En cierto sentido, tener semejante poder resultaba abrumador. Era un poder que se tardaría milenios en comprender. Rehacer el mundo habría sido fácil, si hubiera estado familiarizado con el poder. Sin embargo, advertí el peligro inherente a mi ignorancia. Como un niño que de pronto adquiere una fuerza asombrosa, podría haber empujado demasiado y dejado el mundo convertido en un juguete roto que es imposible reparar.
3
Clarke Griffin, segunda emperatriz del Imperio Final, no era una guerrera nata. Pertenecía a la nobleza, algo que, en los días del lord Legislador, había convertido esencialmente a Clarke en una profesional de las fiestas. Se había pasado la juventud aprendiendo a practicar los frívolos juegos de las Grandes Casas, llevando la vida consentida de la élite imperial. No era extraño que hubiera acabado siendo una política. Siempre le había interesado la teoría política y, aunque había sido más una estudiosa que una auténtica estadista, sabía que algún día gobernaría en su propia casa. Sin embargo, al principio no había sido muy buena reina. No había comprendido que, para ser una líder, hacen falta más que buenas ideas y nobles intenciones. Mucho más.
«Dudo que Clarke Griffin llegue a ser jamás el tipo de líder capaz de comandar una carga contra el enemigo». Estas palabras las había pronunciado Diyoza, la mujer que la había instruido en política práctica. Recordar esas palabras hizo sonreír a Clarke mientras sus soldados se abalanzaban contra el campamento de koloss.
Clarke avivó peltre. Una cálida sensación, ahora familiar, cobró vida en su pecho, y sus músculos se tensaron con fuerza y energía renovadas. Había tragado el metal antes, para poder recurrir a sus poderes en la batalla. Era alomántica, algo que todavía a veces le asombraba. Como había predicho, los koloss fueron atacados por sorpresa. Permanecieron inmóviles durante unos momentos, aturdidos, aunque debieron de haber visto cómo cargaba contra ellos el ejército recién reclutado de Clarke. A los koloss les costaba lidiar con lo inesperado. Les resultaba difícil comprender que un grupo de humanos débiles y en inferioridad numérica atacara su campamento. Por eso tardaron tiempo en reaccionar. El ejército de Clarke hizo buen uso de ese tiempo. La propia Clarke golpeó primero, avivando su peltre para darse aún más poder mientras abatía al primer koloss. Era una bestia pequeña. Como todas las de su especie, tenía forma humanoide, aunque su piel era enorme y fofa, como si estuviera separada del resto de su cuerpo. Sus brillantes ojillos rojos mostraron una sorpresa inhumana mientras moría y Clarke le arrancaba la espada del pecho.
—¡Golpead con rapidez! —gritó Clarke mientras más koloss se apartaban de sus hogueras—. ¡Matad a tantos como podáis antes de que se pongan frenéticos!
Los soldados (aterrorizados, pero comprometidos) cargaron contra todo lo que había a su alrededor y derrotaron a los primeros grupos de koloss. El «campamento» era poco más que un lugar donde los koloss habían hollado la ceniza y las plantas bajo sus pies, y cavado luego sus hogueras. Clarke pudo ver a sus hombres cada vez más confiados por el éxito inicial, y los alentó tirando de sus emociones con alomancia, haciéndolos más valientes. Se sentía más cómoda con esta forma de alomancia: aún no había conseguido saltar con los metales como lo hacía Lexa. Sin embargo, las emociones… esas sí que las comprendía. Fatren, el fornido líder de la ciudad, se mantuvo cerca de Clarke mientras dirigía a un grupo de soldados hacia una gran manada de koloss. Clarke no perdió de vista al hombre. Fatren era el gobernador de una ciudad pequeña; su muerte supondría un duro golpe moral. Juntos, atacaron a un escaso grupo de sorprendidos koloss. La bestia más grande del grupo medía unos tres metros de altura. Como la de todos los koloss grandes, la piel de esta criatura, antes suelta, aparecía ahora tensa en torno a su enorme cuerpo. Los koloss nunca dejaban de crecer, pero su piel siempre conservaba el mismo tamaño. En las criaturas más jóvenes, colgaba fofa y llena de pliegues. En las grandes, se tensaba y resquebrajaba. Clarke quemó acero, y luego arrojó un puñado de monedas al aire ante ella. Empujó las monedas, lanzó su peso contra ellas y se las arrojó a los koloss. Las bestias eran demasiado duras para caer con unas simples monedas, pero los trozos de metal las herirían y debilitarían. Mientras las monedas volaban, Clarke atacó al koloss grande. La bestia sacó de su espalda una espada enorme, que pareció encantada ante la idea de una pelea. El koloss golpeó primero y su alcance fue asombroso. Clarke tuvo que dar un salto atrás: el peltre la hizo más ágil. Las espadas de los koloss eran enormes, brutales, burdas casi como porras. La fuerza del golpe hizo estremecer el aire; Clarke no habría tenido ninguna posibilidad de detener la hoja, ni siquiera con la ayuda del peltre. Además, la espada (o, más exactamente, el koloss que la empuñaba) pesaba tanto que Clarke no podría usar la alomancia para arrancarla de las manos de la criatura. Empujar contra el acero requería peso y fuerza. Si Clarke empujaba sobre algo más pesado que ella misma, saldría despedida hacia atrás. Por tanto, Clarke tuvo que confiar en la velocidad extra y la destreza del peltre. Se mantuvo apartada de su enemigo echándose a un lado, esperando un revés. La criatura se volvió, silenciosa, mirando a Clarke, pero no golpeó. No había alcanzado todavía el frenesí. Clarke contempló a su gigantesco enemigo. ¿Cómo he llegado aquí?, pensó, y no por primera vez. Soy una estudiosa, no una guerrera. La mitad del tiempo pensaba que lo suyo no era liderar a nadie.
La otra mitad, suponía que pensaba demasiado. Se lanzó hacia delante y golpeó. El koloss previó el movimiento, y trató de descargar su arma contra la cabeza de Clarke. Sin embargo, este se dio la vuelta y tiró de la espada de otro koloss: desequilibró a la criatura y permitió que dos de los hombres de Clarke la mataran, y también se apartó hacia un lado. Esquivó por bien poco el arma de su oponente. Entonces, mientras giraba en el aire, avivó peltre y golpeó desde el lado. Atravesó la pierna de la bestia por la rodilla, y la derribó al suelo. Lexa siempre decía que el poder alomántico de Clarke era inusitadamente fuerte. Clarke no estaba segura de ello (no tenía mucha experiencia con la alomancia), pero la fuerza de su propio golpe la hizo retroceder tambaleándose. No obstante, consiguió recuperar el equilibrio, y luego cercenó la cabeza de la criatura. Varios soldados suyos lo observaban. Su uniforme blanco estaba ahora manchado de brillante sangre roja de koloss. No era la primera vez. Clarke inspiró profundamente mientras oía gritos inhumanos que resonaban en todo el campamento.
Empezaba el frenesí.
—¡Formad! —gritó Clarke—. ¡Formad líneas, permaneced juntos, preparaos para el ataque!
Los soldados respondieron lentamente. Eran mucho menos disciplinados que las tropas a las que Clarke estaba acostumbrada, pero hicieron un trabajo admirable cuando se pusieron a sus órdenes. Clarke echó un vistazo al terreno: habían conseguido abatir a varios centenares de koloss, una hazaña sorprendente.
Sin embargo, la parte sencilla había terminado.
—¡Permaneced firmes! —gritó Clarke, corriendo ante la línea de soldados—. ¡Pero seguid luchando! ¡Necesitamos matar a tantos como sea posible! ¡Todo depende de eso! ¡Dadles vuestra furia, hombres!
Quemó latón y tiró de sus emociones, aplacando su miedo. Un alomántico no podía controlar mentes (al menos, no mentes humanas), pero sí podía despertar unas emociones y hacer decaer otras. Lexa también decía que Clarke podía afectar a mucha más gente de lo que debería haber sido posible. Clarke había adquirido sus poderes hacía poco, en un lugar que ahora creía la fuente original de la alomancia. Bajo la influencia del aplacamiento, sus soldados se mantuvieron firmes. Una vez más, Clarke sintió un sano respeto hacia estos simples skaa. Les estaba dando valentía y quitando parte de su miedo, pero su determinación era propia. Eran buena gente.
Con suerte, podría salvar a algunos.
Los koloss atacaron. Como Clarke había esperado, un gran grupo de criaturas se apartó del campamento principal y atacó la ciudad. Algunos de los soldados gritaron, pero estaban demasiado ocupados defendiéndose para perseguirlos. Clarke se lanzaba a la pelea cada vez que la línea vacilaba, para reforzar así el punto débil. Mientras hacía esto, quemó latón y trató de desplazar las emociones de un koloss cercano. No sucedió nada. Las criaturas eran resistentes a la alomancia emocional, sobre todo cuando ya estaban siendo manipuladas por alguien más. Sin embargo, en cuanto Clarke se abriera paso, podría hacerse con el control absoluto. Eso requería tiempo, suerte y la determinación de luchar sin tregua. Y eso hizo. Luchó junto a sus hombres y los vio morir, mató a koloss mientras su línea se reducía, formó un semicírculo para impedir que fueran rodeados. Aun así, la batalla fue tenaz. A medida que más y más koloss se ponían frenéticos y atacaban, las probabilidades se fueron volviendo rápidamente en contra del grupo de Clarke. Los koloss se resistían a su manipulación emocional. Pero ellos se acercaban…
—¡Estamos perdidos! —gritó Fatren.
Clarke se volvió, algo sorprendida al ver al fornido lord junto a ella, todavía vivo. Los hombres continuaban luchando. Solo habían pasado quince minutos desde el inicio del frenesí, pero la línea ya empezaba a ceder. Una mota apareció en el cielo.
—¡Nos has conducido a la muerte! —chilló Fatren. Estaba cubierto de sangre de koloss, aunque una mancha que llevaba en el hombro parecía propia—. ¿Por qué?
Clarke simplemente señaló la mota, que se hacía cada vez más grande.
—¿Qué es eso? —preguntó Fatren por encima del caos de la batalla.
Clarke sonrió:
—El primero de los ejércitos que os prometí.
Lexa cayó del cielo en medio de una tempestad de herraduras, para aterrizar directamente en el centro del ejército koloss. Sin vacilar, usó la alomancia para empujar un par de herraduras hacia un koloss que se daba la vuelta. Una alcanzó en la frente a la criatura, que salió despedida hacia atrás, y la otra pasó por encima de su cabeza, hasta alcanzar a otro koloss. Lexa se volvió, lanzó otra herradura, y la hizo pasar más allá de una bestia particularmente grande para abatir a un koloss más pequeño que tenía detrás. Avivó hierro, tirando de esa herradura para hacerla volver y golpear la muñeca del koloss más grande. El tiro la lanzó de inmediato hacia la bestia… pero también desequilibró a la criatura. Su enorme espada de hierro cayó al suelo cuando Lexa golpeó a la criatura en el pecho. Entonces, ella empujó la espada caída, elevándose con una voltereta hacia atrás mientras otro koloss la atacaba. Se alzó unos nueve metros en el aire. La espada falló y cortó la cabeza del koloss que tenía detrás. Al koloss que descargó el golpe no pareció importarle haber matado a un camarada: tan solo la miró, los ojos rojos de odio. Lexa tiró de la espada caída, que saltó hacia ella, pero a la vez la arrastró con su peso. La cogió mientras caía (la espada era casi tan alta como ella, pero avivar peltre le permitió manejarla con facilidad), y se libró del brazo del koloss que la atacaba mientras se posaba en tierra. Le cortó las piernas por las rodillas y dejó que muriera mientras saltaba hacia otros oponentes. Como siempre, los koloss parecían fascinados con Lexa de manera entre enfurecida y desconcertada. Asociaban el tamaño grande con el peligro y les costaba comprender que una mujer pequeña como Lexa (veinte años de edad, poco más de metro y medio de altura y delgada como un junco) pudiera suponer una amenaza. Sin embargo, la veían matar, y esto los atraía hacia ella.
A Lexa no le importaba.
Gritó al atacar, aunque solo fuera para añadir algún sonido al campo de batalla, demasiado silencioso. Los koloss tendían a dejar de aullar cuando se ponían frenéticos, porque entonces solo se concentraban en matar. Arrojó un puñado de monedas, empujándolas hacia el grupo que tenía detrás, y luego saltó hacia delante impulsándose con una espada. Un koloss se tambaleó ante ella. Lexa aterrizó sobre su espalda y atacó a una criatura que tenía al lado. Esta cayó, y Lexa clavó su espada en la espalda de la que tenía debajo. Se echó a un lado, impulsándose en la espada del koloss moribundo. Cogió el arma, abatió a una tercera bestia y luego arrojó la espada, empujándola como si fuera una flecha gigantesca contra el pecho de un cuarto monstruo. Ese mismo empujón hizo que saliera despedida hacia atrás, fuera del alcance de un nuevo ataque. Cogió la espada de la espalda del koloss que había abatido antes, liberándola mientras la criatura moría. Y, con un fluido golpe, la descargó contra la clavícula y el pecho de una quinta bestia.
Aterrizó. Los koloss caían muertos a su alrededor.
Lexa no sentía ninguna furia. Ningún terror. Había superado esas cosas. Había visto morir a Clarke (la había sostenido en sus brazos mientras lo hacía) y supo que ella lo había permitido. De manera intencionada. Sin embargo, ella seguía viva. Cada aliento era inesperado, quizás inmerecido. Antes, a ella le aterrorizaba fallarle. Pero, de algún modo, había encontrado la paz al comprender que no podía impedirle arriesgar su vida. Al comprender que no quería impedirle arriesgar su vida. Por tanto, ya no combatía temiendo por la mujer a la que amaba. Ahora luchaba con comprensión. Era un cuchillo: el cuchillo de Clarke, el cuchillo del Imperio Final. No luchaba por proteger a una mujer, sino por proteger el modo de vida que ella había creado y la gente a la que tanto se esforzaba por defender.
La paz le daba fuerzas.
Los koloss morían a su alrededor, y la sangre escarlata, demasiado brillante para ser humana, manchaba el aire. Había diez mil criaturas en este ejército: demasiadas para que ella pudiera matarlas. Sin embargo, no tenía que matar a todos los koloss del ejército.
Tan solo tenía que atemorizarlos.
Porque, a pesar de lo que una vez había supuesto, los koloss podían sentir temor. Ella lo vio crecer en las criaturas que tenía a su alrededor, oculto bajo la furia y la frustración. Un koloss la atacó, y ella se hizo a un lado, moviéndose con velocidad amplificada por el peltre. Le clavó una espada en la espalda mientras se movía y giró, advirtiendo a una enorme criatura que se abría paso hacia ella a través del ejército.
Perfecto, pensó. Era grande, quizá la más grande que había visto jamás. Debía de tener al menos cuatro metros de altura. Un paro cardíaco tendría que haberla matado hacía mucho tiempo, y su piel colgaba casi suelta, agitándose con amplios aleteos.
La criatura aulló, el sonido retumbó en el campo de batalla, extrañamente silencioso. Lexa sonrió, y entonces quemó duralumín. El peltre que ya ardía en su interior explotó para darle un enorme e instantáneo estallido de fuerza. El duralumín, usado con otro metal, amplificaba ese segundo metal y lo hacía arder en una sola llamarada, agotando todo su poder de una sola vez. Lexa quemó acero y luego empujó en todas direcciones. Su empujón amplificado por el duralumín chocó como una ola contra las espadas de las criaturas que corrían hacia ella. Las armas fueron arrancadas, los koloss cayeron de espaldas, y los enormes cuerpos se dispersaron como meros copos de ceniza bajo el sol rojo sangre. El peltre aumentado por el duralumín impidió que fuera aplastada al hacer esto. El peltre y el acero desaparecieron, consumidos en un único destello de energía. Lexa sacó un frasquito de líquido (una solución de alcohol con copos de metal) y lo apuró de un solo trago para restaurar sus metales. Luego quemó peltre y saltó sobre los caídos y desorientados koloss hacia la enorme criatura que había visto antes. Un koloss más pequeño trató de detenerla, pero ella lo cogió por la muñeca, se la retorció y le rompió la articulación. Cogió la espada de la criatura, agachándose ante el ataque de otro koloss, y giró, para derribar a tres koloss distintos de un solo golpe cortándoles las rodillas. Cuando completaba el giro, hundió su arma en la tierra. Como esperaba, la enorme bestia de cuatro metros atacó un segundo más tarde, blandiendo un filo tan grande que casi hacía rugir el aire. Lexa plantó la espada justo a tiempo, porque ni aun con peltre habría podido detener jamás el arma de aquella enorme criatura. Sin embargo, el arma chocó con la hoja de su espada, estabilizada por la tierra. El metal tembló bajo sus manos, pero resistió el golpe. Con los dedos aún doloridos por el impacto de un golpe tan potente, Lexa soltó la espada y saltó. No empujó (no fue preciso hacerlo), sino que aterrizó en la cruz de su espada y se impulsó con ella. El koloss mostró la ya característica sorpresa al verla saltar cinco metros en el aire, las piernas recogidas y los borlones de la capa de bruma ondeando. Descargó una patada directamente en la cabeza del koloss. El cráneo crujió. Los koloss eran inhumanamente fuertes, pero bastó con avivar peltre. A la criatura se le hundieron los ojillos en la cabeza, y luego se desplomó. Lexa empujó suavemente la espada, manteniéndose en el aire lo suficiente para, al caer, aterrizar directamente sobre el pecho del koloss abatido. Los koloss de alrededor se detuvieron. Incluso en medio de la furia de sangre, les sorprendió verla derribar a una bestia tan enorme con solo una patada. Quizá sus mentes fueran demasiado lentas para procesar lo que acababan de ver. O quizá sintieron cierta dosis de cautela, además del miedo. Lexa no sabía lo bastante sobre ellos para determinarlo. Sí comprendía que, en un ejército koloss normal, lo que acababa de hacer le habría ganado la obediencia de todas las criaturas que la habían visto. Por desgracia, este ejército era controlado por una fuerza externa. Lexa se puso derecha y divisó en la distancia el pequeño y desesperado ejército de Clarke. Resistían bajo la guía de Clarke. Los humanos que combatían tenían en los koloss un efecto similar a la misteriosa fuerza de Lexa: las criaturas no alcanzaban a comprender cómo una fuerza tan pequeña podía hacerles frente. No veían el agotamiento, ni la apurada situación del grupo de Clarke; simplemente veían un ejército más pequeño e inferior que resistía y luchaba. Lexa se volvió para reanudar el combate. Los koloss se acercaban a ella con más vacilación, pero seguían viniendo. Eso era lo raro de los koloss: nunca se batían en retirada. Sentían temor, pero no actuaban movidos por él. Sin embargo, ese temor los debilitaba. Lexa lo supo por el modo en que se aproximaban, la forma en que la miraban. Estaban a punto de venirse abajo. Y por eso quemó latón y empujó las emociones de una de las criaturas más pequeñas. Al principio, se le resistió. Luego empujó con más fuerza. Y, finalmente, algo se quebró dentro de la criatura que la hizo suya. El que la hubiera estado controlando se hallaba demasiado lejos, y estaba ahora concentrado en demasiados koloss a la vez. Esta criatura, con la mente confundida por el frenesí, las emociones atropelladas a causa de la sorpresa, el miedo y la frustración, quedó completamente bajo el control mental de Lexa. Enseguida ordenó a la criatura que atacara a sus compañeros. Fue abatida un momento más tarde, pero no sin antes matar a otros dos koloss. Mientras luchaba, Lexa se apoderó de otro koloss, y luego de otro. Golpeaba al azar, luchando con su espada para mantener a los koloss distraídos mientras escogía miembros de su grupo y los volvía en su favor. Pronto reinó el caos a su alrededor, y tuvo una pequeña línea de koloss luchando por ella. Cada vez que uno caía, lo sustituía por dos más. Durante el combate, echó de nuevo una mirada hacia el grupo de Clarke, y se sintió aliviada al ver que un gran segmento de koloss luchaban junto al grupo de humanos. La propia Clarke se movía entre ellos, sin combatir ahora, concentrada en apoderarse de koloss tras koloss para su bando. Había sido decisión de Clarke venir a esta ciudad sola, una apuesta que ella no estaba segura de aprobar. Por el momento, se alegraba de haber conseguido alcanzarla a tiempo. Siguiendo el ejemplo de Clarke, dejó de luchar y se concentró en dirigir a su grupito de koloss, apoderándose de los nuevos miembros uno a uno. Pronto tuvo casi un centenar luchando a su favor.
Ya no tardará mucho, pensó. Y, en efecto, poco después vio una mota en el aire, lanzada hacia ella a través de la ceniza que caía. La mota se convirtió en una figura de túnica oscura que saltó por encima del ejército empujándose contra las espadas de los koloss. La alta figura era calva y llevaba un rostro tatuado. A la luz cenicienta del mediodía, Lexa distinguió los dos gruesos clavos que le habían clavado de punta en los ojos. Un Inquisidor del Acero, al que no reconoció. El inquisidor golpeó con fuerza, abatiendo a uno de los koloss de Lexa con un par de hachas de obsidiana. Enfocó su mirada ciega sobre Lexa, y muy a su pesar ella sintió un retortijón de pánico. Una sucesión de claros recuerdos destelló en su mente.
Una noche oscura, lluviosa y ensombrecida. Torres y agujas. Un dolor en el costado.
Una larga noche cautiva en el palacio del lord Legislador.
Raven, la Superviviente de Hathsin, agonizando en las calles de Luthadel.
Lexa quemó electrum. Esto creó una nube de imágenes a su alrededor, sombras de posibles cosas que podía hacer en el futuro. Electrum, el complemento alomántico del oro. Clarke había empezado a llamarlo «el atium de los pobres». No afectaría mucho a la batalla, aparte de hacerla inmune al atium, si es que el inquisidor tenía algo de eso. Lexa apretó los dientes y se abalanzó hacia delante mientras el ejército de koloss eliminaba a sus restantes criaturas robadas. Saltó, empujándose levemente contra una espada caída y dejando que su impulso la llevara hacia el inquisidor. El espectro alzó sus hachas, blandiéndolas, pero en el último momento Lexa se impulsó hacia el otro lado. Su tirón arrancó una espada de las manos de un sorprendido koloss, ella la capturó mientras giraba en el aire y luego la empujó contra el inquisidor. Este apartó la enorme masa de la espada sin apenas mirarla. Raven había conseguido derrotar a un inquisidor, pero solo después de grandes esfuerzos. Ella misma había muerto poco después, abatido por el lord Legislador.
¡No más recuerdos!, se dijo Lexa, decidida. Concéntrate en el momento.
La ceniza revoloteó a su alrededor mientras giraba en el aire, todavía volando por su impulso contra la espada. Aterrizó, resbaló en la sangre de koloss y se arrojó contra el inquisidor. Lo había atraído deliberadamente al matar y controlar a sus koloss, obligándolo así a revelarse. Ahora tenía que tratar con él. Desenvainó una daga de cristal (el inquisidor podría repeler una espada koloss) y avivó su peltre. Velocidad, fuerza y decisión inundaron su cuerpo. Por desgracia, el inquisidor también tenía peltre, lo que los convertía en iguales. Salvo por una cosa. El inquisidor tenía una debilidad. Lexa esquivó el hacha y tiró de una espada koloss para concederse la velocidad necesaria para apartarse. Entonces empujó contra la misma arma, lanzándose hacia delante mientras se dirigía al cuello del inquisidor. Él la esquivó, bloqueando su daga con un manotazo. Pero Lexa se agarró a su túnica con la otra mano. Entonces avivó hierro y lo tiró tras de sí, y eso le permitió arrancar una docena de espadas koloss a la vez. El súbito tirón la desplazó hacia atrás. Empujar acero y tirar de hierro eran recursos burdos e impactantes, con más poder que sutileza. Gracias al peltre avivado, Lexa se agarró a la túnica, y el inquisidor es evidente que se estabilizó tirando de las armas koloss que tenía delante. La túnica cedió, se rasgó por un lado y dejó a Lexa con una amplia sección de tela en la mano. La espalda del inquisidor quedó expuesta, y ella debería haber podido ver un clavo, similar a los de los ojos, asomando en la espalda de la criatura. Sin embargo, ese clavo quedaba oculto por un escudo de metal que cubría la espalda del inquisidor y pasaba por debajo de sus brazos extendiéndose hasta la parte delantera. Le cubría la espalda como un peto y parecía una estilizada concha de tortuga. El inquisidor se volvió, sonriendo, y Lexa maldijo. Ese clavo dorsal, introducido directamente entre los omóplatos de los inquisidores, era su punto débil. Arrancárselo lo mataría. Obviamente, esa era la razón de ser de la placa, algo que Lexa sospechaba que el lord Legislador había prohibido. Quería que sus sirvientes tuvieran debilidades, para así poder controlarlos. Lexa no dispuso de mucho tiempo para pensar, pues los koloss seguían atacando. Mientras aterrizaba, haciendo a un lado la tela rasgada, un gran monstruo de piel azul se lanzó contra ella. Lexa saltó, pasó por encima de la espada que descargaba bajo ella, y luego se impulsó en el arma para ganar más altura. El inquisidor la siguió, esta vez al ataque. La ceniza giraba con las corrientes de aire alrededor de Lexa, que brincaba por el campo de batalla, tratando de pensar. La otra única manera que conocía de matar a un inquisidor era decapitándolo…, una acción mucho más fácil de imaginar que de llevar a la práctica, considerando que su enemigo estaría reforzado por el peltre. Se permitió aterrizar sobre un promontorio desierto en las inmediaciones del campo de batalla. El inquisidor saltó a la tierra cenicienta tras ella. Lexa esquivó un hacha y trató de acercarse lo bastante para golpear. Pero el inquisidor blandió su otra hacha, y Lexa recibió un corte en el brazo cuando paraba el arma con su daga. La sangre caliente le corrió por la muñeca. Sangre del color del sol rojo. Gruñó frente a su oponente inhumano. Las sonrisas de los inquisidores la perturbaban. Se lanzó hacia delante para volver a golpear.
Algo destelló en el aire.
Líneas azules que se movían rápidamente, el indicativo alomántico de trozos de metal cercanos. Lexa apenas tuvo tiempo de librarse de su ataque cuando un puñado de monedas sorprendieron al inquisidor desde atrás y se incrustaron en su cuerpo por una docena de sitios diferentes. La criatura gritó mientras giraba, expulsando gotas de sangre al tiempo que Clarke aterrizaba en lo alto del promontorio. Su brillante uniforme blanco estaba manchado de ceniza y sangre; en cambio, tenía la cara limpia, los ojos brillantes. Llevaba un bastón de duelo en una mano, y la otra la apoyaba en la tierra, preparándose para saltar empujando acero. Su alomancia física todavía carecía de estilización. Sin embargo, era una nacida de la bruma, como Lexa. Y ahora el inquisidor estaba herido. Los koloss se congregaban alrededor de la colina, arrastrándose hacia la cima, pero Lexa y Clarke aún tenían unos instantes. Lexa se lanzó hacia delante, alzando el cuchillo, y Clarke también atacó. El inquisidor trató de controlarlos a ambas a la vez, con la sonrisa finalmente borrada de su rostro. Saltó para apartarse. Clarke lanzó una moneda al aire. Una pieza chispeante de cobre que giró a través de los copos de ceniza. El inquisidor lo vio y volvió a sonreír, previendo claramente el empujón de Clarke. Asumió que su peso se transferiría a la moneda y luego golpearía el peso de Clarke, ya que Clarke también estaría empujando. Dos alománticos de peso casi similar, empujando el uno contra el otro. Saldrían proyectados hacia atrás: el inquisidor para atacar a Lexa, Clarke contra una pila de koloss. Pero el inquisidor no previó la fuerza alomántica de Clarke. ¿Cómo iba a hacerlo?
Clarke se tambaleó, el inquisidor fue derribado con un súbito y violento empujón.
¡Es tan poderosa!, pensó Lexa, observando con sorpresa cómo se desplomaba el inquisidor. Clarke no era una alomántica corriente: puede que aún no hubiera aprendido el control perfecto, pero cuando avivaba sus metales y empujaba, lo hacía de verdad.
Lexa se apresuró a atacar al inquisidor, que intentaba reorientarse. La criatura consiguió agarrarle el brazo ya herido cuando el cuchillo caía, y su poderosa tenaza le provocó semejante oleada de dolor que Lexa gritó cuando el inquisidor la arrojó a un lado. Lexa golpeó el suelo y rodó, luego se puso de nuevo en pie. El mundo giró, y de repente vio que Clarke blandía su bastón de duelo contra el inquisidor. La criatura bloqueó el golpe con un brazo, quebrando la madera, y luego se lanzó hacia delante y descargó un codazo contra el pecho de Clarke. La emperatriz gimió. Lexa empujó contra los koloss que ahora se hallaban a escasos metros de distancia, lanzándose de nuevo contra el inquisidor. Había soltado el cuchillo, pero también él había perdido sus hachas. Vio que miraba hacia un lado, hacia donde las armas habían caído, pero no le dio la oportunidad de ir a por ellas. Lo zancadilleó, tratando de volver a derribarlo. Por desgracia, la criatura era mucho más grande y mucho más fuerte que ella. La derribó allí mismo, dejándola sin aliento. Los koloss los habían alcanzado. Pero Clarke se había apoderado de una de las hachas caídas, y buscó al inquisidor. El inquisidor se movió con súbita velocidad. Adoptó la forma de un borrón, y Clarke solo golpeó el aire vacío. Luego se volvió, mostrando sorpresa en su rostro cuando el inquisidor arremetió empuñando no un hacha, sino, extrañamente, un clavo de metal, como los que llevaba en su cuerpo, pero más finos y largos. La criatura alzó el clavo, moviéndose de forma inhumanamente veloz, más rápido de lo que ningún alomántico podría haber conseguido.
Ese impulso no lo da el peltre, pensó Lexa. Ni siquiera el duralumín. Se puso en pie, observando al inquisidor. La extraña velocidad de la criatura se desvaneció, pero todavía estaba en situación de golpear directamente a Clarke en la espalda con el clavo. Lexa estaba demasiado lejos para ayudar. Pero los koloss no. Remontaban la colina, a pocos pasos de Clarke y su oponente. Desesperada, Lexa avivó latón y se hizo con las emociones del koloss más cercano al inquisidor. Mientras este se disponía a atacar a Clarke, el koloss giró, blandiendo su espada como una maza, y golpeó al inquisidor directamente en la cara. No le separó la cabeza del cuerpo. Solo se la aplastó por completo. Al parecer, bastó con eso, pues el inquisidor se desplomó sin emitir un sonido y quedó inmóvil.
La sorpresa se apoderó del ejército de koloss.
—¡Clarke! —gritó Lexa—. ¡Ahora!
La emperatriz se volvió junto al inquisidor moribundo, y ella apreció la expresión concentrada en su rostro. En cierta ocasión, Lexa vio al lord Legislador influir en toda una plaza llena de gente con su alomancia emocional. Era mucho más fuerte que ella, mucho más fuerte incluso que Raven. No vio a Clarke quemar duralumín y luego latón, pero pudo sentirlo. La notó presionando en sus emociones cuando envió una oleada general de poder para aplacar a miles de koloss a la vez. Todos dejaron de luchar. En la distancia, Lexa distinguió los restos macilentos del ejército de campesinos de Clarke, en medio de un agotado círculo de cadáveres. La ceniza continuaba cayendo. Últimamente, rara vez cesaba. Los koloss bajaron sus armas. Clarke había vencido.
