TERCERA PARTE

Todo Fuego crea su Sombra

I

Quizás cuando Hiruzen Sarutobi usaba el Sello Consumidor del Demonio de la Muerte, en esa tarde colmada de batallas, sosteniendo a su viejo alumno, recordó cuando varios años antes, en esa terrible noche de fuego y sombra, su sucesor el Cuarto Hokage Minato Namikaze, que no era lo que se dice un docto de las maldiciones y tales, used la misma técnica para sellar una versión purificada del Kyubi en su recién nacido, absorbiendo la maldad del Biju en sí mismo y cobrando tanto su vida como la de su esposa Kushina en un proceso estrambótico plagado de medias verdades. Esa noche quedaría impresa al rojo vivo en la mente de los habitantes de Konoha bajo el rótulo de El Ataque del Kyubi, y los detalles del nacimiento de Naruto (Uzumaki) quedarían restringidos solo para un grupo muy selecto tras las cortinillas humeantes.

La muerte de Minato representó el fin de toda posibilidad sincera de cambiar la política interna de Konoha. Los aires de renovación que habían traído a los aposentos reales se esfumaron con la misma velocidad con la que planeaba desaparecer la burocracia en un inicio o con la que juraba era capaz de recorrer el país de un extremo a otro. Todas las órdenes de cesar las operaciones secretas fuera del País del Fuego, resistidas hasta el último momento con el pundonor admirable de las vacas sagradas que se niegan cruzar el río, fueron removidas una vez Hiruzen se vio obligado a retomar su puesto, despidiéndose para siempre de su añorado retiro. No le dieron ni el tiempo de respetar el luto por la muerte de Biwako, la partera principal de Kushina, y ya lo estaban envolviendo en un repuesto de la capa del Hokage,

No pasado ni dos años desde que designado había al alumno de su alumno para el cargo. En esa ocasión todos protestaron, y Sarutobi no supo interpelar qué tan peligroso era ese rubio para los intereses de los clanes, tomándolo más bien como una entendible preocupación por la reputación del cargo, lo que le pareció un tanto extraño porque estaban dispuestos a aceptar a un hombre sin clan como Jiraiya que era un héroe renombrado pero beodo antes que un hijo de extranjeros, también heroico y cuyo apelativo era temido de sol a sol, pero de más cuestionable linaje. Sarutobi alegó su gran amistad con Takeshi Namikaze (caído en batalla), y la todavía más grande deuda que tenía la Aldea con los Uzumaki (desperdigados), pero aquello era solo circunstancial y sospechosamente conveniente, ¿Cómo carajos iba a ser un muchachito sin seña de bigote el que llevara el gorro de Hokage? Los clanes estaban dispuestos a cerrarse con su proverbial cinismo.

Pero en aquella ocasión, en una tarde aciaga de robles otoñales, Sarutobi, como nunca en todo su mandato, impuso su autoridad como líder supremo de la Aldea y mandó a callar a todos los líderes que abogaban por Hiashi Hyuga como sucesor. Fue claro y firme, y nada podría hacer que cambiase su primera y última decisión como Hokage: la designación de su sucesor. Piensa que así lo hubiera querido su antecesor. Jiraiya le hizo el favor al rechazar la oferta de los consejeros Mitokado y Utatane y luego armar una saga de reventones legendarios donde se aseguró de quedar muy vergonzoso a ojos de los clanes, cubriendo sus partes solo con la bandana de Konoha. Los ancianos, negándose a hacer la misma oferta a Tsunade alegando su participación en los jolgorios de Jiraiya, su impúdica vida pública y su lamentable género (y omitiendo convenientemente su abolengo Senju), tuvieron que recurrir al tercero de los Sannins. Conocían la codicia sigilosa del serpentario, y esta vez Sarutobi miró con preocupación crispada el silencio guardado por Danzo, que no desautorizaba aquellas extrañas pretensiones.

Claro, Orochimaru confiaba en que su sensei le traspasara el cargo con la unilateralidad de su poder, y por eso su tono durante esa última conversación.

—Los higos han madurado vigorosamente este año —Orochimaru observaba el amplio y frondoso campo.

—En un ambiente tranquilo, crecen los mejores frutos —Sarutobi fumaba en su pipa.

—Pero aquellos que se han abierto camino entre condiciones adversas adquieren un gusto muy particular ...

—Puede ser —Sarutobi levantó la mirada hacia los retratos del Primer y el Segundo Hokage. Eran dibujos muy cuidadosos, preciosistas, pero no se parecían a ellos—, Pero una gran cosecha se verá reducida a un solitario fruto, y no sé tú, Orochimaru, pero prefiero un plato lleno a comer un único higo pasado por una tormenta.

—Cuestión de gustos, supongo.

Sarutobi sabía que no podía perder más el tiempo. Orochimaru estaba listo para saltar al puesto de Hokage como una cascabel se arroja y se enreda en una comadreja tras observarla con un hipnótico sigilo. Hipnosis, quizás a ello podría parecerse el insano aprecio que se profesaba por el Sannin. Pero Sarutobi conocía los terribles rumores que corrían tras su pupilo, no dormía pensando en las lúgubres tareas a las que se abocaba, y que a lo largo de muchos años se han acumulado, como basura en una represa, hasta ser insoportables. Si había un momento para plantarle cara, éste era; así que sacando a relucir una inédita aguda visión política, Sarutobi se arrojó a la redada, en lo que era más bien una campaña para limpiar su consciencia.

—Orochimaru ...

Habían descubierto la compleja red de pasajes subterráneos, construida en una época ahora disipada y extendida como las raíces ocultas de una convicción oscura. Llevaba de las morgues a laboratorios, y contaba con numerosas celdas y almacenes refrigerantes, sin olvidar tantos pasajes trampas o a medio construir. Esa noche, Hiruzen Sarutobi, acompañado de un escuadrón de Jounin de distintos clanes, se presentó ante su discípulo, que no pareció extrañarse y más bien sonreía a la luz de sus fluorescentes bamboleantes, pérfidamente refractado por esos estanques ponzoñosos.

—Sensei...

Sarutobi lo supo entonces. Siempre lo había sabido y siempre se había negado a verlo: esa terrible ambición en su alumno, ese oscuro semblante visionario que lo llevaría más allá de lo que cualquiera podría tolerar, que lo empujaría a trasgredir cualquier barrera moral. ¿Por qué se había condenado a ignorarlo hasta que lo tuviera tan claro frente a él? Cuando Orochimaru intentó dar un paso, Sarutobi se plantó con una firme posición de manos.

—¡Orochimaru!

El serpentario hizo más grande su sonrisa.

—No me diga, Sensei... No me diga que piensa matarme...

—Orochimaru, tú... Lo que has hecho... ¡Como Hokage, es mi deber acabar contigo justo ahora!

—Ya veo... Y dígame, Sensei, ¿acaso podrá hacer algo como eso?

Su cabeza se elevó. El cuello se estiraba y curvaba, desprovisto de vértebras. Sarutobi, que por primera vez pudo ver sin tapujos la perversidad espiritual de su alumno, no retrocedió, pero sí se preguntó ¿podré vencerlo? Hace ya muchos años que Sarutobi había visto su mejor época, así que sus dudas, formuladas con terror inocente, y hablamos de inocencia escatológica, casi estupidez, eran dulces.

—Salgan.

El Hokage habló, y sin miradas extras, el escuadrón retrocedió hasta el pasillo. Nadie sabe de qué hablaron dentro del laboratorio, pero en cierto momento se escucharon exabruptos muy preocupantes, y jurarían que una invocación, y sin embargo, todo terminó sin Kunais manchados. Orochimaru había usado uno de los pasadizos para salir, y hasta era posible que hubiese tenido tiempo más que suficiente para reunir parte importante de su investigación. El Escuadrón no se quejó, ellos en el fondo apoyaban al Serpentario y solo actuaban por órdenes del Hokage, pero sí que vieron en ello la oportunidad de patear un tanto más la figura del viejo hombre. Comenzaron a circular rumores sobre los horrores de Orochimaru, de niños desaparecidos, de tumbas profanadas, de llamadas a larga distancia, todo endemoniadamente realista, pero claro, se incidió con ahínco en cómo el Tercer Hokage había llegado a un acuerdo para salvar su propio pellejo. Se habló de traición, de intereses sucios, de debilidad por la carne, y Danzo, como si no pasara nada, envió a los muchachos del ANBU a limpiarlo todo, se apoderaron de los hallazgos de Orochimaru, (apenas una fracción, supuso el tuerto y ahora manco hombre) y se encargó de lapidarlo públicamente, aunque rehusó por años poner su nombre en el Libro Bingo, y todo mientras continuaba financiando su investigación en alguno de los muchos escondites que habían preparado durante años cuando ésta eventualidad inevitablemente llegara y en donde llegaron a convivir varios criminales y algunos héroes, a veces confundidos, de otras naciones, y casi siempre residentes de esas regiones difusas de la moral. Y aun con todo, no pudo prever la reacción de la muchacha Mitarashi, incorregiblemente dolida, y la debacle de los Sannins restantes que siguió. Eso fue un plus.

—¡Orochimaru!

Jiraiya logró dar el alcance a Orochimaru al interceptar uno de sus canales de informantes, al cual Tsunade torturó sin dejarle marcas. Lo halló en un viejo castillo abandonado, un fortín de sombras conquistado por la naturaleza.

—Siempre tan escandaloso —con un gesto fútil, el serpentario encaró a su compañero—, ¿has venido a darme otra estúpida charla? ¿Aún no te has dado cuenta de lo mucho que te avergüenzas a ti mismo?

Jiraiya, que no termina de comprender el olor del día, el extraño encaminamiento de los hechos, su inesperada realización interna, chiquita pero feroz, bien parada, no dijo nada. Sentía, más allá de sus dudas y penas, que esto era parte de la profecía. Minato tenía el potencial de ser ese chico que cambiara el Mundo Ninja desde su nueva posición, ¿quién era él para enfrentarse a ese destino? Y si el destino, en su caprichoso espiral, había empantanado a algunos para hacer relucir a otros, ¿quién era él para decir que no? ¿Acaso...? ¿Acaso podía resistirse al tiempo y su tributo?

—Ha sido culpa mía...

Y aunque Jiraiya lo pensaba, no lo dijo.

Tsunade apareció detrás de los Sannins. Le pesaba la mirada.

—Orochimaru... Tú ya no tienes salvación, y lo hemos sabido hace mucho... —Tsunade se remanga, truena los nudillos. Da un paso en la húmeda madera, pero Jiraiya la frena con el brazo.

—No, Tsunade. Yo me encargaré de esto.

—¿Eh, y por qué debo hacerte caso, imbécil? —se indignó la Sannin.

—¡Joder, siempre es lo mismo contigo!

—Realmente... —Orochimaru, con una cadencia lúgubre, iba avanzando por el pasillo oscurecido—, no creo que los vaya a extrañar.

Abrió la boca tan grande como un lagarto, liberando una lengua gruesa y briosa como un tentáculo de pulpo, y desde el fondo de su garganta asomó una serpiente negra de ojos amarillos y brillantes como faros, que abrió su boca también, liberando ahora un mango de oro rodeado por una piel de anguila negra. Orochimaru la tomó, revelándola como la Espada Serpiente, la irrompible Kusanagi.

El fortín quedó derruido, aunque los informes oficiales no constataron nada extraño esa noche. Sarutobi, como nunca vencido por los designios de la vida, incapaz de augurar desgracias peores, se encerró en sus aposentos a fumar toda la noche y contemplar un tablero de Shogi que llevaba años y años ya petrificado.