Cada vez que Sheidheda trataba de arreglar las cosas, las empeoraba. Tuvo que cambiar las plantas del mundo para que pudieran sobrevivir en el nuevo y endurecido entorno. Sin embargo, ese cambio hizo que las plantas fueran menos nutritivas para la humanidad. De hecho, la ceniza que caía habría hecho enfermar a los hombres, haciéndoles toser como quienes pasaban demasiado tiempo en las minas bajo tierra. Por eso Sheidheda cambió también a la humanidad, alterándola para que pudiera sobrevivir.

5

Clarke se arrodilló junto al inquisidor caído, tratando de ignorar el estropicio que quedaba de la cabeza de la criatura. Lexa se acercó, y Clarke advirtió la herida en su antebrazo. Como de costumbre, ella la ignoraba. El ejército de koloss permanecía tranquilo en el campo de batalla. Clarke seguía sintiéndose incómoda con la idea de controlar a las criaturas. Se sentía… sucia por asociarse con ellas. Pero era la única forma.

—Algo va mal, Clarke —dijo Lexa.

Clarke alzó la cabeza para mirarla.

—¿Qué? ¿Piensas que hay otro cerca?

Ella negó con la cabeza.

—No es eso. Ese inquisidor se movió demasiado rápido al final. Nunca he visto a ninguna persona, alomántica o no, con ese tipo de velocidad.

—Debía de tener duralumín —dijo Clarke, bajando la cabeza. Durante un tiempo, Lexa y ella habían mantenido ventaja, pues tenían acceso a un metal alomántico que los inquisidores no conocían. Los informes indicaban ahora que esa ventaja había desaparecido.

Por fortuna, aún contaban con el electrum. Había que dar las gracias al lord Legislador. El atium de los pobres. Por lo general, un alomántico que quemaba atium era prácticamente invencible: solo otro alomántico que quemara el metal podía combatirlo. A menos, claro, que tuviera electrum. El electrum no concedía la misma invencibilidad que el atium, metal que permitía al alomántico vislumbrar el futuro, pero sí te volvía inmune al atium.

—Clarke —dijo Lexa, arrodillándose—, no era duralumín. El inquisidor se movía demasiado rápido incluso para eso.

Clarke frunció el ceño. Había visto al inquisidor moverse solamente con el rabillo del ojo, pero seguro que no lo hacía tan rápido. Lexa tenía tendencia a ser paranoica y asumir lo peor. Claro que también tenía la costumbre de llevar la razón. Lexa extendió una mano, agarró la parte delantera de la túnica del cadáver y la arrancó. Clarke se volvió:

—¡Lexa! ¡Un respeto por los muertos!

—No siento ningún respeto por estas cosas —respondió ella—, ni lo sentiré nunca. ¿Viste cómo intentó usar uno de sus clavos para matarte?

—Eso sí que me extrañó. Tal vez no estuvo a tiempo de llegar a sus hachas.

—¡Aquí, mira!

Clarke se volvió para mirar. El inquisidor tenía los tres clavos normales clavados entre las costillas a cada lado del pecho. Pero… había otro, uno que Clarke no había visto en ningún otro cadáver de inquisidor, clavado directamente en el pecho de la criatura.

¡Lord Legislador!, pensó Clarke. Le atraviesa directamente el corazón. ¿Cómo sobrevivió? Desde luego, si dos clavos en el cerebro no lo mataban, otro en el corazón tampoco lo haría.

Lexa extendió la mano y arrancó el clavo. Clarke dio un respingo. Ella lo alzó, frunciendo el ceño.

—Peltre —dijo.

—¿En serio? —preguntó Clarke.

Ella asintió.

—Con este, son diez clavos. Dos en los ojos y uno en los hombros: todos de acero. Seis en las costillas: dos de acero, cuatro de bronce. Ahora este, de peltre… por no mencionar el que trató de usar contigo, que parece de acero.

Clarke estudió el clavo que ella tenía en la mano. En la alomancia y la feruquimia, metales distintos hacían cosas distintas: imaginaba que, para los inquisidores, el tipo de metal empleado en los diversos clavos era igual de importante.

—Tal vez no utilizan alomancia, sino un… tercer poder.

—Tal vez —asintió Lexa, agarrando el clavo y poniéndose en pie—. Habrá que abrirle el estómago y comprobar si tenía atium.

—Puede que este sí.

Siempre quemaban electrum como precaución: hasta ahora, ninguno de los inquisidores con los que habían topado presentaba ni rastro de atium. Lexa negó con la cabeza y contempló el campo de batalla cubierto de ceniza.

—Estamos pasando algo por alto, Clarke. Somos como niños, jugando a un juego que hemos visto jugar a nuestros padres sin conocer las reglas. Y… nuestro oponente fue quien creó el juego.

Clarke rodeó el cadáver y se acercó a ella.

—Lexa, ni siquiera sabemos qué hay ahí fuera. Lo que vimos hace un año en el Pozo… quizá se haya ido. Quizá desapareció, al verse libre. Quizás eso fuera todo lo que quería.

Lexa la miró. Clarke pudo leer en sus ojos que no lo creía. Tal vez viera que, en realidad, ella tampoco lo creía.

—Aquello está ahí fuera, Clarke —susurró—. Dirige a los inquisidores, sabe lo que estamos haciendo. Por eso los koloss se dirigen hacia las mismas ciudades que nosotros. Tiene poder sobre el mundo: puede cambiar el texto escrito, crear malentendidos y confusión. Conoce nuestros planes.

Clarke le puso una mano en el hombro.

—Pero hoy lo hemos derrotado… y nos ha enviado este oportuno ejército de koloss.

—¿Y a cuántos humanos perdimos tratando de capturar a este ejército?

Clarke no tuvo que responder. Demasiados. Su número menguaba. Las brumas (la Profundidad) se hacían más poderosas, robaban la vida de gente al azar, mataban las cosechas del resto. Las Dominaciones Exteriores eran tierras yermas: solo los más cercanos a la capital, Luthadel, recibían suficiente luz del día para cultivar alimentos. E incluso esa zona de habitabilidad se estaba reduciendo.

Esperanza, pensó Clarke. Ella necesita eso de mí, siempre lo ha necesitado.

Lexa no la contradijo, pero era evidente que no estaba convencida. De todas formas, dejó que ella la abrazara, cerró los ojos y apoyó la cabeza en su pecho. Sobrevivían en el campo de batalla ante su enemigo caído, pero incluso Clarke tuvo que admitir que eso no le parecía una victoria. No con el mundo desplomándose a su alrededor.

¡Esperanza!, pensó de nuevo. Ahora pertenezco a la Iglesia de la Superviviente.

Solo tiene un mandamiento.

Sobrevivir.

—Dame uno de los koloss —dijo Lexa por fin, soltándose del abrazo.

Clarke liberó a una de las criaturas de tamaño medio, y dejó que Lexa tomara control sobre ella. No comprendía del todo cómo lo hacían. En cuanto se hacía con el control de un koloss, podía ostentarlo de manera indefinida, estuviera dormido o despierto, quemara metales o no. Había muchas cosas que no comprendía de la alomancia. Solo llevaba un año utilizando sus poderes, y había tenido que gobernar un imperio y dar de comer a su pueblo al mismo tiempo, por no mencionar las guerras. Le había quedado poco tiempo para practicar.

Naturalmente, Lexa tuvo menos tiempo aún para practicar antes de matar al lord Legislador. Lexa, sin embargo, era un caso especial. Usaba la alomancia con la facilidad con que otros respiraban; no era tanto una habilidad como una extensión de su ser. Puede que Clarke fuera poderosa, como Lexa solía decir, pero ella era la auténtica maestra.

Su koloss se acercó y recogió al inquisidor caído y el clavo. Entonces, Clarke y Lexa bajaron la colina, seguidos por el sirviente koloss, y se dirigieron al ejército humano. Las tropas de koloss les abrieron paso siguiendo una orden de Clarke, que reprimió un escalofrío mientras los controlaba. Fatren, el hombre sucio que gobernaba la ciudad, había pensado en establecer un hospital de campaña, aunque Clarke no confiaba mucho en las habilidades de un grupo de cirujanos skaa.

—¿Por qué se detuvieron? —preguntó Fatren, de pie ante sus hombres, mientras Lexa y Clarke se acercaban.

—Te prometí un segundo ejército, lord Fatren —dijo Clarke—. Pues aquí lo tienes.

—¿Los koloss?

Clarke asintió.

—Pero si son el ejército que vino a destruirnos.

—Y ahora son nuestros —repuso Clarke—. Tus hombres lo han hecho muy bien. Asegúrate de que comprendan que la victoria fue suya. Teníamos que forzar al inquisidor a dar la cara, y la única forma de conseguirlo era volviendo a su ejército contra sí mismo. Los koloss se asustan cuando ven que algo pequeño derrota a algo grande. Tus hombres lucharon con valentía: gracias a ellos, los koloss son nuestros.

Fatren se rascó la barbilla.

—¿Se asustaron de nosotros y por eso cambiaron de bando? —preguntó lentamente.

—Algo así —respondió Clarke, contemplando a los soldados. Ordenó mentalmente a varios koloss que avanzaran—. Estas criaturas obedecerán las órdenes de los hombres de este grupo. Que lleven a vuestros heridos a la ciudad. Ahora son nuestros servidores, ¿entendido?

Fatren asintió.

—¡Vamos! —dijo Lexa, la voz cargada de ansiedad mientras contemplaba la pequeña ciudad.

—Lord Fatren, ¿quieres venir con nosotras o quieres supervisar a tus hombres? —preguntó Clarke.

Fatren entornó los ojos.

—¿Qué vais a hacer?

—Hay algo en tu ciudad que necesitamos.

Fatren vaciló.

—Entonces iré.

Dio unas cuantas órdenes a sus hombres mientras Lexa esperaba impaciente. Clarke le dirigió una sonrisa, luego Fatren se unió a ellos y los tres se dirigieron a las puertas.

—Lord Fatren —dijo Clarke mientras caminaban—, a partir de ahora debes dirigirte a mí como «mi señora».

Fatren dejó de estudiar nerviosamente a los koloss que los rodeaban.

—¿Comprendes? —dijo Clarke, mirándolo a los ojos.

—¡Humm…! Sí, mi señora.

Clarke asintió, y Fatren se retrasó un poco tras Lexa y ella, como mostrando una deferencia inconsciente. No parecía rebelde; por ahora, probablemente se alegraba de estar vivo. Quizás acabaría por lamentar que Clarke tomara el control de su ciudad, pero de momento poco podía hacer. El pueblo de Fatren se acostumbraría a la seguridad de formar parte de un imperio superior, y las historias del misterioso dominio que Clarke tenía de los koloss (y, por tanto, la salvación de la ciudad) serían demasiado poderosas. Fatren nunca más volvería a gobernar.

Así de fácil gobierno, pensó Clarke. Hace solo dos años, cometí aún más errores que este hombre. Al menos, él consiguió mantener a su pueblo unido en época de crisis. Yo perdí mi trono, hasta que Lexa lo reconquistó para mí.

—Me preocupas —dijo Lexa—. ¿Tenías que empezar la batalla sin mí?

Clarke volvió la cabeza. No había reproche en su voz. Solo preocupación.

—No estaba segura de cuándo ibas a llegar… o si lo harías —contestó—. La oportunidad era demasiado buena. Los koloss acababan de marchar durante un día entero. Probablemente matamos a quinientos antes de que decidieran empezar a atacar.

—¿Y el inquisidor? —preguntó Lexa—. ¿De verdad creías que podrías enfrentarte a él tú sola?

—¿Y tú? —preguntó a su vez Clarke—. Luchaste contra él unos buenos cinco minutos antes de que yo llegara para ayudarte.

Lexa no recurrió al argumento de costumbre: que ella era con diferencia la nacida de la bruma más dotada. Simplemente, continuó caminando en silencio. Seguía preocupada por ella, aunque ya no intentaba protegerla de todo peligro. Tanto su preocupación como su disposición a dejarla correr riesgos formaban parte de su amor hacia ella. Y Clarke apreciaba sinceramente ambas cosas. Las dos trataban de estar juntas el mayor tiempo posible, pero eso no era siempre factible; como cuando Clarke descubrió que un ejército de koloss marchaba hacia una ciudad indefendible mientras Lexa estaba fuera dando órdenes a Penrod en Luthadel. Clarke contaba con que ella regresara a su campamento a tiempo para averiguar adónde había ido, y luego viniera a ayudar, pero no había podido esperarla. No con miles de vidas en juego.

Miles de vidas… y más.

Por fin llegaron a las puertas. Una multitud de soldados que habían llegado tarde a la batalla o habían tenido demasiado miedo para atacar esperaban en lo alto de la muralla, mirando asombrados. Varios miles de koloss habían adelantado a los hombres de Clarke y trataron de atacar la ciudad. Ahora permanecían inmóviles, siguiendo su silenciosa orden de aguardar fuera de la fortificación. Los soldados abrieron las puertas, dejando pasar a Lexa, Clarke, Fatren y el servidor koloss de Lexa. La mayoría miró a la criatura con recelo, como era lógico. Lexa le ordenó que soltara al inquisidor muerto, y luego los siguiera mientras los tres recorrían la calle cubierta de ceniza. Ella tenía una filosofía: cuanta más gente viera a los koloss y se acostumbrara a las criaturas, mejor. Eso hacía que tuvieran menos miedo de las bestias, y facilitara combatirlas si hubiera que entrar en batalla con los koloss. Pronto llegaron al edificio del Ministerio que Clarke había inspeccionado al entrar en la ciudad. El koloss de Lexa se adelantó y empezó a arrancar los tablones de las puertas.

—¿El edificio del Ministerio? —preguntó Fatren—. ¿De qué sirve? Ya lo hemos registrado.

Clarke lo miró.

—Mi señora —dijo Fatren, demasiado tarde.

—El Ministerio del Acero estaba directamente relacionado con el lord Legislador —dijo Clarke—. Sus obligadores eran sus ojos en todo el imperio, y a través de ellos controlaba a la nobleza, vigilaba el comercio y se aseguraba de mantener la ortodoxia.

El koloss abrió la puerta de par en par. Al entrar, Clarke quemó estaño, que amplió su visión para permitirle ver en la penumbra. Lexa hizo obviamente lo mismo, así que tuvo pocos problemas para abrirse paso entre los tablones rotos y los muebles que cubrían el suelo. Al parecer, la gente de Fatren no solo había «registrado» el lugar: lo había saqueado.

—Sí, conozco a los obligadores —dijo Fatren—. No hay ninguno aquí, mi señora. Se marcharon con los nobles.

—Los obligadores se encargaban de algunos proyectos muy importantes, Fatren —dijo Clarke—. Cosas como intentar descubrir cómo usar nuevos metales alománticos, o buscar linajes de sangre terrisana que pudieran reproducirse bien. Uno de sus proyectos nos interesa especialmente.

—¡Aquí! —llamó Lexa, junto a algo que había en el suelo. Una trampilla oculta.

Fatren se volvió para mirar hacia la luz, deseando quizás haber traído algunos soldados consigo. Junto a la trampilla, Lexa encendió una linterna que había encontrado en alguna parte. En la oscuridad de un sótano, ni siquiera el estaño proporcionaba buena visión. Lexa abrió la trampilla, y todos bajaron una escalera que conducía a una bodega. Clarke se acercó al centro del pequeño sótano, escrutando a Lexa cuando ella se disponía a comprobar las paredes.

—Lo he encontrado —dijo Lexa un segundo después, golpeando con el puño cierta porción de la pared de bloques de piedra. Clarke se le acercó. En efecto, había una fina rendija en las piedras, apenas visible. Quemado el acero, Clarke pudo ver dos leves líneas azules que apuntaban a placas de metal ocultas tras la piedra. Dos líneas más fuertes apuntaban tras ella hacia una gran placa de metal insertada en la pared, fijada a la piedra con enormes tornillos.

—¿Preparada? —preguntó Lexa.

Clarke asintió, avivando su hierro. Los dos tiraron de la placa enterrada en la pared de piedra, y se estabilizaron tirando también de las placas de la pared del fondo. No era la primera vez que la previsión del Ministerio impresionaba a Clarke.

¿Cómo podían haber sabido que algún día un grupo de skaa tomaría el control de esta ciudad? Es más, esta puerta no solo estaba oculta: fue creada para que solo alguien con alomancia pudiera abrirla. Clarke continuó tirando en ambas direcciones a la vez, sintiendo como si estuvieran estirándole el cuerpo entre dos caballos.

Afortunadamente, tenía el poder del peltre para reforzar su cuerpo e impedir que se desgarrara. Lexa gemía del esfuerzo a su lado, y pronto una sección de la pared empezó a deslizarse hacia ellos. Ninguna palanca podría haber abierto la gruesa puerta, y atravesarla habría requerido un largo y arduo esfuerzo. Sin embargo, con la alomancia, abrieron la puerta en cuestión de instantes. Finalmente, dejaron de tirar. Lexa resopló agotada, y Clarke advirtió que había sido más difícil para Lexa que para ella. A veces, no se sentía justificada por tener más poder que ella: después de todo, hacía menos tiempo que era alomántica. Lexa recogió su linterna, y entraron en la habitación ahora abierta. Era una cueva enorme, como las otras dos que Clarke había visto. Se extendía en la distancia, y la luz de su linterna tan solo hacía una pequeña muesca en la negrura. Fatren jadeó asombrado cuando se reunió con ellas en la puerta. La habitación estaba llena de estantes. Cientos de ellos. Miles.

—¿Qué es esto? —preguntó Fatren.

—Comida —respondió Clarke—. Y suministros básicos. Medicinas, ropa de abrigo, agua.

—¡Cuántas cosas! —dijo Fatren—. Aquí, a lo largo de…

—Ve a buscar más hombres —ordenó Clarke—. Soldados. Los necesitaremos para vigilar la entrada, para impedir que la gente irrumpa y robe el contenido.

El rostro de Fatren se endureció.

—Este lugar pertenece a mi pueblo.

—Mi pueblo, Fatren —dijo Clarke, al tiempo que observaba cómo Lexa entraba en la sala llevando la luz consigo—. Ahora esta ciudad es mía, igual que su contenido.

—Has venido a robarnos —acusó Fatren—. Como los bandidos que intentaron tomar la ciudad el año pasado.

—No —dijo Clarke, volviéndose hacia los hombres manchados de ceniza—. Yo he venido a conquistaros. Hay una diferencia.

—Pues yo no la veo.

Clarke apretó los dientes para no replicar al hombre: la fatiga, el agotador efecto de dirigir un imperio que parecía condenado, la ponía muchas veces al borde de la irritación. No, se dijo. Hombres como Fatren no necesitan otra tirana. Necesitan a alguien en quien mirarse.

Clarke se acercó al hombre, y no quiso usar la alomancia emocional con él. Aplacar a otra persona era efectivo en muchas situaciones, pero dejaba de serlo con rapidez. No constituía un método para hacer aliados permanentes.

—Lord Fatren —advirtió Clarke—. Quiero que pienses con cuidado lo que acabas de decir. ¿Qué sucedería si yo te dejara aquí, con toda esta comida y toda esta riqueza? ¿Confías en que tu gente no entre por la fuerza, en que tus soldados no traten de vender parte de esto a otras ciudades? ¿Qué sucederá cuando se filtre el secreto de vuestro suministro de alimentos? ¿Daréis la bienvenida a los miles de refugiados que vendrán? ¿Los protegeréis, a ellos y a esta caverna, contra los saqueadores y bandidos que acudirán?

Fatren guardó silencio. Clarke le puso una mano en el hombro.

—Hablo en serio, lord Fatren. Tu gente ha luchado bien: estoy muy impresionada. Hoy su supervivencia te la deben a ti…, a tu previsión, a tu adiestramiento. Hace unas cuantas horas, asumían que los koloss iban a masacrarlos. Ahora no solo están a salvo, sino bajo la protección de un ejército mucho más grande.

»No luches contra esto. Habéis resistido bien, pero es hora de tener aliados. No te mentiré: voy a llevarme el contenido de esta cueva, te resistas o no. Sin embargo, yo pretendo daros la protección de mis ejércitos, la estabilidad de mis suministros de alimentos, y mi palabra de honor de que podrás continuar gobernando a tu pueblo bajo mis órdenes. Debemos trabajar juntos, lord Fatren. Es el único modo de sobrevivir a los próximos años.

Fatren alzó la cabeza.

—Tienes razón, por supuesto —dijo—. Voy a buscar a esos hombres que has pedido, mi señora.

—Gracias —respondió Clarke—. Y, si tienes a alguien que sepa escribir, envíamelo. Tendremos que catalogar lo que hay aquí.

Fatren asintió, luego se marchó.

—Antes no podías hacer estas cosas —dijo Lexa, desde un poco más adelante, y su voz resonó en la gran caverna.

—¿Qué cosas?

—Dar a un hombre órdenes con tanta fuerza. Arrebatarle el control. Tú habrías querido brindar a esa gente la posibilidad de votar para decidir si unirse a tu imperio o no.

Clarke miró hacia la puerta. Guardó silencio un instante. No había empleado la alomancia emocional, y, sin embargo, sentía como si hubiera intimidado a Fatren.

—A veces me considero una fracasada, Lexa. Tendría que haber otro modo.

—Ahora mismo, no lo hay —respondió Lexa, se acercó a ella y le puso una mano sobre el brazo—. Te necesitan, Clarke. Sabes que te necesitan.

Clarke asintió:

—Lo sé. Pero no puedo evitar pensar que alguien mejor que yo habría encontrado la manera de hacer que la voluntad de la gente trabajara mano a mano con su gobierno.

—Tú lo hiciste —dijo ella—. Tu asamblea parlamentaria todavía gobierna en Luthadel, y los reinos que dominas mantienen derechos y privilegios básicos para los skaa.

—Compromisos —dijo Clarke—. Solo conseguirán lo que quieran mientras yo no esté en desacuerdo con ellos.

—Con eso basta. Sé realista, Clarke.

—Cuando mis amigos y yo nos reuníamos, era yo la que hablaba de sueños perfectos, de las grandes cosas que conseguiríamos. Yo era siempre la idealista.

—Los emperadores no se pueden permitir ese lujo —dijo Lexa en voz baja.

Clarke la miró, luego suspiró y se dio la vuelta. Lexa contempló a Clarke a la fría luz de la linterna. Odiaba ver tanto pesar, tanta… desilusión en ella. En cierto modo, sus problemas actuales parecían aún peores que las dudas con las que antaño debatía. Clarke parecía verse a sí misma como una fracasada a pesar de lo que había conseguido. Y, sin embargo, no se permitía compadecerse de sí misma en ese fracaso. Seguía adelante, trabajando a pesar de todo. Se había vuelto más dura. Aunque eso no era necesariamente malo. La antigua Clarke era una mujer a quien muchos ignoraban fácilmente: una genio que tenía ideas maravillosas, pero poca habilidad para el liderazgo. Con todo, ella echaba en falta algo de todo aquello. El sencillo idealismo. Clarke seguía siendo una optimista, y seguía siendo una estudiosa, pero ambos atributos parecían atemperados por lo que había tenido que soportar. Ella observó que se movía junto a uno de los estantes, pasando un dedo por el polvo. Alzó el dedo, se lo miró un instante y luego lo chasqueó, lanzando un pequeño estallido de polvo al aire. Un año de sólido entrenamiento con la alomancia y la espada había reforzado su cuerpo, y había mandado repasar sus uniformes para que le quedaran bien. El que ahora llevaba puesto seguía manchado de la batalla.

—Este lugar es sorprendente, ¿verdad? —señaló Clarke.

Lexa se volvió, contemplando la oscuridad de la caverna de almacenaje.

—Supongo.

—Él lo sabía, Lexa —dijo Clarke—. El lord Legislador. Sospechaba que llegaría este día…, un día en que las brumas regresarían y el alimento escasearía. Por eso preparó estos depósitos de suministros.

Lexa se reunió con Clarke junto a un estante. Ella sabía por cavernas anteriores que la comida aún estaba buena, procesada en gran parte en una de las conserveras del lord Legislador, y que permanecería años en ese estado. La cantidad que había en esta cueva podría alimentar a la ciudad de arriba durante años. Por desgracia, Lexa y Clarke también tenían que preocuparse por otras ciudades.

—Imagina el esfuerzo que debe de haber requerido esto —dijo Clarke, observando una lata de carne envasada que tenía en la mano—. Tuvo que rotar esta comida cada pocos años, haciendo empaquetar y almacenar constantemente nuevos suministros. Y lo hizo durante siglos, sin que nadie lo supiera.

Lexa se encogió de hombros.

—No es tan difícil guardar secretos cuando eres un dios-emperador con unos sacerdotes fanáticos a tu servicio.

—Sí, pero el esfuerzo…, su enorme magnitud… —Clarke hizo una pausa y miró a Lexa—. ¿Sabes lo que significa esto?

—¿Qué?

—El lord Legislador pensaba que podía ser derrotado. La Profundidad, esa cosa que liberamos. El lord Legislador pensaba que podía acabar triunfando.

Lexa hizo una mueca.

—No tiene por qué significar eso, Clarke.

—Entonces, ¿por qué molestarse con todo esto? Debía de pensar que la lucha no estaba perdida.

—La gente lucha, Clarke. No se rinde ni la bestia moribunda, que hace cualquier cosa por sobrevivir.

—Pero tienes que admitir que estas cavernas son una buena señal —dijo Clarke.

—¿Una buena señal? —preguntó Lexa en voz baja, acercándose—. Clarke, sé que intentas hallar esperanza en todo esto, pero últimamente a mí me cuesta ver «buenas señales» en ninguna parte. Reconoce ya que el sol se está oscureciendo. Es más rojo. Y más aún aquí abajo, en el sur.

—Lo cierto es que dudo que el sol haya cambiado —respondió Clarke—. Será todo el humo y la ceniza del aire.

—Lo cual es otro problema —repuso Lexa—. Las cenizas caen ahora de manera casi continua. La gente tiene problemas para limpiarla de las calles. Bloquea la luz, hace que todo sea más oscuro. Si las brumas no matan las cosechas del año que viene, lo harán las cenizas. Hace dos inviernos, cuando luchamos contra los koloss en Luthadel, fue la primera vez que vi nieve en el Dominio Central, y este último invierno ha sido aún peor. ¡No son cosas contra las que podamos luchar, Clarke, poco importa lo grande que sea nuestro ejército!

—¿Y qué esperas que haga, Lexa? —preguntó Clarke, depositando de golpe la lata de comida en el estante—. Los koloss se congregan en las Dominaciones Exteriores. Si no construimos nuestras propias defensas, nuestro pueblo no durará lo suficiente para perecer de hambre.

Lexa negó con la cabeza.

—Los ejércitos son una solución a corto plazo. Esto —dijo, abarcando la caverna con un gesto—, esto es una solución a corto plazo. ¿Qué hacemos aquí?

—Sobrevivir. Raven dijo…

—¡Raven está muerta, Clarke! —replicó Lexa—. ¿Soy la única que ve la ironía en todo esto? ¡La llamamos la Superviviente, cuando fue ella quien no sobrevivió! Permitió convertirse en mártir. Se suicidó. ¿Qué forma de sobrevivir es esa?

Miró a Clarke un momento, respirando de manera entrecortada. Clarke le devolvió la mirada, al parecer sin dejarse impresionar por su estallido.

Pero ¿qué estoy haciendo?, pensó Lexa. Estaba pensando en lo mucho que admiraba la esperanza de Clarke. ¿Por qué discuto con ella ahora?

Sentían mucha tensión. Ambas.

—No tengo respuestas para ti, Lexa —dijo Clarke en la oscura caverna—. Ni siquiera soy capaz de comprender cómo podemos luchar contra algo como la bruma. Sin embargo, contra los ejércitos sí puedo hacer algo. O, al menos, estoy aprendiendo a hacerlo.

—Lo siento —dijo Lexa, dándose la vuelta—. No pretendía volver a ponerme a discutir. Es que esto es tan frustrante…

—Estamos haciendo progresos —afirmó Clarke—. Encontraremos la manera, Lexa. Sobreviviremos.

—¿En verdad crees que lo lograremos? —preguntó Lexa, volviéndose para mirarla a los ojos.

—Sí.

Y ella la creyó. Clarke tenía esperanza, siempre la tendría. En gran parte, por eso la amaba tanto.

—Vamos —dijo Clarke, posando una mano sobre su hombro—. Vamos a encontrar lo que hemos venido a buscar.

Lexa se unió a ella, dejando al koloss atrás, y ambos se internaron en las profundidades de la caverna mientras oían pasos en el exterior. Habían venido a este lugar por más de un motivo. La comida y los suministros, de los que parecía haber infinitos estantes, eran importantes. Sin embargo, había algo más. En la pared del fondo de la caverna había una gran placa de metal. Lexa leyó en voz alta las palabras que había inscritas en ella:

—«Este es el último metal del que os hablaré. Me cuesta decidir su propósito. En cierto modo, permite ver el pasado. Lo que podría haber sido una persona, y en quién podría haberse convertido, si hubiera tomado otras decisiones. Muy parecido al oro, pero para los demás. Por ahora, las brumas han vuelto. Tan horribles y odiosas. Despreciadlas. No salgáis con ellas. Pretenden destruiros a todos. Si hay problemas, sé que podéis controlar a los koloss y los kandra usando a varias personas para empujar sus emociones a la vez. Incorporé esta debilidad en ellos. Guardad sabiamente el secreto».

Debajo había una lista de metales alománticos, uno de los cuales ya era conocido por Lexa: la aleación de atium llamada «malatium», el Undécimo Metal de Raven. Así que el lord Legislador lo conocía. Simplemente se había sentido tan aturdido como todos los demás respecto a su propósito. Obviamente, la placa la había escrito el lord Legislador. O, al menos, había ordenado escribirla. También cada uno de los depósitos anteriores contenía información, escrita en acero. En Urteau, por ejemplo, Lexa había descubierto el electrum. En uno que hallaron en el este, encontraron una descripción del aluminio… aunque ya habían oído hablar de ese metal.

—No hay gran cosa nueva aquí —dijo Clarke, algo decepcionada—. Ya sabíamos lo del malatium y el control de los koloss. Aunque nunca se me había ocurrido que varios aplacadores empujaran a la vez. Eso podría resultar útil. Antes se pensaba que solo una nacida de la bruma que quemara duralumín podía controlar a los koloss.

—No importa —dijo Lexa, señalando al otro lado de la placa—. Tenemos eso.

La otra mitad de la placa contenía un mapa, grabado en acero, como los mapas que habían encontrado en las otras tres cavernas de almacenaje. Describía el Imperio Final, dividido en dominios. Luthadel era un cuadrado en el centro. Una «X» al este marcaba lo que habían venido a buscar: la localización de la última caverna. Al parecer, eran cinco. Habían descubierto la primera bajo Luthadel, cerca del Pozo de la Ascensión. Daba el emplazamiento de la segunda, al este. La tercera se encontraba en Urteau: Lexa había podido colarse en ella, pero aún no habían logrado recuperar la comida. Esta los había traído aquí, al sur. Cada mapa tenía dos números: un cinco y un número inferior. Luthadel era el número uno. Esta cueva era el número cuatro.

—Ahí está —dijo Lexa, pasando los dedos por las inscripciones talladas en la placa—. En el Dominio Occidental, como suponías. ¿En algún lugar cerca de Chardees?

—En Ciudad Fadrex —dijo Clarke.

—¿El hogar de Cett?

Clarke asintió. Sabía bastante más geografía que ella.

—Entonces ese es el lugar —dijo Lexa—. El lugar donde se encuentra.

Clarke la miró a los ojos, y ella supo que la comprendía. Los depósitos se habían ido haciendo progresivamente más grandes y más valiosos. Cada uno tenía una especialización: el primero contenía armas además de sus otros suministros, mientras que el segundo contenía grandes cantidades de madera. A medida que investigaban un depósito tras otro, les había ido emocionando la perspectiva de lo que podría contener el último. Algo espectacular, sin duda. Quizás incluso…

El depósito de atium del lord Legislador.

Era el tesoro más valioso del Imperio Final. A pesar de años de búsqueda, nunca nadie lo había localizado. Algunos decían que ni siquiera existía. Pero Lexa intuía que sí. Después de controlar durante mil años la única mina que producía el rarísimo metal, el lord Legislador había permitido que solo una pequeña porción de atium entrara en la economía. Nadie sabía lo que había hecho con la porción más grande que había reservado para sí durante todos estos siglos.

—No te emociones demasiado —advirtió Clarke—. No hay ninguna prueba de que vayamos a encontrar atium en esa última caverna.

—Tiene que estar allí —dijo Lexa—. Es lógico. ¿Dónde, si no, almacenaría su atium el lord Legislador?

—Si pudiera contestarte a eso, ya lo habríamos encontrado.

Lexa sacudió la cabeza:

—Lo ocultó en algún lugar seguro donde, a la larga, pudiera ser encontrado. Dejó esos mapas como pistas para sus seguidores, por si él llegaba a ser derrotado. No quería que un enemigo que capturara una de las cavernas las encontrara todas en el acto.

Una cadena de pistas conducía hasta el último depósito. El más importante. Tenía sentido. Tenía que tenerlo. Clarke no parecía convencida. Se frotó la barbilla, estudiando la placa a la luz de la linterna.

—Aunque lo encontremos —dijo—, no sé si será de gran ayuda. ¿De qué nos sirve ahora el dinero?

—Es más que dinero —contestó ella—. Es poder. Un arma que podemos usar para luchar.

—¿Luchar contra las brumas?

Lexa guardó silencio.

—Tal vez no —respondió por fin—. Pero sí contra los koloss y otros ejércitos. Con ese atium, tu imperio se afianzará… Además, el atium es parte de todo esto, Clarke. Solo es valioso por la alomancia… pero la alomancia no existía hasta la Ascensión.

—Otra pregunta sin respuesta —dijo Clarke—. ¿Por qué esa pepita de metal que ingerí me convirtió en una nacida de la bruma? ¿De dónde salió? ¿Por qué estaba en el Pozo de la Ascensión, y quién la colocó allí? ¿Por qué solo quedaba una, y qué les sucedió a las otras?

—Es posible que encontremos la respuesta cuando tomemos Fadrex —aventuró Lexa.

Clarke asintió. Lexa se dio cuenta de que ella consideraba la información contenida en los depósitos el motivo más importante para buscarlos, seguido de cerca por los suministros. Para ella, la posibilidad de encontrar atium era relativamente poco importante. Lexa no sabía decir por qué le parecía que estaba tan equivocada al respecto. El atium sí que era importante. Su anterior desesperación se fue atenuando al contemplar el mapa. Tenían que ir a Fadrex. Lo sabía. Allí estaban las respuestas.

—Tomar Fadrex no será fácil —observó Clarke—. Los enemigos de Cett se han atrincherado allí firmemente. He oído decir que un antiguo obligador del ministerio está al mando.

—El atium merecerá la pena.

—Si es que está allí.

Lexa lo miró con dureza.

Clarke alzó una mano:

—Solo intento hacer lo que me dijiste, Lexa. Intento ser realista. Sin embargo, estoy de acuerdo en que Fadrex merecerá el esfuerzo. Aunque el atium no esté allí, necesitamos todos los suministros que haya en ese depósito. Tenemos que saber qué nos dejó el lord Legislador.

Lexa asintió. Ya no tenía ningún atium. Había consumido lo que le quedaba hacía año y medio, y nunca se había acostumbrado del todo a lo expuesta que se sentía sin él. El electrum suavizaba un poco ese temor, pero no por completo. Sonaron voces al otro extremo de la caverna, y Clarke se dio inmediatamente la vuelta.

—Debería hablar con ellos —dijo—. Tenemos que organizar las cosas con rapidez.

—¿Les has dicho ya que vamos a tener que trasladarlos a Luthadel?

Clarke negó con la cabeza.

—No les gustará —dijo—. Se están volviendo independientes, como siempre deseé.

—Hay que hacerlo, Clarke —dijo Lexa—. Esta ciudad está muy lejos de nuestro perímetro defensivo. Además, no tienen más que unas cuantas horas de luz sin brumas. Sus cosechas están condenadas ya.

Clarke asintió, pero continuó contemplando la oscuridad.

—Vengo, tomo el control de su ciudad, me apodero de su tesoro y luego los obligo a abandonar sus hogares. Y de aquí vamos a Fadrex a conquistar otra ciudad.

—Clarke…

Clarke alzó una mano:

—Lo sé, Lexa. Hay que hacerlo.

Se volvió, dejó la linterna y caminó hacia la puerta. Al hacerlo, su postura se enderezó y su rostro se volvió más firme. Lexa se volvió hacia la placa y leyó de nuevo las palabras del lord Legislador. En una placa distinta, muy parecida a esta, Gaia había encontrado las palabras de Gabriel, el terrisano muerto hacía tanto tiempo y que había cambiado el mundo al decir que había encontrado al Héroe de las Eras. Gabriel había dejado sus palabras como confesión de sus errores, advertía que una especie de fuerza trataba de cambiar las historias y religiones de la humanidad. Le preocupaba que esa fuerza estuviera alterando la religión de Terris para hacer que un «Héroe» se dirigiera al norte y la liberara. Eso era exactamente lo que había hecho Lexa. Se había considerado una heroína, y había liberado al enemigo… mientras pensaba que sacrificaba sus propias necesidades por el bien del mundo. Pasó los dedos por la gran placa.

¡Tenemos que hacer algo más que librar guerras!, pensó, furiosa con el lord Legislador. Si tanto sabías, ¿por qué no nos dejaste algo más que esto? ¿Unos cuantos mapas en salones dispersos llenos de suministros? ¿Un par de párrafos sobre metales que apenas tienen ninguna utilidad? ¿De qué sirve una cueva llena de comida cuando hay que alimentar a un imperio entero?

Lexa vaciló. Sus dedos, mucho más sensibles por el estaño que quemaba para mantener la visión en la oscura caverna, rozaron las muescas en la superficie de la placa. Se arrodilló, acercándose, y halló al pie una pequeña inscripción tallada en el metal, con letras mucho más pequeñas que las de arriba.

Cuidado con lo que hablas, decía. Puede escuchar lo que dices. Puede leer lo que escribes. Solo tus pensamientos están a salvo.

Lexa se estremeció.

Solo tus pensamientos están a salvo.

¿Qué había aprendido el lord Legislador en sus momentos de trascendencia? ¿Qué cosas había guardado eternamente en su mente, sin anotarlas por miedo a revelar su conocimiento, esperando siempre ser él quien tomara el poder cuando este volviera? ¿Habría planeado usar ese poder para destruir lo que Lexa había liberado?

Os habéis condenado… Las últimas palabras del lord Legislador, pronunciadas justo antes de que Lexa le atravesara el corazón. Lo sabía. Incluso entonces, antes de que las brumas empezaran a venir durante el día, antes de que ella empezara a oír los extraños golpes que la condujeron al Pozo de la Ascensión…, incluso entonces, se preocupaba.

Cuidado con lo que hablas…, solo tus pensamientos están a salvo. Tengo que resolver esto. Tengo que conectar lo que tenemos, encontrar un modo de derrotar, o burlar, a esa cosa que he liberado. Y no puedo hablarlo con nadie, o sabrá lo que planeo.