Prólogo: Ovejas asesinas


Y al fin reina el silencio.
Pues siempre, aún sin quererlo,
guardamos un secreto.

Gabriel Celaya


Había una oveja asesina encerrada en una jaula.

No era una oveja exactamente, pero se le daba un aire. Tampoco es que Aristóteles hubiera visto muchas ovejas en su vida. Sabía que las criaban en las praderas del 10, que daban lana y leche y que tenían un aspecto generalmente pacífico.

Ella, la oveja, no parecía pacífica. Estaba aislada tras devorar a sus compañeras. Era el prototipo bueno, el que se usaría para los Juegos. Todavía le chorreaba la sangre de unos colmillos demasiado largos y afilados para ser una oveja. Tenía hebras de lana enredadas en las fauces, demasiado salvajes para pertenecer a una oveja. Y las patas, no eran las de una oveja en absoluto. Más parecidas a las de un lobo, para mejorar la velocidad.

Aristóteles apartó la vista de esa monstruosidad. Él tenía un alma sensible. A él le gustaban las cosas bellas. Le gustaban las galerías de arte, los atardeceres y las tardes de lluvia. Razón por la que no sabía exactamente qué hacía allí. ¿Por qué participaba de buena gana y desde dentro en algo que le hacía apartar la vista o ponerse las manos sobre la cara muchas más veces que aplaudir de entusiasmo? ¿En algo que ni siquiera estaba en el top ten de sus eventos favoritos del año? Esos eran pensamientos peligrosos, pensamientos poco correctos, cosas que debería…

Escuchó unos pasos a su espalda. Giró la vista y lo vio: tan alto y apuesto, con esa mirada resuelta y esa forma de moverse de quien sabe lo que se hace en la vida.

Por él. Estaba allí por él.

Su sonrisa solía actuar sobre Aristóteles como una llamada. Aunque ese día no estaba sonriendo. Se le notaba la tensión en los músculos apretados de la mandíbula.

Séneca levantó la barbilla hacia él y dijo en tono glacial:

—Aristóteles, tráeme un café.

Sin una mirada cariñosa. Ni una palabra amable o siquiera un por favor.

Aristóteles suspiró internamente. Aun así lo quería. Lo quería desde tan dentro que no podía apartar el sentimiento, como si fuera una mosca molesta.

Séneca era muchas cosas; era un maestro del disfraz, capaz de ser tierno y considerado, de emocionar a la gente. Capaz de ser amargo y cruel como una vieja bruja, de hacer que mataran a niños poco menores que Aristóteles sin despeinarse la barba o que le titilaran los ojos. Era un genio de la televisión. Era el Vigilante Jefe de los próximos Juegos del Hambre. Lo había sido el año anterior y lo sería el siguiente, nadie lo discutía.

Sin embargo, parecía más inquieto de lo normal los últimos días. No se lo mostraba a nadie, no dejaba ver un resquicio de preocupación en su armadura. Pero en los momentos íntimos entre ellos, en una cama, enredados en sábanas de seda blanca después del sexo, parecía que Séneca se permitía bajar las guardias y mostrarse vulnerable.

—Tienen que ser perfectos —le había dicho.

Se refería a los Juegos.

Aristóteles se emocionaba cada vez que Séneca incluía en su relación algo que fuera más allá de bajarse los pantalones y echar un polvo rápido. Se hacía ilusiones, como si Séneca no fuera uno de los solteros más cotizados del Capitolio, como si no le sobraran los amantes y el dinero. Por no mencionar el talento.

Si no fuera una fecha tan señalada sería más fácil, le había comentado, con la voz aún perezosa. Prefería el reto de un vasallaje a la presión de que los juegos coincidieran con una fecha tan importante.

Aristóteles intentó calmar esa tensión acariciando su espalda, los dedos como alas de mariposa subiendo y bajando por su espina dorsal. El Vasallaje será en dos años, le contestó Aristóteles. Y lo harás igual de bien. Harás historia. El presidente colocará una estatua tuya en una rotonda de la avenida principal. Se te recordará en los libros como el mejor Vigilante que los Juegos hayan tenido nunca.

Séneca se le acercó mimoso y rodeó con los brazos su espalda. Ése era el Séneca que le gustaba, no el que disfrutaba asesinando niños de los distritos. No el que haría cualquier cosa por el éxito, la fama y el favor del Presidente. Aunque no era del todo cierto, porque en realidad amaba todo de él, ambición incluida. Por eso lo calmó a besos, y le dio todas las buenas ideas que se le ocurrieron, todas las que pudieran serle útiles, incluida la de las ovejas asesinas.

Ahora la oveja asesina le miraba como si fuese su próxima víctima, con un brillo rojizo en los ojos. A Aristóteles casi se le cae el café sobre su camisa Radiante Última Moda de color rosa y amarillo, inspirada en las leyendas de un lugar llamado China. Séneca había mencionado que le gustaba esa nueva moda y Aristóteles no había tardado ni tres segundos en entregarle a la chica de la tienda toda la paga del mes. Ya comería cuando Séneca le llamase para otra sesión de sexo. Esa camisa lo tenía todo.

Posó el café en el lado derecho de la mesa de Séneca, a veinte centímetros del borde largo y diez del borde corto. Lo había hecho tantas veces que le salía solo, como si tuviese una regla en el ojo.

—Esta línea de separación no está clara —Séneca le señaló una zona del mapa de la futura arena.

Allí no había ninguna sonrisa que ver. Tenía esa misma facilidad de comando en la cama, decía cosas imprecisas y Aristóteles tenía que adivinar por dónde iba la mente brillante del Vigilante Jefe. Un error podría ser fatal, pero él no había cometido ninguno en lo que llevaban de año.

Observó la pantalla, intentando hacer tiempo. Piensa rápido, ¡piensa!

—Quizá se podría hacer algo con la temperatura… —empezó.

El sonido de un teléfono le interrumpió. Aristóteles odiaba que le interrumpiesen. Los ojos de Séneca, sin embargo, se habían posado sobre el botón de respuesta. Acercó el dedo y miró a Aristóteles antes de contestar. Fuera, eso decía su mirada como témpanos de hielo. Aristóteles se inclinó y empezó a deslizarse marcha atrás, para no darle la espalda.

—¡Presidente! —contestó el Vigilante Jefe cuando Aristóteles desapareció tras la puerta. El joven se quedó a escuchar a la cerradura—. Sí, ya he resuelto todas las transiciones. La última es una de mis mejores ideas: un cambio de temperatura.

Un silencio, en el que algo se removió en la garganta de Aristóteles, o quizá en su corazón.

—Será un aniversario inolvidable —vociferó, como si quisiera que le oyese todo el mundo.

El resto de los presentes en la sala, por supuesto, alzaron la vista de sus tareas y posaron sus ojos sobre la puerta del despacho del gran Séneca Crane. Admiración, suspiros, envidia, podían adivinarse en aquellas miradas. Les faltaba ponerse a aplaudir. Aristóteles no podía culparles.

Tras unos segundos en los que se hizo un silencio, Séneca volvió a gritar, con una voz mucho menos melosa de la que había usado al teléfono:

—¡Aristóteles!

El aludido pegó un respingo, se dio unos segundos de espera y abrió la puerta, diligente, al servicio de lo que fuera que necesitase aquel hombre perfecto.


Y al fin llegó el prólogo tantas veces prometido, tan esperado, de este SYOT que lanzamos Rebeca y Gui. ¡Que empiece la comidilla! Apuestas sobre la arena, predicciones sobre qué pasará con Aristóteles, emociones sobre nuestro querido Séneca Crane, elucidaciones sobre quién ha escrito la primera frase y quién la última frase... Todo y más, en los reviews.

Podéis encontrar en la bio del perfil la lista de tributos y los links a las cuentas de sus respectivos progenitores. También una presentación general del SYOT, y quizá lancemos encuestas. Serán avisadas en los capítulos a su debido tiempo. El plan es publicar una vez por semana, y de momento estamos bien preparadas.

¡Qué empiecen los septuagésimo-terceros Juegos del Hambre!

Hasta la semana que viene con la primera hornada de tributos...

Gui y Rebeca