Amante Esposa


Noticias Inesperadas


«Gracias».

¡Qué idiotez, decirle eso a una mujer que acababa de desnudarle su alma! Pero ¿qué otra cosa podía decir? La respuesta que ella quería no era la que él deseaba darle. Y cualquier otra cosa parecía inadecuada.

—¡Õtsutsuki! —entregó su sombrero y sus guantes al lacayo y se fue derecho a su habitación. Oyó los pasos de su secretario tras él.

—¿Milord? —dijo Õtsutsuki con la voz ahogada como si tuviera la boca llena. Posiblemente todavía estaba desayunando.

—¿Qué hora es?

—Las ocho y media. Muy temprano para usted, milord —no parecía un reproche, sino una disculpa por no estar preparado.

—Muy temprano para hablar con coherencia, querrás decir. Pues prepárate para una sorpresa. No solo estoy sobrio, sino que he dormido, he desayunado y hasta he ido a dar un paseo.

Oyó una tos a su espalda cuando, a causa de la impresión, Õtsutsuki se tragó una miga de pan de su tostada.

Naruto sonrió.

—Parece que hoy te llevo la delantera. Vamos, ve a terminar de desayunar. O, si quieres, trae tu desayuno a mi habitación, junto con el periódico. Puedes usar la mesita de la ventana, si quieres. Esta mañana hay una brisa particularmente agradable. Y por lo que he podido deducir, la vista es muy placentera.

—Gracias, milord.

Su ayuda de cámara se había adelantado y estaba esperándolo en el dormitorio para quitarle la chaqueta. Mientras se la quitaba de los hombros, Naruto buscó en el bolsillo de la pechera el retrato de Hinata, como hacía siempre. Pero sus dedos rozaron algo inesperado. Tardó un momento en recordar la tarjeta que su amante desconocida le había dado en el parque.

Cerró el puño, exasperado, pero enseguida lo relajó para no arrugar el papel. No había manejado bien la situación. No debería haberse reído de sus intentos de ayudarlo, ni haber replicado con aspereza. Si ella lo dejaba después de uno de aquellos estallidos, sería él quien saliera perdiendo.

Sobre todo cuando el destino le había demostrado lo pequeños que eran sus problemas comparados con otros. Quizá su amante se equivocaba y él ya no servía de nada. Quizá tuviera que pasar el resto de su vida sentado junto a la ventana, oyendo pasar el mundo. Pero al menos no se vería forzado a pasarlo en una esquina, con una taza de hojalata.

Imaginarse un futuro en París, o en cualquier otra parte, con su amante tumbada a su lado en un diván mientras bebían vino y se leían poemas el uno al otro, le había producido una punzada dolorosa. La posibilidad de que su idilio se prolongara le parecía tan irrealizable como si ella le hubiera dicho que podían volar a la luna.

Mientras se sentaba para que lo afeitaran, palpó la tarjeta que tenía entre las manos, pasando la uña por las filas de puntos en relieve. Si hubiera intentado leerla estando ella presente, su amante se habría dado cuenta de que no tenía remedio y habría dejado de molestarse.

O él habría demostrado que ella tenía razón. Su orgullo debía de ser muy frágil, si temía tanto el éxito como el fracaso. Pasó los dedos por la tarjeta y notó que los bultos estaban ordenados en grupos y estos en filas. Y cuando se obligó a palparla despacio, comenzó a distinguir letras.

Ella tenía razón. Parecía estar en francés. Se rio al empezar a entender las palabras, preguntándose si ella también lo habría intentado. ¿Hasta qué punto era difícil leerlas, si se podía distinguir el grabado de la página? —«El amor es ciego y ciega a cuantos gobierna» —leyó en voz alta, y oyó que el ayuda de cámara gruñía, molesto, para advertirle que no debía moverse.

Naruto sonrió con cautela para que no le cortara con la cuchilla y pensó en la mujer que le había dado la tarjeta. Era muy propio de ella elegir aquellas palabras para dárselas a leer. Por un momento, pensó que podían ser de Shakespeare. Pero ella se equivocaba al pensar que la tarjeta contenía un poema. Su inventor no parecía en absoluto un poeta, sino un latinista, y ciego, además. Pasó de nuevo los dedos por las letras, más rápido esta vez, y notó que las leía con mayor fluidez.

No leía tan rápido como antes de perder la vista, pero aun así era agradable reconocer los conceptos que iban formándose bajo su mano. El autor llamaba a la ceguera un don divino, más que una dolencia humana. La idea hizo sonreír a Naruto, y gruñir a su ayuda de cámara. Si Dios había cegado a los Uzumaki en un intento de convertirlos en mensajeros de su bondad divina, entonces Dios mismo tenía que ser ciego. Escoger a individuos de tan poca valía no decía mucho a favor de su gusto a la hora de elegir sirvientes.

Y sin embargo...

—Õtsutsuki...

—Lord Uzumaki —su secretario, que se había acomodado en la mesita de la ventana, contestó con voz clara.

—¿Recuerdas si alguna vez ha habido un miembro del Parlamento que se quedara ciego de repente?

—Desde luego, milord —Naruto se inclinó hacia él esperanzado, solo para oír—. Usted, milord. Y su padre, claro. Y su abuelo.

—No, cabeza de alcornoque. Alguien de otra familia.

—No, que yo sepa, milord. Pero no es imposible, desde luego. Hay algunos cojos, ¿no es cierto?

—Y también sordos. Y con muy poco seso, posiblemente —añadió Naruto—. Porque ¿cómo, si no, se explican las decisiones que toman a veces?

—Puedo comprobarlo, si lo desea. Pero sospecho que no tendrían más remedio que acoger... a cualquier lord que padeciera tal inconveniente.

El bueno de Õtsutsuki... Había estado a punto de decir «acogerlo», pero se había detenido a tiempo.

—Hazlo, por favor. Y avísame cuando sepas algo. Tengo, además, otro encargo para ti. Necesito hablar con alguien de Intendencia para hacer averiguaciones sobre la suerte que ha corrido un soldado. Hoy he conocido a la madre del chico en el parque...

—En el parque —repitió Õtsutsuki como si no diera crédito.

—A la entrada, en realidad. Las circunstancias la han obligado a mendigar en la calle. Le dije que intentaría ayudarla, si mañana se pasaba por mi residencia.

—¿Va a venir una pordiosera, milord?

—Sí, Õtsutsuki. Una pordiosera ciega. Y madre de un soldado.

—Entiendo, milord.

—Y ya sean buenas o malas las noticias que se tengan de su hijo, si pudiera arreglarse algún tipo de pensión para ella...

—Considérelo hecho, milord —Õtsutsuki dejó su taza y se levantó de la silla, dispuesto a empezar sus quehaceres—. ¿Algo más?

—Pues sí —Naruto le pasó la tarjeta que tenía en las manos—. ¿Qué te parece esto?

—Es un discurso de Jean Passerat, milord.

—Lo sé, Õtsutsuki. Porque lo he leído.

—¡Milord! —exclamó en voz baja su secretario, sorprendido.

—Como verás, las letras están en relieve. Puedo palparlas, Õtsutsuki. Es un proceso laborioso leer estos puntitos, pero no imposible. Y se me ha ocurrido que tal vez un impresor pudiera hacer algo parecido. Ya tienen tipos en relieve.

Õtsutsuki se quedó pensando un momento.

—Los hacen del revés, para hacer la impresión en la página.

—Pero si pudieran hacer un molde, de alguna manera... O si se pudieran hacer letras especiales, del derecho... —Naruto tamborileó con sus dedos sobre la rodilla, imaginando las diversas aplicaciones que podía tener aquel invento. De pronto sentía un impulso imperioso de ponerse manos a la obra—. Sería caro, supongo. Pero tengo dinero.

—En efecto, milord —Õtsutsuki parecía aliviado. Y contento.

—Y si puede hacerse para mí, no veo por qué no puede hacerse para otros. Quizás el asilo de Southwark pudiera comprar algunos. Sé que no consideran que deban educar a sus internos, pero yo no soy de la misma opinión.

—¿Quién va a saberlo mejor que usted, milord? Ese asunto le atañe de manera muy personal.

—Lo cual me pone en una situación excelente para convertirme en patrón de esa institución, no me cabe la menor duda. La combinación de dinero e influencias podría ser muy útil a la hora de introducir cambios decisivos en ese lugar.

—Pero para que los internos se beneficiaran plenamente de su ayuda, tendría que consagrar mucho tiempo a la tarea —comentó Õtsutsuki en tono de advertencia.

Tiempo. ¿Y desde cuándo no lo tenía? Los días se alargaban interminablemente ante él, y el deseo de matar el aburrimiento había sido el germen de muchas de sus locuras. Naruto sonrió.

—Me parece, Õtsutsuki, que apoyar a una institución benéfica no se cuenta en la larga lista de disparates que ha cometido mi familia estas tres últimas generaciones. Según la tradición del linaje de los Uzumaki, estaría comportándome como un excéntrico si no me dedicara con empeño a precipitar mi muerte.

—Tiene usted mucha razón, milord —contestó su sirviente, divertido—. Podría muy bien ser el mayor excéntrico de su familia, si despilfarra su herencia en obras filantrópicas.

—Así tendría oportunidad de apreciar tu ironía, Õtsutsuki. Es una virtud que echaba de menos últimamente.

—Últimamente me ha dado usted muy pocos motivos para la risa, lord Uzumaki.

—El cambio está en el aire, Õtsutsuki. Vuelvo a ser el de siempre, después de mucho tiempo.

—Eso parece, milord.

—¿No podrías llamarme Naruto, después de llevar tanto tiempo a mi servicio? O Uzumaki, por lo menos.

—No, milord —contestó su secretario con afecto, y se aclaró la garganta—. Pero si puedo tomarme la libertad de informar a lady Uzumaki de lo mucho que ha mejorado su humor, sin duda se llevará una alegría.

Naruto sintió que el temor volvía a apoderarse de él al pensar que Hinata pudiera enterarse de sus planes antes de que él le diera una explicación.

—Eso tendrá que esperar hasta que tenga oportunidad de hablar con ella yo mismo. Pero ¿crees que le parecerá bien?

—Sí, milord. Sigue preguntando por usted con regularidad. Y está preocupada por su silencio.

—Pero no ha querido venir a verme.

—Si me permite la osadía de ofrecerle un consejo, milord...

—Desde luego.

—Creo que fueron las formas, no el remitente, lo que la enojó. Naruto suspiró.

—He cometido tantos errores con la pobre chica que no sé por dónde empezar a rectificarlos...

—Hace ya algún tiempo que no es una pobre chica, milord —y ahí estaba otra vez esa extraña nota de admiración que distinguía a veces cuando Õtsutsuki le hablaba de su esposa. De pronto recordó que la reconciliación que imaginaba tal vez no fuera del agrado de su amigo.

—Es culpa mía no haber estado allí para ver florecer a Hinata. Era demasiado orgulloso para soportar verla solo a medias. Y ahora no puedo verla en absoluto —suspiró—. Gracias por cuidar de ella, Õtsutsuki.

—¿Yo? Yo no he hecho nada, milord.

—Sospecho que eso no es cierto —¿y qué esperaba que dijera su secretario? Nada que él quisiera oír. Pero Naruto no podía dejar correr el asunto.

Tras quedarse pensando un rato, Õtsutsuki dijo:

—Ella se cuida sola, casi siempre. Yo hago poco más que seguir sus instrucciones. Pero estoy seguro de que, si habla con ella, se dará cuenta de que está deseando escucharlo.

—Puede que lo haga —y de nuevo le faltó valor—. Pero hoy no. Hoy creo que voy a salir a comer.

—¿Salir, milord?

Casi podía oír el cerebro de Õtsutsuki barajando posibilidades, intentando deducir adónde podía ir tan temprano. Y si habría algún modo de disuadirlo de aquella nueva locura, fuera cual fuese. Porque, aunque la mañana parecía cargada de promesas, Naruto no le había dado motivos para creer que sus buenas intenciones durarían hasta la tarde.

—Cuando haya terminado las tareas que me ha encargado, lo acompañaré

—dijo por fin su secretario.

—¿Ah, sí? ¿Y acaso he pedido yo que me acompañe, señor Õtsutsuki?

—No, milord.

—Entonces no hace falta que te molestes. Lo que haga, he de hacerlo solo. Y, a fin de cuentas, tú no eres socio.

—¿Socio? ¿Qué demonios...? —preguntó Õtsutsuki, desconcertado hasta el punto de olvidarse de sus modales.

Naruto tanteó el aire hasta encontrar el brazo de su secretario, al que dio una palmadita tranquilizadora.

—No te preocupes, hombre. No soy un niño. Me las arreglaré bien solo unas pocas horas y a plena luz del día. Ahora, llama al coche. Y avisa a la cocinera de que no vendré a cenar.

El club White's...

El bastión de los círculos sociales en los que se negaba a comparecer desde que había perdido por completo la vista. Había olvidado lo apacible que era, comparado con las tabernas que solía frecuentar, y el placer que entrañaba contarse entre sus socios.

Era un lugar en el que se ignoraba la excentricidad. Si un hombre tenía influencia suficiente para cruzar sus puertas, cualquier dislate que cometiera podía considerarse, si no halagüeño, sí indigno de cualquier comentario.

Naruto sonrió, expectante.

—Lord Uzumaki, ¿puedo ayudarlo con su sombrero y su abrigo?

—Puede ayudarme con varias cosas —contestó, volviéndose hacia el sirviente y poniéndole la mano en el brazo—. Hace algún tiempo que no vengo por aquí. ¿Los muebles siguen estando en el mismo sitio?

—¿Milord? —el lacayo parecía sorprendido y un poco desconcertado por la pregunta.

—Verá, es por mis ojos —se pasó la mano por delante de la cara—. No estoy ciego como un murciélago, quizá. Pero casi —«ciego». Le sentaba bien decirlo en voz alta, como si aquella palabra llevara siglos atascada en su lengua—. Tome mi sombrero y mis guantes. Me quedo con el bastón —luego añadió—: Y le agradecería que me describiera brevemente la sala y a sus ocupantes.

El sirviente, una vez informado de lo que necesitaba, se mostró perfectamente dispuesto a cumplir con su tarea y le explicó en voz baja qué y a quién iba a encontrarse cuando cruzara el umbral. Luego añadió:

—¿Algo más, milord?

—Una copa, quizá. Lo que estén tomando los demás. Llévemela cuando me haya sentado. Y, por favor, avíseme cuando lo haga, porque quizá no lo oiga acercarse.

Después se centró en la difícil tarea de reincorporarse a su club. Se quedó un momento parado y respiró hondo. Hacía un poco de calor en la habitación. Pero ¿acaso no lo hacía siempre? Notó un olor a tabaco y a alcohol. Pero no era el hedor al que estaba acostumbrado.

—¡Uzumaki! —exclamó alguien al verlo, y de pronto, mientras sus viejos amigos se daban cuenta de que algo había cambiado, se hizo un silencio.

—¿Uchiha? —avanzó hacia la voz de su viejo amigo Sasuke y tropezó con una mesa de naipes que estuvo a punto de volcar. Se disculpó con los caballeros sentados a ella y al darse la vuelta sintió que Sasuke lo agarraba del brazo y tiraba de él.

—Uzumaki... Naruto... Hacía casi un año que no te veía. ¿Dónde te has metido? —y luego, en voz más baja, añadió—: ¿Y qué te ha pasado? Ven. Siéntate y hablemos.

Naruto sonrió y se encogió de hombros, dejando que su amigo lo ayudara.

—No he sido muy buena compañía, me temo —Sasuke le indicó que se sentara en un sillón y casi al instante el sirviente regresó con una copa de vino. Naruto bebió un sorbo para calmar los nervios—. Me ha fallado la vista.

—¿Estás...?

—Ciego —repitió, y de nuevo sintió que su ánimo se aligeraba—. Desde aquel fogonazo en Salamanca, he ido de mal en peor.

Sasuke agarró su brazo.

—¿No hay esperanza de que te recuperes?.

Naruto le dio unas palmaditas en la mano.

—Me temo que mi familia nunca ha tenido muy buena vista. A mi padre le ocurrió lo mismo. Yo esperaba no correr la misma suerte. Pero al parecer no voy a librarme.

Se hizo el silencio que esperaba. Luego Sasuke rompió a reír, aliviado.

—Mejor encontrarte ciego que borracho antes de mediodía. Cuando vi que te tropezabas con los muebles, temí tener que llevarte a casa y meterte en la cama.

Los hombres que los rodeaban también se rieron, y Naruto sonrió.

—¿Uzumaki?

Naruto intentó armarse de valor.

—Nagato, qué alegría verte.

—Pero acabas de decir que no me ves.

Algunas cosas no habían cambiado. Seguía gustándole ir al club... salvo cuando también iba su primo.

—Hablaba metafóricamente, Nagato —«como cuando he dicho que me alegraba de verte»—. Aunque no te vea —«lo cual es una bendición»—, ya ves que no me cuesta ningún trabajo reconocerte por la voz.

—¿Tus otras facultades están intactas? —Nagato casi parecía tener esperanzas de que le dijera que no. ¿No podía siquiera fingir, aunque fuera por un instante, que no estaba deseando apoderarse del título?

—Sí, Nagato —contestó con toda la paciencia de que fue capaz—. Como verás, sigo siendo bastante lúcido. Y puesto que mi breve periodo de reclusión está tocando a su fin, regresaré a mis quehaceres habituales y volveré a ocupar mi escaño en el Parlamento.

—Así que imagino que lo me dijo lady Uzumaki también es cierto.

«¿Qué te dijo?», se preguntó Naruto. Después decidió darle a su esposa el beneficio de la duda.

—Naturalmente. Mi esposa no tiene motivo alguno para mentir, ¿no te parece?

—Supongo que no. Entonces, habrá que darte la enhorabuena —dijo Nagato con desgana.

—¿La enhorabuena? —preguntó Sasuke—. ¿Qué es lo que hay que celebrar?

«Ni idea».

—Dejaré que sea Nagato quien te lo diga, puesto que parece ansioso por dar la noticia.

Nagato soltó un suspiro resignado.

—Parece que en torno a Pascua habrá un nuevo heredero en la familia.


Continua