Un lugar en el Mundo


I. La Princesa deprimida


Ella arribó a la aldea de Bo-Kaap con la llegada del anochecer, luego de varias horas de caminata, atravesando un paisaje típico de praderas verdes y colinas onduladas. Las subidas y bajadas habían sido amables con sus piernas, no así, el sol. Sus orejas ardían, y el último tramo lo había hecho anhelando una tina de agua helada, una cama esponjosa, y un descanso reparador en una villa silenciosa y apacible.

Al alcanzar la cima de la última colina, el panorama a sus pies la desalentó: una multitud apiñada de personas se movía entre las calles, como enjambres de abejas. A medida que iba descendiendo por un camino de piedras, el bullicio de la música y de una agitada vida social, aturdía sus oídos. Pronto lamentó no haber escogido un camino distinto, para llegar a la capital de Saillune.

Un cartel cruzaba la calle principal, dando la bienvenida a sus visitantes: "Bienvenidos a Bo-Kaap, capital de la malta". De este pendía un pasacalle, que anunciaba "Festival anual de la cerveza".

Las calles se abarrotaban de personas bailando en cualquier espacio lo suficientemente amplio para mover las piernas, los cuencos de comida y las botellas de cerveza flotaban peligrosamente, de mano en mano, por encima de su cabeza, y las bandas de música, improvisaban un escenario en cada esquina.

—Alguien debe haberme echado una maldición —bufó, empujando el cuerpo de un hombre que la había tomado por la cintura, para sacarla a bailar.

Se zambulló en el primer hostal que encontró. Sabía que para encontrar mejores precios debía desviarse de la avenida principal, pero estaba agotada y no había siquiera un espacio libre por donde avanzar. Además, contaba con un dinero extra, y podía permitirse algunas licencias.

Sorteó camareras y turistas, hasta llegar a la recepción. Por sobre el barullo reinante, pidió por una habitación haciendo señas. La señora negó con la cabeza, haciendo un gesto compasivo al apretar los labios.

—¡Lo siento cariño, no hay lugar ni en este, ni en ningún otro hostal! —explicó, a los gritos, aunque apenas se encontraban a un mostrador de distancia. Un percusionista y un violinista, habían elegido la entrada del hostal para ejecutar su repertorio, y las palmas y las canciones no tardaron en aparecer—. ¡Pero puedes dejar tus pertenencias aquí, e ir a disfrutar de la fiesta!

—¿Y alguna carreta que me pueda alcanzar hasta el próximo pueblo? ¡Estoy yendo a la Capital de Saillune! —gritó, gastándose las cuerdas vocales en esa respuesta. La posadera volvió a fruncir los labios.

—¡Todos los conductores ya están borrachos! ¡Si te subes a uno, lo más probable es que termines en Zephiria! ¡Lo siento pequeña!

Fastidiada, sopló largamente, maldiciendo su infortunio, ¿debía volver a las praderas y encontrar un lugar para dormir allí? La noche era calurosa, por lo que solo debía cuidarse de las picaduras de mosquitos. Sin embargo, la señora la tomó por la muñeca y le indicó con la cabeza que la siguiera. Sin otra opción a la vista, se acomodó la correa de su morral, y la siguió.

Subieron por una escalera en caracol, hasta llegar a un cuarto piso. La señora abrió una puerta con la inscripción "Prohibido pasar", y una brisa calurosa las recibió. Era una terraza con tablones y bancos de madera alargados, ubicados cerca de la barandilla. Diversos candiles de distintos tamaños iluminaban la noche, y macetas con plantas colgantes, inspiraban un ambiente íntimo y privado. Además, las personas allí sentadas, podían contarse con los dedos de una mano: cuatro hombres de edad avanzada, en una de las mesas, y un sujeto encapuchado, sentado solitariamente en la mesa más apartada.

—Creo que no eres del tipo festivo, ¿no? —preguntó la posadera, ya sin gritar—. Puedes quedarte aquí, es una terraza privada y solo la usamos nosotros, y amigos de la familia. Ah, y ese hombre de allí que me pagó por este espacio. Se ve que no eres la única que sufre con estas fiestas.

—Puedo pagarle —respondió, buscando el monedero en su pantalón.

—Oh, no te preocupes. Con esta fiesta cubrimos las ganancias de seis meses. Además, favor con favor se paga, y a futuro podríamos volver a encontrarnos —respondió, dándole una palmada amistosa en el hombro—. Puedes tomar la cerveza que quieras de ese barril, en un rato subiré algunos quesos y jamones encurtidos. ¿Que tal si me dices tu nombre? Te reservaré un carromato con el primer chofer que vea sobrio.

—Elsa —respondió, sonriendo genuinamente. Los pueblos pequeños eran toscos y estancados en el tiempo, pero su gente era más simple y solidaria que en las capitales—. Mi nombre es Elsa Schiaparelli.

Con eso, la señora se retiró, cerrando la puerta. Elsa respiró el aire de verano, la ligera ventisca que traía el olor de la hierba de las sierras, y llenó un vaso con cerveza del barril. Con una inclinación de su cabeza, saludó al grupo de hombres, quienes levantaron sus jarras de cerveza en un saludo amistoso, y continuaron charlando entre ellos. El individuo tapado, sentado de espaldas a ellos, no dio indicios de reconocerla. Su atención parecía estar puesta en lo que ocurría cuatro pisos abajo, en las calles.

Elsa bebió un trago de cerveza y se refrescó la garganta. La música aún podía escucharse, pero al menos, ya no aturdía. Desde allí, tenía una vista preferencial del pueblo. Podía ver la marea de personas yendo y viniendo por sus calles, las parejas bailando y, sobre todo, mucha, pero mucha cerveza. Al final de la avenida principal, había un escenario donde se desarrollaban los espectáculos principales. En ese momento, un grupo de danzas regionales, ejecutaba su performance. No es que a Elsa le disgustaran las fiestas populares, más bien lo contrario, pero prefería admirar y observar todo en la distancia. Sus colores, movimientos, y orígenes paganos, eran una de sus fuentes de inspiración. La sobrevino la ansiedad de la creación, y un cosquilleo en los dedos. Era el momento perfecto para comenzar a crear.

Sacó de su bolso un sobre de cuero, donde guardaba fajos de papeles y un estuche enrollado, con carboncillos, óleos y pinceles. Comenzó con el contorno de una figura femenina, y su mente se liberó en esa tarea. En esos momentos la noción del tiempo se esfumaba, salvo que algo o alguien la interrumpiera. Esta vez, fue una canasta de panes, quesos y jamones encurtidos, que la posadera puso frente a ella. La señora había regresado con lo prometido.

—¡Gracias! —dijo, y no se dio cuenta de lo hambrienta que estaba, hasta que comenzó a comer. La señora curioseó sobre sus papeles.

—Oh, ¿eres dibujante? —preguntó, señalando la hoja, pidiendo permiso para ver el croquis de cerca. Elsa cabeceó, permitiéndoselo.

—No —respondió, luego de tragar el primer bocado—. Hago ropa para mujeres.

—¡Vaya! —elogió, tomándose el atrevimiento de mirar el resto de sus trabajos. Usualmente, Elsa no permitiría tal confianza, pero sabiendo que la señora la estaba cuasi alojando y alimentando gratuitamente, no dijo nada—. Se ve lindo, pero es algo extraño. No creo que ninguna mujer de aquí se anime a usarlo. Estás en camino a la capital, ¿verdad? quizás allí, tengas mejor suerte.

Elsa coincidió, después de otro sorbo de cerveza.

—Sí. Estoy pensando en poner un negocio en la capital de Saillune, ¿conoce?

—Yo no, pero mi hermano Beltrán sí —le dijo, señalando a uno del grupo de hombres—. Trabajó en las cocinas del Palacio Real casi toda su vida. Con el dinero de la jubilación, puso este hostal.

—Eso es impresionante —reconoció, sin saber qué más decir. Agradecía su hospitalidad, pero deseaba estar sola para continuar trabajando. Sin embargo, la señora parecía encontrarse muy a gusto. Ella fue a por su propio vaso de cerveza, y regresó para profundizar la charla.

—Y tú, ¿de dónde eres?

Elsa dudó antes de responder. Se consideraba a sí misma que era de todas partes, pero de ningún lugar en especial. También había una respuesta, que solía incomodar a la gente, pero que resultaba muy efectiva cuando quería estar sola.

—De Sairaag —respondió.

Efectivamente, la señora cambió su postura y se sonrojó torpemente, sin saber cómo continuar. Acomodó nerviosamente su cabello trenzado, y bebió un trago largo de cerveza.

—Oh, pobre niña.

—En realidad tengo veintiocho años.

—¿Has quedado sola en este mundo? ¿cómo hiciste para sobrevivir a esa tragedia? —preguntó, ignorándola por completo. La tomó de las manos, y Elsa pensó que lo mejor habría sido mentir: esta vez, su estrategia no había resultado según lo esperado. Con la excusa de continuar comiendo y bebiendo, se desenredó de sus manos.

—No estuve esa noche, hacía muchos años ya me había marchado de Sairaag.

Sin embargo, la señora seguía mirándola con los ojos llorosos, como si estuviese mirando a una chiquilla, recientemente huérfana.

—¡Cuántas casualidades! Conozco a una niña de Sairaag, ella también está aquí. Te la puedo presentar si quieres.

Con eso, Elsa estuvo a punto de agarrar todas sus cosas y escapar corriendo con cualquier excusa. Pero la puerta de la terraza se abrió, y un empleado asomó su cabeza llamando a la jefa.

—¡Código rojo! ¡Borrachos peleando!

La señora bufó y se bebió otro sorbo. Habló agriamente a su hermano, quien seguía enfrascado en algún debate con sus amigos.

—¡Beltrán! ¡Ahora bien podrías ir tú, eh!

El hombre mayor apenas estiró el cuello, y le hizo un gesto de desprecio con la mano.

—No me molestes mujer, esto ya lo habíamos hablado. Yo pongo la plata y tu trabajas —aclaró, sacudiendo su dedo índice, amonestante—. Además, Su Alteza está a punto de subir al escenario. Quiero ver cuánto ha crecido.

—¿Su Alteza? —preguntó Elsa, de pronto curiosa.

—¿No te lo dije? —contestó, luego de insultar por lo bajo a su hermano—. Seremos un pueblito pequeño, pero tenemos una invitada de lujo esta noche. La Princesa Ameria Wil Tesla Saillune será quien bendecirá la ceremonia —respondió, hinchando el pecho con altivez—. Desde aquí tendrás una vista única y privilegiada. Además, dicen que sus vestidos son hermosos. Podrían servirte de inspiración —añadió, guiñándole un ojo.

—¡Jefa, por favor! —volvió a llamar la atención su empleado, y bufando, la posadera retornó a su tareas, cerrando la puerta de un portazo.

Elsa suspiró aliviada al recuperar su preciado silencio: no soportaba la compañía de las personas por más de un corto período de tiempo, salvo contadas excepciones. Intentó retomar el estímulo para continuar diseñando, pero no pudo y abandonó todo a un costado. Aburrida, sus ojos barrieron la terraza de la hostería, y usó la servilleta de la mesa para abanicarse el rostro, el cual sentía cada vez más caliente. También, escudriñó al sujeto que se sentaba de espaldas a ella. A pesar del calor llevaba una capa con capucha, que usaba para cubrirse la totalidad de la cabeza, y a su lado había una jarra de cerveza llena y sin espuma, indicio de que ni había tocado la bebida. A todas luces era un viajante al igual que ella, pero de esos mercenarios a sueldo. De esos con los que había que andarse con cuidado. Precavida, Elsa tocó su muslo y verificó llevar la daga que guardaba en un bolsillo del pantalón.

Volvió a su jarrón de cerveza y dio varios tragos, mientras, aburrida, se lanzaba a la boca dedos de queso. Sin más que hacer, prestó sus oídos a la conversación del grupo de hombres, que se sentaba a un metro de distancia de ella. La forma en que arrastraban las vocales, se interrumpían mutuamente, y sacudían la cabeza, daba cuenta de lo borrachos que ya estaban.

—¡Porque sí! ¡Sí! ¡Yo también conocí a la Princesa!

—¡Siempre con tus cuentos, viejo mentiroso! Como no tienes nuevas anécdotas, te las inventas.

—Escúchame esto Beltrán: no eres más que un jubilado que se ha pasado toda la vida limpiando las mierdas del Palacio Real, ¡y te crees gran cosa! Aquí están todos hartos de escucharte presumir: "Yo trabajé para la familia real" —respondió, imitando su voz burlonamente.

—¡Vete a la mierda, Tristán! Cociné para los grandes eventos de la familia. ¿Quién crees que hizo el pastel para la boda del Príncipe Philionel? Yo —se señaló, orgulloso, golpeándose el pecho—. Pero tú me envidias, y siempre buscas inventar algo para superarme. A ver, cuenta, ¿cómo fue que conociste a la Princesa Ameria? ¿Dónde, dónde? —apuró, agitando su vaso de cerveza, haciendo que una buena parte se derramara en la mesa.

—Podría ser cierto —comentó un tercero—. Ya sabes, hasta la aldea más ignorante de Saillune sabe lo permisivo que es el Príncipe con sus hijas. Dicen que la Princesa Ameria ha viajado y recorrido mucho con esa tía del demonio. La tal… —vaciló, intentando hacer memoria entre los litros de alcohol bebidos—. Lina Inverse, la que tiene a todas las pandillas de ladrones agarrados por el culo.

—Menuda extraña familia —agregó el cuarto hombre—. Si ella fuera mi hija la tendría encerrada en mi casa —enfatizó, dando golpecitos correctivos a la mesa, con su dedo—. ¿Qué es eso de andar allí sola, por el mundo? Las mujeres pertenecen a su casa. ¡A la casa de su padre, o de su esposo!

Elsa mordió un trozo de pan con más ganas de las que tenía. Pero continuó escuchando.

—Saben que la hija de la nieta de mi prima, está trabajando en mi lugar.

—Sería su bisnieta… —aclaró uno de ellos, demostrando toda una proeza intelectual, teniendo en cuenta la cantidad de veces que ya había rellenado su vaso con cerveza.

—Beltrán, ¡yo estaba a punto de contar como conocí a la Princesa!

—Cierra el pico Tristán, que seguro son mentiras. Primero, escuchen atentamente. Esto es importante —Asió con fuerza el asa del chop, para crear tensión—. Dicen que la Princesa… perdió sus poderes.

El silencio expectante duró poco: lo rompieron con carcajadas y eructos involuntarios.

—¡Y después el mentiroso soy yo! —se rio Tristán, golpeándose la abundante tripa.

—¡Les digo la verdad! Han tenido que cambiar la dieta del palacio, solo por ella.

—Eso es imposible —rio otro, dando una carcajada—. Todo el mundo sabe que Ameria-tenka es más poderosa que su padre. Afortunadamente, dicen que no heredó su rostro, ¿tan feo es él?

—Eso es verdad, una vez la vi luchar, fue impresionante, ¿ahora puedo hablar yo? —preguntó Tristán, señalándolos a todos con su vaso. El dueño del hostal sacudió la mano despectivamente, cediéndole el protagonismo—. Ella me ocasionó una gran pérdida de dinero, ¿saben? Es irónico si lo piensan. La misma Princesa de mi reino, ¡me dejó en pelotas! Debería bajar ahora mismo, y pedirle una indemnización.

—¡Ve al punto!

—Ahí vamos. Era la Competencia Anual de Lucha Libre en Birka, en el Reino de Ralteague. Había logrado liberarme de mi esposa, porque ella…

—¡Que vayas al punto, hombre!

—Ya, ahí voy. Tenía algunas monedas que quería invertir, tú sabes, de manera fácil. Pasaba por la ciudad y decidí apostar en el torneo. Ya saben, puros hombres gigantes, musculosos, colosos inmensos, salidos de libros heroicos. Elegí al que había salido en segundo puesto el año anterior, ¿cómo podría perder? Este tenía que ser su año. Bien, me senté en las gradas pensando que tenía todas las de ganar. De pronto, empezaron a aparecer todos los participantes, inmensos, como ya dije, había uno que incluso...

—¡Al punto, al punto! —volvieron a apurarlo.

—Ustedes son un horrible público, ¿saben?, en fin. En último lugar salió una niña, una chiquilla. Apenas alcanzaba la cintura de todos los participantes. Vamos, todos los espectadores se burlaron, y yo también. Pero cuando la presentaron dijeron su nombre: Ameria Wil Tesla Saillune. No podía creer que esa niña estuviera justo allí. Cuando supe quién era, ¡sabía que había perdido todo mi dinero! Cualquier habitante de este reino sabe bien que en esa familia son unos desquiciados de la fuerza bruta. ¿Por qué no avisaron antes que ella participaría?

—Ve al maldito punto.

—Todos en las gradas empezaron a reír, pero yo fui el único que empezó a llorar. De pronto al lado mío se sentaron tres tíos, bien raros, de esos mercenarios. Pero cuando la escuálida de pelo colorado empezó a gritar el nombre de Su Alteza "¡Ameriaaa, patéales el culo a todos! ¡Piensa que ya nos quedamos sin dinero!", supe que no había ningún error. La pequeña de pelo negro era Su Alteza, y al lado mío se había sentado la mismísima, Lina Inverse.

—¡Anda ya! Son todas mentiras.

—¡Vete a la mierda Beltrán, si tu no las crees! Me importa muy poco —insultó, golpeando el puño en la mesa y alzando el dedo del medio. Se tomó un trago de cerveza, para continuar el relato—. Aunque sabía que ya había perdido la apuesta, me quedé de todos modos a ver las peleas. Uno detrás de otro, Su Alteza derrotó a todos los participantes, sin ninguna dificultad. ¡Pum!, una llave en cuello. ¡Paf!, un puñetazo y unas tijeras voladoras. Al lado mío, esos tres empezaron a pedir comida y a beber por adelantado, sabiendo que ya habían ganado. ¡Apenas prestaban atención a la competencia, los desgraciados! En la final, la Princesa por supuesto ganó, y lo hizo tan fácilmente que el derrotado se echó a llorar, humillado. Su Alteza tuvo que consolarlo. No sé qué palabras le habrá dicho, pero habrán sido efectivas, ya que el gigante la puso sobre su hombro, e hizo que la coronaran campeona del torneo desde ahí arriba. ¿Habrá sido hace unos seis o cinco años atrás? No recuerdo.

—¡Ah, vamos! Todo el mundo sabe que la Princesa es una sacerdotisa y una buena hechicera, pero estás hablando de una niña. Al final, eres un exagerado. Beltrán, dile.

—Es verdad —respondió el aludido, sombríamente. Por primera vez, el dueño de la posada le daba la razón a Tristán—. Alguna vez he visto como el Príncipe Philionel entrenaba a su hija. Daba miedo.

—¿Ven? —fanfarroneó Tristán, ufano—. Esa chica debe estar mintiendo, ¿que la Princesa perdió sus poderes? Dile a esa muchacha que se ponga a trabajar, y deje de cotillear.

Para ese momento, Elsa ya se había olvidado por completo de los quesos, los jamones y de su diseño a medio hacer, y apenas podía disimular que estaba escuchando atentamente la conversación. Al volver la mirada al frente, constató que el sujeto encapuchado, también tenía el cuello ligeramente ladeado hacia el grupo de amigos.

«Bueno, un chisme en una noche aburrida es irresistible», concluyó, refrescándose con otro trago de cerveza. ¿Era ella, o hacía cada vez más calor?

—¡Pero es verdad! Vino de visita la semana pasada, y me contó que vio como la Princesa se cortaba con un abrecartas, pero en lugar de curarse a sí misma, una sacerdotisa apareció enseguida para hacerlo por ella.

—Acaso, ¿no estaría en esos días?

—No, una compañera se lo confirmó. Hay rumores…

—Su Alteza se especializa en magia blanca, ¡eso es imposible!

Todos aportaban sus teorías, pero ninguno escuchaba la del otro. Beltrán se encogió de hombros.

—Ella juró que decía la verdad. Ya no es capaz de curarse ni un pequeño corte.

Un silencio profundo se hizo entre los cuatro, y se abocaron a llenar sus bocas de aceitunas y embutidos. No era la primera vez que Elsa pisaba Saillune, pero nunca había ido a su capital, y de la familia real, solo sabía que eran algo excéntricos, y de hábitos poco esperables para personas de su jerarquía social.

Repentinamente, la música se detuvo, y todos en la terraza, incluido el sujeto misterioso, giraron el cuello hacia la fuente del no sonido. Una fanfarria de trompetas rimbombantes se escuchó, y con eso, todos los que estaban allí, arrastraron sus traseros por las sillas, para estribarse contra la baranda y ver lo que ocurría debajo, en la calle principal. Elsa notó que el mercenario encapuchado, también había abandonado su posición, y se sentaba contra el hierro de la balaustrada.

La vista era perfecta y privilegiada. Elsa no tuvo que forzar su visión para identificar a la Princesa. Su nariz se arrugó al verla.

—Qué vestido tan ordinario —pensó, aunque luego se dio cuenta que lo había hecho en voz alta. Los hombres corrieron el cuello momentáneamente para verla.

—Pues a mí me parece que está muy bonita —comentó uno de ellos.

«No, es horrible, y ella está claramente incómoda», se opuso, esta vez, en su mente.

Elsa la observó atravesar la multitud. Hasta ahora, solo podía ver su espalda. Caminaba y saludaba a todos los que se acercaban a estrechar su mano o entregarle flores, rodeada por varios soldados que la mantenían a resguardo de borrachos y fanáticos. Aún no podía examinar su rostro, pero le gustaba esa rebeldía de llevar el pelo corto, en un mundo dónde las mujeres debían conservar el cabello largo hasta la cintura. Sabiendo que la Princesa era una mujer devota a las artes marciales, tenía sentido que lo llevara así.

Elsa se tocó su propio cabello: era rubio y lacio, y por eso mismo, las personas solían recordarle que era una pena que se lo cortara como un hombre. Pero no solo era cómodo para trabajar: por su complexión anodina, Elsa solía pasar por un muchacho poco desarrollado. Siendo una mujer que viajaba sola, aquello era muy útil.

La Princesa continúo caminando entre la gente, y Elsa listó mentalmente, todas las críticas que tenía hacia su vestido:

«Rosa chicle, exceso de tul bordado, de encajes, y con una enagua inmensa y pesadísima para arrastrar. ¿A quién se le ocurrió ponerle mangas largas, con este calor?» refunfuñó, como si aquello fuese una afrenta personal. Ese derroche de mal gusto le estaba dando dolores de cabeza tan solo verlo. Tomó el bolso con sus papeles y carboncillos, y al hacerlo, miró sus propios brazos: ella también llevaba mangas largas. Pero sus razones eran distintas, y estaban bien fundadas.

Debajo, la Princesa continuaba arrastrando su pesado vestido entre la gente, pero caminando recto hacia la tarima principal. Sobre esta, como una decoración alusiva al festival, habían emplazado un barril gigante.

Elsa dibujó el primer trazo para replicar la figura de la Princesa. Sus ojos claros iban y venían del papel, hacia quién era la protagonista de esa noche… luego de la cerveza. La Princesa Ameria no era muy alta, debía apenas alcanzar el metro sesenta de altura, pero podía adivinar, debajo de todas esas telas, que tenía una figura curvilínea y privilegiada. Lo primero que le vino a la mente fue un vestido negro con falda amplia en evasé, largo hasta por debajo de la rodilla, y con unos discretos volados que descendiesen en una escala de colores, del negro a un gris perlado. También llevaría un cinturón de strass, que resaltaría su pequeña cintura. Sonrió, porque el trabajo que tanto amaba, la elevaba a un estado de casi iluminación, difícil de explicar.

—Algo sucede con la Princesa.

Quien había hablado era el dueño de la posada, Beltrán, y Elsa levantó la cabeza. Se asomó nuevamente por la baranda, y notó que la Princesa ya había subido al estrado y saludaba a las autoridades de la aldea, al sacerdote, a los integrantes de la compañía de danzas, y hasta a la mascota del festival, un hombre disfrazado de un simpático tallo de cebada. Cuando volteó su rostro al público, Elsa curvó sus pobladas cejas.

—Es muy bella —declaró en voz alta, y esta vez, el grupo de hombres coincidió, entre suspiros encendidos, y halagos.

Elsa estimaba que la Princesa debía tener unos dieciocho años de edad, sin embargo, sus facciones aún conservaban ciertos rasgos infantiles, que la hacían aún más encantadora. Un rostro de mejillas redondas y sonrosadas, una boca pequeña, pero de labios voluptuosos, y lo más seductor: unos grandes ojos azules.

Sin embargo, ese tipo Beltrán tenía razón. Había algo en su mirada, en su sonrisa claramente forzada, que no coincidía con lo que había escuchado hasta ahora de ella. No parecía ser la misma muchacha enérgica y devota a las artes marciales, poderosa y llena de vitalidad, si se basaba en la descripción que ese grupo de amigos, había hecho de ella. Aunque estaba de pie, regia y elegante (teniendo en cuenta el horrible vestido que llevaba), había algo en su rostro que no cuadraba con el ambiente festivo. Elsa llevaba muchos años trabajando con mujeres, y sabía interpretar las tristezas en sus ojos. De pronto, sin conocerla, sintió pena por ella.

Aquel hombre, Beltrán, parecía haber arribado a la misma conclusión.

—Algo ocurre con Su Alteza, la Princesa Ameria —dijo, arrastrando cierta congoja en su voz. Tristán cabeceó estando de acuerdo, y tomó un trago.

—Pero debe estar agotada con su trabajo, tampoco debe ser tan fácil pertenecer a la realeza. Vamos, nosotros podemos jubilarnos de nuestros trabajos, pero ellos… —Tristán tuvo que pensar sus siguientes palabras—. ¡Eres rey hasta cuando cagas!

Todos corrieron la cabeza para mirarlo con desagrado.

—Eres ordinario y cabeza dura, Tristán. Te digo que es verdad, perdió sus poderes. ¿Por qué otro motivo llevaría esa cara? Si la hubieses conocido realmente, sabrías de qué te hablo. La Princesa siempre tuvo un motivo para sonreír.

Elsa se sentó en una de las columnas que sostenían las barandas, y apoyó los papeles sobre sus muslos.

—Hey, ten cuidado —escuchó que uno de los hombres la prevenía. Pero no le importó, no tenía miedo a las alturas.

—¡Chis! Quiero escuchar cómo se las ingeniará para hablar de la justicia y la cerveza, en un mismo discurso.

En su vida, Elsa se había cruzado con muchas personas, pero había ciertos hombres y mujeres, que resultaban atrayentes por características específicas, ya sea por su carácter, o por las deformaciones o bellezas en sus rostros. Elsa entonces los retrataba, para no olvidarlos, y tener material de inspiración en los momentos en que su creatividad desaparecía. Escribió en la parte superior "Su Alteza, la Princesa Ameria", y comenzó a dibujarla. Afortunadamente contaba con carboncillos de varias tonalidades, por lo que pudo plasmarla lo más fielmente posible: sus mejillas rosadas, su boca pintada de carmesí, su cabello negro, y sus hermosos ojos azules. Los dibujó tristes, porque no podía retratar aquello que no estaba viendo. La Princesa abrió un pergamino para iniciar su discurso, y cuando Elsa y los demás hombres (incluso, ese sujeto solitario), se acomodaron para escucharla, el estallido de unos vidrios justo debajo de ellos acaparó todo. Elsa vio como el mercenario se ponía de pie inmediatamente, pero Elsa bajó la vista y se dio cuenta que eran solo borrachos peleando en la calle de la hostería.

Abajo, se había armado una trifulca de dimensiones casi catastróficas: las botellas volaban de una vereda a la otra, las piñas, los insultos y los gritos se dieron por doquier. Y Elsa también notó como la señora que la había atendido tan amablemente, estaba repartiendo tortas por igual, entre jóvenes, viejos y ancianos.

—¡Malditos borrachos, no pude escuchar lo que dijo! —insultó Beltrán, y Elsa volvió la vista al estrado. La Princesa cerraba su conferencia, plegando nuevamente el papiro. Eso había sido realmente breve, pero, ¿cuánto más podía extenderse un discurso a un público con altos niveles de alcohol en sangre? Vio como la Princesa se acercaba al barril gigante y ponía la mano sobre la canilla del mismo tamaño. Elsa abrió la boca.

—¿Entonces ese barril no era decorativo? —preguntó, al grupo de hombres. Estos negaron simultáneamente con la cabeza.

Como si de una manguera de bomberos se tratara, el líquido amarillo salió disparado cuando la Princesa tiró del grifo, y con un grito de éxtasis y jubilo, las personas que estaban debajo del estrado, comenzaron a bailar al son de una lluvia amarilla y espumosa. La música volvía a reiniciarse en cada esquina.

En sus viajes había presenciado situaciones muy extrañas, y sin duda, esta se sumaría a la lista.

Los jubilados habían desaparecido, seguramente con la idea de sumarse a la lluvia de cerveza que no se detenía. Elsa quiso terminar su retrato, pero no halló a la Princesa, y lo lamentó. Estaba guardando sus herramientas, cuando una ráfaga de viento voló todos sus papeles.

—¡No! —gritó, al ver como el dibujo de la Princesa se escapaba de sus dedos y tomaba vuelo. Pero una mano enguantada lo atrapó, justo a tiempo. Había sido el sujeto encapuchado. Elsa bajó de un salto, y agachando la cabeza varias veces, agradecida, fue hacia él—. ¡Muchas gra…!

Elsa enmudeció. El hombre llevaba una máscara que cubría la mitad de su rostro, pero, aun así, podía ver perfectamente la deformidad alrededor de sus ojos grises. Parecía que de sus párpados y sus cejas habían brotado verrugas hechas de piedra, su piel misma era azulada, y sus cabellos… ¡ni siquiera eran cabellos! Parecían centenares de agujas que salían de su cuero cabelludo. Elsa se paralizó, como pocas veces en su vida.

Sin embargo, el sujeto no la miraba. Él sostenía el dibujo y lo observaba, con detenimiento. Lo hizo por un tiempo que podrían haber sido segundos, pero para ella fue eterno.

—Es tuyo —le dijo, devolviendo el retrato. Elsa no reaccionó, y él tuvo que sacudir el papel, para que ella despierte. Lo recibió con ambas manos, temblando.

—Gra… gracias.

La puerta se abrió de un portazo, y Elsa brincó, casi muerta del susto. Volteó a ver y vio en la entrada una figura femenina, alta y estilizada.

—¡Elsa-san! —gritó la mujer, al borde del llanto, y se arrojó a sus brazos. Elsa la sostuvo sin entender qué estaba pasando, pero corrió el cuello para ver al sujeto abominable. Se había ido.

—Disculpa, pero no sé quién eres —le dijo a la mujer entre sus brazos. Esta se apartó, pero la sostuvo por las manos.

—¿No te acuerdas de mí?

Ojos verdes, cabello largo, oscuro, y flequillo cortado sobre la frente, milimétricamente.

—¡Sylphiel-chan!