Sí, otro dramione. No puedo parar de escribir sobre ellos, pero más adelante volveré a escribir sobre Sakura. Tengo dos historias pendientes de ella y Syaoran :P
Adoro cuando Draco es parte Veela, pero he leído muy pocas historias de ese tema que me gusten... ¡Así que he decidido escribir una!
Espero que os guste.
Como siempre, los personajes y el universo de Harry Potter pertenecen a J. K. Rowling, pero la historia es completamente mía. NO AUTORIZO A NADIE A COPIARLA O COMPARTIRLA EN OTRA PÁGINA.
Tambien puedes leer esta historia en Wattpad.
*Advertencia: En esta historia hay violencia y contenido sexual*
Capítulo Uno
El juicio
Draco sabía que este día llegaría.
Lo supo en el momento en que estaba frente al director de su colegio, alzando la varita contra él. Cuando los ojos profundos y azules de Dumbledore se clavaron en su rostro, se dio cuenta de que no podía hacerlo. No era un asesino, pero casi había matado a varios de sus compañeros de colegio intentando acabar con el director, y tenía una marca en su antebrazo que le señalaba como seguidor de un asesino en serie.
Si al final Harry Potter y la Orden del fénix conseguían derrotar al Señor Tenebroso, él tendría que pagar por todo lo que había hecho. Por todos sus errores.
Y había llegado el momento de conocer su condena.
Días antes, su padre había sido sentenciado a catorce años en Azkaban. Él estaba encerrado en una celda en la parte más profunda del Ministerio de Magia desde la Batalla de Hogwarts, a tan solo unos metros de la gran sala del Wizengamot. Y se había enterado de la condena de Lucius gracias a que le dejaban leer El Profeta de vez en cuando.
Cuántas semanas habían pasado… ¿Dos? ¿Cuatro? La verdad es que no llevaba la cuenta.
Draco suspiró y se levantó del duro colchón donde llevaba días durmiendo. Uno de los guardias había dejado el periódico tras los barrotes, junto a una taza de café.
Claro, era mejor que estuviera despierto y con energía para su juicio. El resto de días tan solo había podido tomar agua y dos raciones diarias, aunque no podía quejarse. Sabía que en Azkaban todo sería mucho peor, desde la cama hasta la comida.
Todavía era inocente a ojos de la comunidad mágica, aunque eso cambiaría en pocas horas, en cuanto se decidiera su sentencia.
Se sentó en el suelo, haciendo una mueca de dolor. Aún le quedaban algunas heridas de la batalla que no se habían curado por completo.
Al mirar El Profeta, vio que era cinco de junio. Maravilloso, justo el día de su cumpleaños. Ya tenía dieciocho años, y lo iba a celebrar perdiendo la libertad.
Por suerte, su madre apenas había pasado dos días encerrada. Según había leído, Potter habló con el mismísimo Ministro de Magia exigiendo que liberaran a Narcissa Malfoy de inmediato.
Ella le había mentido al Señor Tenebroso, salvando su vida, y por lo tanto no merecía ser juzgada. Sin su ayuda, Lord Voldemort seguiría todavía controlando el Ministerio y él estaría muerto. O eso era lo que decía Potter en la entrevista que Draco había leído hacía más de tres semanas.
Narcissa podía visitarlo una vez por semana, al igual que a su padre en Azkaban (normalmente los presos solo podían recibir una visita al mes, pero en el caso de su padre estaban haciendo una excepción debido a algo que era un gran secreto familiar y prácticamente nadie sabía) y se dedicaba a animarlo. Potter, Granger y Weasley iban a testificar en su juicio, y su madre pensaba que eso ayudaría a reducir su condena. Tal vez hasta lo dejarían libre como a ella.
Draco resopló al pensar en eso y dio un gran sorbo a su café. Su madre era demasiado optimista, él sabía que le esperaban por lo menos cinco años en Azkaban… tal vez incluso más.
El guardia llegó y, tras dedicarle una mirada de desprecio, abrió la puerta de su pequeña celda y señaló el fondo del pasillo con su varita. Draco salió y caminó hacia los baños, donde lo dejaban ducharse una vez al día.
En esta ocasión, en vez de otro uniforme gris como el que vestían todos los que estaban esperando su juicio, vio junto al lavabo uno de sus trajes negros. Seguramente su madre lo habría traído para él.
Sin pensarlo, se metió en la ducha y dejó que el agua caliente relajara sus músculos y despejara su mente. Mientras se vestía, utilizó la Oclumancia para dejar la mente en blanco y no pensar en nada. Lo único bueno que había hecho la loca de su tía era entrenarlo para que fuera uno de los mejores oclumantes, según las propias palabras de Bellatrix.
Al salir de nuevo al pasillo, había dos guardias esperándolo. Cada uno se puso a un lado y lo acompañaron mientras seguían el pasillo hasta el final, donde vio dos grandes puertas de madera.
Draco cerró los ojos y suspiró lentamente mientras los guardias las abrían, intentando seguir calmado.
Todos los ojos de los miembros del Wizengamot se posaron en él en cuanto atravesó el umbral de la puerta. Los guardias lo hicieron caminar hasta el centro de la sala, donde había una jaula de acero, y lo metieron dentro con movimientos demasiado bruscos.
Estaba claro que estaban deseando que lo mandaran a Azkaban.
Draco apoyó la espalda sobre los barrotes de metal y levantó la mirada, recorriendo las filas de magos que había ante él. En la primera estaba el Ministro de Magia, acompañado por nada menos que Minerva McGonagall.
Las cejas de Draco se elevaron un poco al verla. No esperaba que su antigua profesora fuera miembro del Wizengamot.
Sus ojos grises se desviaron hacia donde estaba el público y se le formó un nudo en el estómago al ver a su madre allí. No había nadie más, tan solo varios periodistas, con cámaras incluidas. Perfecto, seguro que la imagen de Draco Malfoy saliendo esposado de aquella sala sería portada al día siguiente.
Draco se cruzó de brazos y miró de nuevo fijamente al Ministro. No pensaba permitir que vieran la más mínima emoción cruzando su rostro.
Si tenía que aguantar ser juzgado y condenado, al menos lo haría con dignidad.
—Ante nosotros se presenta el Señor Draco Malfoy, que está aquí para ser juzgado por todos los crímenes que cometió mientras formaba parte de los seguidores de Lord V-Vol-Voldemort —tartamudeó Kingsley.
Una sonrisa burlona curvó los labios de Draco. Todos intentaban hacerse los valientes, pero todavía no eran capaces de decir el nombre del Señor Tenebroso sin sentir miedo, y eso que ya llevaba un mes muerto.
—Se le acusa del asesinato de Albus Dumbledore junto con el de dos muggles que fueron encontrados sin vida cerca de la Mansión Malfoy, intento de asesinato contra Katie Bell y Ronald Weasley, permitir que un grupo de mortífagos entrara en Hogwarts…
Draco puso los ojos en blanco y dejó de escuchar. Daba igual lo que dijera, ya todos lo habían condenado antes de saber lo que había pasado en realidad. No volvió a prestar atención hasta que reconoció un nombre.
—… Harry Potter, Ronald Weasley y Hermione Granger se presentan como testigos. Que pasen, por favor.
Los dos guardias asintieron y volvieron a abrir las puertas. El trío de oro las atravesó, y todo el cuerpo de Draco se tensó de inmediato sin que él pudiera hacer nada para evitarlo.
Sus ojos buscaron la fuente de ese olor que lo estaba volviendo loco y se dio cuenta de que venía de Granger, que estaba pasando muy cerca de la jaula donde él estaba en dirección a la pequeña banca de los testigos.
Ni Potter ni Weasley le dedicaron una mirada, pero ella sí. Giró la cabeza un segundo y sus ojos marrones se encontraron con los de él.
Y en ese momento, Draco supo que estaba bien jodido.
Ni en sus peores pesadillas podía haber imaginado que le pasara eso. El secreto de su familia estaba a punto de ser revelado ante todos, podía notar como las uñas de sus manos estaban empezando a alargarse y toda su piel hormigueaba.
¿Cómo era posible? Había visto a Granger durante la batalla y no había sentido nada.
Draco entrecerró los ojos. Su cumpleaños. Ya era mayor de edad, y seguramente su padre había "olvidado" comentarle que la sangre Veela despertaba en ese momento.
Menudo hijo de puta.
Mierda, tenía que salir de allí cuanto antes. Desvió la mirada hacia donde estaba el Ministro, aflojando el nudo de su corbata. Estaba empezando a sentir mucho calor, demasiado, y le quedaba poco tiempo.
—Señor Ministro, solicito un receso. No me encuentro bien —dijo en voz alta, intentando que la angustia que sentía no se le notara en la voz.
Kingsley alzó las dos cejas, muy sorprendido, y miró a su alrededor. McGonagall asintió, al igual que el resto de magos que estaban en la primera fila.
—Está bien, Señor Malfoy. Puede marcharse, en media hora volveremos a comenzar.
Draco asintió, aliviado, y salió de la jaula a paso rápido en cuanto uno de los guardias la abrió. Empujó las puertas de madera y avanzó por el pasillo, sintiendo como los guardias aceleraban el paso para seguirlo.
Regresó a la zona de las celdas y esperó hasta que abrieron la suya, volviendo a meterse dentro.
—¿Necesitas alguna poción? —preguntó un auror que también lo había seguido.
—No, solo necesito un momento a solas —gruñó Draco, cerrando los puños y apoyando la frente en el frío mármol del fondo de su celda.
El auror no dijo nada más y se alejó, hablando con los guardias. Él ya no podía escuchar nada de lo que decían, solo sentía un calor abrasador recorriendo todo su cuerpo y un dolor punzante en la espalda.
Sabía lo que eso significaba porque Lucius se lo había explicado hacía varios años. Estaba a punto de transformarse, y todo porque había encontrado a su compañera.
Draco se quitó la chaqueta y se arrancó la camisa negra entre jadeos, lanzando la corbata al suelo. Algo empezó a rasgar la piel de su espalda y se mordió el puño, intentando no gritar. No dejó de morder ni cuando sintió el sabor de su propia sangre.
Escuchó a lo lejos una voz femenina, pero no supo identificarla. Estaba agachado y temblando, observando la mano que tenía apoyada en el suelo. Sus uñas se habían alargado tanto que más bien parecía una garra.
Escuchó un crujido y gritó, dejándose caer al suelo. Algo suave le rozó los brazos, y al volver a abrir los ojos vio que eran plumas plateadas.
Sus nuevas alas. Joder, jamás le había dolido algo tanto como eso. Bueno, quizás la maldición Cruciatus que Voldemort le lanzó como castigo más de una vez.
Resoplando y todavía muy tembloroso, se apoyó en las dos manos y trató de levantarse. La derecha tenía una gran herida donde se veía la marca de sus dientes y seguía sangrando.
—¡Draco!
Enfocó la vista en los barrotes y vio a su madre agarrada a ellos, mirándolo con expresión asustada.
Draco se levantó, jadeando, y flexionó varias veces los brazos y las piernas. Al menos el dolor ya había desaparecido y nadie lo había visto transformarse.
Tan solo el encargado del registro de criaturas mágicas sabía que en la familia Malfoy había sangre Veela, y que Lucius Malfoy era parte Veela al igual que su padre y el padre de su padre. Y ahora él pasaría a formar parte de esa lista.
—¿Por qué te ha pasado esto justo ahora? —preguntó su madre, mirándolo a los ojos.
—Hoy es mi cumpleaños, madre —respondió él con voz seca.
—Lo sé, pero tu padre no se transformó por primera vez hasta que... —empezó ella, dejando de hablar y llevándose una mano a la boca.
Draco suspiró y miró por encima de su hombro, observando las gigantescas alas que ahora salían de su espalda.
—¿La has olido? ¿Está en esa sala?
—Quiero verme —contestó él, ignorando las preguntas de su madre.
Narcissa miró con nerviosismo a su alrededor. Los guardias estaban fuera, en el pasillo, y ella había conseguido lanzar un hechizo silenciador sobre la puerta antes de que Draco empezara a gritar.
Levantó la varita y conjuró un pequeño espejo cuadrado dentro de la celda de su hijo.
Draco se acercó, frunciendo el ceño mientras miraba su reflejo. Su rostro se había vuelto más afilado y sus ojos ya no eran grises. Ahora eran plateados, al igual que sus alas. Intentó moverlas y se sorprendió cuando respondieron al momento a sus deseos, agitándose suavemente.
—¿Cuánto tardaré en volver a la normalidad? —preguntó, mirando fijamente a Narcissa.
Ella tragó saliva antes de responder.
—Tu padre también se transformó cuando me vio por primera vez después de cumplir dieciocho años. Tardó unos minutos en calmarse y volver a parecer completamente humano.
Draco asintió y se sentó sobre el colchón que había en una de las esquinas, teniendo cuidado de no aplastar sus alas. Entrelazó sus manos, contemplando sus largas uñas. Daba la impresión de que eran tan fuertes que podría desgarrar una garganta con ellas.
—¿Quién es, Draco?
Levantó la vista, encontrando los ojos azules de su madre llenos de preocupación.
—Hermione Granger.
Narcissa dio un paso atrás y palideció, llevándose una mano al pecho.
—Esa es la chica que…
—¿Fue torturada en el suelo de nuestra casa? Sí, esa chica —contestó Draco con mala cara.
Narcissa suspiró y se pasó una mano por su largo pelo rubio, que llevaba medio recogido.
—Si le explicamos todo, seguro que…
—No.
—¿No? ¿Qué quieres decir?
Draco se puso de pie, cruzándose de brazos y mirándola seriamente.
—No le vamos a decir nada, madre. Esto se queda entre nosotros.
Los ojos de Narcissa se abrieron como nunca, y volvió a acercarse a los barrotes.
—¡Pero sin ella morirás! Lo sabes, ¿verdad?
—Sí, padre me lo explicó todo muy bien el día de mi noveno cumpleaños. Si alguna vez vuelvo a verlo, le agradeceré que no me avisara de que esto podía pasar. Me habría encantado que todo el puto Wizengamot se entere de que tengo sangre Veela, y de que mi foto con estas alas salga mañana en El Profeta.
—La necesitas, Draco. Tienes que hablar con ella.
—He dicho que no —dijo él con voz grave.
Apartó la mirada y respiró profundamente, tenía que relajarse antes de que los guardias volvieran para que nadie más lo viera así. Su madre entendió lo que estaba intentando hacer y permaneció en silencio, pero en su rostro se veía que no estaba de acuerdo y que la discusión no había terminado.
Poco a poco, las uñas de Draco empezaron a retroceder y su piel volvió a hormiguear. Sintió como las alas se plegaban en su espalda y comenzaban a encogerse.
Un minuto después, escuchó el suspiro aliviado de su madre y giró para mirarse en el espejo. Volvía a ser el mismo de siempre. Tenía ojeras bajo los ojos y estaba más pálido de lo normal, pero ese era su aspecto desde que estaba encerrado allí.
—Ni una palabra a nadie, madre. Promételo —exigió Draco, buscando la mirada de Narcissa.
Ella se mordió el labio inferior, negando con la cabeza.
—¿Piensas que voy a permitir que mi hijo muera sin hacer nada?
—Prométemelo —repitió él.
No había levantado la voz, pero su madre detectó la amenaza que había en su tono. Si le contaba su secreto a alguien, Draco nunca se lo perdonaría.
—Está bien —aceptó, limpiando varias lágrimas que estaban cayendo por sus mejillas.
Draco asintió y suspiró, acercándose a los barrotes tras haberse vestido de nuevo y sujetando una de las manos de su madre. Ella agitó la varita y su camisa negra volvió a estar como nueva.
—Necesito saber por qué —pidió Narcissa en un susurro.
—Durante años la he insultado y humillado, ya lo sabes. Hace unos meses la torturaron delante de nosotros y yo no hice nada para impedirlo. Después de todo lo que ha sufrido por mi culpa, no puedo pedirle nada. Además, ella me odia. Es mejor así, madre. Prefiero morir a pasar una o dos décadas encerrado en Azkaban —respondió Draco, apretando su mano suavemente.
Narcissa seguía llorando en silencio, y su labio inferior temblaba.
—¿No podrías al menos intentarlo? —preguntó con un matiz de desesperación en su voz.
Draco negó con la cabeza justo cuando escucharon pasos en el pasillo de fuera, al otro lado de la puerta. Narcissa agitó su varita y el espejo desapareció. Los dos guardias volvieron a entrar y ella se apartó, dejando que abrieran la puerta de la celda.
—Si quieres estar presente, tienes que volver ya —dijo uno de los hombres a Narcissa, arrugando el entrecejo.
Ella asintió y tras una última mirada suplicante a Draco salió al pasillo, con sus tacones resonando por el oscuro suelo de mármol.
—¿Estás ya preparado, o vas a volver a mearte encima? —preguntó el guardia que estaba más cerca de Draco con voz burlona.
Él le dedicó una mirada de odio y salió de la celda, siguiéndolos y volviendo a entrar en la sala del Wizengamot. Todo el mundo seguía en sus asientos, incluidos los tres testigos.
En cuanto estuvo dentro de la jaula otra vez, Draco miró directamente al Ministro.
—He decidido no aceptar el testimonio de ningún testigo.
Se escucharon varios jadeos en la sala. Harry y Ron se miraron, extrañados, mientras Hermione observaba a Draco con el ceño fruncido.
—¿Comprendes que, sin los testigos, lo más probable es que tu condena sea mayor? —preguntó Kingsley, bastante sorprendido.
—Sí, lo comprendo.
—Bien. Los testigos pueden quedarse como público o marcharse.
Harry y Hermione cruzaron una mirada.
—Nos quedamos —respondió ella en voz baja, mirando hacia donde estaba el Ministro.
Kingsley asintió y se aclaró la garganta.
—¿Cómo se declara el acusado? —preguntó una mujer rubia que estaba sentada a su lado derecho.
Draco pensó en los dos muggles asesinados a los que habían mencionado, de los que él no sabía nada, y en que había sido Severus Snape el que mató a Dumbledore.
—Culpable.
—¿Qué? —dijo Harry, sin poder controlarse. Él había estado presente aquella noche, escondido bajo la capa invisible y petrificado, y sabía perfectamente que Malfoy no había asesinado a Dumbledore.
—¡Silencio en la sala! —gritó la mujer. Varias personas habían soltado gritos de exclamación, y se podía escuchar a Narcissa llorando.
—Draco Malfoy, le declaramos culpable de tres asesinatos, dos intentos de homicidio y conspiración contra el Ministerio de Magia y el mundo mágico en general al formar parte de los seguidores de Lord Vo-Voldemort. Queda sentenciado a veinticinco años de prisión en Azkaban, empezando en este mismo momento —dijo Kingsley con voz grave, golpeando su mesa con un mazo.
Los dos guardias que estaban cerca de él sonrieron con malicia y lo sacaron de la jaula, conjurando unas esposas que aparecieron sujetando sus manos y sus pies. El flash de varias cámaras resplandeció por la sala y Draco apretó la mandíbula, bajando la mirada.
—¡Sin ella morirás, Draco! —gritó Narcissa, que se había levantado intentando llegar hasta él pero estaba siendo retenida por tres de los miembros del Wizengamot.
—Es mi decisión —murmuró Draco, mirando a su madre por última vez.
Una vez en Azkaban, ella solo podría visitarlo una vez al mes, y no estaba del todo seguro de si seguiría vivo después de cuatro semanas. Según había leído, un mitad Veela que rechazó a su compañera consiguió sobrevivir siete semanas. Era el récord, otros no habían aguantado ni tres.
—Espero que lo disfrutes, asqueroso hijo de puta —susurró uno de los guardias, agarrando con demasiada fuerza el brazo izquierdo de Draco y empujándolo hacia las puertas de madera.
—Sí, con suerte no vivirás para contarlo. Ni tu querido papá tampoco —añadió el otro, sonriendo.
Draco les dedicó una sonrisa que no llegó a sus ojos. Como mucho en un par de meses estaría muerto, y no tendría que soportar a los guardias de Azkaban ni sufrir las pesadillas que provocaban los dementores, que seguían vigilando el acceso a la prisión mágica.
Los dos guardias fruncieron el ceño.
—Puto loco, parece que estás deseando que te encierren —gruñó el más alto, empujándolo por el pasillo hacia la única chimenea que estaba conectada a Azkaban por la Red Flu.
Dentro de la sala, los miembros del tribunal seguían discutiendo entre ellos y una mujer estaba intentando consolar a Narcissa, que lloraba desconsolada.
Harry miró a sus dos mejores amigos, que estaban tan impactados como él.
—¿Qué demonios acaba de pasar? —preguntó, confundido.
