Dos de mis mejores amigas me han pedido que escriba una historia sobre Inuyasha, y esto es lo que se me ha ocurrido.

Yéssica y Estefanía, os la dedico con todo mi amor.

Para todos los Inufans, bienvenidos y espero que os guste lo que tengo preparado.

Para los que no sean fans de Inuyasha, voy a escribirlo todo de forma que se entienda perfectamente aunque no hayáis visto el anime. Lo único que necesitáis saber es que la palabra Yōkai significa demonio, la voy a usar mucho a lo largo de la historia.

Los personajes pertenecen a Rumiko Takahashi, pero la historia es completamente mía y no permito copias ni plagios. NO AUTORIZO A NADIE A COPIARLA O COMPARTIRLA EN OTRA PÁGINA.

También puedes leerla en Wattpad si lo prefieres.

Mi intención es que sea una historia de misterio e intriga, a ver si lo consigo.

*Ganadora del tercer puesto al Mejor Drama en los Inuyasha Fandom Awards 2022 Q1 de The Feudal Connection!*

Advertencia: En esta historia hay violencia y contenido sexual.


Capítulo Uno

Leyendas antiguas


Cada vez que volvía de la universidad, pasaba por aquella esquina.

Ella se quedó perdida en sus pensamientos, contemplando esa valla metálica a lo lejos que separaba el gigantesco bosque de los límites de la ciudad.

Casi cada país tenía un bosque igual, que ocupaba la tercera parte o incluso más del territorio en cuestión. Los únicos que se libraban eran varios países de África, que eran prácticamente desérticos y estaban poco habitados, junto con el polo sur y el polo norte.

El bosque más grande del mundo se encontraba en Rusia, donde su extensión era de más de un millón de kilómetros cuadrados y cubría todo el noreste del país.

En este caso, el "bosque prohibido" ocupaba el norte de la isla de Japón y sus árboles llegaban hasta las afueras de Tokio, la ciudad donde ella nació.

Los japoneses lo llamaban el bosque Yōkai o bosque de los demonios, y existían leyendas oscuras que pasaban de generación en generación sobre aquel inmenso paraje tan salvaje y desconocido.

Según esos cuentos, todos los humanos que se atrevían a entrar en él desaparecían sin dejar rastro. Si algún avión o helicóptero osaba sobrevolarlo, también se perdía su pista y jamás se volvía a saber nada de la aeronave ni de sus tripulantes.

Por eso, hacía mucho que todas las ciudades que tenían frontera con el enorme bosque habían colocado vallas para evitar que la gente entrara, y carteles donde advertían sobre el peligro que conllevaba intentar adentrarse en ese lugar.

También decían que, si se talaba alguno de los árboles, al día siguiente había vuelto a crecer como por arte de magia... aunque nadie se atrevía a acercarse lo suficiente como para intentar hacer algo así.

La mayoría, entre los que ella se incluía, pensaba que todo era una estúpida leyenda que alguien se inventó hacía muchísimos años para asustarlos y mantenerlos lejos de esos bosques milenarios.

Aunque tenía que admitir que era extraño que ocurriera lo mismo por todo el planeta, eso de que cada país tuviera un bosque peligroso donde no dejaban entrar a la población le parecía demasiada coincidencia. Los gobiernos se encargaban de mantener a los habitantes bien alejados de esos lugares, y se aseguraban de que ningún alcalde intentara que su ciudad se expandiera en esa dirección.

Según los rumores, en varios países (incluyendo Japón) alguna vez habían intentado talar parte del bosque para construir más edificios... pero no había terminado bien. Los trabajadores desaparecieron poco a poco y los árboles arrancados volvieron a crecer en cuestión de horas, o eso es lo que contaban.

Nadie sabía si era verdad o no, pero lo cierto es que ningún constructor o político se atrevía a intentar apropiarse de un solar del bosque desde hacía más de un siglo.

Las leyendas también decían que esos parajes estaban habitados por seres malignos, algunos con forma humanoide y otros no tanto, que atacaban a los humanos lo suficientemente valientes o estúpidos para intentar caminar entre aquellos árboles y satisfacer su curiosidad.

Les llamaban demonios o espíritus, y supuestamente en menos de un segundo podían matar a cualquier ser humano.

Kagome se estremeció al recordar que, cuatro años atrás, un grupo de tres chicos de su instituto que no se creía nada de lo que contaban las leyendas entró en el bosque a investigar, y no volvieron a saber nada de ellos.

Apartó la mirada de los altísimos árboles que se podían ver tras la alambrada y siguió su camino, ya casi era la hora de cenar y su familia la estaría esperando en el templo sintoísta donde vivían. Era una herencia familiar y se encargaban de mantenerlo en buenas condiciones, bastante gente del vecindario solía ir los fines de semana para decir sus oraciones, y su abuelo aprovechaba para intentar venderles amuletos protectores o cosas parecidas.

Él se las daba de monje budista, pensaba que era capaz de crear talismanes muy poderosos pero no podía estar más lejos de la realidad... su abuelo tenía el mismo poder espiritual que Buyo, el gato de la familia.

Kagome subió la escalinata de piedra pensando en lo cerca que estaba el bosque de su hogar (a tan solo diez minutos caminando) y entró en la casa principal del templo. La recibió un aroma a sopa de miso que le hizo la boca agua al instante.

—¡Ya he llegado!— gritó, dejando su carpeta de la universidad y el abrigo en la entrada.

Se cambió los zapatos por unos más cómodos para estar en casa y entró, deslizando la puerta que daba al comedor.

Allí estaban su madre y su abuelo en la cocina, y su hermano pequeño Sota poniendo la mesa. Él estaba terminando el instituto, mientras que ella estaba en el último año de universidad.

—¡Mira, hermana!— dijo Sota con una sonrisa, señalando una tarta de limón que había en el centro de la mesa.

Ella sonrió y no pudo evitar suspirar al contar las veintidós velas clavadas sobre el pastel, todavía apagadas.

—¡Hija! ¡Muchas felicidades! Te fuiste tan temprano esta mañana que no me dio tiempo ni de felicitarte— chilló su madre, abrazándola demasiado fuerte.

Ella aguantó la respiración y, cuando se separaron, alzó una ceja.

—Te dije que este año no quería celebrarlo, mamá— protestó en voz baja.

Ella puso los ojos en blanco.

—Tonterías, aunque hoy haga diez años de la muerte de tu padre sabes que él querría que celebraras todos tus cumpleaños. Deja de quejarte y siéntate, que hemos preparado tu comida favorita.

Torció el labio hacia abajo pero obedeció, sentándose al lado de su hermano de diecisiete años que estaba muy emocionado por la tarta. La de limón era la favorita de ambos desde que eran muy pequeños.

—¿Cómo ha ido tu día, Kagome?— preguntó su abuelo, mientras dejaba una fuente llena de ramen sobre la mesa.

—Normal, como siempre. Mis amigas me han regalado algo de ropa y me han tirado de las orejas, pero poco más— respondió ella, relamiéndose los labios ante el banquete que habían preparado.

Cuando los cuatro estuvieron sentados, dieron gracias por la comida y empezaron a devorarla como si no hubiera mañana. A Kagome le encantaba el ramen que preparaba su madre, los ingredientes que usaba para el caldo le daban un sabor increíble y ella nunca conseguía que le quedara igual de bueno.

Poco después encendieron las velas y le obligaron a soplarlas, pidiendo un deseo.

Justo antes de hacerlo, a su mente volvió la imagen del bosque misterioso que veía todos los días al volver de clase. Kagome deseó conocer si las leyendas eran ciertas o no, y sopló con todas sus fuerzas. Las veintidós velas se apagaron y su familia aplaudió, enseñándole un par de regalos que tenían escondidos para ella.

Después de abrirlos y de muchas risas, por fin llegó a su cama tras darse un buen baño. Se dejó caer sobre ella de espaldas y suspiró, al final el día no había sido tan triste como esperaba.

Su madre tenía razón, aunque echaran de menos a su padre tenían que seguir festejando su cumpleaños. Kagome había tenido la mala suerte de que él muriera el día que cumplió doce años, y desde entonces cada tres de marzo le había pedido a su madre no celebrar nada.

Ella siempre la había ignorado y, aunque ese año le apetecía menos que nunca al cumplirse una década de aquel día tan horrible, se alegraba de que no le hubiera hecho caso. Entre sus amigas y su familia la habían distraído lo suficiente como para que no se deprimiera.

Kagome se incorporó un poco y acercó su ordenador portátil, que estaba apagado sobre la almohada. Tras encenderlo, recordó otra vez toda la intriga que había alrededor de los bosques prohibidos y entró en Google Maps.

Como siempre, por mucho que acercaras la imagen, sobre el gigantesco bosque de Japón parecía haber una espesa niebla que no dejaba ver nada. Podía ver las calles de Tokio perfectamente, sus coches, la gente caminando por las aceras... pero al acercarse al límite con el bosque, todo era una nube de color gris.

Frunció el ceño y decidió intentarlo con el bosque de otro país, para ver si pasaba lo mismo. Se desplazó por el mapa hasta China y suspiró pesadamente al ver que tampoco se podía ver ni uno de los árboles de ese bosque, que era bastante más grande que el de Japón. Miró en otros tres países asiáticos y en varios europeos, en todos ocurría igual.

¿Por qué los satélites captaban esa niebla tan densa? Desde la torre de Tokio se podía ver el bosque, y ella sabía de sobra que no había nubes cubriéndolo ni nada parecido.

Era otra de las incógnitas, nadie tenía una explicación para el misterio de por qué los satélites que orbitaban la tierra no lograban capturar imágenes de los bosques prohibidos. En el resto de bosques no había problema, pero esos siempre aparecían cubiertos por una capa de nubes muy extraña.

Kagome refunfuñó con fastidio y cerró su portátil, dejándolo sobre la mesa de estudio.

Había muchas cosas que no entendía... ¿por qué no entraban en el bosque con un gran ejército? Así, si de verdad había algo peligroso, podrían defenderse y descubrir qué era lo que pasaba entre esos árboles.

Su abuelo decía que eso ya lo habían intentado en el pasado, y que lo único que consiguieron fue que el ejército desapareciera como pasaba con cualquiera que ponía un pie en aquel lugar.

Recordaba que, años atrás, un partido de la oposición había prometido lanzar una bomba en el bosque y destruirlo, para demostrar que todo era mentira y que los ciudadanos pudieran entrar sin temor... pero, en cuanto llegaron al poder, cambiaron de idea sin dar ninguna explicación.

Dijeron que no podían bombardear un lugar tan sagrado y que era mejor dejar las cosas como estaban, teníamos el resto de la isla para vivir y no necesitábamos más espacio. Fueron muy criticados por ese cambio de opinión tan brusco, pero ella sabía que en otros países habían ocurrido cosas parecidas.

Era como si el gobierno fuera el único que conocía el secreto del bosque, y al llegar al poder les hicieran jurar que iban a seguir guardándolo y tratando de evitar que los curiosos se acercaran a ese lugar.

Kagome se tumbó de nuevo en la cama y, tras taparse bien, cerró los ojos y se sumergió lentamente en el mundo de los sueños.

Estaba frente a los límites de la ciudad, muy cerca de la alambrada metálica que separaba el bosque de los humanos.

Miró a su alrededor y, tras comprobar que era de noche y que no había nadie cerca, se aproximó hasta allí. Metió los dedos entre los agujeros con forma de rombo de la valla y observó el bosque, estaba en completo silencio y era tan denso que apenas se podía ver a dos metros de distancia.

Había tantos árboles que la vista no alcanzaba más lejos.

Kagome resopló y empezó a caminar al lado de la alambrada de más de tres metros de altura, alejándose cada vez más de la ciudad. Tras un buen rato andando, su corazón empezó a latir más deprisa al ver que la valla terminaba.

Había dejado Tokio atrás y la alambrada metálica no seguía, en su lugar había carteles enormes clavados cada pocos metros, siguiendo el límite del bosque. Estaban en japonés y en inglés, y decían "zona prohibida, no se permite el paso bajo ningún concepto"

Se detuvo junto a unos de los carteles, contemplando los enormes árboles ante ella. Siempre había sentido mucha curiosidad por ese bosque, y con los años había ido empeorando hasta llegar al punto de que todo el misterio que lo envolvía se convirtió en su pequeña obsesión.

Algo la atraía hacia ese lugar, una parte de su cerebro le decía que todo era una gran mentira pero la otra parte le advertía que aquello era peligroso, que si no dejaban pasar sería por una buena razón.

Ignoró a su conciencia y dio algunos pasos, hasta llegar al primer árbol. Kagome tocó su corteza, era igual de rugosa que cualquier otro árbol, no tenía nada de especial.

Sintiéndose valiente, se adentró un poco más.

Llegó hasta el tercer árbol y la oscuridad la rodeó. Le parecía increíble que antes tuviera el cielo estrellado sobre su cabeza, pero con solo caminar cinco metros dentro del bosque ya no se veía la luz de la luna y no podía escuchar ni un solo sonido.

El silencio le puso los pelos de punta, en todas las historias de miedo aquello no era buena señal. Si un bosque estaba callado significaba que algo peligroso se encontraba cerca.

Se llevó las manos al rostro y palmeó sus mejillas, intentando tranquilizarse. No era para tanto, había conseguido entrar en el bosque y no le había pasado nada.

Dio media vuelta para volver a salir, pero escuchó algo que le heló la sangre.

Una respiración, y estaba muy cerca de ella.

Kagome giró la cabeza lentamente, asustada, esperando que fuera un animal que había decidido acercarse a curiosear al verla allí... pero se encontró con dos ojos que la miraban intensamente desde la oscuridad.

Sus iris eran azules, con pupilas negras como la noche y el globo ocular estaba completamente teñido de rojo.

No conocía a ningún animal que tuviera esa mirada, todo su cuerpo se estremeció y la sangre abandonó su rostro.

La adrenalina la hizo reaccionar mientras su conciencia le gritaba que huyera. Empezó a correr, pero no llegó ni a dar dos pasos antes de que ese ser se abalanzara sobre ella con un gruñido profundo y terrorífico.

Cayó al suelo boca abajo y sintió su peso sobre ella, su respiración en la nuca y cómo sus garras se le clavaban en los brazos.

Su propio grito la despertó.

Kagome abrió los ojos y se sentó en la cama, estaba sudando y con la respiración muy agitada. A lo largo de su vida había soñado muchas veces con el bosque, pero nunca de esa forma.

Se levantó y fue al baño para lavarse la cara y tranquilizarse, eran las tres de la mañana y necesitaba seguir durmiendo o luego estaría muy cansada en clase.

Al salir al pasillo vio a Buyo, lo cogió en brazos y lo dejó en su cama para que durmiera con ella. Eso la hizo sentirse algo más segura, aunque le costó un buen rato conseguir volver a conciliar el sueño.

No podía sacar la imagen de esos ojos rojos de su mente.