Prólogo

La gente suele cagarse encima cuando se muere.

Sus músculos se relajan, su alma revolotea en libertad y lo que queda… sale fuera, sin más. Aun con la adoración que su público profesa a la muerte, los dramaturgos rara vez mencionan este hecho. Cuando nuestro héroe exhala por última vez en brazos de su heroína, nunca se refieren a la mancha que se extiende por sus calzas ni al olor que inunda de lágrimas los ojos de ella mientras se inclina para darle su beso de despedida.

Menciono esto a modo de advertencia, oh, gentiles amigos, de que vuestro narrador no comparte tales reparos. Y si las desagradables realidades del derramamiento de sangre os revuelven las entrañas, sabed desde el principio que estas páginas que tenéis en las manos hablan de una chica que fue al asesinato lo que los virtuosos a la música. Que hizo a los finales felices lo que una sierra hace a la piel.

Ella está muerta ya, noticia que iluminará el rostro tanto de malvados como de justos. Atrás quedaron las cenizas de una república. Una ciudad de puentes y huesos yace en el fondo del mar por sus actos. Y sin embargo, sin duda ella daría con la forma de matarme si supiera que he plasmado estas palabras sobre el papel. Me abriría en canal y me dejaría para la hambrienta Oscuridad. Pero creo que alguien debe al menos intentar separarla de los embustes que se han contado sobre ella. Por medio de ella. Por parte de ella.

Alguien que la conoció de verdad.

Una chica a la que algunos llamaron Hija Pálida. O la Coronadora. O Cuervo. Pero a la que la mayoría no llamó de ningún modo. Una asesina de asesinos, la cifra exacta de cuya cuenta de finales solo conocemos la diosa y yo. ¿Fue famosa o infame por esa cifra al término de sus días? ¿Por tanta muerte? Confieso que nunca he sabido ver la diferencia. Pero es que yo nunca he visto las cosas como las veis vosotros.

Nunca he vivido del todo en el mundo que llamáis propio.

Ni ella tampoco, en realidad.

Creo que por eso la amaba.