Las Fiestas de Fin de Año son muy esperadas por muchas personas alrededor del globo. La Navidad en particular, es considerada una fiesta de paz, armonía, felicidad, y lo más importante, familia. ¡Ay de aquel que no tenga familia! ¡Ay del pobre desgraciado que no tenga con quién compartir en estas fiestas! Más le valdría no nacer. Pero, ¿alguien en el mundo decide aislarse para estas fiestas libre y voluntariamente? Conozco casos que sí, pero no estamos hablando de mí. ¿Qué pasa con quienes añoran abrazar a una familia a la luz de la chimenea y del árbol de pascua, envueltos en el aroma de la cena navideña, y a la espera de que Santa les entregue algún juguete soñado, pero se les priva de tan añorada experiencia?
Era la pregunta que se hacía una pequeña conejita de pelaje rosa durante el inicio de una helada Nochebuena junto a la ventana. El orfanato en el que vivía era una mansión enorme y helada. El hielo no solo se sentía por fuera a raíz del invierno que azotaba la ciudad, sino por dentro gracias al estricto estilo de vida al que era sometida. Apenas les daban de comer, jamás encendían ningún tipo de calefacción, cualquier orden que se le daba a cada niño era en un tono duro, mandón, sin derecho a réplica. No había amor ni por asomo. Jamás había visto ni la más leve sonrisa por parte de algún adulto de aquel lugar. En aquel orfanato en especial, la dureza era extrema, y las demostraciones de afecto eran esquivas.
La pequeña coneja veía a través de la ventana cómo los copos de nieve caían como pequeños luceros acarreando un milagro. Aunque a esa hora la habían enviado a la cama, ella se resignaba a dejar pasar este día como un día más. No sabía de dónde había surgido esta añoranza por la Navidad, la familia, el amor. A su corta edad, solo había conocido la dureza de la vida: gritos, órdenes, soledad, desdén, maldad. En el fondo, una vocecita desconocida le decía que había algo más allá que esa vida que llevaba. Había gente que se amaba, que se trataba con cariño, que se preocupaba de los niños, que durante esa noche mágica los rodeaba de amor. Otro año se cumplía sin tener la ración de abrazos paternos que deseaba.
Los copos bailarines en el aire la distraían de sus pesares. Imaginaba que era una reina danzante entre los copos, con un esponjoso traje blanco brillante. Con su varita le regalaba felicidad a cada persona triste sobre la faz de la Tierra. No existían las preocupaciones ni los problemas. No existían realidades sombrías. Su vida no era más que una insulsa pesadilla. Ella tenía el poder de eliminar los males del mundo.
-¿Yin?
Una voz aguda, casi al borde de extinguirse, interrumpió de golpe sus ensoñaciones. Con miedo, se volteó hacia la oscuridad. De entre las sombras, se asomó un pequeño conejito de similares características que ella. La poca iluminación proveniente desde el exterior dejó entrever el color azul de su pelaje. El conejito le sonrió con timidez.
-¿Yang? ¿Qué haces acá? -le preguntó la coneja en un tono que mezclaba el enojo con el temor.
-¿No deberías estar en la cama? -le cuestionó el conejito acercándose hacia ella.
La conejita agachó la mirada y se volteó hacia la ventana. Su símil se acercó junto a ella y observó hacia el exterior en busca de alguna pista. La nieve fue su única respuesta.
-Está muy helado hoy -masculló la coneja.
-Sí, está nevando -comentó Yang.
-Además hoy es Nochebuena -agregó ella.
La sorpresa se posó en el rostro del conejito. Al sentir la causa perdida frente al anhelo de una Navidad en familia, el conejo había optado por olvidarse de estas fechas. Tal parecía que su hermana se negaba a esa alternativa. El conejito suspiró sintiendo el peso de un dolor compartido. Su misión había sido fallida. Nuevamente se enfrentaba contra lo que había intentado rehuir durante toda su corta vida: el dolor por la falta de amor.
Ambos se quedaron prácticamente hipnotizados frente a la danza de los copos de nieve. El invierno traía consigo muchas cosas que atraían a los pequeños: la nieve, el crepitar de una llamarada, la ausencia del calor sofocante del verano, la Navidad. Eran placeres que no estaban destinados para ellos, por lo que se conformaban con mirar durante los esquivos momentos en que el ojo autoritario se distraía.
Un nudo en la garganta apenas dejaba respirar a Yang. Temía que de tan siquiera moverse brotarían las primeras lágrimas. Él no podía llorar. No podía hacerlo en un mundo de caos y confusión; en un mundo cruel y duro; en un mundo en donde te destruirán por tu punto débil. Era a eso contra lo que no se quería enfrentar: contra sus deseos de largarse a llorar.
Yin no tenía problemas ni trabas. A los pocos segundos la oyó sollozar. La coneja ya no pudo regresar a su fantasía. Simplemente cayó en un anhelo incumplido, inalcanzable. Lentamente se convencía que aquella noche fría, sin amor, sin compasión, sin afecto, era todo lo que podría conocer en su vida. Jamás saldría de aquella mansión, jamás tendría padres, jamás podría disfrutar de una Navidad.
Al conejo se le partió el corazón al verla sollozar. Las razones las conocía de sobra. Más de una vez ella le comentaba sus anhelos, para luego él sellarlos con un "como digas". No quería sumarse a ensoñaciones que sabía que jamás se iban a cumplir. Aquella noche, era testigo de cómo su hermana estaba descubriendo tan nefasta realidad.
¿Qué hacer? Quedarse observándola no era una alternativa. Mientras aún lo meditaba, se sorprendió a sí mismo abrazándola. Estaba helada. El llanto se hizo más intenso mientras intentaba ocultarlo sobre su hombro. Lo que menos quería era despertar a alguien más. En ese momento, Yang sintió cómo el nudo en su garganta se apretó y sus primeras lágrimas comenzaron a brotar. En aquella noche helada, blanca, vacía, solo tenía ganas de llorar.
-¡Ya basta! -gritó Yang empujando a su hermana.
El dolor se transformó en rabia. ¡¿Por qué?! ¡¿Por qué a él?! ¡¿Por qué a ellos?! ¿Qué clase de maldición era esa? ¿Qué le habían hecho al mundo para merecer este destino? Solo añoraban miguitas de ternura. Un poco de afecto aunque fuera en Navidad. Pues los espíritus de la Navidad solo los visitaban para mofarse de ellos y recordarles las regalías recibidas por otros en estas fechas y que ellos no iban a poder vislumbrar jamás.
Yin lo observó entre asustada y sorprendida. Su hermano en cambio se dejaba llevar por sus emociones. Estaba harto de aquella vida que llevaban, sin amor, ni afecto, ni cuidados. ¡Ni siquiera un "Feliz Navidad"! La coneja vio como su hermano se perdía entre la oscuridad, para luego regresar con una silla.
-¡¿Yang?! ¡¿Qué haces?! -exclamó impresionada.
El conejo hizo caso omiso de aquella exclamación. Con la silla, empezó a romper la ventana. Un par de golpes, y el vidrio estaba hecho añicos en el suelo. Una fuerte ventisca ingresó desde el exterior, pero la temperatura no marcó mayor diferencia.
Yin volteó hacia atrás. Ya podía oír los pasos y gritos de los adultos a cargo. Ya podía imaginarse el oscuro castigo que les esperaba por romper las reglas. ¡Y vaya forma! Si los encerraban sin comer por un día entero por no memorizar el alfabeto. ¡¿Qué les esperaría por una ventana rota?!
Yang lanzó hacia el exterior de la silla, y de un salto atravesó el hueco de la ventana. Se volteó y extendió su mano hacia el interior.
-Ven conmigo -le ordenó a su hermana.
Aquella instrucción tan directa tomó por sorpresa a la pequeña.
-Pero Yang -replicó con temor-. ¿A dónde vamos?
-Lejos de aquí. Ven conmigo -insistió seriamente.
Fueron los segundos más largos para ambos. Yin lidiaba entre el temor por enfrentar lo desconocido allí afuera y el temor por el castigo tras quedarse. Cuando las luces de la habitación se encendieron, concluyó que era peor quedarse.
-¡Eh! ¡Ustedes! -rugió una conocida voz.
Los adultos vieron cómo Yin escapaba por la ventana. La impresión por el desastre causado les dio tiempo para escapar. Cuando los adultos se asomaron por la ventana, los pequeños ya se habían perdido entre la niebla de la tormenta.
