El beso del amor

Adaptación sin fines de lucro, es pura diversión, autora Myrna Mackenzie. Los personajes de Sailor Moon le pertenecen a nuestra queridísima Naoko Takeuchi.

MALDICIÓN! –exclamó Usagi Tsukino, frustrada entre las cuatro paredes que la rodeaban. Estaba allí, en aquel maravilloso complejo, en aquella isla paradisíaca, por negocios. Pero los negocios no iban nada bien de momento. Y Mina, su hermanastra y compañera de negocios, había desaparecido–. No estoy segura de que vayamos a conseguirlo –murmuró en voz alta–. Y si no lo conseguimos, perderemos el negocio incluso antes de empezar. Y entonces ese hombre, nuestro padre, ganará. Dirá que no podemos hacer nada bien.

Que era justo lo que había estado pensando desde el día en que nació Usagi.

Y, de momento, parecía ser verdad, porque nada había salido bien aquella mañana.

–Bueno, al menos no hay mucho más que pueda ir mal –razonó en voz alta.

Sonó el teléfono que había sobre el escritorio de aquel despacho temporal que le había proporcionado el complejo. Usagi emitió un gemido y descolgó.

–Eventos Tsukino –dijo, sorprendida de que su voz sonara fría y calmada, a pesar de estar preparándose mentalmente para recibir más malas noticias.

–¿Usagi? –dijo al otro lado del teléfono la voz, ahora familiar, de Beryl Montrose, la directora del complejo.

–Sí, soy yo.

–Estoy en la recepción principal con alguien que quiere verte. Alguien muy interesante. Sólo quería decirte que voy a llevarlo a tu despacho.

Ojalá no fuera otra celebridad reclamando alguna reliquia familiar que otro miembro de la familia había intentado colar en la subasta que Eventos Tsukino estaba organizando. ¿Acaso la gente ya no do naba cosas sin esperar nada a cambio?

–De acuerdo, gracias, señora Montrose –dijo Usagi tratando de no dejar notar su frustración ni su desconfianza. Le costaba más trabajo sonreír a medida que proseguían los preparativos para la subasta.

Miró a su alrededor y observó los artículos, que ya comenzaban a amontonarse. ¿Qué preciado objeto iría a reclamar esa persona? Estaba empezando a preguntarse hasta qué punto conocerían los donantes a la mujer que había encargado a Eventos Tsukino la ejecución de la subasta. Victoria Catherine Smith tenía dinero y la habilidad de sentirse orgullosa de ello, pero no parecía tener amigos de verdad, no cuando la gente no paraba de llevarse las cosas que había donado. Por un minuto Usagi se arrepintió de haber aceptado ese proyecto, pero entonces recordó lo que estaba en juego: el negocio, lo único que podía decirse que casi le pertenecía, aunque tuviera que compartirlo con una hermanastra a la que no conocía muy bien. Si la subasta fracasaba, también lo haría el negocio. No había dudado al aceptar llevar la subasta de la señora Smith para conseguir dinero y construir el Acuario Victoria Catherine, creado para exhibir parte de la vida marina de la zona, pero mayoritariamente, y según la opinión de Usagi, para exhibir el nombre de la señora Smith ante los ricos que frecuentaban La Torchére.

Los problemas con los donantes hacían que la tarea fuese difícil, y seguramente sería mucho más complicado cuando ese desconocido llegase al despacho. Se preguntaba si sería el dueño del Pollock que colgaba de la pared. Esperaba que no. Era uno de los objetos que, seguramente, más miradas atraería durante la subasta. Frunció el ceño al mirar el cuadro.

–A mí no me parece tan malo –dijo una voz masculina.

Usagui se giró y se encontró mirando directamente la cara de un hombre alto, de pelo oscuro y con los hombros anchos. Su rostro estaba bronceado y sus ojos eran azul zafiro y completamente indescifrables. Y, aunque parecía que había hecho un chiste, no había ni un rasgo de frivolidad en su expresión. De hecho, por el modo en que la miraba, parecía un cazador y ella se sentía como su presa.

Con un gran esfuerzo, Usagi se obligó a sonreír, ignorando aquel pensamiento tan ridículo.

–¿Es suyo? –preguntó ella.

Él parpadeó extrañado. No, evidentemente no era suyo.

–Está colgado en su despacho –señaló él.

–Sí, pero es un objeto para la subasta que voy a organizar y… bueno, no importa. ¿En qué puedo ayudarlo, señor…?

–Chiba. Mamoru Chiba.

Tenía una voz profunda y pronunciaba las palabras con un acento suave y muy sexy. Usagi no pudo evitar notar que parecía demasiado grande y masculino para una habitación tan pequeña. Aun así, parecía controlar la situación, como si fuera su des pacho, y no el de ella.

Aquel pensamiento la puso furiosa. Se había visto obligada a compartir todo lo que había sido importante en su vida.

Usagi frunció el ceño y luego se dio cuenta de lo tonta que estaba siendo. Se trataba de negocios. Tenía que ser agradable.

–¿En qué puedo ayudarlo, señor Chiba? –repitió-. ¿Está aquí por lo de la subasta o quiere contra tarnos para otra cosa?

La miró fijamente, y sus ojos oscuros parecieron explorar lugares de su mente que ningún hombre había visitado antes.

–No deseo comprarle nada, señorita Tsukino, y desde luego no quiero venderle nada que me pertenezca.

Dijo aquella última parte con demasiado énfasis.

Usagi parpadeó y tomó aliento tratando de ser valiente.

–Quizá debería decirme entonces lo que quiere, señor Chiba.

–Quizá debería, pero creo que será mejor que esté sentada cuando le diga lo que quiero de usted –bajó la voz y, por un momento, Usagi se sintió ligeramente desorientada. Para su sorpresa, Mamoru Chiba se colocó tras su escritorio y sacó la silla. Le hizo gestos para que se sentara y, como un cachorro obediente, Usagi rodeó el escritorio y se sentó. Él seguía de pie tras ella.

Usagi empezó a girar la silla, pero él la detuvo y se apoyó sobre el escritorio junto a ella. Parecía una pose sumamente despreocupada, pero no había nada de despreocupado en ese hombre.

Usagi sintió que le costaba respirar. Ella siempre había sido una persona tranquila y, hasta hacerse cargo del negocio junto con Mina, se había considerado una mujer a la que le gustaba hacer las cosas con discreción. Le había costado mucho trabajo y esfuerzo aparecer tranquila y confiada cuando por dentro se sentía temblando. Era una tarea difícil disimular su nerviosismo y hacer que la gente se sintiera cómoda, pero había aprendido a controlar sus ansiedades y a concentrarse en el cliente. Pero ese hombre le estaba haciendo olvidar todas sus lecciones. Más exactamente, le estaba haciendo ser consciente de su feminidad, lo cual era totalmente inaceptable.

–¿Qué quiere de mí, señor Chiba? –preguntó ella.

Él se quedó mirándola a los ojos y luego negó con la cabeza.

–Señorita Tsukino, lamento decirle que tenemos un problema, uno muy grande, que no tiene nada que ver con cuadros ni con subastas. El tema es que usted es la madre de mi bebé –dijo él–. Tenemos que hacer algo al respecto.

Usagi se quedo con la boca abierta y casi sin respiración. Se llevo una mano al cuello y dijo:

–¿Qué?

Él se encogio de hombros y se masajeo la nuca.

–Supongo que debería haber sacado el tema con más suavidad pero, ¿usted ha donado óvulos alguna vez?

Usagi abrió mucho los ojos y apretó con fuerza los brazos de la silla, como si estrujar algo fuese a hacer que retrocediera en el tiempo.

–Sí, una vez, pero sólo para mi prima –dijo casi sin fuerza. Su prima, Haruka, había dado a luz a una niña, la sobrina de cuatro años de Usagi, llamada Hotaru, y que era una monada. Y ella era el único resultado de aquella donación–. No estará intentando decirme que usted y Haruka… No me lo creería, y no importa lo guapo que usted sea. Está locamente enamorada de su marido.

El hombre arqueó ligeramente la ceja izquierda cuando Usagi le dijo que era guapo.

–No tengo el placer de haberla conocido –dijo él–. Y fue mi difunta esposa la que dio a luz a mi hija.

–No lo comprendo –dijo Usagi sintiéndose mareada.

–Ya somos dos, señorita Tsukino.

–Tiene que haber un error.

–En efecto. Al parecer a mi mujer le implantaron sus óvulos sin su permiso. Siento mucho todo eso.

Un bebé. Había otro bebé con su ADN, otro niño al que nunca podría abrazar como si fuera suyo. Lo de Hotaru había sido una cosa, porque había sido voluntario, pero eso…

Usagi levantó la barbilla, se echó el pelo hacia atrás y observó al hombre de los ojos indescifrables.

–¿Por qué debería creerlo, señor Chiba?

–¿Por qué iba yo a mentirle?

–No lo sé, pero seguro que hay alguna razón que todavía no se me ha ocurrido.

–Le aseguro que le estoy diciendo la verdad, incluso aunque desee que no fuera así. Por supuesto, tengo pruebas.

Buscó en el bolsillo de su cazadora azul marino, haciendo que, con el movimiento, sus músculos se movieran bajo su camisa blanca.

Usagi se quedó de piedra. ¿Cómo podía fijarse en eso en un momento así? Centró su atención en el papel que el señor Chiba sostenía en la mano.

–¿Qué es eso? –preguntó ella con un susurro casi inaudible.

–Éste es el informe que muestra qué óvulos se utilizaron para dejar embarazada a mi mujer. Y este otro papel relaciona esos óvulos con usted.

Usagi tomó los papeles con una mano temblorosa y leyó las palabras, que aparecían borrosas a sus ojos.

–¿Cómo puede haber ocurrido esto? –preguntó Usagi.

–Yo también me lo he preguntado, pero no hay respuestas apropiadas.

Usagi asintió mordiéndose el labio y se atrevió a levantar la mirada y observar fijamente los ojos zafiro del hombre que tenía al lado. No parecía feliz.

–Es muy… muy generoso por su parte venir a darme la noticia. No tenía por qué hacerlo. Yo nunca lo habría sabido.

–Posiblemente. Por su expresión se diría que él también había considerado la opción de no acudir a ella.

–¿Por qué ha venido?

–Creame, mis razones para estar aquí hoy son cualquier cosa menos altruistas, señorita Tsukino. Serena no es un cachorro perdido que se pueda devolver si aparecen sus dueños. Me habría gustado dejar la a usted en la sombra, pero hay gente que lo sabe. Al menos alguna gente en el hospital. Este tipo de cosas siempre acaban saliendo a la luz.

–Y aquí está usted.

–Sí –contestó él secamente mientras la miraba. Usagi se dio cuenta de que tenía la mandíbula marcada y apretada. Tenía la mirada de un hombre muy masculino, el tipo de hombre por el que cualquier mujer habría pagado para ser observada. Pero ella no era como cualquier mujer, y ser observada de esa manera tan descarada por Mamoru Chiba hacía que se le acelerase la respiración. El corazón le latía cada vez más deprisa. Quería escabullirse.

–¿Qué quiere exactamente de mí, señor Chiba? –preguntó Usagi, consiguiendo mantener su voz razonablemente firme, aunque sabía que estaba apretando los brazos de la silla con tal fuerza que los nudillos se le habían puesto blancos.

Mamoru Chiba se impulsó con las manos y se separó del escritorio.

–Quiero que aparezca su nombre en otro papel diferente, señorita Tsukino, declarando que renuncia a todos sus derechos sobre mi hija –dijo él con total tranquilidad con una voz que no dejaba lugar a las discusiones–. Y quiero que me dé su palabra de que jamás intentará verla ni ponerse en contacto con ella. Y usted, a cambio, tendrá mi palabra y mi nombre en un documento legal declarando que jamás volveré a molestarla. Por eso estoy aquí. Eso es exactamente lo que quiero de usted. ¿Hay trato?

Usagi nunca había sido una persona que discutiera mucho. Había pasado su vida siendo complaciente. Había pasado su niñez tratando de complacer a un padre al que no se podía complacer, apresurándose a hacer su voluntad las pocas veces en que él se había fijado en ella. Nunca había tenido nada ni a nadie que le perteneciera realmente. Así que había donado óvulos a Haruka y se había sentido feliz de hacerlo. Por Hotaru merecía la pena el dolor de saber que nunca podría llamarla como si fuera suya. Pero allí estaba ese hombre, tratando de intimidarla con la mirada, tratando de obligarla una vez más a renunciar y a portarse bien, a hacer lo que era más fácil, como siempre había hecho.

En alguna parte había un bebé que, por accidente, había sido engendrado a partir de su cuerpo. Un bebé al que ni siquiera tendría jamás la oportunidad de ver como veía a Hotaru.

Levantó la vista y miró a Mamoru Chiba.

–Cree que tiene el derecho a hacer esto.

–Sé que tengo el derecho –dijo él tras una pausa–. Serena es mía. Usted ni siquiera sabía de su existencia. Yo no tenía necesidad de venir aquí.

Usagi observó la línea de su mandíbula y dijo:

–Pero habría tenido que vivir con el miedo de que, algún día, yo me enterase.

–Sí –contestó él, y Usagi supo que le costaba admitirlo delante de ella. Era evidente que su bebé significaba mucho para él.

–¿Cuánto tiempo tiene?

–¿Qué? –pregunto él aprentando la madibula.

–¿Cuánto tiempo tiene Serena?

Mamoru Chiba vacilo un instante, como si compartir eso con ella fuese demasiado.

–Un año.

–Un bebé. Sigue siendo un bebé. Con todas las cosas que llevaba consigo un bebé. Sonrisas y balbuceos, la piel suave y el olor a polvos de talco. El amor incondicional y la aceptación de aquéllos que se preocupaban por ella. Dulzura. Inocencia. Una niña que no existiría de no ser por los óvulos que ella había donado. Era una parte de ella. Usagi estuvo a punto de cerrar los ojos, pues el deseo era demasiado agobiante.

–¿Firmará? –preguntó él con voz fuerte, sacándola de su ensimismamiento. Ella lo miró y, por un momento, creyó ver algo de miedo y dolor en sus ojos.

Había vivido con su bebé durante un año entero. Sería algo muy preciado para él. De hecho era suya y de nadie más. Serena Chiba estaba fuera del alcance de la mujer que, sin pretenderlo, había ayudado a darle la vida. Serena nunca conocería a Usagi, y así era como tenía que ser.

Sintió un inesperado dolor que le atravesaba el cuerpo. Sabía que tendría que firmar aquellos papeles, y lo haría.

–¿Viene de lejos? ¿Dónde vive?

–No veo qué tiene que ver eso ahora.

–Por favor –suplicó ella con voz temblorosa. Odiaba parecer débil. Había pasado demasiado tiempo aprendiendo a disimular esa debilidad.

Pero Mamoru Chiba parecía tener la capacidad de desarmarla.

–Vivo en un rancho. Cerca de Claxton.

–No está tan lejos.

–No.

Usagi sintió una pequeña esperanza.

–Entiendo por qué quiere que firme, señor Chiba. Yo haría lo mismo –tener que compartir a un ser querido podría ser horrible y muy difícil–. No es pero que comparta a su hija con una desconocida, una persona que no sabía de su existencia hasta este momento.

El hombre pareció más relajado. Esbozó una ligera sonrisa y su cara se volvió más atractiva, haciendo que a Usagi se le acelerase más la respiración. Seguramente habría tenido una mujer muy guapa.

–Gracias, señorita Tsukino. ¿Entonces firmará? –preguntó mientras extendía la mano como gesto conciliador.

–Sí, pero con una condición.

–¿Qué tipo de condición? –preguntó él apartando la mano de inmediato.

–Quiero conocerla.

–¿Qué quiere decir con que quiere conocerla?

El tono de su voz era intimidatorio, y Usagi debería haberse sentido amedrentada. En cualquier otra circunstancia lo habría estado, pero por alguna razón, Mamoru Chiba no le daba miedo alguno. Quizá porque parecía preocuparse verdaderamente por su hija.

Y la verdad era que no estaba segura de lo que había querido decir con aquellas palabras. Sólo sabía que lo decía en serio. Ya había renunciado a un bebé, y había sido más difícil de lo que jamás hubiera pensado. Nunca había podido tomar en brazos a aquella niña como si fuera suya. Pero el destino y la casualidad se habían aliado para darle otra oportunidad. Y quería esa oportunidad desesperadamente.

–Lo digo en serio, señor Chiba. Acaba de decir me que su hija fue engendrada a partir de mis óvulos. Hay una parte de mí en ella. Eso es algo que no me tomo a la ligera. No estoy pidiendo ser una parte duradera de su vida. Sé que eso no es posible, pero no puedo firmar un papel y no verla jamás. Quiero tener la oportunidad de verla.

–Imposible. No puede hacer eso.

Había oído esas palabras tantas veces en su vida... Y a veces incluso se las había creído.

Pero en esa ocasión, había un bebé de por medio.

–Puedo hacerlo, señor Chiba.

Él la estudió lenta y cuidadosamente. Usagi es tuvo a punto de quedarse sin aliento mientras él la observaba de arriba abajo, como buscando fallos, sin perderse nada. De pronto se sintió extraña y desnuda con su traje de color gris. En ese momento él era un hombre mirando a una mujer. Y ella era una mujer reaccionando de la manera más física, sintiendo cómo se le ponía la piel de gallina. Era evidente que el hombre estaba simplemente tratando de intimidarla.

–Ya hablaremos de sus exigencias –dijo él final mente–. Hablaré con usted mañana.

Usagi estaba segura de que él volvería armado con algún consejo legal. Y volvería a mirarla.

El consejo legal no le preocupaba demasiado. Pero su mirada era demasiado intimidante y no que ría pensar en ello.

–Entonces le haré saber mis términos –convino ella–. Los pondré por escrito.

Él asintió secamente. Usagi estuvo a punto de perderse la mirada que le dirigió, pero antes de que se diera la vuelta, la vio. ¿Era miedo?

–¿Señor Chiba?

Él se giró sobre los talones.

–Supongo que hará falta alguna cantidad de dinero para hacer que desaparezca –dijo él con ironía.

–No me interesa el dinero –contestó ella negando con la cabeza lentamente–. Y no pretendo ser difícil, pero no puedo dejarlo estar. Estamos hablando de una niña. Un bebé.

–Lo sé –dijo él con voz seca, tratando de mantener al margen sus emociones, aunque no lo consiguió del todo.

Y eso le llegó al corazón, el hecho de que estuviera tratando de disimular lo mucho que se preocupaba por su hija, pero no podía. El hecho de que pudiera afectar a Usagi de ese modo lo convertía en alguien peligroso. Deseaba no tener que volver a verlo jamás.

–Hablaremos mañana –dijo ella.