Capítulo 22

Hinata

Pronto hará un mes desde que este inesperado viaje comenzó. En los últimos cinco días nos hemos estado parando menos, porque esta travesía ya se alarga demasiado y no se nos olvida que Konohamaru necesita esa cura para su hermana, de la que no sabe nada. Cuando le preguntamos si no prefiere que vayamos más rápido, si su hermana estará bien, él dice que lo estará. Cree que no va a empeorar.

Aunque no quiero admitirlo, empiezo a sospechar que hay algo que no nos está contando. Por ejemplo, nunca da detalles de la enfermedad y, cuando la conversación gira alrededor de su hermana, siempre la redirige a donde le conviene y consigue que dejemos el tema. Al final, determinamos que el chiquillo es reservado y que quiere tener fe en vez de pensar en todo lo que no puede saber, así que preferimos no presionarlo.

Sea como sea, nos apresuramos a salir de Sienna y traspasar su frontera con Idyll. En el que muchos dicen que es el reino predilecto de la magia, los bosques son aún más verdes y los colores de las flores, mucho más brillantes. Hay naturaleza en cada paso que damos, aunque no me sorprende. En todos los libros que he leído sobre el reino, Idyll siempre se dibuja como un paraje diverso y palpitante de poder: en sus poblados habita toda suerte de razas: feéricos, enanos, elfos y todo tipo de criaturas nacidas de los Elementos conviven con los humanos. Aunque todos los países de Konohagakure están abiertos a la diversidad y son pocos los conflictos por racismo en general, Idyll parece el único rincón del Continente donde la mezcla es tan obvia. En el Remolino predominamos los humanos, los que somos normales y corrientes, sin ningún arte o atributo más allá de nuestra inteligencia y el amor por el dinero, y son pocas las personas de otras razas que tienen allí su hogar. Los enanos, por su parte, prefieren evitar la capital y trabajar en las minas de oro y plata que hay en el interior del país.

De alguna manera, siempre me he imaginado Idyll como un país muy justo, como si la magia que lo gobierna pusiera en equilibrio a todos los seres que conviven bajo su poder.

Aun así, no hemos podido comprobar todavía si todo lo que cuentan de este reino es cierto o puros mitos, como los que se crean día tras día bajo la figura de Naruto, porque sólo hemos visto árboles y más árboles a nuestro alrededor. Nuestro plan era dar con algún poblado donde pasar la noche y llegar al día siguiente a la Torre, de la cual ya estamos cerca, pero para cuando atardece no parece que vayamos a encontrar ninguno: sólo hay bosque hasta donde nos alcanza la vista. Un bosque que, según nos cuenta Konohamaru, es conocido como el Bosque de Enfant, un paraje que parece tener vida propia. Nos asustamos ante sus palabras, recordando el Bosque de Merlon, que definitivamente tenía vida propia, pero él ríe y aclara que es una manera de hablar. Sin embargo, por lo visto, también hay leyendas sobre este sitio: es tan vasto que muchos padres abandonan a menudo a sus hijos aquí cuando no pueden cuidar de ellos o no los desean. Creen que el bosque los tomará bajo su seno y cuidará de ellos.

Menuda estupidez. Un bosque no puede cuidar de niños perdidos. No es como si le fueran a salir brazos para acunar a los bebés o como si los árboles les fueran a permitir vivir bajo sus raíces y así librarles del frío de la noche, y mucho menos les va a dar alimento. Esos padres, si lo que cuenta Konohamaru es cierto, son unos insensatos sin ganas de afrontar las responsabilidades de traer una nueva vida al mundo. ¿En qué momento le podría parecer a alguien buena idea abandonar a un niño indefenso en un bosque como este?

—Tranquilo, Konohamaru —le digo, sentada frente al fuego, cuando él termina de contarnos todas esas historias sobre chiquillos desamparados que se visten con la piel de animales para que el bosque crea que son parte de él—. Nosotros no te abandonaremos aquí. Naruto bosteza, un poco más alejado, con la espalda apoyada en el tronco de un árbol.

—Somos bondadosos: te abandonaremos en la puerta de algún noble que pueda adoptarte.

—Es todo un detalle… —ironiza el pequeño.

—En realidad, creo que deberíamos abandonarlo a él. No tendría que disfrazarse de animal siquiera: ya es una piedra, el bosque no notará la diferencia entre una más y una menos. Konohamaru suelta una carcajada y el príncipe cruza los brazos sobre el pecho, mirándome.

—Te voy a decir yo lo que sí parece una piedra.

Qué desagradable —finjo escandalizarme, arrugando la nariz.

—¡Hora de dormir! —reclama el hechicero antes de que sus jóvenes oídos capten alguna barbaridad.

Naruto y yo no podemos contener una risotada ante su reacción, pero decidimos que tiene razón y que es hora de descansar. Le deseo dulces sueños revolviendo sus cabellos y dejo que se tumbe con su manta alrededor del círculo de luz que le ofrece nuestra precaria hoguera. Cuando me giro hacia el príncipe, él tiene su brazo abierto hacia mí, agarrando la capa para hacerme ver que hay sitio bajo ella para los dos.

Sonrío.

Me acerco a gatas y él me recibe con un beso mientras nos tapa a los dos. Un beso de los que más me gustan, de los lentos y suaves, de los que traen a mi espalda ese agradable hormigueo que sólo él sabe provocarme.

—Dulces sueños, Hinata —susurra contra mi boca, acomodándose en el suelo.

Yo también me acomodo, pero no me siento capaz de cerrar los ojos. Prefiero mirarlo un rato más, iluminado por la luz del fuego que crepita cerca. Desde nuestra primera noche juntos, hemos pasado los días así. Regalándonos besos cuando Konohamaru no mira, pasando las noches abrazados, discutiendo durante el día, pero sonriéndonos con la mirada con cada broma. Es… cálido. Lo más cálido que había probado en mucho tiempo.

Y lo mejor es saber que él no me exige nada. Las cosas no han cambiado tanto entre nosotros: se ha añadido un poco más de contacto físico, unos besos, varias caricias. Y está bien así. Me gusta cómo me mira, me gusta cómo a veces encuentra mis labios de la forma más inesperada, o cómo por las mañanas despierto entre sus brazos, donde nada malo puede alcanzarme. Ni siquiera yo misma puedo hacerme daño cuando él está cerca. Ni siquiera mis dudas o mis miedos, que se han ido alejando un poco más por cada beso y cada caricia que él me ha dado, como si fueran bálsamos colocados con mucho cuidado sobre mis cicatrices. Precisamente porque disfruto de todo eso, la idea de que en algún momento nos vamos a separar suele volver a mi cabeza, aunque cada vez que se atreve a hacer acto de presencia intento pisotearla y destruirla, mandarla muy lejos de mí. De nosotros.

Aun así, aunque nos separásemos mañana mismo, yo ya no tengo la fuerza de voluntad suficiente para cortar esto , sea lo que sea, se llame como se llame. No necesito un nombre para bautizar lo que tenemos. He llegado a la conclusión de que me basta con aprovechar el tiempo juntos incluso si luego el recuerdo de estos días duele todavía más. No sé cuánto daño vamos a hacernos si seguimos jugando a este juego, pero quiero creer que valdrá la pena.

He llegado a la conclusión de que es posible que yo también pueda querer, después de todo.

El príncipe vuelve a separar los párpados, que mantenía cerrados, para mirarme. Enarca las cejas y sonríe al ver mi mirada puesta sobre su rostro. Sus dedos rozan mi mejilla.

—¿A esto te dedicas por las noches? ¿A espiarme mientras yo duermo? Si no puedes dormir, se me ocurren acciones más lucrativas para emplear el tiempo… Siento la presión de su otra mano bajando por mi espalda, pero no le sigo la broma.

—Gracias.

Naruto parpadea, incrédulo. Mira alrededor, como si creyese que no estoy hablando con él, y luego baja la vista hacia mí.

—¿He hecho algo? Más de lo que te puedes imaginar.

—Gracias por esto, sea lo que sea. Sé que no hemos hablado al respecto, pero… —me ruborizo un poco— me hace feliz. —De hecho, no recuerdo la última vez que fui tan feliz—. Nunca me había atrevido a soñar con algo así, Naruto. No sabía que pudiera haber algo así para mí. Por eso… gracias. Gracias por quererme.

Mi repentina sinceridad lo pilla por sorpresa. Abre la boca y la cierra, pero finalmente opta por no decir nada y abrazarme, escondiendo su cara en mi cuello, dejando un beso sobre la piel.

—Puede haber para ti todo lo que quieras, Hinata… —susurra, cerca de mi oído. Cuando él lo dice es más fácil creerlo—. Nunca… Nunca te conformes. Aunque sé que no debería romper nuestra frágil tranquilidad, no puedo evitarlo:

—¿Cómo voy a conformarme entonces con dejarte ir a reinar cuando tengas que hacerlo?

Él traga saliva. Yo misma empiezo a arrepentirme un poco de sacar el tema. Me pregunto si sigue queriendo reinar. En los últimos días apenas ha mencionado la corona.

—Porque… Porque no te estarás conformando, Hinata… —Lo miro, rozando con mis dedos su cabello—. Habrá grandes sueños esperándote a ti también. —Lo sé, y no deja de parecerme cruel que para que los dos alcancemos lo que queremos tengamos que abandonarnos por el camino. Nos hemos encontrado en un punto intermedio hacia nuestros verdaderos destinos, y ambos están demasiado alejados el uno del otro—. Escucha, Hinata… Lo he estado pensando. El Remolino es…, en fin, un gran país para la compraventa. Tu padre hacía negocio allí, ¿verdad? Hay mucho oro y mucha plata… Es un buen sitio como cualquier otro para comerciar… Con hermosos puertos desde los que ir a tierras lejanas y volver…

Entreabro los labios, comprendiendo lo que trata de decirme. Está pidiéndome que vuelva a el Remolino con él. Que me quede en el país que él gobernará. Y suena bien, en teoría, pero en la práctica no es tan sencillo. En el Remolino tengo un pasado. Uno del que quiero huir; cuanto más lejos, mejor. En el Remolino las mujeres no tienen ni voz ni voto, por mucho que él pretenda hacer grandes cambios.

—En el Remolino nunca me tomarán en serio. Tú lo sabes. Si fuera tan fácil para una mujer ganarse la vida así, ¿no crees que nunca habría terminado como terminé? Y ni siquiera sabemos qué ha pasado con Toneri… —Últimamente hasta su voz aparece menos en mi cabeza, pero eso no significa que lo haya olvidado, ni a él ni a los secuaces que mandó tras de mí. Es un hombre poderoso. Demasiado poderoso. Y yo no deseo volver a verlo en mi vida—. Ese hombre, incluso desde su mazmorra, si es que, como tú quieres suponer, tu padre lo ha encerrado, puede acabar conmigo. Envió esbirros tras nosotros. ¿Qué no crees que hará estando en su territorio? Un brillo de desprecio atraviesa rápido la expresión del príncipe.

—Das por hecho que ese hombre vivirá mucho tiempo después de que yo le ponga la mano encima.

—Doy por hecho que no harás ninguna locura, si quieres ser un príncipe honrado.

—Francamente, Hinata, esto no tiene nada que ver con la honradez. Los reyes imparten justicia. Nadie podría culparme si yo también impartiera un poco de ella como príncipe.

—La justicia no se imparte matando sin más. ¿O harás eso con cada hombre despiadado que haya en el reino? ¿Los pasarás a todos por el hacha y ya está? Molesto porque sabe que tengo razón, el príncipe chasquea la lengua.

—Tienes razón. Lo exiliaré. ¿Te parece eso más justo?

No puedo negar que eso me satisfaría: despojado de todas sus propiedades y sin un lugar al que volver. Sin poder torturar a otras muchachas como yo. Pero esto, nuestro problema, va mucho más allá de una simple persona.

—Aun si lo hicieras y Toneri desapareciera del mapa para siempre, yo no tengo futuro en el Remolino. Lo sabes, ¿verdad?

Lo sabe, pero no quiere aceptarlo. Lo reconozco en su manera de apartar la vista y aferrarme con más fuerza. Vuelve a esconder la cara en mi cuello, acariciándome la piel con su respiración. Me estremezco.

—Será mejor que durmamos —susurra, queriendo alejar el pesar que se ha posado de pronto a nuestro alrededor.

Ni siquiera me molesto en darle la razón. Simplemente callamos, abrazándonos. A lo mejor esperamos que, estando tan juntos, bajo nosotros vaya a nacer en cualquier momento ese tercer mundo que necesitamos para compartir más tiempo al lado del otro.

Me siento incapaz de dormir después de nuestra conversación. Él ha estado pensando también en nuestra inevitable despedida. Él ha estado intentando buscar soluciones, como yo, sólo que no soy capaz de encontrar ninguna. Quizá no la haya. Quizás esto sólo pueda terminar de una manera, con cada uno en una punta de Konohagakure. Del mundo, incluso.

No sé cuántos minutos u horas pasan hasta que capto el sollozo. Al principio me parece que es producto de mi imaginación. Después, cuando confirmo que es un sonido real, creo que Hazan está teniendo una pesadilla, por lo que me incorporo con cuidado de no despertar al príncipe. El hechicero, sin embargo, está calmado, navegando en las tranquilas aguas de algún sueño agradable.

—¿Hinata…?

La voz somnolienta de Naruto me desconcentra, pero luego lo vuelvo a oír. Es un lamento infantil que me hace poner en pie. Una voz de niña pequeña llega hasta mí y, aunque al principio no entiendo qué dice, pronto identifico una súplica. Está buscando a su madre.

Me apresuro a meterme en la foresta antes de que el príncipe tenga tiempo de volver a preguntarme nada. ¿Realmente abandonan a niños en este lugar? ¿Realmente puede haber padres tan estúpidos o tan egoístas? A una chiquilla a estas horas podría pasarle cualquier cosa. Necesitará ayuda. Estará asustada, perdida. Estará sola.

Tengo que encontrarla.

El llanto llega aún más claro hasta mí en cuanto me adentro entre los árboles. Me guía. La niña llama con voz desgarrada a su madre, entre hipidos y sollozos. Parece la voz de alguien muy, muy pequeño. Parece muy asustada. Me llena de angustia.

—¿¡Dónde estás!? —bramo.

La chiquilla llora aún más fuerte. Grita más alto. Quizá me confunda con su madre. No importa. Mientras grite, al menos podré guiarme con el sonido de sus lamentos. De ese modo lograré encontrarla.

Aunque no sé por qué, me encuentro pensando en cuando yo perdí a mi madre. Esa voz rota, esa desesperación, me recuerda a cuando ella murió. Durante los primeros días, demasiado pequeña para comprender qué era la muerte, la llamé y le pregunté una y otra vez a mi padre por qué no iba a contarme cuentos por la noche. Después, simplemente comprendí que no iba a volver.

Y entonces lloré todavía más.

El llanto se detiene de pronto cuando alcanzo un claro. En él, un pequeño lago me da la bienvenida, con aguas brillantes en las que parecen bañarse las propias estrellas. Sentada en el borde hay una figura diminuta que me da la espalda, con un bonito vestido y el cabello recogido en un laborioso trenzado. No parece demasiado pobre. ¿Por qué alguien capaz de mantener a una niña de esa manera la abandonaría en este lugar? Quizá se haya perdido.

Me acerco con cuidado. No quiero asustarla, aunque su llanto ya no es tan desesperado como hasta ahora, sino mucho más quedo. —

¿Pequeña…?

Con delicadeza, poso mis dedos sobre su hombro.

Y entonces ella se gira.

Me quedo helada.

Soy yo.

La chiquilla, una réplica exacta de la jovencita que fui en el pasado, se levanta rápidamente de su asiento y se abraza a mis piernas con desesperación. No consigo reaccionar. Esto no está pasando. No puede ser. Me he quedado dormida. Tengo que despertar.

Pero ella se echa a llorar contra mis piernas.

—Mi mamá ha muerto… Ha muerto… Mi mamá ha muerto…

Noto que palidezco.

Entonces llega.

Como un fogonazo que me desestabiliza, pierdo la consciencia de la realidad y mi cabeza se llena de imágenes que no he pedido, que no quiero recordar. Imágenes que no sabía que pudiera convocar con tanta claridad. Mi madre. Era una mujer sencilla, divertida, de sonrisa fácil.

Mi padre la adora. La adoraba , me corrijo. No, la adora, porque está aquí, y me coge en brazos y me besa la mejilla. Es como volver a vivirlo todo de nuevo, aunque sólo esté ocurriendo en mi mente, pero no puedo ver nada más allá de eso. Me cuenta un cuento. Me dice que me quiere. Le roba un beso a mi padre, que la abraza. Nos despedimos juntas de él en la puerta, antes de uno de sus viajes.

Y entonces mi madre se cae. No entiendo qué le pasa. Grito. Está empapada en sudor. Está blanca. Le vuelvo a gritar. No me responde. Mi padre llega. La coge en brazos. Me dice que me marche a mi cuarto. Lo hago.

No la vuelvo a ver. Mi padre llora. Yo lloro. Pregunto dónde está. Dónde está. Mamá, ¿dónde estás? ¿Dónde te has ido? Ven a contarme cuentos. Papá te echa de menos. Papá es el que se va siempre, no tú. Tú estás en casa. Tú me cuidas. Papá está llorando.

¿Por qué? Papá me dice que no vas a volver, pero yo sé que eso no es verdad.

Sólo que es verdad.

No vuelves.

Nunca vuelves.

La realidad me sacude. El bosque. El claro. El lago.

La niña frente a mí.

Abro un poco más los ojos. La chiquilla ha crecido. Retrocedo, pero ella me tiene cogida de la mano. Su vestido ha cambiado, y también su cuerpo. La reconozco. El pelo lo tiene mucho más largo y lo lleva recogido en dos trenzas. Está lívida y me mira con los ojos muy abiertos.

Diez años.

El principio del fin.

—No —susurro.

Intento alejarme de ella, pero me tiene agarrada. Sus ojos —los míos— están tristes. Su expresión es de desamparo. Me pide ayuda. Quiero dársela.

No. No, esto es una trampa. Todo está mal. Todo está terriblemente mal. ¿Qué está pasando?

—Sólo quiero ser feliz —suplica la niña que fui. Vuelve a sollozar—. Sólo quiero ser normal. Lo sé. Lo sé, yo también quería. Yo también quería…

—Pero mi papá ha muerto… Mi papá también ha muerto… Otra vez el fogonazo. El dolor sordo. Esta vez caigo de rodillas. No. Déjame. Suéltame. No quiero verlo. No quiero verlo.

Pero lo veo.

Mi padre extiende una mano hacia mí. Está enfermo. Está muy enfermo. Su cara está llena de pústulas y ha perdido la sonrisa. Cojo su mano. Él llora. Yo lloro. Le digo que no me deje. Que él no puede dejarme como me dejó mamá. No puede. No puede. Pero él contesta que tengo que ser fuerte. Muy fuerte. Que lo seré. Me hace prometer que voy a luchar. Que voy a ser una gran mujer, como mi madre. Yo asiento. La boca me sabe a lágrimas. Mi padre tose. Sangre en sus labios, sangre en sus sábanas. Lloro más fuerte. Quiero morirme de la misma enfermedad. No entiendo por qué me he tenido que salvar yo y no él. No es justo. No es justo. Devolvedme a papá. Quiero a papá. ¡Devolvedme a mi papá!

Pero papá no va a volver. Me quedo sola. Muy sola. E intento ser fuerte como él me dice, pero nadie cree en una niña en el mercado. Se ríen de mí. Me roban lo poco que tengo. Vendo lo poco que puedo salvar.

Me echan de casa.

Me quedo en la calle.

—¡Basta!

Con un jadeo, vuelvo a la realidad. He empezado a llorar de verdad. Mis mejillas están empapadas y el aire frío de la noche hace que se me congele el rostro. Frente a mí sigue la niña, que me toca las mejillas. Quiero retroceder, pero no puedo. Estoy paralizada. Me limito a mirar a la niña que un día fui. De pronto, su rostro está sucio. Su vestido ha sido cambiado por unos harapos. Está mucho más delgada. Está mucho más pálida. Su pelo ya no tiene ningún recogido, sino que está despeinado y lleno de mugre, como toda ella.

No deja de llorar, y su llanto me taladra los oídos.

No puedo dejar de llorar con ella.

—Tengo hambre, Hinata —se queja con su voz rota. Sus brazos me rodean, su voz me susurra al oído, quejumbrosa—. Sólo quiero comer. Sólo quiero ser feliz. Sólo quiero ser normal. El dolor es todavía más fuerte. Una vez más, retorno al pasado.

Deambulo por las calles. Ese hombre parece rico. Lo puedo engañar. Le puedo robar. Lo hago, pero, cuando echo a correr, grita y me atrapan. Me pegan. Me castigan. Me quedo sin la posibilidad de comer esa noche. Paso frío. Hace mucho frío. Llueve y me empapo, y me tengo que esconder debajo de un carromato para poder dormir un rato sobre los adoquines. Tengo hambre. Tengo mucha hambre. Hace tiempo que no como. Pido ayuda. Nadie me la da. Robo en el mercado. Me quiero morir. Me voy a morir. Pero sobrevivo. Siempre sobrevivo. Estoy harta de sobrevivir. Quiero que alguien confíe en mí. Nadie lo hace. Recuerdo a mi padre. No va a volver. Recuerdo a mi madre. Hace mucho que me dejó.

Una rata muerta. No hay nada más de comer. Tendrá que ser suficiente por hoy. Realidad. Náuseas. La niña frente a mí de nuevo. Ha vuelto a crecer: un poco más alta, sus cabellos algo más largos, un cuerpo un poco más formado, las primeras curvas de mujer adivinándose bajo su ropa llena de suciedad. Ladea la cabeza, acariciando mis mejillas. Emito una súplica de la que ni siquiera soy consciente. No quiero este pasado. Quiero olvidar. Sólo quiero olvidar. Por favor, déjame olvidar.

—Ese hombre… —susurra, de pronto, con una sonrisa que crece por toda su cara. Una sonrisa llena de esperanza en medio de una expresión de desolación—. Ese hombre me ayudará. Ese hombre me hará feliz. Ese hombre me dejará ser feliz.

Toneri.

—¡No! No sé si es que quiero escapar de esta situación o si simplemente se lo grito a la niña que fui. Como si eso fuese a evitar lo que pasó. Como si pudiese cambiar ahora el pasado. El pasado que, de nuevo, me arrastra. Ese hombre es muy elegante. Parece noble. Tiene una agradable sonrisa. Me tiende una mano mientras yo estoy encogida bajo un soportal. Me dice que soy bonita. Que una chiquilla tan bonita como yo no puede estar en la calle. Me pregunta si tengo hambre, y le digo que sí. Me pregunta si tengo sed, y le digo que sí. Me pregunta si quiero un trabajo, y le digo que sí. Me dice que va a sacarme de esa vida. Me dice que tiene un lugar para mí.

Y yo le creo.

Cojo su mano.

Me guía. Lo sigo. Ciega y feliz. Primera oportunidad. No más hambre. No más miedo. No más sombras. No más oscuridad. No más palizas. No más robos.

Un edificio en un callejón. Me hace entrar. Cuerpos desnudos. Hombres que abrazan a mujeres, mujeres que se besan entre sí. No lo entiendo. Miro alrededor. He visto sexo en las calles, pero no sé qué hace toda esa gente. ¿Por qué estoy yo aquí? Veo posturas extrañas, oigo gemidos que no comprendo. Me avergüenzo, pero no digo nada. Sigo al hombre, mirando al suelo. Prefiero no ver. Prefiero no escuchar. Un cuarto. Nos quedamos solos. Le pregunto qué tengo que hacer.

Me dice que este será mi trabajo.

No lo entiendo.

Hasta que lo entiendo.

Intento escapar. Intento separarme de él, pero me coge. Grito, pero me lanza sobre la cama. Su boca me roba mi primer beso cuando me asalta. Grito de nuevo. Me revuelvo. No sirve de nada. Me desnuda. Me echo a llorar. Me agarra los brazos para que no pueda golpearle. Me ensucia. Me toca. Su boca. Sus manos. Sus dedos. Todo su cuerpo. Me pega cuando le muerdo, me vuelve a pegar cuando grito. Me deja mareada. Me deja débil. Entonces me rompe. Entonces sangro. Entonces se lo lleva todo.

Entonces me vuelvo loca. Entonces lloro. Entonces me quedo sin nada.

No puedo moverme. Me duele el cuerpo. Me duelen los ojos de llorar. Me duelen las piernas, que no siento mías. Estoy más sucia de lo que lo he estado nunca. Unas monedas repiquetean sobre mí.

«Más vale que no grites tanto con el siguiente».

Realidad. Dolor. Recuerdos que había enterrado en lo más profundo golpeándome sin piedad. Nunca más pude ser una niña. Nadie me lo permitió. Lloro con tanta fuerza, con tanta desesperación, que creo que me quedaré muda por el desgarre de mi propia garganta. En el suelo, me agarro el pelo, encogida sobre mí misma. No quiero ver a nadie. No quiero que nadie me toque. Estoy sucia. Sucia. Tan sucia…

—Haz que acabe, por favor —suplica la niña frente a mí. Sigue llorando. Su cuerpo de catorce años está desprovisto de toda ropa, lleno de arañazos y marcas de golpes—. Haz que acabe.

Quiero que acabe. Quiero que esto desaparezca para siempre. Ojalá pudiera…

—Sólo quiero ser una niña —insiste la pequeña frente a mí. La observo, rota. Yo también quería serlo. No me dejaron serlo. Ojalá pudiese serlo—. Aquí puedo ser una niña. Aquí puedes ser una niña. Nada habrá pasado. Todo se olvidará. Todo desaparecerá. Todo el dolor… Todo el tiempo que no tuviste, toda la inocencia que perdiste… Basta con mirarte en el lago. —Su dedo, demasiado delgado, señala las aguas que tenemos al lado. Lo sigo con la vista, mareada. ¿Todo puede acabarse? ¿Todas las pesadillas y los recuerdos amargos pueden dejar de existir… para siempre?—. Sólo querías ser una niña… Sé una niña aquí… Aquí todos lo somos. Todos los que perdimos la infancia…

No sé de quién más habla hasta que alzo la vista. Tras ella hay muchos más niños. Niños muy pequeños y otros más adultos, pero todos infantes con las mismas miradas perdidas, con el mismo llanto en sus mejillas. Todos se lamentan. Todos murmuran.

—Ven con nosotros, Hinata.

—Todo pasará, Hinata.

—Podremos jugar.

—Contaremos cuentos.

—Podremos ser felices.

—Podremos ser niños.

¿Podría…? Miro al lago. ¿Sería tan fácil…? Me curaría. Me curaría para siempre. Olvidar sería la medicina más eficaz de todas…

La chiquilla frente a mí emite otro sollozo que parece una réplica de los que aún escapan entre mis labios. Su pequeño cuerpo desnudo, con cada segundo que pasa, suma más golpes que se curarán de la piel, pero nunca desaparecerán del alma.

—Haz que acabe, Hinata… Sería… tan fácil… Todo lo que he querido, con un reflejo… Miro al agua. Me muevo. Podría acabar con todo. Acabará con todo…

—¿¡Hinata!?

Doy un respingo.

Naruto.

Su voz ha sonado cercana. Su grito, asustado, llamándome. Miro, esperando verle, pero mi rostro es atrapado por la dolida niña de mi pasado. La observo. Tiene el labio roto. Un golpe en el ojo que hace que ni siquiera pueda mirarme bien. La cabeza se me llena con los recuerdos de esos golpes. Otros hombres. Otras cicatrices. Los recuerdo todos con demasiada claridad. Todo lo que me hicieron. Cuánto me destrozaron.

—Hinata… Es tan fácil como olvidar… Entrecierro los ojos, con la vista nublada por las lágrimas. Me duele la cabeza. Estoy cansada. Estoy agotada. Quiero dejar de pensar. Quiero que todas las imágenes de mi cabeza se detengan de una vez. Olvidar… Olvidar estaría bien… Pero vuelvo a reparar en la voz de Naruto y alzo la vista.

Naruto… También lo olvidaré a él. Si no hubiese vivido todo eso, jamás le habría conocido. Jamás habría huido de aquel lugar y habría chocado con él y habríamos empezado este viaje juntos.

—¿Merece la pena? —dice la niña frente a mí. La miro, sin entender. No entiendo nada de lo que está pasando. Sólo quiero que acabe. Quiero que todo acabe—. Él se va a ir a reinar, y tú volverás a quedarte sola… Sola como siempre. Volverás a sufrir…

Me estremezco. Es cierto. Tiene razón. Voy a volver a hacerme daño, y esta vez me lo habré buscado. Si nunca lo hubiera conocido, no sufriría. Si nunca lo hubiera conocido, todo sería más fácil.

—¡Hinata!

La niña y yo alzamos la vista. Naruto aparece en el claro, saliendo de la foresta a sus espaldas. Está pálido y tiene la espada en su mano. Cuando me ve, abre mucho los ojos, y luego se fija en la niña y el resto de chiquillos. No entiende. Yo tampoco.

Pero está aquí.

Ha estado buscándome.

Intento apartarme de la niña. Ella me abraza. El coro de niños me atraviesa los oídos.

—Vas a quedarte sola.

—Sola, Hinata.

—Sé una niña.

—Olvida, Hinata.

—No habrá pasado nada.

—Todo estará bien.

—Cuentos.

—Alegría.

—Sueños. —Todo estará bien. Aprieto los párpados, llevándome las manos a los oídos. No. No. Que se callen.

—¡Hinata!

Alzo la vista. Naruto parece ansioso, pero golpea el aire. Es como si no pudiera seguir avanzando y estuviese dando puñetazos a una pared invisible. Parece desesperado. Está desesperado. La niña vuelve a cogerme del rostro. Me hace mirarla. Tiene cada vez más golpes. Sollozo al verla.

—Nada habrá pasado. Podrás ser feliz. No te quedarás sola. No habrá más heridas.

Aprieto los dientes, mirándola. Sería fácil aceptar. Sería… liberador. Pero… Vuelvo la vista atrás. Naruto observa con el rostro desencajado por el miedo.

No lo habría conocido.

Realmente no lo habría conocido.

La idea me parece horrible.

Sí, he sufrido mucho. No he tenido infancia. Me la quitaron. Me quitaron todo. Pero… todo eso forma parte de la misma vida que ahora lo tiene a él. No importa si es por unos días o para siempre. Hoy lo tengo. Está aquí, frente a mí, angustiado porque no puede ayudarme. Puede que haya perdido mucho. Puede que tenga un montón de heridas. Puede que mi vida no haya sido justa. Puede que todavía duela. Puede que nunca deje de doler. Pero todo lo que he vivido me ha llevado hasta aquí. Me ha hecho ser quien soy. Me ha dado ganas de luchar. Me ha dado un sueño que quiero cumplir a toda costa. Me ha hecho conocerlo.

Si olvido todo lo malo…, perderé para siempre lo bueno.

Y no quiero perderlo. No así.

Me doy cuenta de pronto de que todo ha merecido la pena, porque de otra manera nuestros caminos nunca se habrían cruzado. Me doy cuenta de que puede que mi cuerpo esté sucio, pero gracias a eso valoro tanto su manera de tocarme. Muchos han sido bruscos conmigo, y por eso puedo saber lo delicado que es él. Muchos me han quitado demasiadas cosas, y por eso puedo entender todo lo que me da. Muchos me han hecho odiarme. Y por eso ahora a su lado puedo intentar quererme.

No existe futuro sin pasado. Olvidar no es superarlo. Olvidar es de cobardes. No quiero ser una cobarde. Por eso aprieto los dientes e intento tragarme las lágrimas que aún derramo. Por eso miro a la niña frente a mí y esta vez soy yo la que la agarra a ella de los hombros. La que la sostiene, pese a su rostro horrorizado.

—No. Puede que nunca fuese una niña. Pero ya no quiero serlo tampoco. Me alegro de haber crecido.

Como si fueran las palabras más terribles del mundo, todos los niños emiten un grito que desgarra mis tímpanos. Tengo que cerrar los ojos con fuerza y taparme los oídos para poder soportarlo.

Cuando los abro, ya no hay nadie.

Me tambaleo. Creo que voy a desmayarme, pero él llega antes de que pueda caer. Me sostiene por los hombros y yo apenas atino a observar su rostro aterrorizado a través del velo de lágrimas que aún me cubre la mirada.

—Hinata —me llama con ansiedad. Coge mi rostro, busca en mis ojos—. Hinata, ¿qué ha pasado? ¿Estás bien? ¿Qué era eso? ¿Te han hecho algo?

No puedo responder a sus preguntas. Sólo soy capaz de echarme hacia delante, de esconderme en su pecho. Todo está demasiado reciente.

Todos los años que se habían ido escondiendo, todas las imágenes que se habían ido difuminando, están ahora demasiado frescas. Por eso me echo a llorar. El mismo lamento desgarrado que me trajo hasta aquí, engañada. El mismo que me rompe las entrañas y sale pidiendo espacio. El mismo que llora todo mi pasado con lágrimas amargas. Escucho al príncipe tomar aire, pero no tarda ni un segundo en abrazarme.

—No pasa nada, Hinata… Ya ha pasado. Estoy aquí. Asiento, como si así pudiera decirle que soy consciente, pero eso no consigue que deje de llorar. Y aun así, aunque el dolor sigue ahí, aunque todas las imágenes están ahí, taladrándome de nuevo, recordándome, desangrándome…, él tiene razón. Está aquí. A mi lado. Ha merecido la pena. Ha merecido la pena todo lo que he pasado en mi vida para terminar encontrándolo. Ha merecido la pena todo el dolor, todas las lecciones que he tenido que aprender, incluso si estas a veces han sido demasiado duras.

Y merecerá la pena el dolor cuando nos separemos, por lo que estamos viviendo.

Me doy cuenta, entonces, de que estaba equivocada. Sí puedo sentir amor. Y por eso me escondo aún más en su pecho, y por eso alzo los brazos con mis pocas fuerzas, para estrecharlo entre ellos.

Y por eso lloro más fuerte.

—Te quiero…

Él apenas reacciona. No veo su expresión, pero se queda muy quieto durante un segundo y después me aprieta contra su cuerpo.

—Y yo… Yo también te quiero, Hinata… Te quiero…

Lo sé.

No importa por lo que hayamos pasado hasta aquí. No importa lo que pase a partir de ahora.

Merece la pena querernos.