¡Hola! Muchas gracias por entrar a leer mi historia. Este es mi primer fanfic de Saint Seiya, y también el primero que escribo en mucho, mucho tiempo. No logré conseguir beta así que espero que igual sea entendible, o que al menos lo disfruten. Entiendo que el fandom quizá esté algo moribundo, y no es mi intención mendigar comentarios ni nada por el estilo pero, si llegan al final del capítulo, me gustaría que me hicieran llegar su opinión aunque sea con un sencillo "Me gustó" (o "No me gustó" también, por qué no) al menos para saber que no estoy escribiendo al aire.

La historia se enfoca principalmente en Kanon y Milo, pero también habrá Milo x Camus y puede que otras parejas ya que todavía no termino de planearla por completo. Ah, también es mi primera trama de piratas así que estoy emocionada *-* ¿Me creen si les digo que comencé a escribirlo a partir de un sueño? Es que hace rato que quiero escribir algo de Saint Seiya, y al fin la inspiración vino del mundo onírico. En fin, no los retengo más. ¡Al fic!

Resumen

En Grecia existe un tesoro antiguo y misterioso del que muchos han oído, pero solo unos pocos pueden acceder a su poder. El famoso capitán pirata Kanon intentará robarlo, pero un astuto escorpiano está listo para interponerse en sus planes. Kanon x Milo, Milo x Camus. YAOI, LEMON.

Sea Dragon

Conforme la claridad del amanecer comenzaba a dibujar la línea ligeramente curva del horizonte, separando el cielo del mar, el navegante exhaló un prolongado suspiro de deleite. No se acordaba de cuánto había extrañado la calma inigualable que inspiraba el océano, el frescor de la brisa sin pausa en el rostro, el vaivén de las olas que lo arrullaban día y noche como los brazos de la madre a la que nunca conoció. Traía la piel algo reseca, y enredada la larga melena ondulada, lo que era algo normal para aquellos que se pasaban la vida entera expuestos al salitre del aire. Milo no aspiraba a otra existencia más que a la del olor a madera mojada, el tacto áspero de los cabos, las redes podridas y el beso infinito del oleaje.

—¡Hey, tú! Deja de holgazanear y continúa tu tarea.

El aludido apretó el palo del trapeador que tenía entre las manos y siguió limpiando la cubierta. Quien acababa de reprenderlo era Sorrento de Sirena, el primer oficial a cargo. Milo tuvo que darle la espalda para evitar dirigirle una mirada desafiante, o peor, dedicarle un insulto. Detestaba recibir órdenes tanto como obedecerlas sin rechistar, pero el motivo que lo había llevado a apuntarse como parte de la tripulación rasa lo obligaba a hacer ambas cosas si no quería que todo su sacrificio fuera en vano. Desafiar a un oficial podía hacerlo acabar en el calabozo del barco, o peor, que pretendieran arrojarlo por la borda para ser alimento de tiburones. Pretendieran, porque Milo no era cualquier marino y sabía cómo defenderse, pero un enfrentamiento directo lejos estaba de los planes que había trazado. Le había costado ganarse la confianza suficiente como para formar parte de la tripulación, aunque fuera como un simple lacayo, así que no lo echaría a perder por una tontería a pesar de que se moría de ganas por arrojar el lampazo directamente al rostro de Sorrento.

Llevaban más de una semana en altamar tras haber partido del puerto de Atenas. El mal clima los había sorprendido apenas atravesaron el estrecho de Gibraltar, con tormentas impensables para esa época del año que por poco los habían convertido en un naufragio más en el amplio cementerio de barcos perdidos que era el fondo del Atlántico. Pero Kanon, su capitán, navegante ampliamente experimentado, astuto e implacable, había desafiado al mismísimo Poseidón mientras los nudillos se le empalidecían por la fuerza con la que se aferraba al timón y el agua negra de la noche se subía a la cubierta como los tentáculos de un hambriento monstruo marino.

—¡Maldito hijo de perra! ¡Poseidón! ¡No te quedarás con mi tesoro, ¿oíste?! ¡No podrás hundir este barco! —gritaba y se carcajeaba como demente, con los largos y azules cabellos empapados y pegados al rostro y a la ancha espalda.

Milo se encontraba concentrado en amarrar el cabo de la vela cangreja que se había soltado, pero lo había oído perfectamente. A sabiendas de que su vida se encontraba en riesgo y de que aquel lugar perdido en el océano podía convertirse en cualquier minuto en su tumba, sonrió, pues al fin recibía una confirmación casi segura de que sus averiguaciones no estaban equivocadas, y que se encontraba en el lugar donde debía estar.

De esa manera, con la tozudez de su capitán, la maestría de su tripulación, y la suerte que lo caracterizaba (un detalle para nada menor en su largo historial de navegaciones exitosas), el Sea Dragon veía un nuevo amanecer. Si no se encontraban con ningún otro contratiempo y el viento continuaba soplando a su favor, a la mañana del día siguiente a ese arribarían a la costa occidental de Francia, donde se aprovisionarían con comida y todo lo necesario para una larga travesía en dirección a América.

Cuando terminó de escurrir las últimas gotas de su mopa, Milo recogió todos los instrumentos de limpieza para dirigirse escaleras abajo y guardarlos en su sitio. Si bien el Sea Dragon era un barco célebre, con un nombre que dibujaba una sonrisa o una expresión de odio dependiendo de quién lo oyera, su estructura era bastante sencilla. Esto era lógico si se tenía en cuenta que su principal uso no era el transporte de personas; tampoco el de bienes para el comercio, o el almacenamiento de peces durante la pesca. Su característica más deseada era la velocidad, y en tal cosa pocas embarcaciones lo superaban. Por eso bastaba con una batería donde se ubicaban los cañones al igual que el lugar de descanso de la tripulación, que no era otra cosa que camas hechas de redes que colgaban del techo, una junto a la otra. En la primera batería, más abajo, se encontraba una segunda línea de cañones, el calabozo, provisto de dos jaulas para nada cómodas, por el momento vacías, el repugnante espacio no mucho más grande que un armario que utilizaban para hacer sus necesidades y, en el extremo opuesto por sanitarias y sabias razones, estaban el comedor y la cocina. Debajo de la línea de flotación, descendiendo una tercera escalera, llegaban a la bodega donde se almacenaba la comida, la pólvora y el alcohol, es decir, todo lo necesario para un placentero viaje que podía durar meses. Sobre la cubierta, más iluminado, limpio y espacioso, era el sitio destinado al descanso del capitán, su camarote. Allí comía, dormía, bebía junto a sus oficiales y planeaba sus próximas estrategias. Las últimas noches se observaban las lámparas encendidas hasta la madrugada, lo que daba a pensar que Kanon tenía problemas para conciliar el sueño. Algunos miembros de la tripulación se atrevían a murmurar por lo bajo que el viaje a América lo tenía algo preocupado, pero otros, más informados quizás, mencionaban temerosos que el capitán estaba maldito pues en su reciente visita a Grecia había profanado un tesoro invaluable y antiquísimo que lo había hecho acreedor de la ira de los dioses. El rumor se había intensificado con las recientes tormentas pues aquella era época de sequía y vientos suaves, ¿y quién más que un dios podía invocar a los rayos y a las olas para vengarse de un humano que hubiera osado tomar aquello que no le pertenecía? Milo los oía a todos y cada uno pero no decía nada, ni para apoyar sus teorías ni para negarlas, pues su mejor jugada era pasar lo más desapercibido posible, con un perfil tan bajo que hiciera que nadie recordara su rostro.

Alguien lo recordaba, desafortunadamente, y fue a su encuentro en cuanto lo vio descender al segundo nivel a dejar el trapeador y demás objetos.

—Más te vale no haber olvidado tu promesa.

Milo dio media vuelta para encontrarse con otro de los oficiales del Sea Dragon, quien lo observaba de brazos cruzados y ceño fruncido al pie de la escalera.

—Por supuesto que no lo haré. ¿Por qué te preocupa tanto? —le respondió procurando con su tono restarle importancia mientras intentaba rebasarlo para subir, pero el otro extendió un brazo justo delante de su pecho para impedírselo.

—Porque puedo identificar a un mentiroso por su mirada, y tus ojos no destellan particularmente confianza.

Sabía que no podía verlo pues se encontraba ubicado justo de su lado ciego, pero también era consciente de que Isaac, incluso a su corta edad, tenía la habilidad suficiente como para causarle problemas y malograr sus planes.

—¿Entonces, si tan seguro estás de que no cumpliré, por qué me ayudaste?

El oficial retrajo su brazo y giró para quedar de frente a él. El niño que Milo había conocido años atrás, cuando sus vidas eran considerablemente distintas, ya no existía. En su lugar ahora observaba a un muchacho dominado por el rencor y la sed de venganza.

—Me llevarás ante Camus, y él me dirá dónde se encuentra el que me hizo esto —. Se señaló con el dedo índice la cicatriz que lucía donde antes había estado su ojo izquierdo. Milo se estremeció ligeramente a la vez que pensaba que, si alguien le hubiera hecho algo así, quizás también lo buscaría incansablemente para, como mínimo, devolverle el favor—. Ese es el único motivo por el que intercedí por ti para que te aceptaran en la tripulación a pesar de que Kanon nunca admite desconocidos.

—Lo sé, y por eso voy a cumplir lo que prometí apenas lleguemos a Francia. Bueno, quizás al día siguiente porque la primera noche pienso embriagarme y divertirme con alguna prostituta —. Rió confianzudamente, pero nada de lo que dijo pareció divertirle a Isaac—. Tranquilo, es una broma. Tendrás lo que quieres muy pronto.

Le dio una palmada amistosa en uno de sus hombros y, sin quedarse a observar su tuerta mirada asesina, se apresuró a subir a cubierta. Que Isaac lo conociera no era un detalle menor, pero era la única forma que había encontrado para subirse al Sea Dragon sin convertirse en polizón, lo que habría sido una peor idea por lejos. Una única vez en su vida había terminado viajando en la bodega, dentro de un barril destinado a transportar aceitunas, y de lo único de lo que estaba seguro era de que jamás, jamás repetiría la experiencia.

Esa misma noche, todas las almas abordo acordaron que era una ocasión perfecta para celebrar, no solo porque en poco tiempo estarían descansando en los brazos tibios de alguna fogosa mujer francesa, sino porque, una vez más, habían sobrevivido a la furia desatada del océano. Incluso su capitán acordó acompañarlos a pesar de que en exceptuadas ocasiones descendía a los niveles inferiores de su barco más que para alguna rápida inspección que no les confiara a sus oficiales. El ron corrió como agua fresca en el día más tórrido de verano, y pronto el sonido del cristal al chocar durante los numerosos brindis fue seguido por el canto alegre de los que compartían la mesa. Carne salada, queso y vino fue el banquete con el que los deleitó el cocinero, manjares que únicamente solía disfrutar el capitán. Incluso recibieron fruta de postre, lo que les supo a un dulce adelanto de las delicias que los aguardaban próximamente en tierra firme, y de las que tendrían que prescindir una vez se hubieran adentrado en el mar profundo.

—¡Quince hombres sobre el ataúd…, yo, ho, ho…, y una botella de ron!

A Milo le habría encantado entregarse al irresistible pecado humano de la gula, olvidarlo todo en el fondo de su vaso y despertar al día siguiente con una resaca de muerte, pero de haberlo hecho habría fracasado en lo que había venido planeando. Esa era la noche; ninguna más que esa, pues una vez con los pies en el continente no estaba seguro de si lo que buscaba continuaría a bordo del barco, además de que un interminable viaje a América, por más que le encantara la vida en el mar, en ese momento era impensable. Tenía otros asuntos que atender, como volverse inmensamente rico. Por supuesto que, para evitar levantar sospechas, comió lo justo y fingió beber copiosamente pues ¿qué hombre de su calaña no bebía hasta el desmayo si se le presentaba la oportunidad?

Cuando estuvo seguro de que nadie en la mesa se encontraba lo suficientemente sobrio como para dar dos pasos sin trastabillar, Milo se preparó para su siguiente movimiento. Echó un vistazo a los comensales, especialmente a los oficiales: Sorrento, Baian, Io, Caça, Krishna y hasta Isaac habían caído bajo el hechizo irresistible de la bebida. Cuando llegó al capitán, sin embargo, su corazón casi dio un vuelco: se encontró con sus ojos turquesas fijos en él, no porque de casualidad hubieran cruzado las miradas, sino porque en verdad lo estaba observando, quién sabe desde hacía cuánto tiempo. ¿Acaso había notado su pantomima a la hora de beber, o su manera de estudiar el nivel de ebriedad de sus oficiales? ¿O era que sospechaba de sus intenciones desde un primer momento, cuando aceptó la petición de Isaac de admitirlo de participar en la travesía? Sea cual fuera la respuesta, Milo permaneció sin respirar y sin parpadear, temeroso de haber sido descubierto. Si ese era el caso, no le quedaría más opción que apelar a su plan de escape y huir en el bote salvavidas, con los riesgos que hacer esto acarreaba en mar abierto.

Sabía que mantener la mirada era una forma de elevar las sospechas en su contra pero, mientras repasaba las opciones en su mente, simplemente no podía moverse, como si el capitán le hubiera lanzado alguna especie de embrujo. Seguramente, no era en vano la fama de terrible y sanguinario que Kanon se había ganado tanto en el mar como en la tierra.

—Capitán —se oyeron las voces de los presentes, no al unísono como se hubiera esperado, pero sí una tras otra a medida que la lentitud de sus lenguas entorpecidas se lo fue permitiendo.

Milo al fin logró reaccionar ante el repentino silencio para ponerse en pie como el resto, quienes siguiendo el protocolo saludaban a su superior, que acababa de levantarse de la mesa.

—Continúen. Iré a mi camarote —fue el anuncio que permitió que todos volvieran a sentarse y retomaran la celebración.

Aquello fue un nuevo y duro golpe para Milo, quien esperaba que Kanon permaneciera al menos una hora más lejos de sus aposentos. Había esperado demasiado… ¿Acaso todo había sido en vano? La desilusión se sintió como un peso doloroso en medio de su pecho, hasta que…

—Acompáñame —oyó la voz del capitán muy cerca de su oído, demasiado… —. Es una orden, pirata.

Milo se estremeció de pies a cabeza por el tono imperativo con el que se había dirigido a él. Era la primera vez que lo veía tan de cerca, lo que hizo que el pulso se le acelerara.

—Sí, mi capitán —aceptó, inevitablemente.

Continuará...