Capítulo 23

Naruto

Dejamos el Bosque de Enfant atrás tan pronto como nos es posible. No quiero dormir allí, por si esos niños (sean lo que sean) vuelven a aparecer, así que despertamos a Konohamaru y nos ponemos en camino, sin importarnos dar un gran rodeo para sortear la arboleda.

No nos detenemos hasta mediodía, cuando llegamos a un pequeño pueblo en una colina. Para entonces, los fantasmas y los malos sueños han dejado paso a un cansancio que nos cobra factura tanto física como emocionalmente. Nadie dice una palabra y, cuando al fin encontramos la única posada del pueblo, subimos a nuestras habitaciones.

Ni siquiera Hinata y yo, en el mismo cuarto, nos hablamos. Nos cambiamos de ropa y cerramos las cortinas. Ella se tumba y yo la abrazo desde atrás, sin llegar a cerrar los ojos. Cuando me siente, no se vuelve, pero de pronto está contándomelo. Explicándome lo que pasó en el bosque. La niña que era, convertida en realidad por la magia de Idyll. Las imágenes en su mente, tan vívidas que la volvieron a destrozar como cuando era pequeña. La muerte de su madre. La muerte de su padre. Sus días en la calle como mendiga y ladrona. Su encuentro con Toneri. Su primera noche en el burdel. Esa última parte ni siquiera la menciona, pero pende sobre nosotros, sobre esta cama, como una piedra que amenaza con aplastarnos.

Le ofrecieron olvidar, ser feliz, ser niña de nuevo.

Pero eligió seguir adelante.

A mí no se me ocurre qué decir. No sé cómo podría consolarla. ¿Hay consuelo posible, acaso? La abrazo con fuerza y pienso en la niña que estaba a su lado, desnuda. Pienso en mí mismo, con todas las comodidades del mundo, creciendo sin madre, pero con un padre que me quería. Con un castillo lleno de sirvientes. Yo nunca lloré hasta quedarme dormido. Yo nunca pasé frío ni hambre. Mientras yo aprendía esgrima, a montar, lenguas que ya no se hablan y la historia de mi país, ella aprendía a sobrevivir. Me aprieto un poco más contra ella y la obligo a darse la vuelta. La beso en la frente y le digo que duerma.

Hinata no tarda en sumirse en un sueño profundo, agotada. Por mi parte, me siento incapaz de dormir, aunque me cueste mantener los párpados separados. Me quedo acostado, junto a ella, con la mejilla en la almohada y un brazo sobre su cintura. La veo dormir, tan tranquila que parece que todo el sufrimiento que siente no es real. Pero lo es. Las cicatrices están ahí, aunque no se vean, y cada vez que tengo un atisbo de todo lo que hay debajo de la piel me entra el pánico. Me pregunto cómo alguien tan herido ha podido sobrevivir, y me aseguro que eso es prueba de todas las cosas maravillosas, de todas las cosas grandes que está destinada a hacer.

Hacerme feliz durante mucho más tiempo no es una de ellas. Aunque sé que es egoísta, pienso en nosotros. En el tiempo que nos queda. ¿A dónde nos dirigimos? Ella misma me dijo que era una locura. Que no iba a comerciar en Silfos. Y yo no quiero, no puedo renunciar a la corona. Es lo único para lo que sirvo. La única certeza que he tenido todo el tiempo. Cierro los ojos y acaricio la espalda de Hinata. Mientras ella duerme, yo sigo buscando una solución que nos permita continuar abrazados.

Cuando Hinata despierta, el sol ya desciende en el cielo y sus rayos se filtran por las cortinas, manchando el suelo con formas de luz. Su cuerpo se tensa entre mis brazos de forma casi dolorosa y sus labios se abren en una exclamación silenciosa que se convierte en un jadeo. Alzo la mano para posarla sobre su mejilla.

—Hinata... —susurro.

Ella me enfoca tras un pestañeo. Todos sus músculos se relajan cuando me reconoce. Se abraza a mí y oculta su rostro contra mi pecho. Yo no digo nada más y ella, por su parte, también guarda silencio.

Una pesadilla. Una de las tantas que guarda dentro y que a mí me gustaría poder esconder bajo la cama.

Tarda unos minutos en dejar de temblar, y entonces deshace un poco su agarre. Me mira. Tiene los ojos secos, pero tras ellos parece desencadenarse una tormenta.

—Tienes mala cara. —Sus dedos me acarician las mejillas y las líneas bajo mis ojos. Debo de ofrecer un aspecto horrible.

—No he conseguido dormirme —le confieso, y muevo el rostro para besarle la palma de la mano—. Estabas demasiado bonita para dejar de mirarte.

Ella no parece muy contenta con el halago. De hecho, creo que ni lo ha escuchado, a juzgar por la forma en que frunce el ceño.

—Necesitas descansar.

—Estoy bien. —Suspiro—. Tengo demasiadas cosas en la cabeza.

—¿Qué puede ser tan importante como para quitarte el sueño cuando es obvio que estás destrozado? Sonrío. No es un gesto alegre, pero es lo mejor que puedo ofrecerle.

—Tú. Nosotros.

Ella se tensa, como si hubiera dicho las palabras equivocadas. Quizá debí haberme callado y besarla. Cuando nos besamos, cuando nos acostamos, no tenemos que decirnos nada. Basta con que nos susurremos nuestros nombres.

Es un lenguaje fácil que los dos entendemos. Es un tipo de comunicación en el que no podemos hacernos daño.

—Lo que dije no cambia nada, ¿verdad? —murmura, aferrándose a mi camisa—. Podemos seguir siendo los mismos. Podemos continuar teniendo lo mismo que hasta ahora. A mí me gusta... nuestra... relación. ¿Se le puede llamar así? —Quiero decirle que sí, pero no abro la boca. Parece tan perdida como yo—. Naruto, yo no sé nada de esto. Nada de... parejas. Siempre he sido mujer de un rato. Pero sé que... nunca había sentido nada así por nadie. Que pensé que no podría sentirlo. Pero estos días, contigo..., lo que teníamos, pese a carecer de nombre y pese a no saber yo lo que sentía, me hacía feliz. Quiero conservarlo.

Pero ¿por cuánto tiempo? Nuestra relación está a punto de acabarse. No podemos alargarla eternamente por mucho que queramos. Nos diremos que un poco más. Que hasta la Torre de Idyll, a la que llegaremos mañana mismo. Y luego, hasta Dione, para acompañar a Konohamaru. Puede que incluso hasta Granth. Puede que luego queramos ir a ver los dragones de Dahes, y que paremos a ver las minas de piedras preciosas de Rydia. ¿Y si nos vamos a pescar barcos hundidos? A buscar un gran tesoro bajo las aguas. Podríamos tomar una nave para visitar tierras lejanas, esas de las que habla en las que hay reinas que son queridas por su pueblo. Tal vez allí haya criaturas que no hayamos visto nunca, cuya existencia escape a nuestra imaginación. Pero no podemos eternizarlo. Tarde o temprano, esto se acabará.

—Nuestros días juntos están contados —le recuerdo. Me recuerdo.

No quiero que nos separemos. Pero tampoco quiero que ninguno de los dos renuncie a los sueños que durante tanto tiempo hemos atesorado. Nadie debería dejarlo todo por otra persona. Eso es engañarse. Eso es condenarse. Puede que ahora esté dispuesto a retrasar mi vuelta a casa, como ella sus viajes y su sueño de crear su propio negocio. Pero ¿cuánto nos lo reprocharíamos en el futuro? ¿Cuántas veces podría salir eso en nuestras discusiones, hasta que termináramos odiándonos mutuamente y a nosotros mismos?

—Lo sé.

—Eso no cambia nada —murmuro, en su oído. Su pelo me hace cosquillas en la nariz. ¿También perderé estos simples detalles?

La forma en la que tengo que apartarle los cabellos para besarle el cuello. Lo mucho que me gusta que sus labios se posen sobre mi corazón—. Sigo... queriéndote. Voy a seguir haciéndolo. Ella cierra los ojos. Su mano se enreda en mis cabellos y sus labios me acarician la sien. Su suspiro termina por derretirme.

—Yo también te quiero —susurra. La siento moverse contra mí. Su mano se apoya en mi mejilla y su frente contra la mía—. Aprovechemos el tiempo que tengamos. Nos lamentaremos después. Y al menos... tendremos la mejor historia que contar, de todas las que habremos vivido, cuando termine. —Intenta sonreír. A mí se me hace un nudo en la garganta—. ¿No está eso bien? Los héroes siempre dejan a su paso un gran romance...

Suena fácil. Suena natural. Cuando sus labios rozan los míos, incluso parece... lo correcto. Pero si es lo que tenemos que hacer, ¿por qué duele tanto? ¿Por qué no podemos encontrar un punto intermedio? Un equilibrio... No quiero una historia de un mes. Quiero un cuento para toda la vida. Nadie me dijo que enamorarse sería tan doloroso.

—No quiero que esto acabe. —Y mi petición contra su boca se convierte en una súplica. En un ruego, apenas humano.

—Aún no ha acabado —me recuerda. Es cierto. Y quizás eso sea lo peor. Sentir la amargura de algo que sabes que no tiene futuro, pero aferrarte con todas tus fuerzas para retrasar lo inevitable.

Nos besamos con el ímpetu y la necesidad de quien sabe que no hay posibilidades. Con la locura de quien tiene poco tiempo. Trato de no pensar. Me aferro al aquí y ahora con tanta desesperación como me aferro a ella. Como si esta fuera una despedida anticipada, me agarro a su cintura, a su cuerpo, y trato de salvarme, de encontrarme. Y de perderme también. Tiene razón: tenemos que aprovechar esto y dejar de pensar en lo mal que lo vamos a pasar.

A pesar de que por dentro me vuelva loco.

A veces, los sueños tienen un precio demasiado alto.