte o por desgracia, no es el caso. Se queda ahí de pie, quieto como una estatua. Espero que no esté esperando a que se la quite yo. Estoy a punto de recordarle que no tengo toda la noche cuando Hinata, que se había agachado para recoger los tres cuchillos del suelo, vuelve junto a mí.
—Naruto—murmura. Y por alguna razón no me gusta la forma en que pronuncia mi nombre. Me inclino un poco hacia ella—. Estos hombres no son simples bandidos.
—¿Qué quieres decir? Ella me pone uno de las armas cortas en la mano. Me la tengo que acercar mucho a los ojos para distinguir las líneas que recorren el filo y pasar los dedos por ella para darme cuenta de lo que significa. Todas las hojas de Konohagakure llevan en su acero el sello del país donde fueron forjadas. No es común que una hoja del Remolino llegue a Sienna, igual que no lo es que una hoja de Idyll aparezca en Granth, por ejemplo: el comercio de armas es muy delicado, y normalmente no se exportan. Y no creo que estas hayan sido una excepción.
—Así que venís del Remolino.
El hombre que no ha dejado todavía de sangrar por la nariz alza la vista.
—Quizá sí, quizá no —dice, con un tono que oscila entre el miedo y el rencor. Sonrío, encantado por su atrevimiento, y muevo la espada hacia él, recordándole que yo estoy armado y él no.
—Os han contratado, ¿verdad? ¿Quién os envía?
No contestan, y eso es lo que más claro me deja que nuestras sospechas no son infundadas. Me pregunto si su lealtad está con ese alguien o con su dinero. ¿Qué buscan? ¿Asustarnos? No llevamos nada de valor encima, y mucho menos algo que una persona, de vuelta en el Remolino, desee. A menos que… Frunzo el ceño, sospechando. A menos que no busquen algo, sino a alguien. ¿A mí? ¿A Hinata? Me muerdo el labio, más impaciente por segundos.
—Me estoy planteando ensartaros de lado a lado uno por uno, a ver si así sois más elocuentes. Acaricio el filo de la daga que aún conservo en la mano izquierda. ¿Los querían para matarnos o para asustarnos?
—Fue lord Toneri—confiesa el de la nariz rota—. Él nos contrató. Doy un respingo y miro a Hinata. Así que no está muerto. Así que ha enviado gente a perseguirla, aunque no sé si pretende matarla o solamente llevarla de vuelta. Aprieto los dientes. No se va a salir con la suya. Ella ya no trabaja para él. Ahora es libre y fuerte, incluso cuando por su rostro pasa, fugazmente, el terror más absoluto. Quiero alargar el brazo y tomar su mano para que sepa que estoy aquí. Quiero abrazarla, como aquel día en la cabaña. Quiero decirle que todo está bien.
El momento pasa y el terror desaparece. Los sentimientos desaparecen. La chica de hielo vuelve a tomar el control de la situación, orgullosa e inmutable.
—Tenía que haberme asegurado de matar bien a ese bastardo cuando tuve oportunidad —dice, con una frialdad que no encaja con la muchacha que me ha acompañado estos últimos días—. Marchaos. Volved con él y decidle de mi parte que ya no soy nada suyo. Puede mandar a cuantos hombres quiera tras de mí, pero jamás volverá a verme.
Hay un silencio incómodo. Los bandidos se miran, y es como si algo no acabase de encajar. Sigo sin entender, pero no me paro a preguntar. Doy un paso al frente, con el arma en alto, y ellos me miran asustados. No vuelven a pronunciar palabra, y obedecen tan rápido como pueden: arrastrando al tercero, que sigue inconsciente, se marchan tomando el camino del río.
¿Y ahora…?
Envaino y me vuelvo hacia ella. Me guardo el puñal, por si acaso. Titubeo y alzo la mano.
—¿Hinata?
Ella se aparta antes de que pueda tocar su hombro. El rechazo es casi tan doloroso como una de sus bofetadas, y ni siquiera es algo físico. No, por favor. No hagas que lo perdamos todo de nuevo.
No te alejes de mí.
—Estoy bien —murmura, contándome la mentira más antigua del mundo.
—No lo estás. —Rozo su barbilla con mis dedos. Siempre dudo de cuánto se asustará si no soy lo bastante cuidadoso, como si fuera un animalillo—. Mírame.
No se lo toma como una petición, sino como un desafío. Un reto en el que enfrentar mis ojos y demostrarme que nadie ni nada puede afectarle. Como si yo fuera un desconocido. Como si no comprendiese que he ido aprendiendo a leer esas pequeñas señales inscritas por todo su rostro. Esta chica no es ella de verdad.
Bajo la mano por su brazo. Mis dedos acarician sus nudillos. Se han vuelto blancos por la fuerza con la que aprieta los puños. Aunque las comisuras de los labios me tironean hacia abajo, yo intento sonreír y ser fuerte por los dos. Porque ser fuerte no significa alzar una muralla, como ella hace. No significa cerrarse al mundo.
—Lo… has visto, ¿verdad? —susurro. Su incomprensión es lo más parecido a bajar la guardia que sé que voy a ver en ella por el momento.
—¿Qué?
—Esos tres grandullones feroces, con máscaras. Llevaban armas y, cuando nos quisimos dar cuenta, nos amenazaban con ellas. Dos se lanzaron sobre mí y otro, contra la muchacha mercader que me acompañaba. —Ella frunce el ceño ante el título, extraño a sus oídos. Por mi parte, intento parecer todo lo inocente que puedo—. Casi nos matan. De hecho, pensé en más de una ocasión que sería el final. ¡Menos mal que soy un aguerrido caballero y que la joven era ducha en la batalla! Por eso vencimos.
»Y en su derrota, sangrando y suplicando por su vida, nos confesaron que lord Toneri los había enviado.
Su rostro lleno de sorpresa me anima a sonreír un poco más. La obligo a alzar la mano. A mostrarme el segundo de los puñales que le quitó a los bandidos.
—Te adjunto, padre —prosigo—, uno de las pérfidas armas que usaron para intentar acabar con nuestras vidas. Como ves, lleva el escudo de nuestra hermosa patria, y seguro que alguien con tu poder y sabiduría logrará rastrear su procedencia y confirmar que lo que te he dicho es cierto. Que este crimen que he malogrado no quede impune, porque alguien que se alza contra su príncipe es alguien capaz de traición también contra su rey. No concibo razón para atentar contra la vida de uno de sus soberanos, pero siempre hemos tenido problemas para contener a algunos nobles. Debería ofrecérsele un castigo de las proporciones adecuadas para que ejemplifique lo que les pasa a aquellos que no aman a su país. Hinata coge aire con brusquedad, y yo aparto mi mano.
—¿Qué…?
—Con amor, Naruto—concluyo.
—No entiendo —balbucea.
—Esa es, más o menos, la carta que le escribiré a mi padre esta misma noche. —Con cuidado, la obligo a abrir los dedos. Pronto la empuñadura del puñal queda apretada contra mi propia palma—. Nadie puede atacar a su príncipe y salir indemne. Y si así pudiese librar a alguien más de un problema…, más razones para hacerlo.
Ante mí, la muchacha niega suavemente con la cabeza. Supongo que me va a pedir que no lo haga, pero ya he tomado una decisión. Por su bien, pero también por el mío: ¿cómo voy a dormir tranquilo sabiendo que el hombre que tanto daño le hizo sigue sin estar satisfecho? ¿Cómo voy a respirar tranquilo cuando tendré miedo de que se la lleven cuando menos me lo espere? Cuando baje la guardia o cuando ni siquiera esté mirando…
—No entiendo… —repite, con los ojos llenos de confusión.
—¿Qué hay que entender? Ha cometido un crimen y yo se lo voy a hacer pagar. Como no estoy en el Remolino para ello, enviaré una carta a quien pueda ajusticiarlo con todo el derecho.
—No lo haces por eso —murmura—. Lo haces por mí. No… No lo entiendo.
No trates de entenderlo. No quieras ver lo que pasa por mi mente, o estarías tan asustada que jamás podrías volver a verme de la misma manera. No podríamos volver a ser los mismos.
—Tú cuentas cuentos por mí, ¿verdad? En el mercado. Yo no salvé a nadie de las ghuls, pero los últimos días has ido por ahí diciendo que no sólo vencí mis tentaciones, sino que además os rescaté a vosotros de ellas. Tampoco el mérito de matar a la mantícora es todo mío, pero no quieres ni oír hablar de cambiar la historia. —Suspiro—. Deja que haga esto por ti ahora, entonces. Igual que tú me estás allanando el camino a la corona, déjame que yo te ayude en el tuyo hacia la libertad.
Me doy la vuelta para retomar la marcha. No le digo cuánto duele. No le digo que su libertad, sus ansias de aventura, es precisamente lo que nos va a separar. No le cuento lo mucho que la voy a echar de menos cuando eso pase, o cómo pensaré en ella más de lo que los amigos lo hacen. Cómo pensaré en lo que no pudo ser. En lo que nunca tuvimos.
Su mano se aprieta alrededor de mi muñeca y yo doy un respingo, girándome. Ella me mira, sin palabras, con los ojos grandes y la expresión de pérdida que me encuentro siempre cuando menos me lo espero.
—No voy a imponértelo —le aseguro, temiéndome su protesta—. Si no quieres que le escriba, estás en todo tu derecho. Pero me gustaría mucho ayudarte.
Incluso entonces, Hinata no habla. Se queda quieta un par de segundos y, después, da dos pasos hacia delante.
Se acerca a mí. Rompe la distancia que había impuesto.
Me mira, y no sé descifrar su mirada. Suspira.
Para mi sorpresa, sus manos se posan sobre mis mejillas en una caricia nueva.
Para mi sorpresa, hace lo que hasta ahora sólo me he atrevido a desear.
Me besa.
No es la clase de beso que yo le ofrecería. No es largo ni intenso, como aquel que me dio cuando aún estábamos en Duan. Se trata de una presión de sus labios contra los míos, suave y dulce. Un gesto sencillo, de tan sólo tres rápidos latidos de un corazón dispuesto a morir de felicidad en cualquier momento.
Es el beso más maravilloso del mundo.
Cuando sus dedos se deslizan de mi rostro, no puedo respirar. Es como si se hubiera llevado todo mi aire en su boca. Es como si me hubiera roto con ese simple gesto. Quizá lo haya hecho. Quizá me haya manipulado por dentro, cambiándolo todo de sitio. El tirón en mi estómago se deshace antes de volver a enlazarse con todavía más fuerza, hasta que tengo ganas de gritar.
¿Qué ha sido eso?
—Aún te debía un beso de agradecimiento —susurra ella, apartando la vista.
Tengo ganas de echarme a reír. No sabe lo que ha hecho. No sabe lo que ha significado. No sabe lo absolutamente feliz que me siento, porque llevo días pensando en este momento, aunque no me lo imaginara así. Ha sido mil veces mejor. Más corto, quizá. Más especial.
No sabe lo que ha significado. No sabe lo absolutamente miserable que me siento porque… ¿cómo voy a dejar ahora de pensar en ella? ¿Cómo voy a poder seguir adelante sin querer que vuelva a hacerlo? Sin querer tocarla. Sin desear… más. Porque si un beso ha sido así, si me ha llenado tanto, ¿cómo será un beso más largo, más real? ¿Cómo será desnudarla? Tenerla entre mis brazos. Dormir a su lado…
Cojo aire, sintiéndome mareado. Se aparta. Parece turbada, como si ni siquiera ella misma fuese capaz de entender lo que ha pasado. Aun así, no hace ningún comentario más al respecto. Su mirada cae al suelo, como si estuviera avergonzada. Quizá no está bien. Quizá se arrepiente. Quizá ha actuado por impulso. Supongo que soy el único que ha sentido algo esta noche.
—Vamos, es tarde y tú aún tienes una carta que escribir.
Gira sobre sus talones y emprende el camino, vistiéndose con ese disfraz que conozco tan bien, mirando al frente, porque es lo único que importa.
Yo me quedo unos pasos por detrás y bajo la vista. Sin que ella se dé cuenta, me llevo una mano a los labios. Las visiones de hadas son sustituidas por el sueño de un beso.
