PRIMERA COPA


Su mañana había comenzado de una forma muy tranquila.

Se había levantado a las seis de la mañana, ocupando su hora completa hasta las siete en tomar un baño, tender su cama, elegir el atuendo del día y acomodar su pequeña mochila, mejor conocida como "bolsa de mensajero", con lo poco que tenía que llevar de material. Sus clases empezaban hasta las nueve, así que ocupó la siguiente hora hasta las ocho en desayunar en calma en el pequeño comedor de su cocina.

Tras haber finalizado, había lavado sus trates, empacó su botella de agua con sus útiles, y se encaminó a la salida del departamento, cerrando sus tres seguros con hasta cinco revisiones de pasada. Algo paranoico, según sus escasos visitantes, pero era su propia seguridad, así que no le importaba.

Las escaleras eran pocas hacia el garaje debajo de su departamento, así que las bajaba casi brincando. No usaba su auto para irse, pues no veía necesario el gasto de gasolina para el trayecto que ella hacía; prefería ir a pie, pasando por parques llenos de juegos y flores, calles comerciales, algunos callejones de librerías y tiendas de objetos para el hogar, y avenidas grandes y transitadas. Jamás creyó que valiera la pena perderse del paisaje por llegar antes, y tenía demasiado tiempo para usar esa caminata como excusa de ejercicio.

Su falda café claro era larga, llegaba debajo de sus rodillas y apenas de ondeaba, optando por esa prenda porque hacía más calor que el que alguna vez pudo registrar su propio cuerpo a temperaturas enfermas. Era temporada de verano, pero, siendo honesta, ella esperaba que no golpeara tanto el clima y pudiese vivir un fin de año escolar tranquilo. Que equivocación más grande de su parte. Su blusa blanca de botones y sin mangas era lo más fresco y formal que tenía, así que había elegido por vestirla ese día. No encontraba ningún inconveniente en ir algo descubierta, pero ciertamente, no le gustaba del todo. Pudo haber agregado una corbata debajo del cuello, pero nunca había aprendido a atar una, así que no quería parecer regalo mal envuelto y decidió dejar libre esa zona de la parte superior. Sus zapatos eran bajos, y el tacón tan chico que apenas hacía el ruido suficiente para alcanzar a distinguir sus ligeros pasos.

El sol ya alumbraba potentemente para ser apenas las ocho y media, y ella ya se encontraba a medio camino para llegar a su destino.

Ese día había ignorado sus deseos de conseguir un café, dulces, algo de pan, y talvez un buen sándwich de pavo, pues había decidido comenzar a ahorrar algo de dinero por planes que venían pronto, pero que no completaría si le faltaba un solo centavo. Por ello, y actuando siempre siguiendo su paranoia, había seccionado su dinero en partes equitativas y balanceadas para comer sus tres comidas del día, pagar los servicios y la renta a final de mes, el ahorro de emergencia, el ahorro de apoyo, y el ahorro para su futuro. Sí, era un plan excelente.

A sus veintiséis años, ella contemplaba que no había cumplido muchos de sus deseos y sueños personales a pesar de haber hecho gran parte del trayecto a ellos. Pero había pequeñas bocas que la necesitaban, pequeños seres que dependían de ella, y si perseguía esos sueños, ellos podrían quedarse sin una parte fundamental de la vida: una guía. Tenía todo el camino despejado para llegar a su meta, pero su propio camino tenía detrás otros pequeños, y si ella avanzaba, esos se cortaban.

Ese pensamiento siempre venía a ella, todas las mañanas, de lunes a sábado, pero era siempre reemplazado por la felicidad y la calma apenas llegaba a su destino. Observaba la puerta doble de madera, algo desgastada y despintada, con dos pomos cromados que por suerte aún se sostenían a ella, y tomaba un suspiro. Sacaba su llave personal y abría el seguro interno de la manija, sintiendo como se comenzaba a trabar este por el mal funcionamiento de la cerradura. No tenían dinero para cambiarla, así que, de momento, tenían que cuidar lo poco de vida que le quedaba al inútil aparato de seguridad.

Cuando abría la puerta izquierda, empujando la derecha con fuerza por sus oxidadas bisagras, los ojos de once niños le alumbraban el día, y las voces en coro que venían de ellos con tanta felicidad, le hacían olvidar todas sus penas anteriores.

― ¡Hola, maestra Hanji!


El receso estaba a escasos treinta minutos, y la energía infantil podía sentirse fuertemente en el aula. Hanji Zöe, la maestra y doctora del "Orfanato María", miraba con atención cómo los once niños residentes del lugar estaban explorando los rompecabezas que les había traído, encantados con las diferentes partes internas del cuerpo humano. Era un rompecabezas muy básico, y solamente mostraba los órganos internos de forma muy caricaturizada para la diversión de los niños, así que le pareció una excelente actividad de refuerzo para el tema del día.

Si bien ella sólo era maestra de biología, tras la renuncia de la profesora de español, la profesora de matemáticas y el profesor de educación física, le habían solicitado con mucha desesperación que se encargara de esas áreas. Los dueños del orfanato ya no podían pagarles a más profesores, y Hanji comprendía completamente la situación económica a la que se atenían, así que había aceptado dar el resto de clases que faltaran.

El resultado: todos los profesores, menos ella, renunciaron. Ahora, Hanji se encargaba de todas las áreas, por lo que su día entero se destinaba al orfanato. No le molestaba, tampoco tenía otra cosa que hacer fuera de ese trabajo, pero realmente le sorprendía cómo en menos de un año, toda su vida se encapsuló a ese lugar. Ella no creía que fuera algo malo, porque estaba haciendo un progreso bueno para su currículum, pero sus antiguos compañeros de carrera le criticaban que estuviera "estancada" en ese lugar.

Las palabras eran duras, pero ver a los niños lo calmaba todo.

Fijó su vista en el más cercano a ella, y quien estaba sentado a sus pies junto con una niña.

Eren, un niño de doce años recién cumplidos, quien había llegado al orfanato con su amiga, Mikasa. Ambos habían quedado huérfanos a la edad de cinco años, cuando Hanji tenía veintiuno. Eren era un chico muy enérgico y curioso, siempre siendo la cabeza de las preguntas y los cuestionamientos, y quien sacaba la información a como diera lugar. Pero era un chico muy bueno, demasiado, y siempre buscaba ayudar a los demás a como diera lugar. Eso le había ganado muchas peleas en escuela pública, razón por la que había dejado la primaria y decidió educarse en el orfanato. Era un niño muy apegado a Hanji, pues fue quien le dio clases privadas antes de que todos los demás niños decidieran tomarlas con ella, y tuvieron dos años de compañía antes de que tuviesen un salón de clases completo.

Mikasa, la mejor amiga de Eren y de la misma edad, era todo lo contrario: una chica muy tranquila, callada, desinteresada de los demás, y nada curiosa. Por su enorme contraste, ambos habían sido identificados como la parejita de los niños. Mikasa siempre iba a donde Eren se dirigía, y Eren siempre se encargaba de incluirla a donde sea que él estuviera involucrado.

Movió su vista hacia la izquierda de Eren, donde se acercaba Armin. Era un año mayor que Eren y Mikasa. Tenía el pelo rubio y largo, y era un chico demasiado encantador, según palabras de todos los trabajadores del orfanato. Armin había llegado tres meses después de la pareja de Eren y Mikasa, y rápidamente fue tomado por Eren como parte de su grupo de amigos. Instantáneamente se hicieron inseparables, y fue el primer niño al que Eren llamó "hermano". Armin era igual de curioso que Eren, pero más pacífico en sus muestras de ello, sólo emocionándose cuando hablaban durante la clase de geografía.

En un grupo alejado del trío, Hanji vio a Sasha y Connie, dos niños de diez años que habían llegado por separado.

Sasha llegó al orfanato cuando tenía siete años, y Connie llegó apenas una semana después. Ambos eran los nuevos, por lo que los demás niños no les hablaban. Fue durante la noche del sexto día de su llegada, cuando Sasha se escabulló a la cocina para comer algo, que la niña se había quedado escondida debajo del fregadero de trastes porque el guardia de seguridad pasaba por la cocina y pudo haberla atrapado. Estuvo ahí encerrada por dos horas, temerosa de salir y que la castigaran, y fue cuando Mikasa e Ymir se dieron cuenta de que ella faltaba en el dormitorio que compartían. Ambas, conocedoras de la obsesión de su compañera por la comida, la buscaron de inmediato en la cocina, y cuando la encontraron se la llevaron a los dormitorios con rapidez. Ahí, ella les enseñó un paquete de galletas que había logrado robar de la canasta de pan, y les compartió por haberla ayudado. En la mañana, Sasha se había unido a Mikasa como una amiga más, lo que la llevó a conocer a Eren y Armin. Una travesura con buen resultado que ella amaba contarle a todo el que conocía.

Connie, por otro lado, había hecho amistad con Armin rápidamente tras dos semanas de haber llegado al orfanato, pues le maravillaba escuchar al rubio hablar del planeta y los ambientes del mundo. Connie no era para nada reservado o penoso, por lo que se mezcló con facilidad, aunque tuvo un poco de dificultad en entrar al grupo de Eren ya que Mikasa le daba miedo. Bueno, no era secreto que Mikasa era sobreprotectora con Eren, pero también era inofensiva, así que esa pared social era rápidamente saltada por los valientes niños que llegaban a conocerla.

Detrás de ellos, compartiendo rompecabezas con dos de los mayores, estaba Ymir. Ella no era nada sociable, y prefería la soledad que estar con sus compañeros. Ella había sido hija de una de las maestras del orfanato, pero esta murió tras una enfermedad y la niña quedó huérfana a los seis años. Por ello había sido recogida por los dueños del lugar y puesta bajo cuidado. Hanji había conocido a su madre, y lamentaba el suceso ocurrido, pero jamás pudo acercarse a Ymir lo suficiente como para que ella le permitiera tratarla como amiga. Sí, Hanji quería a la niña como a los demás, pero Ymir estaba reticente a compartir cariño, y era comprensible. Ymir apenas hablaba con las demás niñas, y el psicólogo del orfanato había recomendado que la apertura de Ymir debía ser natural y no forzada por los actuales tutores, pues ella había pasado de ver desde el exterior el trabajo de su madre, a convertirse en parte de ese ambiente, y era algo muy grave para su edad.

Con ella estaban Reiner y Berthold, dos niños de doce años que habían llegado juntos a sus diez. En realidad, eran hermanos de sangre, y habían sido rescatados de padres abusivos, por lo que llegaron juntos a ese orfanato con mucho miedo y agresividad. Fue un trabajo duro de parte de Hanji y los niños el poder integrarlos a su pequeño grupo, pero fue el progreso más satisfactorio que habían tenido los profesores dentro de la institución, pues Reiner había dejado de ser alguien agresivo y defensivo, y se había convertido en un joven que le gustaba escuchar y orientar a sus amigos en lo que pudiera, siendo siempre de mucho apoyo para los tímidos. Berthold había dejado atrás su actitud reservada y conservadora, recibiendo una cálida bienvenida de parte de Armin y Connie, quienes le invitaron a participar con ellos en sus pequeños talleres de dibujo o a leer, algo que rápidamente hicieron un pasatiempo. Ambos hermanos eran un pilar fuerte del grupo de huérfanos, y Hanji los quería mucho.

En una mesa individual, apilando rompecabezas finalizados, estaba Jean. Era un joven de once años que había llegado al orfanato cuando tenía siete años, poco después de Ymir. Él era un caso diferente a los demás. Jean era muy competitivo, y desde su llegada no había simpatizado con Eren. No era secreto para nadie que Jean se sentía algo atraído por Mikasa, pero como ella giraba alrededor de Eren, Jean lo había nombrado algo cercano a su enemigo número uno. Eren no entendía nada del revuelo, por lo que ignoraba constantemente al chico, o lo enfrentaba cuando lo molestaba demasiado, y por ello habían comenzado una pequeña rivalidad en la que, para desgracia del primero, Eren siempre ganaba los encuentros, pues estos eran provocados por Jean el cien por ciento de las ocasiones. Sin embargo, esto no había impedido que ambos sí se unieran para hacer travesuras en la infancia, y esos fueron los pocos momentos en los que trabajarían juntos, por lo que los profesores y tutores jamás se molestaban. Creían que eso daría paso a que dejaran sus desacuerdos en el futuro.

Y, por último, a la derecha de Hanji, entre ella y su escritorio, estaban Annie y Krista, las dos más pequeñas. Annie era la más nueva en el orfanato, habiendo llegado apenas el año anterior con cinco años. Ella era una chica callada, reservada, silenciosa e inexpresiva, y gracias a ello solía ser una especie de "fantasma" entre los niños. Pasaba desapercibida, se perdía del grupo, o nadie sabía su paradero, por lo que los adultos tenían que vigilarla constantemente para saber en dónde andaba. Krista, la más chica con exactos cinco años cumplidos ese mes, había llegado al orfanato apenas teniendo un par de meses de nacida. La habían abandonado fuera del edificio, por lo que no tenían nada de información de ella ni un pasado. No pudieron dar con familiares, la ley no quiso progresar con su caso, así que ella había quedado al cuidado completo de la institución. Era una niña apenas en desarrollo, tímida, amable, curiosa y sociable, así que le faltaba aun tiempo para desarrollar un carácter resaltante como sus demás compañeros.

Y esos eran, sus once niños. Sus once alumnos. Sus once huérfanos. Sus once caminos que aun debía proteger.

Entre sus divagaciones, no se dio cuenta del timbre que sonaba fuera de la pequeña aula, anunciando el receso para los niños. Fue hasta que Eren levantó la cabeza a ella y le movió la rodilla, que Hanji despertó de su estupor y lo miró.

― ¿Qué ocurre, Eren? ―preguntó con calma.

―Ya es hora del receso, maestra Hanji ―le dijo, mostrando un semblante serio. Eren era bueno leyendo mentes―. ¿En qué piensas?

Hanji negó con la cabeza.

―He estado considerando en subir la dificultad del curso ―mintió sonriente, llevándose un dedo a la boca y fingiendo una expresión pensativa―. Ustedes son demasiado inteligentes, y me estoy quedando sin temas para enseñarles.

― ¡Oh! ―. Armin saltó de su lugar y se puso de pie, mirando a Hanji con los ojos abiertos de la emoción―. ¡Hay más temas que explorar?

― ¡Muchísimos más! ―respondió Hanji al rubio, señalándole con el dedo hacia los libros en los estantes―. Todo eso que ya saben ustedes es apenas una millonésima parte de todo lo que pueden aprender.

― ¡Yo quiero saber más sobre comida! ―exclamó Sasha dando un brinco en su asiento.

Hanji soltó una leve risa cuando todos los niños se corearon para reclamarle a Sasha con su nombre.

―Bueno bueno, hay una carrera llamada Gastronomía que se dedica por completo a los alimentos ―contestó Hanji a la niña, quien le sonrió con asombro―. Talvez podría traerte algunos libros sobre eso.

La felicidad en la pequeña fue expresada con más brinquitos, lo que se ganó un regaño de Connie tras que ella golpeó la mesa donde trabajaban y movió el rompecabezas, deshaciéndolo.

Hanji estaba algo abrumada por la felicidad que tenían los niños de que ella siguiera enseñándoles, pero no era bueno. Estaba abrumada porque se le venía encima la realidad de lo que ocurría con el orfanato, que tenían pocos fondos y necesitaban ayuda rápida, porque de lo contrario, podrían terminar cerrando y los niños quedarían desamparados, y ella, aunque desempleada, temía por la vida de sus pequeños. Hanji no entendía cómo es que el gobierno aún no les tendía la mano por los infantes, y tampoco entendía porque nadie adoptaba a esos once, que eran los últimos que quedaban.

No entendía cómo la vida le podía traer toda una mañana cotidiana de paz, y luego, toda una tarde cotidiana de caos.


―Señora Hudson, con este presupuesto apenas podrán acabar el mes ―dijo Hanji mirando las notas que le entregaba la dueña del orfanato.

Hanji había sido citada junto con los trabajadores restantes a la oficina de la dueña y directora del orfanato, Amanda Hudson, una señora de sesenta años de edad. La señora Hudson había fundado el orfanato cuando tuvo treinta años, junto a su esposo, Edward Hudson, quien falleció por causas naturales a inicios del año actual. Desde su muerte, el orfanato se había venido abajo, y la señora Amanda no estaba manejándolo de la mejor forma. Sus hijos, Victor Hudson y Jay Hudson no querían hacerse cargo de la institución, por lo que la mujer lo manejaba sola, y eso no le había venido bien a nadie.

Tras los recortes salariales, los posteriores recortes de personal, y la renuncia de otros tantos, los únicos que quedaban eran Hanji como profesora, el guardia de seguridad, Carl Paris, la cocinera Johana Moore, los dos de intendencia, el joven Christian Save y la señora Laurie Brown, y el portero, Joe Richardson, por lo que la oficina estaba llena completamente, pero se sentía muy vacía.

En su escritorio, la señora Hudson, con su cabello blanco grisáceo, su rostro cansado lleno de arrugas del luto, el cuerpo delgado, y unas manos casi esqueléticas, miraba con pena a sus trabajadores, dándoles la lamentable noticia que no esperaba que tocara su boca.

―No sobreviviremos a otro mes ―afirmó con su voz ronca y aguda―. El orfanato será cerrado en tres semanas. No tenemos apoyo de nadie, y ninguna institución similar nos ha respondido las llamadas. Me temo que los niños terminarán en una situación de calle si no encontramos una solución ahorita mismo.

Hanji, con el miedo recorriéndole el cuerpo, temblando en su silla, no dejó de mirar los números en rojo con mucho pánico, sintiendo el estrés acumularse en su nuca y como la piel se le ponía de gallina por las sensaciones negativas.

Nadie estaba dando respuestas, y tres de los presentes ya habían declarado que abandonaban el barco esa misma noche, incapaces de poder ayudar.

Hanji quería regresar a su casa, a esa precisa mañana, donde todo había pintado para un hermoso día y solamente la preocupaba el calor.


Tapó a cada uno de los niños con las cobijas, cada una unida con unos seguros por las orillas, creando una gran manta.

Al ser pocos los que quedaban, Hanji había logrado el consentimiento de la señora Hudson para que fueran todos trasladados a la misma habitación, por lo que los once dormían juntos, con las niñas y niños separados. Las camas estaban unidas, juntando a los infantes durante la noche. Eren había sido quien le pidió que juntaran las cobijas con pinzas o pegamento, para que todos se cubrieran juntos, pero Hanji solucionó ello uniendo las telas con seguros curvos para mantener a salvo a los niños de piquetes o heridas por los materiales.

Eran las ocho de la noche, hora en la que ella ya no debería estar ahí, pero se había quedado para pasar el resto de la tarde con los niños, finalmente decidiendo llevarlos a dormir antes de marcharse.

Ellos se veían llenos de vida, ignorantes de la situación que estaban a punto de enfrentar, confiados en que el techo sobre ellos seguiría siempre ahí. Y la verdad le estaba comiendo las costillas a Hanji.

―Eren, trata de no patear ―le dijo Hanji al niño con una sonrisa.

Las orejas de Eren se pusieron rojas de la pena, abriendo los ojos e inflando el pecho.

― ¡Yo no pateo! ―reclamó.

― ¡Claro que sí! ―respondieron todos, incluida Mikasa, quien se rio de la mirada que le echó Eren hacia el otro lado de la habitación por sobre sus estómagos.

Hanji se rio con los niños, yendo al siguiente en la gran cama hecha de camas.

―Armin, descansa bien ―el niño le sonrió y asintió. Fue al siguiente―. Connie, trata de mantenerte debajo de las sábanas, no queremos que te enfermes.

― ¡Lo haré! ―aseguró con entusiasmo. Hanji le asintió también.

―Jean, sueña bonito ―le susurró al joven, quien ya estaba acostado de lado y se tapaba hasta la nariz. Hanji sólo recibió un sonido de confirmación, y eso fue suficiente para ella. Caminó hacia los siguientes―. Berthold, Reiner, dulces sueños.

Ambos le sonrieron, acomodándose bajo las cobijas con calma.

Hanji miró a los barones satisfecha, notando como ya estaban todos bien listos para descansar. Dio media vuelta hacia las chicas, quienes se juntaban entre ellas, pero bajaban la cobija a la altura de sus cinturas. El calor era más pesado para ellas, pues sus camas estaban del lado que no tenía ventana.

―Mikasa, duerme bien ―le dijo a la chica, quien asintió―. Sasha, no te escapes a la cocina.

La chica soltó una ligera risa, pues ambas eran conscientes de que el regaño era una forma disfrazada de decirle "se inteligente y vuelve con comida".

―Annie, Krista, duerman bien, pequeñas ―las dos niñas, en el medio de las dos anteriores, simplemente se acurrucaron entre ambas y se taparon.

Finalmente, Hanji se acercó a Ymir, quien estaba al borde de la cama y alejada de las otras cuatro, y le tapó con suavidad. Con ella no eran necesarias las palabras, así que se limitaba a darle una suave caricia en la coronilla y se alejaba.

Hanji retrocedió poco a poco, notando las paredes azules opacas, la ventana sucia del lado de la cama de los niños. Las camas de metal, chirriantes e inestables, con colchones muy delgados y viejos. Las cobijas sin color, las almohadas sin soporte. El piso de madera rallada y despintada, las cortinas azules oscuras gruesas, y un baúl en una esquina, que guardaba los pocos juguetes de los niños.

Luego los miró uno a uno, notando los pijamas iguales de color gris, todas de pantalón, y camisas de manga larga, con calcetines blancos. No tenían sandalias o pantuflas, ni abrigos, por lo que sus calcetas llegaban a estar sucias por caminar sin zapatos. Sus ropas, muy básicas, casi uniformes, todos iguales, porque no podían comprarle ropa a cada uno. Pero sus caras, tan diferentes, y todas tan alegres, hacían parecer que el cuarto era un gran castillo, y que todos ellos eran reyes y reinas que dormían en sus grandes camas reales, esperando a que pasara la noche para ser recibidos al día siguiente para desayunar y seguir jugando, sin preocuparse por nada.

Ante los niños, Hanji casi creía que la situación precaria del establecimiento era una mera ilusión, porque para ellos era más que suficiente, y le dolía. No podía dejarlos así, y no sabía cómo sacarlos de ahí.

―Duerman bien, niños ―dijo Hanji en voz alta, llamando la atención de todos, quienes la miraron―. Los veré mañana.

― ¡Adiós, maestra Hanji!


Era la una de la mañana, y tenía las manos enterradas en su cabello, con la palma presionándole la frente y deshaciendo el nudo de su cola de caballo.

La luz tenue de la cocina la alumbraba, y la luz de la pantalla de su laptop reflejaba sobre sus lentes impidiendo que se durmiera.

Se había cambiado la ropa a un pantalón holgado gris, unos tenis deportivos blancos, una camisa de manga corta muy grande de color negro, y unas calcetas delgadas color purpura. La combinación no le encantaba, pero estaba lejos de ponerle atención.

Su taza de café estaba ya vacía, y un rollo de papel higiénico se asentaba junto a esta, ya a medio uso. Hanji había usado demasiado papel para limpiar sus lágrimas de desesperación una hora atrás, y los papeles llenos de su suciedad estaban tirados alrededor de la mesa, donde los había aventado con enojo porque no sabía qué más hacer.

Tras salir de trabajar, tomó un taxi rápidamente y se dirigió a la oficina de su abogado, quien la recibió con velocidad cuando esta le llamó por teléfono para explicarle lo que pasaba. Aunque ambos tuvieron una cita apresurada, abordaron muchos temas importantes acerca de la situación de los niños, la falta de tutores, los problemas de autoridades y el cierre del orfanato, y el abogado le prometió a Hanji que encontraría una manera de ayudarla, pero que no podía asegurar nada.

Con poco de la reunión, Hanji volvió a su hogar una hora después, decidiendo investigar en internet sobre qué otras opciones podría considerar, pero no había más que lo que el abogado ya le había enseñado, y eso comenzó a frustrarla.

En algún punto se tomó unos minutos para soltar su presión en el llanto, y luego tomó una buena taza de café negro, sin azúcar ni leche, lo que no le gustó para nada, pero la mantuvo cuerda.

Y así había llegado a esa hora de la noche, vencida por el cansancio y creando planes en la cabeza.

Su única opción viable era muy cara y fuerte, pero estaba convenciéndose poco a poco de que podría llevarla a cabo. Maldita sea, ella era una mujer independiente, podría llevar a cabo el plan que había armado con mucha responsabilidad. Sí, le tomaría tiempo, esfuerzo y mucho dinero, talvez hasta necesitaría el apoyo de mucha más gente de la que consideraba al inicio, pero no le quedaba de otra.

Su celular comenzó a sonar insistentemente a su derecha, detrás de la pantalla de la laptop, vibrando con fuerza. Era un aparato viejo, por lo que sólo le servía para llamadas y mensajes. Lo demás era inservible, para su modelo ya no existían actualizaciones de ningún tipo, pero no tenía dinero para comprar otro, así que limitaba su uso para lo que fue destinado: comunicación.

Aun así, la vibración la sorprendió, pues pocas veces recibía llamadas, y mucho menos a esa hora de la noche.

Alejó las manos de la frente, sintiendo cómo palpitaba la piel tras la liberación, y llevó la derecha hacia el teléfono. Lo acercó arrastrándolo por el mantel de plástico, viendo que en la pantalla había un número privado. Si bien ella jamás había recibido llamadas raras, o de servicios, este tipo de situación la asustaba un poco. Deslizó un dedo por la pantalla, contestando la llamada, y activó el altavoz porque no tenía la fuerza para llevar el auricular hasta su oreja.

Hubo dos segundos de silencio, antes de que una voz que no escuchaba en años se hiciera presente, exaltándola y casi borrando de su mente la situación del orfanato. No quería más problemas, y la persona al otro lado representaba uno, ciertamente.

―Hola, buenas noches, ¿este es el número de celular de Hanji Zöe? ―preguntó la voz seria y profesional.

Hanji pasó saliva dolorosamente, sintiendo que raspaba contra su seca garganta. Carraspeó un poco antes de responder, apretando los dientes.

― ¿Quién la busca? ―preguntó lo más neutral que pudo, tratando de ocultar su nerviosismo.

La voz al otro lado se detuvo junto con una respiración fuerte, lo que le hizo pensar por un segundo que la llamada se había cortado, de no ser por el contador aun en marcha en la pantalla. Apretando la boca, no despegó la vista del teléfono.

―Soy el detective Ackerman, le llamo desde la Estación de Policía, división de Paradis, Escuadrón de Exploración ―la voz regresó a él de golpe, hablando con más fuerza, y aún más serio―. Tengo conmigo a un joven de doce años que dice que la conoce, su nombre es Eren.

― ¡Eren? ―murmuró Hanji sorprendida, enfocando toda su atención en el teléfono. Quitó el altavoz y se llevó el aparato al oído, rápidamente encadenando todas las neuronas de su mente para mantener la calma y responder de forma coherente. Su cuerpo se cubrió de una ola de calor que les devolvió la movilidad a las articulaciones, endureciendo sus músculos― ¿Qué hace ahí? ¿Le ha pasado algo? ¿Está solo?

El detective carraspeó del otro lado, ganándose un silencio de parte de la mujer.

―Él está bien y ha venido solo. Dijo que necesitaba la ayuda de la policía para mantener su orfanato abierto, y le hemos pedido que nos diera el contacto de algún tutor que tuviera, y nos dio el de usted ―contestó el hombre―. ¿Podría ven-

― ¡Voy para allá! ¡No dejen que se vaya! ―dijo rápidamente interrumpiendo al hombre, poniéndose de pie y buscando su bolso y las llaves de su auto.

Mientras corría de un lado a otro por la casa, preguntas agolparon su mente con urgencia.

― ¡El niño es hermano de otros once niños! ¿No iban con él? ―preguntó mientras se estiraba sobre el respaldo del sillón de tres plazas, tomando su bolso de una esquina de este.

― ¿Once niñ- ¡qué? ―exclamó con desconcierto el hombre. Las siguientes palabras vinieron cargadas de una muy antigua exasperación, arrastrándolas y soltando un sonoro suspiro―. ¿En qué te metiste ahora, Hanji?

― ¡No me cuestiones nada, Levi! ¡Averigua si esos niños fueron con él o no!