Detrás de una ventana, no en la torre más alta del castillo, una mujer joven observa el espléndido patio. El libro que sostiene sobre su falda no la distrae demasiado. La tinta sobre el papel no alcanza para espantar sus miedos. Hay soldados moviéndose allí abajo, de un lado a otro, apurados. La joven voltea otra de las páginas que no está realmente leyendo y el magnetismo de lo que sucede fuera vuelve a atraparle la mirada. Las pesadas puertas se abren y el Rey, seguido de su guardia, cruza el umbral a lomos de su caballo.

Años atrás aquel hubiese sido el momento en que Lena habría arrojado su libro, apurándose escaleras abajo. Y Lex estaría allí, esperándola a un costado de su caballo, sabiendo que su pequeña hermana no tardaría en abalanzarse sobre él, deshaciéndose en risas y exigiendo un paseo hasta los establos.

Pero los tiempos habían cambiado demasiado.

Había noches en que, sin poder conciliar el sueño y con la mirada clavada en el techo, Lena intentaba encontrar el momento exacto en que había ocurrido. La muerte de su padre había sido el comienzo, no había dudas. Aun así, Lena podía recordar a su hermano consolándola. Promesas de todo va a estar bien, ya no llores más. Noches de ajedrez, tardes de lecturas compartidas. Paseos a caballo y cenas hasta que las velas ardían. Lena lo recordaba, después de la trágica muerte de Lionel, Lex siguió siendo su hermano. Al menos, por un tiempo.

Lena cerró el libro con urgencia, apretándolo entre sus manos. Hoy el nudo en su garganta comenzaba a ahogarla desde temprano.

Junto a la corona también vinieron las nuevas responsabilidades. Lex ya no podía dedicarle las mismas horas, tenía un Reino que llevar adelante. Lena lo había entendido desde el principio, e incluso había intentado ayudarlo. No en vano había pasado buena parte de su vida sumergida en pergaminos y libros. Había creído, inocentemente, que Lex iba a necesitarla. Que su voz iba a ser escuchada sin que a Lex le importase su condición de sangre débil. Y con esa esperanza encima fue que Lena se atrevió a intentarlo, a extender su mano. Quizás ese había sido el día donde todo había cambiado; el día en que Lex le había dado aquel primer golpe bajo.

Lena, no tengo tiempo para trivialidades, ya no eres una niña. Deja de intentar ser lo que no eres y aprende tu lugar de una buena vez.

De pronto, ya no era apropiado para la princesa Luthor montar a horcajadas. O perder el tiempo en la biblioteca de su padre. O sentarse a la mesa del Rey. Lena intentó rebelarse ante cada cambio, ante cada prohibición. Pero sus protestas siempre caían en saco roto, una tras otra. Su última gran rebeldía había consistido en atreverse a vencer al Rey en una partida de ajedrez. Lex no reaccionó, nunca lo hacía. Solo se sonrió, asintiendo. Aquella fue la última vez en que le fue permitido estar frente a un tablero.

Al comienzo fue gradual. Cada mañana, cada tarde, cada noche aparecía una nueva cadena y una vieja libertad se esfumaba. Y con cada una de las libertades perdidas el velo sobre sus ojos se fue corriendo hasta que, finalmente, Lena despertó a la realidad; su vida entera no era más que un adorno bajo el nombre de su familia, un peón a la espera del sacrificio final.

Su atención volvió al libro entre sus manos; lo había cerrado sin marcar la página. No importaba. No podía recordar una sola línea desde que lo había comenzado. No era más que uno de los aburridos tomos que aún le permitían leer.

Paseó la mirada por su habitación, intentando distraerse. Últimamente parecía que aquella era su única ambición. Distracción. No pensar. No sentir. Mientras más rápido pasasen los días, mejor. Nunca una buena excusa para despertar a la mañana, siempre apurada por volver a sus alcobas. No recordaba la última vez en que se había sentido cómoda en su propia piel. Que aquella sensación de molestia constante, de vacío goteando desde dentro, no había estado presente.

—¿Señora Lena?

Lena se sobresaltó y el libro cayó a sus pies. Se apuró a dibujar media sonrisa en sus labios, volviendo la mirada hacia su doncella que ya asomaba desde la puerta.

—Jess… Lo siento, estaba distraída. ¿Asumo que mi madre ya envía por mí?

La doncella asintió, dos veces. Se adelantó cerrando tras ella, quedándose de pie a pocos pasos de la puerta. Sus dos manos cruzadas sobre su falda, sus ojos atentos sobre los de su señora. A esas alturas, Lena la conocía de sobra y sabía que Jess entendía mucho más de lo recomendado para cualquier doncella que practicase la prudencia. En los últimos meses Lena se había quedado sin palabras más de una vez al recibir las inquisitivas preguntas de aquella joven que parecía desconocer por completo el trato debido a la Familia Real cuando era a ella a quien se dirigía. La respuesta adecuada hubiese sido ponerla en su lugar ante la primera falta, pero para Lena había algo refrescante, algo liberador en la actitud de la muchacha. Era difícil nombrarlo, pero sabía que lo añoraba.

—El Rey también espera por ti…

Lena se inclinó, tomando el libro e inspeccionándolo sin demasiado cuidado. Lo apoyó a su costado y dando un largo respiro se puso de pie. Jess seguía allí, observándola.

—Solo dilo Jess. Lo que quieras decir, dilo.

La doncella tragó, asintiendo varias veces, una tras otra.

—Hay un pergamino sellado sobre la mesa. La señora Lillian parecía disgustada pero tu hermano… Lo siento, el Rey, no le prestó demasiada atención a sus quejas. Seguía pidiendo por ti.

—¿Un pergamino sellado?

—Con una serpiente. Parece una serpiente. Es algo así…

Jess levantó una de sus manos, su índice estirado marcando una serpentina en el aire.

—Krypton. Es el emblema de la Casa de El. Es el sello del Rey Zor-El.

—¿Será la guerra, Señora Lena?

La sonrisa de Lena se llenó de compasión, acercándose hacia la doncella. La guerra era el fantasma que no dejaba de acosar aquellas tierras. Un nuevo rumor nacía cada día; Daxam se mueve hacia la frontera, Krypton prepara un asedio. La tregua que apenas llevaban meses sosteniendo parecía siempre a punto de expirar. A cada hora, a cada instante, la sensación era la de encontrarse al borde del estallido.

—No deberías ocupar tu mente en esos asuntos, Jess. No nos corresponde a nosotras preocuparnos sin causa alguna. Déjalo en manos de quienes entienden mejor.

Lena sintió la piedra caer en su estómago en cuanto soltó la frase. Apenas entendió el resto de la conversación. Esbozó un par de sonrisas y esperó paciente a que Jess abandonase la alcoba. Déjalo en manos de quienes entienden mejor. Aquellas palabras acababan de salir de su boca, sí, pero no eran suyas. No lo eran. Y no darse cuenta de qué boca era que venían era imposible.

Es por tu bien, Lena. Lex sabe lo que es mejor para esta familia y tienes que entenderlo. Todos tenemos responsabilidades, y la tuya es obedecer, en silencio.

Lillian. Aunque había sido su propia voz, las palabras eran las de Lillian.

La mujer que jamás había mostrado interés en Lena, que siempre se había encargado de hacerle sentir la frialdad que le inspiraba su presencia. Su madrastra. La misma que había llevado el arte de ignorarla hasta cotas tan altas que Lena había pasado buena parte de su infancia creyendo poseer el don de la invisibilidad.

Al igual que con su hermano, el trato de Lillian comenzó a cambiar desde el momento en que Lionel los dejó. Un cambio de actitud radical, que inocentemente y al comienzo, Lena llegó a confundir con amor maternal. Tardó poco en darse cuenta de su error. Lillian se había empecinado en hacer de ella su nuevo proyecto personal, y si Lena había creído que no podía haber actitud más cruel que el criar a una niña bajo un manto de indiferencia y frialdad, jamás había pensado que aquellos eran los días que iba a terminar añorando. Cada paso que daba recibía corrección. Lillian siempre estaba allí, dispuesta a enseñarle el camino adecuado que, siendo una princesa, Lena debía transitar.

No, no había forma de escapar. Era la suerte que le había tocado. Su hermano la había abandonado, y atrapada entre las paredes de aquel castillo no quedaba donde esconderse. Debía medirlo todo. Cada movimiento, cada palabra. Ser adecuada se había convertido en el único propósito de su existencia y si alguna vez había intentado rebelarse contra aquel destino, había entendido bien pronto hasta cuán lejos estaban todos dispuestos a llegar para mantenerla en su lugar.

Lena tomó aire, intentando calmarse. La sangre de los Luthor corría por sus venas después de todo, y como buena Luthor que era, rendirse no entraba en su vocabulario. No importaba cuán adversas las circunstancias, un Luthor jamás se daba por vencido, jamás mostraba flaquezas. Y a pesar de aquel encierro, a pesar de que no tenía ningún control sobre su propia vida, por dentro Lena nunca dejaba de pelear. Ganar era imposible, lo sabía, pero quizás, si aguantaba lo suficiente, podía llegar a tablas.