Pepitas de alomancia pura, el poder mismo de Conservación. No sé por qué Sheidheda dejó una de esas pepitas en el Pozo de la Ascensión. Tal vez no la vio, o tal vez pretendía guardarla para obsequiar con ella a un sirviente afortunado. Tal vez temía perder sus poderes algún día y necesitar esa pepita para recuperar la alomancia. Sea como fuere, bendigo a Sheidheda por su olvido, pues sin esa pepita Clarke habría muerto aquel día en el Pozo.
10
A Gaia le costaba evaluar el larstaísmo. La religión parecía bastante inocente. Se sabía mucho al respecto: un guardador del siglo cuarto había descubierto un alijo entero de material de oración, escrituras, notas y escritos que una vez pertenecieron a un miembro de alto rango de dicha religión. Y, sin embargo, la religión en sí misma no parecía muy…, bueno, muy religiosa. Se concentraba en el arte, no el sagrado en el sentido habitual, y en donar dinero a los monjes para que estos pudieran componer poesía y pintar y esculpir obras de arte. Eso, en realidad, bloqueaba los intentos de Gaia por descartarla, ya que no podía encontrar ninguna contradicción en sus doctrinas: no tenía las suficientes para que entraran en conflicto unas con otras. Sostenía el papel delante, sacudía la cabeza, leía y releía la hoja. Estaba sujeta al cartapacio para que no se la llevara el viento, y un parasol atado a la silla de montar impedía que la ceniza manchara la página. Había oído a Lexa quejarse de que no se explicaba cómo podía leer la gente mientras montaba a caballo, pero este método lo hacía bastante sencillo. No tenía que pasar las páginas. Simplemente, leía las mismas palabras una y otra vez, repasándolas mentalmente, jugando con ellas. Tratando de decidir. ¿Albergaba esta la verdad? Era la fe en la que creía Octavia, la esposa de Raven, una de las pocas personas a las que Gaia había conocido y que había decidido creer en una de las religiones que predicaba.
«Los larsta creían que la vida era la búsqueda de lo divino —leyó Gaia—. Enseñaban que las artes nos acercan a comprender la divinidad. Como no todos los hombres pueden dedicarse al arte, es un beneficio para la sociedad en general mantener a un grupo de artistas dedicados para que creen grandes obras, que luego elevan a quienes las experimentan».
Todo eso estaba muy bien, pero ¿dónde quedaban las cuestiones sobre la vida y la muerte? ¿Y el espíritu? ¿Qué era lo divino, y cómo podían suceder cosas tan terribles en el mundo si lo divino existía?
—¿Sabes? —dijo Harper, desde la silla de su caballo—. Hay algo sorprendente en todo esto.
El comentario rompió la concentración de Gaia, que suspiró y alzó la cabeza. El caballo siguió avanzando.
—¿Qué es lo sorprendente, lady Harper?
—La ceniza —dijo Harper—. Mírala. Lo cubre todo, hace que la tierra parezca negra. Sorprende lo feo que se ha vuelto el paisaje. En los tiempos del lord Legislador, todo era marrón, y la mayoría de las plantas que crecían al aire libre parecían enfermas, al borde de la muerte. Yo creía que eso era deprimente, pero que la ceniza cae todos los días y cubre toda la tierra… —La aplacadora sacudió la cabeza, sonriendo—. ¿Quién me iba a decir a mí que las cosas irían peor sin el lord Legislador? ¡Menudo estropicio hemos hecho! Hemos destruido el mundo. Que, si lo piensas bien, no es poco. Me pregunto si deberíamos sentirnos impresionados con nosotros mismos.
Gaia frunció el ceño. Copos esporádicos caían del cielo, la atmósfera superior ensombrecida por su habitual tono negro. La ceniza caía liviana, aunque persistente, como desde hacía ya casi dos meses. Sus caballos avanzaban a través de medio palmo de sedimento mientras se dirigían al sur, acompañados por un centenar de soldados de Clarke. ¿Cuánto tiempo pasaría hasta que la ceniza se volviera tan gruesa que viajar fuera imposible? Ya alcanzaba varios palmos en algunos lugares. Todo era negro: las montañas, el camino, el paisaje entero. Los árboles se combaban con el peso de la ceniza depositada en sus ramas y hojas. La mayor parte del follaje del terreno estaba muerto: traer dos caballos en el viaje hasta Ciudad Lekal había sido difícil, pues no había nada que pudieran pastar. Los soldados se habían visto obligados a cargar forraje.
—Pero debo decir una cosa —continuó Harper, charlando como de costumbre, protegida de la ceniza por un parasol sujeto a la grupa de su caballo—, la ceniza es un poco carente de imaginación.
—¿Carente de imaginación?
—Pues sí —sostuvo Harper—. Aunque me gusta el color negro para la ropa, me parece un tono poco inspirado.
—¿De qué otro color debería ser la ceniza?
Harper se encogió de hombros.
—Bueno, Lexa dice que hay algo detrás de todo esto, ¿no? ¿Una fuerza maligna o algo así? Pues si yo fuera esa fuerza maligna, desde luego no usaría mis poderes para volver la tierra negra. Carece de atractivo. El rojo. Ese sí que sería un color interesante. Piensa en las posibilidades: si la ceniza fuera roja, los ríos parecerían sangre. El negro es tan monótono que puedes olvidarlo, pero el rojo… siempre estarías pensando: ¡Vaya, mira eso! Esa montaña de ahí es roja. Al menos, la fuerza maligna que intenta destruirme tiene estilo.
—Yo no estoy convencida de que haya una «fuerza maligna», Harper —dijo Gaia.
—¿No?
Gaia negó con la cabeza:
—Las montañas de ceniza siempre han escupido ceniza. ¿Es mucho suponer que se han vuelto más activas que antes? Tal vez todo esto sea resultado de un proceso natural.
—¿Y las brumas?
—Las pautas del clima van cambiando, lady Harper —contestó Gaia—. Tal vez antes hacía demasiado calor durante el día para que salieran. Ahora que las montañas emiten más ceniza, tiene sentido que los días sean más fríos, y que por eso las brumas permanezcan más tiempo.
—¿Sí? Pues si ese fuera el caso, mi querida amiga, ¿por qué las brumas no salían durante el día en invierno? Entonces hacía más frío que en verano, pero las brumas siempre desaparecían cuando llegaba el día.
Gaia guardó silencio. Harper había presentado un buen argumento. Sin embargo, cada vez que tachaba una nueva religión de su lista, Gaia se preguntaba si no estarían simplemente creando un enemigo en esta «fuerza» que Lexa había sentido. Ya no sabía nada. No creía ni por un momento que ella se hubiera inventado su historia. Sin embargo, si no había ninguna verdad en las religiones, ¿era demasiado aventurado deducir que el mundo se terminaba porque le había llegado la hora?
—Verde —dijo Harper por fin.
Gaia se volvió.
—Ese sí que sería un color con estilo —dijo Harper—. Diferente. No puedes ver el verde y olvidarlo…, como pasa con el negro o el marrón. ¿Raven no decía siempre que las plantas antes eran verdes? ¿Antes de la Ascensión del lord Legislador, antes de la primera vez que la Profundidad se precipitó sobre la tierra?
—Eso es lo que dicen las historias.
Harper asintió, pensativa.
—Verdadero estilo —dijo—. Creo que sería bonito.
—¿Sí? —preguntó Gaia, verdaderamente sorprendida—. La mayoría de la gente con la que he hablado parece considerar muy rara la idea de que las plantas fueran verdes.
—Yo antes pensaba así, pero ahora, después de ver negro todos los días, cada día… Bueno, pienso que un poco de variedad estaría bien. Campos verdes…, motas de color… ¿Cómo las llamaba Raven?
—Flores —contestó Gaia. Los larsta habían escrito poemas sobre ellas.
—Sí. Estará bien cuando regresen.
—¿Cuando regresen?
Harper se encogió de hombros.
—Bueno, la Iglesia de la Superviviente enseña que Lexa limpiará algún día el cielo de ceniza y el aire de brumas. Supongo que ya que está en ello, bien podría traer de vuelta las plantas y las flores. Por algún motivo, parece algo adecuadamente femenino.
Gaia suspiró, meneando la cabeza.
—Lady Harper —dijo—, me doy cuenta de que simplemente estás intentando darme ánimos. No obstante, tengo serios problemas para creer que tú aceptes las enseñanzas de la Iglesia de la Superviviente.
Harper vaciló. Luego sonrió:
—Así que me he pasado un poco, ¿no?
—Un poquito.
—Es difícil saberlo contigo, mi querida amiga. Eres tan consciente de mi contacto en tus emociones que no puedo usar mucha alomancia, y tú te has portado de manera tan…, bueno, tan diferente últimamente. —La voz de Harper se apagó—. Con todo, sería bonito ver esas plantas verdes de las que siempre hablaba Raven. Después de seis meses de ceniza… una acaba queriendo creer. Tal vez con eso le baste a una vieja hipócrita como yo.
La sensación de desesperación de Gaia quiso replicar que no bastaba con creer. Desear y creer no la habían llevado a ninguna parte. Eso no cambiaría el hecho de que las plantas se estaban muriendo y el mundo, acabando. No merecía la pena luchar, porque nada significaba nada. Gaia se obligó a detener esa línea de pensamiento, aunque le costó. A veces, le preocupaba su melancolía. Por desgracia, gran parte del tiempo tenía problemas incluso para esforzarse en preocuparse por su vena pesimista.
Los larsta, se dijo. Concéntrate en esa religión. Tienes que tomar una decisión.
Los comentarios de Harper habían hecho pensar a Gaia. Los larsta se centraban en la belleza y el arte, que consideraban «divinos». Si la divinidad tenía algo que ver con el arte, un dios no podía en modo alguno estar implicado en lo que le sucedía al mundo. La ceniza, el paisaje deprimente… era algo más que «carente de imaginación», como lo había expresado Harper. Era completamente insípido. Aburrido. Monótono.
«Religión no verdadera —escribió Gaia en el margen inferior del papel—. Las enseñanzas se contradicen directamente con los hechos observados».
Abrió las cintas de su cartapacio y guardó la hoja dentro, un paso menos para repasarlas todas. Gaia vio que Harper miraba por el rabillo del ojo: a la aplacadora le encantaban los secretos. Gaia dudaba que fuera a sentirse impresionada si descubría de qué trataba su trabajo. Fuera como fuese, Gaia deseaba que Harper la dejara en paz cuando se trataba de sus estudios.
Pero no debería ser tan desagradable con ella, pensó Gaia. Sabía que, a su modo, intentaba ayudar. Harper había cambiado desde la primera vez que se vieron. Al principio, pese algún atisbo de compasión, Harper era de verdad la manipuladora fría y egoísta que ahora solo fingía ser. Gaia sospechaba que Harper se había unido al equipo de Raven no por deseos de ayudar a los skaa, sino por el desafío que suponía su plan, por no mencionar la generosa recompensa que Raven había prometido. Esa recompensa (el depósito de atium del lord Legislador) había resultado ser un mito. Pero Harper había encontrado otras.
Gaia advirtió que algo se movía entre la ceniza, delante de ellos. La figura iba vestida de negro, pero sobre el fondo de ceniza era fácil detectar incluso una pizca de carne. Parecía uno de sus exploradores. El capitán Goradel hizo que la fila se detuviera, y envió a un hombre a hablar con el explorador. Gaia y Harper esperaron pacientemente.
—Informe del explorador, lady Embajadora —dijo el capitán Goradel, acercándose poco después al caballo de Gaia—. El ejército del emperatriz está solo a unas colinas de distancia…, menos de una hora.
—Bien —dijo Gaia, agradeciendo la idea de ver algo más que las temibles montañas negras.
—Parece que nos han visto, lady Embajadora —dijo Goradel—. Se acercan jinetes. De hecho, están…
—Aquí —dijo Gaia, indicando las cercanías, donde vio a un jinete llegar a la cima de la colina. Resultó fácil detectarlo entre lo negro. No solo se movía veloz (de hecho, su pobre caballo galopaba por el camino), sino que además era rosa.
—¡Oh, cielos! —exclamó Harper con un suspiro.
La figura bamboleante se convirtió en una joven de pelo dorado con un brillante vestido rosa, un vestido que la hacía parecer más joven que sus veintitantos años. A Zoe le gustaban los lazos y encajes, y solía llevar colores que la hacían destacar. Gaia suponía que alguien como ella no montaba bien a caballo; sin embargo, Zoe cabalgaba con cómoda maestría, algo necesario para mantenerse al galope a lomos de un caballo con un vestido tan frívolo. La joven detuvo su caballo ante los soldados de Gaia, hizo girar al animal en medio de una furia de tela crujiente y cabellos dorados. Ya a punto de desmontar, vaciló al ver la capa de ceniza de medio palmo de profundidad que cubría el suelo.
—¿Zoe? —preguntó Harper tras un momento de silencio.
—Calla —respondió ella—. Estoy tratando de decidir si merece la pena ensuciarme el vestido si chapoteo y te doy un abrazo.
—Podríamos esperar hasta regresar al campamento…
—No podría abrazarte así delante de tus soldados —dijo ella.
—Técnicamente, querida —dijo Harper—, no son mis soldados, sino los de Gaia.
Al recordar la presencia de Gaia, Zoe alzó la mirada. Sonrió encantadoramente hacia la terrisana, y luego se inclinó en una versión montada de una reverencia.
—Lady Embajadora —dijo, y Gaia sintió un súbito (e innatural) aprecio por la joven. La estaba encendiendo. Si había alguien más osada con sus poderes alománticos que Harper, era Zoe.
—Princesa —dijo Gaia, inclinando la cabeza.
Finalmente, Zoe se decidió y desmontó. En realidad, no «chapoteó», sino que se recogió el vestido de forma muy poco digna para una dama. Habría parecido impúdico si no hubiera llevado debajo lo que parecían ser varias capas de enaguas de encaje. Poco después, el capitán Goradel se acercó y la ayudó a subir al caballo de Harper, de modo que acabó sentada en la silla delante de ella. Nunca se habían casado oficialmente, en parte quizá porque a Harper le cohibía tener una relación con una mujer mucho más joven que ella. Cuando le insistían sobre el tema, Harper explicaba que no quería dejarla viuda cuando muriera…, algo que asumía iba a suceder de manera inminente, aunque solo tuviera poco más de cuarenta años.
Todos moriremos pronto, tal como van las cosas, pensó Gaia. Qué importa nuestra edad.
Tal vez por eso Harper había aceptado al fin mantener una relación con Zoe. Sea como fuere, quedaba claro lo mucho que la amaba por la forma en que la miraba, por la delicadeza con que la abrazaba, casi con reverencia.
Nuestra estructura social se está viniendo abajo, pensó Gaia mientras la columna del ejército se ponía de nuevo en marcha. Antes, el sello oficial del matrimonio habría sido esencial, sobre todo en una relación con una joven de su rango.
Y ahora, en cambio, ¿para quién había que ser «oficial»? Los obligadores se habían extinguido. El gobierno de Clarke y Lexa era algo surgido de la necesidad bélica: una alianza de ciudades utilitaria, organizada marcialmente. Y, acechando por encima de todo, estaba la creciente conciencia de que algo terrible sucedía en el mundo.
¿Para qué molestarte en casarte, si contabas con que el fin del mundo llegara antes de terminar el año?
Gaia sacudió la cabeza. Esta era una época en que la gente necesitaba estructura, necesitaba fe para seguir adelante. Tendría que haber sido ella quien la ofreciera. La Iglesia de la Superviviente lo intentaba, pero era demasiado nueva, y sus seguidores carecían de experiencia religiosa. Ya había discusiones sobre metodología y doctrina, y cada ciudad del Nuevo Imperio desarrollaba su propia variante mutada de la religión. En el pasado, Gaia había enseñado religiones sin sentir la necesidad de creer en cada una de ellas. Las había aceptado como algo especial por derecho propio, y las ofrecía como un camarero puede ofrecer un aperitivo que a ella misma no le gusta comer. Hacerlo ahora le parecía hipócrita. Si este pueblo necesitaba fe, no sería ella quien se la ofreciera. No enseñaría más mentiras.
Gaia se enjugó la cara con la fría agua de la palangana, disfrutando del placentero sobresalto. El agua le corrió por las mejillas y la barbilla, y se llevó consigo manchas de ceniza. Se secó la cara con una toalla limpia, y luego sacó su cuchilla y su espejo para poder afeitarse la cabeza de forma adecuada.
—¿Por qué sigues haciendo eso? —preguntó una voz inesperada.
Gaia se dio media vuelta. Su tienda del campamento estaba vacía unos momentos antes. Ahora, sin embargo, había alguien detrás de ella. Gaia sonrió.
—Lady Lexa.
Lexa se cruzó de brazos y arqueó una ceja. Siempre se había movido sigilosamente, pero se estaba volviendo tan buena en eso que la sorprendía incluso a ella. Apenas había agitado la puerta de lona de la tienda al entrar. Vestía su habitual camisa y pantalones, al modo masculino, aunque durante los dos últimos años se había dejado crecer sus negros cabellos hasta los hombros. Hubo una época en que Lexa parecía agazaparse allá donde fuera, siempre tratando de esconderse, casi sin mirar a nadie a los ojos. Eso había cambiado. Seguía siendo fácil de pasar por alto, con sus modales silenciosos, su fina figura y su pequeña estatura. Sin embargo, ahora siempre miraba a la gente a los ojos. Y eso marcaba una gran diferencia.
—El general Miller dijo que estabas descansando, lady Lexa —advirtió Gaia.
—Miller sabe que no debe dejarme dormir con tu llegada.
Gaia sonrió para sí, y luego señaló una silla para que ella pudiera sentarse.
—Puedes seguir afeitándote —dijo ella—. No pasa nada.
—Por favor —dijo ella, señalando de nuevo.
Lexa suspiró y tomó asiento.
—No has contestado a mi pregunta, Gaia —dijo—. ¿Por qué sigues llevando ese atuendo de mayordomo? ¿Por qué sigues afeitándote la cabeza como los servidores de Terris? ¿Por qué te preocupa que afeitarte delante de mí pueda parecer una falta de respeto? Ya no eres una sirviente.
Gaia suspiró y se sentó lentamente frente a Lexa.
—No estoy muy segura de lo que soy, lady Lexa.
Las paredes de la tienda se agitaban con la suave brisa, y un poco de ceniza se filtraba por la puerta que Lexa no había atado al entrar. Frunció el ceño ante el comentario de la terrisana.
—Eres Gaia.
—La embajadora jefe de la emperatriz Griffin.
—No —repuso Lexa—. Puede que eso sea lo que haces, pero no es lo que eres.
—¿Y qué soy, entonces?
—Gaia —repitió ella—. Guardadora de Terris.
—¿Una guardadora que ya no lleva sus mentecobres?
Lexa miró hacia un rincón, hacia el arcón donde las guardaba. Sus mentecobres, los almacenes feruquímicos que contenían las religiones, historias, narraciones y leyendas de pueblos muertos hacía mucho tiempo. Todo estaba allí esperando ser contado, esperando ser ampliado.
—Me temo que me he convertido en una mujer muy egoísta, lady Lexa —confesó Gaia en voz baja.
—No digas tonterías —rebatió ella—. Has pasado gran parte de tu vida sirviendo a los demás. No conozco a nadie más desprendida que tú.
—Agradezco ese sentimiento. Pero me temo que he de discrepar. El dolor no es algo nuevo para nuestro pueblo, lady Lexa. Tú conoces mejor que nadie, creo, las penalidades de la vida en el Imperio Final. Todos hemos perdido a seres queridos. Y, sin embargo, parece que soy la única incapaz de superar mi pérdida. Me siento infantil. Sí, Diyoza está muerta. Sinceramente, no pasé mucho tiempo con ella antes de que falleciera. Así que no tengo motivos para sentirme como me siento.
»Sin embargo, no puedo despertarme por la mañana y no ver oscuridad ante mí. Cuando coloco las mentes de metal en mis brazos, siento frío en la piel y recuerdo el tiempo que pasé con ella. La vida carece de toda esperanza. Debería poder seguir adelante, pero me resulta imposible. Creo que soy débil de voluntad.
—Eso no es cierto, Gaia.
—Discrepo.
—¿Ah, sí? —preguntó Lexa—. Si en verdad fueras débil de voluntad, ¿discreparías de mí?
Gaia vaciló, luego sonrió.
—¿Desde cuándo eres tan buena con la lógica?
—Es lo que tiene vivir con Clarke —dijo Lexa dejando escapar un suspiro—. Si prefieres las discusiones irracionales, no te cases con una erudita.
Casi lo hice. El pensamiento llegó a Gaia libremente, pero este apagó su sonrisa de todas formas. Lexa debió de darse cuenta, pues dio un leve respingo.
—Lo siento —dijo, apartando la mirada.
—No importa, lady Lexa —contestó Gaia—. Es que… me siento tan débil. No puedo ser la mujer que mi pueblo espera que sea. Tal vez sea la última de los guardadores. Ha pasado un año desde que los inquisidores atacaron mi patria y mataron incluso a los feruquimistas niños. Desde entonces, no hemos visto ninguna prueba de que sobrevivieran otros miembros de mi secta. Seguramente existían otros fuera de la ciudad, pero o bien los inquisidores los encontraron o bien lo hizo alguna otra tragedia. De eso creo que no ha faltado últimamente.
Lexa permaneció sentada con las manos en el regazo, con aspecto extrañamente débil a la escasa luz. Gaia frunció el ceño al ver la expresión afligida de su rostro.
—¿Lady Lexa?
—Lo siento —dijo ella—. Es que… siempre has sido el que da consejo, Gaia. Pero ahora lo que necesito es consejo sobre ti.
—Me temo que no hay ningún consejo que dar.
Permanecieron en silencio unos instantes.
—Encontramos el alijo —dijo Lexa—. La penúltima caverna. Te hice una copia de las palabras que encontramos; las grabamos en una fina placa de acero para que se conservaran.
—Gracias.
Lexa parecía insegura:
—No vas a mirarla, ¿verdad?
Gaia vaciló, luego sacudió la cabeza:
—No lo sé.
—No puedo hacer esto sola, Gaia —susurró Lexa—. No puedo luchar yo sola. Te necesito.
Se hizo el silencio en la tienda.
—Yo… hago lo que puedo, lady Lexa —dijo por fin Gaia—. A mi manera. He de encontrar respuestas para mí misma antes de poder proporcionárselas a nadie más. No obstante, haz que envíen el boceto a mi tienda. Prometo que al menos le echaré un vistazo.
Ella asintió, y luego se puso en pie.
—Clarke va a celebrar una reunión esta noche. Para planear nuestros próximos movimientos. Quiere que asistas.
Lexa dejó en el aire un leve rastro de perfume cuando se disponía a marcharse. Se detuvo junto a la silla de Gaia.
—Hubo una época, tras haber asumido el poder en el Pozo de la Ascensión, en que pensé que Clarke iba a morir.
—Pero no lo hizo —respondió Gaia—. Sigue con vida.
—No importa —dijo Lexa—. El caso es que creí que había muerto. Supe que se estaba muriendo… Tuve ese poder, Gaia, un poder que no puedes imaginar. Un poder que jamás podrás imaginar. El poder de destruir y rehacer mundos. El poder de ver y comprender. Vi a Clarke, y supe que iba a morir. Supe que tenía en mi mano el poder para salvarla.
Gaia alzó la cabeza.
—Pero no lo hice —dijo Lexa—. Dejé que se desangrara, y liberé en cambio el poder. La consigné a la muerte.
—¿Cómo? —preguntó Gaia—. ¿Cómo pudiste hacer algo así?
—Porque la miré a los ojos, y supe que era lo que ella quería que hiciese. Tú me diste eso, Gaia. Me enseñaste a amarla lo suficiente para dejarla morir.
La dejó sola en la tienda. Momentos después, cuando se disponía a seguir afeitándose, encontró algo junto a la palangana. Un papelito doblado. Contenía el ajado y borroso dibujo de una extraña planta. Una flor. La imagen perteneció en su día a Octavia. Había pasado de ella a Raven, y luego a Lexa. Gaia cogió el papel, preguntándose qué querría decir Lexa con aquel dibujo. Finalmente, lo dobló y se lo guardó en la manga, luego continuó afeitándose.
