Capítulo 21

Naruto

Despierto con la primera luz de la mañana, aunque siento que hace sólo unos minutos que cerré los ojos. Sé que es hora de levantarse, de vestirme y bajar a desayunar.

Pero por unos segundos me permito quedarme en ese estado entre el sueño y la vigilia, arropado por la calidez de las sábanas y del cuerpo que todavía se abraza a mí. Al que yo todavía me aferro, como me he aferrado durante toda la noche. Mis dedos se deslizan por la piel suave de su espalda hasta detenerse en la curva de su cadera.

Abro los ojos. Hinata tiene la mejilla apoyada contra mi pecho y sus cabellos despeinados me hacen cosquillas en el cuello. Su pecho sube y baja con el ritmo constante de su respiración, y su cuerpo desnudo contra el mío es tan natural como sentir el corazón latiendo. No nos hemos soltado en todo el tiempo, y tengo la tentación de no soltarla más. Estar aquí, en esta habitación, apartados del mundo, los dos, está demasiado bien.

Aquí podemos ser quienes queramos. Aquí el pasado no la persigue. ¿No dijo que mi beso la había hecho sentir en calma? He sido el primero con el que ha conseguido eso. Sonrío, y no me lo puedo creer. Me siento… afortunado. Qué locura. Qué estúpido. Pero la sensación no desaparece, y es todavía mejor a medida que la realidad vuelve y los sueños se van.

Ella acaba por despertar, pero el hechizo no se desvanece del todo. Quizá porque no dice nada. Porque nuestros ojos se encuentran y ella sonríe, con el sueño aún pegado a su rostro en forma de despiste. No nos buscamos, porque ya nos encontramos anoche. Sus labios se posan sobre mi corazón antes de volver a acomodarse contra mí. Los latidos se me disparan.

Acepto guardar silencio un rato. ¿Podríamos quedarnos así? La mantendría en esta habitación hasta que pudiera quererse. Hasta que pudiera quererme. Sin pensar en el Remolino, en la corona, en Toneri, en los hombres que mandó a por ella. Ni siquiera Konohamaru importaría, ni su poción ni los nigromantes en su Torre. ¿Tan mal estaría…?

Decido que no es eso lo que quiero para nosotros. Que no quiero que nos escondamos. Que esto no tiene por qué cambiar lo que estábamos haciendo, juntos, y que tan bien se nos daba: yo, con mis aventuras; ella, con sus negocios. Enredo los dedos de una mano entre sus cabellos.

—Buenos días…

Mis palabras son sólo un susurro, casi temeroso. Pero nada cambia. No nos rompemos. No nos convertimos en ranas ni el edificio desaparece a nuestro alrededor. Al contrario, su abrazo se vuelve más real, más apretado. La noto estremecerse, pese a que no hace frío.

—Buenos días, príncipe.

Busco su mentón con los dedos y ella se acomoda para poder mirarme. Nuestros ojos se encuentran un segundo antes de que lo hagan nuestras bocas. Es como recuperar en un gesto todo lo que vivimos anoche. Todos los besos, que parecen dormidos todavía. Mis dedos despiertan sobre su cuerpo, volviendo a empezar donde lo dejamos hace unas horas, antes de cerrar los ojos. Me cuesta toda mi fuerza de voluntad separarme.

—¿Has dormido bien?

—Hacía una eternidad que no dormía tan bien —me contesta con una sonrisa ligera, relajada.

Hinata alza la mano y me acaricia la mejilla. El agradable cosquilleo del deseo ardiendo a fuego lento prende de nuevo en mi estómago. Ella no aparta los ojos de mí, y yo no me creo capaz de hacerlo tampoco. Su sonrisa burlona, divertida, termina de desarmarme.

—Aunque gruñes y hablas en sueños —comenta. Enrojezco.

—No es cierto.

—Oh, sí que lo es. Te burlas de Menma y hablas del gran héroe del Remolino, que se hará famoso más allá de los confines de nuestro mundo.

Ella pone los ojos en blanco, pero a mí me encanta verla bromear y reírse de mí, aunque no se lo pienso confesar.

—Yo no soy tan… —Callo. Iba a decir «arrogante» u «orgulloso», pero cambio de idea—. Bueno, puede que sí lo sea. Pero no en sueños.

Nunca me había fijado en cómo le brillan los ojos cuando habla de travesuras. ¿Me miraba así antes, cuando se divertía a mi costa? ¿Cómo no me había dado cuenta de ello? Quizá porque nunca nos habíamos mirado tan de cerca…

—Lo eres. Y ahora que sé que te avergüenza, voy a martirizarte con ello todo lo que pueda.

—No me avergüenza —respondo, muy digno. Eso no impide que aún sienta las mejillas arderme—. Es que… no me gusta la idea de hablar en sueños. Nunca se sabe cuándo puedes decir algo indebido.

Aunque no sé exactamente qué podría ser «algo indebido» en estas condiciones. Me froto la barbilla. ¿Qué podría ser más vergonzoso que decirle que estoy enamorado de ella? Creo que, dijera lo que dijera, ese fue el momento en el que estaba verdaderamente borracho, porque aún no sé cómo conseguí convocar las palabras que hasta entonces no había querido admitirme ni siquiera a mí mismo.

—¿Como qué? —inquiere, como si pudiera leerme el pensamiento.

—No sé, pero creo que voy a tener que hacerte prometer que no venderás los secretos de Estado que puedan escapárseme mientras duermo —mascullo, mirando al techo. Ella ríe.

—Pues sería un buen producto que… Se detiene tan bruscamente que tengo que mirarla. Me sorprende ver que se ha sonrojado. Yo me incorporo sobre un codo y Hinata rueda hasta quedar tumbada sobre su espalda, apartándose apenas.

—No estarás pensando en eso , ¿verdad? —farfullo.

—¡No! —Con la cara sobre la almohada, se frota la mejilla. Parece apurada—. Has sonado como si fuéramos a dormir juntos mucho más… Entreabro los labios. Lo cierto es que lo he dicho sin pensar.

Supongo que una parte de mí lo ha dado por hecho porque le gustaría que así fuese. Sé que no tenemos una relación, que no podemos llamarla así, pero ha sido demasiado agradable despertar esta mañana a su lado.

—¿No… quieres? —murmuro.

Ella parece dudar. Tal vez le pase por la cabeza lo mismo que a mí. Finalmente, tras lo que me parece una eternidad, asiente un poco. Aunque sus mejillas no se tiñen de rojo otra vez, me parece que sigue azorada.

—Sí, me gustaría…

El corazón me da un vuelco en el pecho. Me obligo a levantarme y a darle la espalda para que no pueda ver mi sonrisa. Para que no pueda ver cómo me destellan los ojos o cómo su respuesta me ha dejado sin aire.

Debo de ser el hombre más estúpido de toda Konohagakure por emocionarme de esta manera.

Debo de ser también el más feliz.

—¡Hace un día soleado, perfecto para cabalgar! —exclamo, estirándome ante la ventana.

—Bueno, para cabalgar no hace falta necesariamente levantarse de la cama.

Me giro, con una media sonrisa. Al verla tumbada sobre su estómago, enredada en las sábanas, me relamo. Tiene la cabeza medio enterrada en la almohada, y su sonrisa es juguetona cuando me mira de arriba abajo, desnudo y, probablemente, demasiado obvio en mis pensamientos.

—Eso es muy interesante… Me acerco a ella y me inclino. Hinata me ofrece su boca al mover el rostro. La tomo sin dudar y, de paso, le arrebato la sábana.

Es extraño volver al camino, como si nada hubiera pasado. Como si siguiésemos como siempre y lo que pasó ayer no hubiera sido nada más que un sueño.

Cabalgamos bajo un cielo despejado. Hoy seguimos un sendero polvoriento que deja muy poco a la imaginación. No nos cruzamos con nadie, quizá porque ya casi es mediodía y hace demasiado calor a estas horas como para echarse al camino. Konohamaru parlotea, obviamente feliz de que Hinata no se haya ido, pero no hace preguntas al respecto. Habría pensado que es más discreto de lo que creía si no acabara de hacer la pregunta:

—Entonces, ¿significa esto que al fin estáis…, ya sabéis, juntos?

Tengo una breve discusión conmigo mismo en la que acuerdo que no voy a meterme en esta conversación para evitar problemas. Finjo, de hecho, que no he oído nada. Miro al frente. No hay curvas en el camino, así que me resulta sencillo ver hacia dónde nos dirigimos. Los árboles salpican un paisaje dominado por la hierba, y yo anhelo tirarme bajo la fresca sombra de alguno. Hace un día precioso para cabalgar en silencio .

—¿Qué se supone que significa eso? —oigo que responde nuestra compañera, con obvia incomodidad.

—Pues estoy preguntándoos que si tenéis una relación. Naruto lleva poniéndote ojos de cachorro desde el Remolino, al menos, y pese a la escena de anoche, hoy os lleváis de maravilla… —Carraspea—. Puede que no sea el más despierto de los hechiceros, pero sé algunas cosas.

Obviamente no las necesarias para quedarse callado. O para darse cuenta que es de muy mala educación meterse en la vida sentimental (o sexual, o lo que quiera que tengamos) de otras personas.

—Eso no… —Hinata calla, y estaría seguro de sentir su mirada sobre mí si eso no fuera imposible—. ¿De verdad me ponía ojitos? —dice, un poco más bajo.

—¡Por supuesto que no! —protesto, enrojeciendo.

—¡Claro que sí! —exclama Konohamaru, y nos miramos un instante: yo, molesto; él, con una sonrisa burlona que resulta rara en su rostro dulce y que también ha debido de aprender de nuestra compañera—. ¿De verdad soy el único que se ha dado cuenta de la tensión entre vosotros dos? Creo que Hinata está aún más colorada que yo.

—¿Tensión? —repite, incrédula.

—Bueno, estáis siempre discutiendo, y todo el mundo sabe que los que se pelean…

Balbuceo. Debí imponerme cuando tuve la ocasión, porque es obvio que este enano se ha vuelto demasiado impertinente. La muchacha mira a Konohamaru y luego me observa a mí durante un instante.

—Discuto con él porque es insufrible —dice con boca pequeña, centrando toda su atención en el camino.

—Habló —me oigo refunfuñar. No es como si me desagradara, pero no voy a dejar que me llame insoportable y no devolvérsela.

—Y porque te gusta —puntualiza el hechicero. Apuesto a que podría asar una perdiz en la cara de Hinata.

—Aquí el único al que le gusta alguien eres tú —apunta. El cambio de tema es brusco y para nada sutil, pero Konohamaru tiene poca capacidad de concentración, por lo que parece, así que es suficiente para distraerlo—. ¿Seguro que no quieres que pasemos por la Torre de nuevo y le propongamos venir con nosotros a Dely?

—Ya hemos hablado de esto —se queja él—. Esto no tiene nada que ver con ella, y no puede… perder clase. —Se encoge un poco; me figuro que le duele, al menos un poquito, tener que dejar a su primer amor atrás—. Supongo que… no somos del mismo mundo.

—Qué tontería. Ni que eso detuviese a alguien —digo, casi sin pensar.

Eso no me ha detenido a mí, aunque Hinata y yo seamos tan diferentes. Ella, con todas sus dudas y miedos, con su pasado; yo, con mi infancia de palacios y riquezas. ¿Qué podría haber más diferente que nosotros dos? Y aquí estamos, en cambio.

—¿No lo hace? —Es su voz la que rompe el hilo de mis pensamientos—. Dos mundos diferentes pueden chocar en algún momento, pero no pueden coexistir de verdad.

—Dos mundos diferentes pueden crear un tercero completamente nuevo.

Nuestros ojos se vuelven a encontrar, y la desafío a llevarme la contraria. ¿Se atreverá? ¿Romperá todos mis ideales? Sólo necesita una palabra para hacerlo. Vamos, Hinata, rómpeme el corazón.

—Eso no…

El resto de su respuesta queda ahogada por un grito que me atraviesa como un puñal. Un alarido que me hiela la sangre y acalla las palabras de Hinata por debajo de su fuerza. Es como si me traspasaran la cabeza. Se me taponan los oídos y tengo que coger las riendas con más fuerza por temor a caerme. Detengo mi montura. Miro a mi alrededor, porque parece que el sonido provenía de un lugar cercano, pero no hay nadie. Se me encoge el corazón. Nunca había percibido tanta agonía en un aullido tan primitivo como el de los animales. Tanto dolor… Algo muy horrible tiene que estar ocurriéndole a quien haya gritado, para desgarrarse la garganta así.

Cuando Hinata y Konohamaru me llaman, yo ya estoy cabalgando en dirección contraria a ellos, hacia un gran árbol bajo el cual se mueve una sombra. No me detengo a dar explicaciones porque me parece que sobran. Mientras me dirijo hacia allí, sin embargo, me pregunto si llegaré a tiempo. A lo mejor era un grito de muerte. De agonía antes del final.

Sea como sea, desenvaino al tiempo que me salgo del camino. Llevo mi corcel a una parada quizá demasiado brusca y desmonto de un salto.

El árbol es más grande de lo que me pareció en un primer momento, con ramas vacías de hojas extendiéndose hacia el cielo. No ofrece refugio alguno del sol, y su tronco está ennegrecido. Hace mucho que debió de morir. Entre las raíces que sobresalen de la tierra hay una mujer arrodillada con los jirones de lo que en otro tiempo me imagino que fue un vestido negro. Lleva los pies descalzos, asomando por debajo de los restos del dobladillo de su falda. No puedo verle el rostro, cubierto por un fino velo oscuro. Parece… de luto. Contra su pecho, en una mano blanca que lo aferra con demasiada fuerza, hay un ramo de flores marchitas. Algunos pétalos se han desprendido de las flores y han llenado su regazo de dorados y marrones, como recuerdos del otoño.

La mujer está sola, por lo que parece, y no veo sangre en sus ropas. ¿Gritaba de dolor por algún ser querido? No, ningún lamento puede ser tan fuerte: era como si estuvieran torturando a un grupo entero de personas. Todavía la oigo suspirar y gemir, como si algo le doliese, más que físicamente, en su interior. Se balancea apenas, como si se dejase empujar por la brisa. Me acerco un paso.

—¿Está bien? —murmuro. Ella no se mueve, como si no me hubiera oído, y supongo que es así—. ¿Puedo ayudarla de alguna manera? Otro paso. Estoy tan cerca que si me inclinase podría tocarla.

—¿Hola?

Extiendo un brazo, pero detengo mi mano en el aire cuando noto que se mueve. Un temblor, quizá, antes de que levante la cabeza. El ramillete cae sobre su regazo y rueda sobre su falda para acabar en el suelo. La veo llevarse los dedos al velo y, muy lentamente, se lo aparta del rostro.

Lo próximo que sé es que caigo al suelo con un golpe que resuena por toda mi espalda y me deja sin respiración. He debido de tropezar al dar un par de pasos atrás. Ella se ha levantado y me observa desde arriba sin llegar a mirarme, con ojos sin iris ni pupila. Tiene el rostro blanco como la cal, con la piel arrugada dejando intuir los huesos debajo. Y no sólo intuirlos. Jadeo. La carne se ha desprendido del lado derecho de su cara, dejando a la vista el pómulo y parte de su mandíbula. El cabello, tan negro como la noche, está tan descuidado como su vestido. Puedo ver las calvas de su cabeza, y los mechones desiguales intentando, en vano, caer con gracia alrededor de su cabeza.

¿Qué es esto? ¿Qué está pasando?

La veo separar los labios cortados, llenos de arañazos, como si en su locura ella misma hubiese intentado mutilarse.

Y grita.

Es posible que yo también lo haga cuando el chillido me atraviesa como un filo candente. Cuando me golpea con tanta fuerza que me digo que no puede ser sólo sonido, que tiene que ser algo físico. Me llevo las manos a los oídos, pero ni siquiera así se detiene.

Grita, y yo me hago un ovillo, intentando hacerme más pequeño y desaparecer.

Grita, y yo cierro los ojos con tanta fuerza que puntos blancos aparecen tras mis párpados.

Grita, y yo grito a la vez, deseando acabar con esta tortura, con las agujas en mi cabeza, la presión en torno a mis pulmones, el dolor que se expande por mi cuerpo con cada latido, haciéndose eco en cada hueso, en cada músculo, en cada mínima parte de mí.

Que se calle.

Que se calle.

Que se calle.

—¡Naruto!

El silencio ha llegado tan rápido que creo que he tenido que quedarme inconsciente. Pero no puede ser así. Hinata está a mi lado, inclinada, con el rostro lleno de preocupación y terror. Todo se halla en calma. Hay un pitido en mis oídos, y la cabeza me da vueltas, pero ya puedo respirar. El dolor se ha ido, dejándome débil y desorientado, pero la muchacha me ayuda a incorporarme. Sus brazos me rodean. Pese al calor del día, tengo la piel helada. Me cuesta toda mi fuerza de voluntad, pero alzo las manos y las apoyo en su espalda.

Cierro los ojos y busco la calma de su presencia. Noto las mejillas mojadas, pero no sé en qué momento he empezado a llorar.

—¿Qué… qué acaba de pasar…?

No respondo enseguida. Entreabro los ojos y veo a Konohamaru un poco más alejado, intentando calmar a los caballos, que se han puesto nerviosos. Me lanza una mirada llena de la misma preocupación que Hinata, pero aparta los ojos con tanta rapidez que un mal presentimiento me asalta.

—El grito… —susurro, y cada palabra es una punzada en mi maltrecha garganta—. N-no sé… Había una mujer, pero no era una mujer…

Me estremezco. Ni siquiera su cuerpo es suficiente para arroparme, y ella debe de sentirlo, porque me envuelve en mi propia capa. No se me pasa por alto el gesto de complicidad que le hace al hechicero, con los labios apretados, como si hablaran sin palabras. Lo escucho alejarse un poco.

—No había nada, Naruto… —dice con suavidad, pasándome una mano por el pelo—. No oímos nada… Saliste disparado y te seguimos. Pero…

Deja el resto en el aire. El pánico hace que se me encoja el corazón.

—No es cierto —protesto—. Tuvisteis que oírla. Las dos veces. Tuvisteis que verla. ¡Estaba aquí hace un momento…!

Hace un momento. Pero no ahora. No queda rastro de la mujer ni de su vestido negro, que ahora se me antoja absurdo. Un pájaro se posa en una rama seca antes de salir volando de nuevo.

¿Qué suceso horrible podría haber ocurrido en un lugar tan pacífico?

Hinata sigue la dirección de mi mirada y parece temblar. No me contradice. No intenta hacerme entrar en razón. Sus manos se alzan y sus pulgares me secan las mejillas. No hace preguntas incómodas. No me pone en un aprieto.

—Será mejor que volvamos al camino. Con su ayuda, algo tambaleante aún, me pongo en pie. Trato de soportar todo mi peso, pero me es imposible, así que me apoyo en ella.

—Crees que estoy loco —suspiro. La muchacha sonríe un poco.

—Por mí —me susurra—. Pero ya lo sabíamos.

Trato de sonreír.

Trato de olvidar.

Por eso no menciono el ramillete de flores secas que queda entre las raíces del árbol muerto mientras nos alejamos.