Sheidheda trasladó el Pozo de la Ascensión, obviamente. Fue muy astuto por su parte: quizá lo más inteligente que hizo. Sabía que el poder regresaría un día al Pozo, pues un poder semejante (el poder fundamental sobre el que estaba formado el mundo) no se agota sin más. Puede ser usado, y por tanto difundido, pero siempre se renueva. Así, sabiendo que los rumores e historias persistirían, Sheidheda cambió el paisaje mismo del mundo. Puso montañas en lo que sería el norte, y llamó Terris a ese lugar. Luego allanó su auténtica tierra natal, y construyó allí su capital. Construyó su palacio alrededor de esa sala en su centro, la sala donde meditaba, la sala réplica de su antigua casa en Terris. Un refugio creado momentos antes de que su poder se agotara.

12

—Estoy preocupada por ella, Clarke —dijo Lexa, sentada en su petate.

—¿Por quién? —preguntó Clarke, apartando la mirada del espejo—. ¿Por Gaia?

Lexa asintió. Cuando Clarke despertó de su siesta, ella ya estaba levantada, bañada y vestida. A veces ella le preocupaba, de tanto como se esforzaba. Le preocupaba aún más ahora que ella misma era una nacida de la bruma, y comprendía las limitaciones del peltre. El metal reforzaba el cuerpo, permitía posponer la fatiga… pero a un precio. Cuando el peltre se agotaba o se apagaba, la fatiga regresaba, aplastándote como una pared que se te desploma encima. Sin embargo, Lexa continuaba. Clarke también quemaba peltre, esforzándose, pero Lexa parecía dormir la mitad que ella. Era más dura que Clarke, fuerte de un modo que ella jamás conocería.

—Gaia se ocupará de sus problemas —dijo Clarke, volviéndose hacia el espejo—. Debe de haber perdido gente antes.

—Esto es distinto —respondió Lexa.

Clarke podía verla en el reflejo con sus sencillas ropas, sentada tras ella de piernas cruzadas. El inmaculado uniforme blanco de Clarke era justo lo contrario. Resplandecía con sus botones de madera pintados de dorado, hechos expresamente con muy poco metal para que no les afectara la alomancia. Las ropas habían sido confeccionadas con un tejido especial del que era más fácil limpiar la ceniza. A veces, Clarke se sentía culpable por todo el trabajo que hacía falta para que pareciera regia. Sin embargo, era necesario. No por su vanidad, sino por su imagen. La imagen por la que sus hombres marchaban a la guerra. En una tierra negra, Clarke vestía de blanco… y se convertía en un símbolo.

—¿Distinto? —preguntó Clarke, abotonándose las mangas de su camisa—. ¿Qué hay de distinto en la muerte de Diyoza? Cayó durante el ataque a Luthadel. Igual que Gustus y Monty. Tú mataste a mi propio padre en esa batalla, y yo decapité a mi mejor amigo poco después. Todos perdimos gente.

—Ella dijo algo parecido —contestó Lexa—. Pero para ella es más que solo una muerte. Creo que ve una especie de traición en la muerte de Diyoza: de nosotras, siempre fue la que tenía fe. De algún modo, la perdió cuando ella murió.

—¿La única de nosotros que tenía fe? —preguntó Clarke, cogiendo un alfiler de madera pintado de plata de la mesa y colocándoselo en la casaca—. ¿Y eso?

—Tú perteneces a la Iglesia de la Superviviente, Clarke —dijo Lexa—. Pero no tienes fe. No como la tenía Gaia. Fue como… si supiera que todo iba a salir bien. Confiaba en que algo vigilaba el mundo.

—Lo superará.

—No es solo ella, Clarke. Harper lo intenta con demasiada fuerza.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Clarke, divertida.

—Empuja las emociones de todo el mundo —dijo Lexa—. Empuja demasiado, tratando de hacer felices a los demás, y se ríe con demasiadas ganas. Está asustada, preocupada. Lo muestra exagerando.

Clarke sonrió:

—Y tú te estás volviendo tan mala como ella, leyendo las emociones de todo el mundo y diciéndoles cómo se sienten.

—Son mis amigos, Clarke. Los conozco. Y, te lo digo…, están cediendo. Uno a uno, empiezan a pensar que no podremos ganar esta batalla.

Clarke abrochó el último botón, y luego se miró en el espejo. A veces, todavía se preguntaba si encajaba con el traje, con su blancura inmaculada y su realeza implícita. Se miró a los ojos, el cuerpo de guerrero, la piel cubierta de cicatrices. Miró aquellos ojos, buscando a la reina tras ellos. Como siempre, no le acabó de impresionar lo que veía. Siguió adelante de todas formas, pues era lo mejor que tenían. Diyoza le había enseñado eso.

—Muy bien —dijo—. Confío en que tengas razón respecto a los otros… haré algo para remediarlo.

Después de todo, ese era su trabajo. El título de emperatriz llevaba consigo un solo deber.

Mejorarlo todo.

—Muy bien —dijo Clarke, señalando un mapa del imperio que colgaba de la pared de la tienda donde celebraban sus reuniones—. Medimos la llegada y la desaparición de las brumas cada día, y luego Noorden y sus escribas las analizan. Nos dan estos perímetros como guía.

El grupo se inclinó hacia delante, estudiando el mapa. Lexa estaba sentada al fondo de la tienda, como seguía prefiriendo. Más cerca de las sombras. Más cerca de la salida. Se había vuelto más confiada, cierto… pero eso no la volvía descuidada. Le gustaba poder vigilar a todos los presentes, aunque confiara en ellos. Y lo hacía. Confiaba en todos, excepto tal vez en Cett. Aquel hombre obstinado estaba sentado al frente, con su silencioso hijo adolescente al lado, como siempre. Cett (o el rey Cett, pues era uno de los monarcas que había jurado alianza a Clarke) tenía una barba fea, una boca aún más fea y dos piernas tullidas. Eso no le había impedido estar a punto de conquistar Luthadel hacía más de un año.

—¡Diantre! —exclamó Cett—. ¿Esperas que podamos leer eso?

Clarke marcó el mapa con un dedo. Era un boceto general del imperio, similar al que habían encontrado en la caverna, solo que más actualizado. Tenía unos grandes círculos concéntricos inscritos.

—El círculo exterior es el lugar donde las brumas han tomado por completo la tierra y ya no desaparecen durante el día.

Clarke dirigió el dedo a otro círculo:

—Este círculo atraviesa la aldea que acabamos de visitar, donde encontramos el depósito. Marca cuatro horas de luz. Todo lo que está dentro del círculo recibe más de cuatro horas. Todo lo que está fuera, menos.

—¿Y el círculo final? —preguntó Harper.

Estaba sentada con Zoe lo más lejos posible de Cett que permitía la tienda. Cett seguía teniendo la costumbre de arrojarle cosas a Harper: insultos, en su mayor parte, y cuchillos de vez en cuando.

Clarke miró el mapa.

—Suponiendo que las brumas sigan acercándose a Luthadel al mismo ritmo, ese círculo representa la zona que los escribas consideran que recibirá suficiente luz del sol este verano para permitir cosechas.

Todos guardaron silencio.

La esperanza es para los necios, pareció susurrar la voz de Lincoln en el fondo de la mente de Lexa. Sacudió la cabeza. Su hermano, Lincoln, la había entrenado en las costumbres de la calle y los bajos fondos, le había enseñado a ser desconfiada y paranoica. Con esto, también le había enseñado a sobrevivir. Fue Raven quien le mostró que era posible confiar y sobrevivir… y fue una lección difícil de aprender. Aun así, a menudo oía la voz fantasmal de Lincoln en el fondo de su mente, más un recuerdo que otra cosa, susurrándole inseguridades, recordando las cosas brutales que este le había enseñado.

—Es un círculo bastante pequeño, Clarke —dijo Bellamy, todavía estudiando el mapa. El musculoso hombretón estaba sentado junto al general Miller, entre Cett y Harper.

Gaia permanecía a un lado, silenciosa. Lexa la miró, tratando de juzgar si su conversación anterior había aliviado un poco su depresión, pero no pudo asegurarlo. Eran un grupo pequeño: solo nueve, contando al hijo de Cett, Wells. Pero incluía a casi todos los que quedaban de la banda de Raven. Solo faltaba Fantasma, que estaba de exploración en el norte. Todos estaban concentrados en el mapa. El círculo final era, en efecto, muy pequeño: ni siquiera tenía el tamaño del Dominio Central, que contenía la capital imperial de Luthadel. Lo que decía el mapa, y Clarke daba a entender, era que más del noventa por ciento del imperio no podría mantener cosechas este verano.

—Incluso esta pequeña burbuja desaparecerá el invierno que viene —dijo Clarke.

Lexa vio como los otros reflexionaban, y comprendían, si no lo habían hecho ya, el horror que los acechaba. Es como decía el libro de Josephine, pensó. No podían luchar con ejércitos contra la Profundidad, que destruía ciudades y causaba una muerte lenta y terrible. Estaban indefensos.

La Profundidad. Así llamaban a las brumas… o al menos, así las llamaban los registros supervivientes. Tal vez lo que combatían, la fuerza primigenia que Lexa había liberado, estuviera detrás de todo aquello. No había manera de saber a ciencia cierta qué era, pues la entidad tenía el poder de cambiar los registros.

—Muy bien, amigos —dijo Clarke, cruzándose de brazos—. Necesitamos opciones. Raven os reclutó porque podíais hacer lo imposible. Pues bien, nuestra situación es bastante imposible.

—A mí no me reclutó —recalcó Cett—. Me pillaron por las pelotas y me metieron en este pequeño fiasco.

—Ojalá me preocupara lo suficiente para pedir disculpas —dijo Clarke, mirándolos—. Vamos. Sé que tenéis ideas.

—Bien, mi querida amiga —dijo Harper—, lo más obvio parece ser el Pozo de la Ascensión. Parece que allí se construyó el poder para combatir las brumas.

—O para liberar lo que se escondía en ellas —dijo Cett.

—Eso no importa —intervino Lexa, haciendo que todos volvieran la cabeza—. No hay ningún poder en el Pozo. Se ha agotado. Se acabó. Si regresa alguna vez, me temo que será dentro de otros mil años.

—Es demasiado tiempo para ir tirando con los suministros guardados en esos depósitos —dijo Clarke.

—¿Y si cultiváramos plantas que necesiten muy poca luz? —preguntó Bellamy.

Como siempre, llevaba pantalones sencillos y chaleco. Era un violento, y podía quemar peltre, que lo hacía resistente al calor y el frío. Caminaba alegremente sin mangas un día capaz de enviar a la mayoría de los hombres corriendo en busca de abrigo. Bueno, tal vez no alegremente. Bellamy no había cambiado de la mañana a la noche, como había hecho Gaia. Pero sí había perdido parte de su jovialidad. Solía sentarse con gesto consternado, como si considerara las cosas con mucho, mucho cuidado… y no le gustaran las respuestas que encontraba.

—¿Hay plantas que no necesitan luz? —preguntó Zoe, ladeando la cabeza.

—Champiñones y similares —dijo Bellamy.

—Dudo que podamos alimentar a todo un imperio a base de champiñones —dijo Clarke—. Aunque no es mala idea.

—También tiene que haber otras plantas —continuó Bellamy—. Aunque las brumas salgan de día, algo de luz debe de pasar. Algunas plantas tienen que poder vivir con eso.

—Plantas que no podemos comer, mi querido amigo —recalcó Harper.

—Sí, pero tal vez los animales puedan —contestó Bellamy.

Clarke asintió, pensativa.

—Nos queda muy poco tiempo para dedicarnos a la puñetera horticultura —advirtió Cett—. Tendríamos que habernos puesto a trabajar en esto hace años.

—No sabíamos casi nada hasta hace unos pocos meses —dijo Bellamy.

—Cierto —afirmó Clarke—. Pero el lord Legislador tuvo mil años para prepararse. Por eso creó las cuevas de almacenaje… y seguimos sin saber qué contiene la última.

—No me gusta recurrir al lord Legislador, Clarke —dijo Harper, sacudiendo la cabeza—. Debió de preparar esos depósitos sabiendo que estaría muerto si alguien tenía que usarlos.

Cett asintió:

—La aplacadora idiota tiene razón. Si yo fuera el lord Legislador, habría llenado esos depósitos de comida envenenada y agua con orines. Porque, si estuviera muerto, todos los demás deberían estarlo también.

—Por fortuna, Cett —contestó Clarke, arqueando una ceja—, el lord Legislador ha demostrado ser más altruista de lo que podríamos haber imaginado.

—No es algo que yo esperara oír jamás —apuntó Bellamy.

—Era el emperador —dijo Clarke—. Puede que no nos gustara su gobierno, pero en parte lo entiendo. No era vengativo…, de hecho, ni siquiera era malvado. Tan solo… se dejó llevar. Además, resistió a esa cosa que estamos combatiendo.

—¿Esa cosa? —preguntó Cett—. ¿Las brumas?

—No —respondió Clarke—. Esa cosa que estaba atrapada en el Pozo de la Ascensión.

Se llama Ruina, pensó Lexa de repente. Lo destruirá todo.

—Por eso he decidido que necesitamos asegurarnos ese último depósito —dijo Clarke—. El lord Legislador ya pasó por esto una vez: supo cómo prepararse. Tal vez encontremos plantas que puedan crecer sin luz. Hasta ahora, cada uno de los depósitos ha tenido siempre comida y agua… pero también en cada uno de ellos había algo nuevo. En Vetitan, encontramos grandes depósitos de los primeros ocho metales alománticos. Puede que lo que haya en ese último depósito sea lo que necesitamos para sobrevivir.

—¡Ea, pues! —dijo Cett, sonriendo de oreja a oreja—. Vamos a marchar sobre Fadrex, ¿verdad?

Clarke asintió, cortante:

—Sí. La fuerza principal del ejército marchará hacia el Dominio Occidental en cuanto levantemos el campamento.

—¡Ja! —exclamó Cett—. Azgeda y Janarle podrán chuparse esa durante unos cuantos días.

Lexa sonrió débilmente. Azgeda y Janarle eran los otros dos reyes más importantes bajo el gobierno imperial de Clarke. Azgeda gobernaba Luthadel, por eso no estaba allí presente, y Janarle gobernaba el Dominio Septentrional, el reino que incluía las tierras hereditarias de la Casa Griffin. Sin embargo, la ciudad más grande del norte se había enzarzado en una revuelta mientras Janarle (con el padre de Clarke, Jake Griffin) estaba fuera, asediando Luthadel. Hasta ahora, Clarke no había podido desviar las tropas necesarias para recuperar Urteau de sus disidentes, así que Janarle gobernaba en el exilio, usando su número inferior de tropas para mantener el orden en las ciudades que sí controlaba. Tanto Janarle como Azgeda habían insistido en evitar que el ejército principal marchara contra las tierras de Cett.

—Esos hijos de puta no se alegrarán nada cuando se enteren de esto —dijo Cett.

Clarke sacudió la cabeza:

—¿En todo lo que dices tiene que haber una vulgaridad u otra?

Cett se encogió de hombros:

—¿Para qué hablar si no puedes decir algo interesante?

—Maldecir no es interesante —repuso Clarke.

—Esa es tu puñetera opinión —dijo Cett, sonriendo—. Y en realidad no tendrías que quejarte, emperatriz. Si crees que las cosas que yo digo son vulgares, es que has vivido en Luthadel demasiado tiempo. De donde yo vengo, a la gente no le corta nada usar palabritas como «puñeta».

Clarke suspiró:

—De todas formas, yo…

Se interrumpió cuando el terreno empezó a temblar. Lexa se puso de pie en pocos segundos, buscando el peligro mientras otros maldecían y buscaban la estabilidad. Descorrió la puerta de la tienda y se asomó a las brumas. Sin embargo, el temblor remitió rápidamente, y causó muy poco caos en el campamento. Las patrullas buscaban problemas, oficiales y alománticos a las órdenes de Clarke. La mayoría de los soldados, sin embargo, permanecieron en sus tiendas. Lexa se volvió. Algunas sillas caídas, el mobiliario de viaje perturbado a causa del terremoto. Los demás regresaron lentamente a sus asientos.

—Ha habido un montón últimamente —dijo Bellamy. Lexa miró a Clarke a los ojos, y pudo ver en ellos la preocupación.

Podemos combatir ejércitos, podemos capturar ciudades, pero ¿y la ceniza, las brumas, los terremotos? ¿Y el mundo que se cae en pedazos a nuestro alrededor?

—Como iba diciendo —prosiguió Clarke, la voz firme pese a la preocupación que Lexa sabía que debía de sentir—. Fadrex tiene que ser nuestro próximo objetivo. No podemos arriesgarnos a perder el depósito y su contenido.

Como el atium, susurró Lincoln en la cabeza de Lexa.

—Atium —dijo ella en voz alta.

Cett se irguió:

—¿Crees que estará allí?

—Hay teorías —respondió Clarke, mirando a Lexa—. Pero no tenemos ninguna prueba.

—Estará allí —contestó ella. Tiene que estarlo. No sé por qué, pero tiene que ser nuestro.

—Espero que no —dijo Cett—. He recorrido la mitad del maldito imperio intentando robarlo… Y si ahora resulta que está en mi propia ciudad…

—Creo que estamos pasando por alto algo importante, Clarke —dijo Bellamy—. ¿Hablas de conquistar Ciudad Fadrex?

Todos quedaron en silencio. Hasta este momento, los ejércitos de Clarke habían sido utilizados a la defensiva, para atacar guarniciones koloss o los campamentos de pequeños caudillos y bandidos. Habían amedrentado a unas cuantas ciudades para que se unieran a ellos, pero nunca habían atacado una para tomarla por la fuerza. Clarke se volvió, mirando de nuevo hacia el mapa. Incluso de lado, Lexa podía verle los ojos: los ojos de una mujer endurecida por dos años de guerra casi perpetua.

—Nuestro principal objetivo será tomar la ciudad por medio de la diplomacia —reveló Clarke.

—¿Diplomacia? —repuso Cett—. Fadrex es mía. ¡Ese maldito obligador me la robó! Que no te dé cargo de conciencia atacarlo, Clarke.

—¿No? —preguntó Clarke, volviéndose—. Cett, son tu pueblo, tus soldados, a quienes tendremos que matar para entrar en esa ciudad.

—La gente muere en la guerra —dijo Cett—. Sentirse mal no te limpia la sangre de las manos, así que ¿por qué preocuparse? Esos soldados se volvieron contra mí: se merecen lo que les pase.

—No es tan sencillo —repuso Bellamy—. Si no hubo manera de hacer que los soldados lucharan contra el usurpador, ¿por qué esperar que entreguen sus vidas?

—Sobre todo a un hombre que también fue usurpador —observó Clarke.

—Sea como sea, los informes describen la ciudad como bien defendida —dijo Bellamy—. Será un hueso duro de roer, Clarke.

Clarke permaneció un momento en silencio. Luego miró a Cett, que seguía pareciendo inadecuadamente satisfecho de sí mismo. Como si los dos compartieran algo, una comprensión. Clarke era una maestra de la teoría, y con toda probabilidad había leído más que nadie sobre la guerra. Cett parecía tener un sexto sentido para la guerra y las tácticas, y había sustituido a Gustus como el principal estratega militar del imperio.

—Asedio —dijo Cett.

Clarke asintió.

—Si el rey Yomen no responde a la diplomacia, la única manera de entrar en la ciudad, sin matar a la mitad de nuestros hombres al hacerlo, es asediándola y volviéndolos desesperados.

—¿Tenemos tiempo para eso? —preguntó Bellamy, frunciendo el ceño.

—Además de Urteau —dijo Clarke—, Ciudad Fadrex y las zonas adyacentes son las únicas secciones importantes de las Dominaciones Interiores que mantienen un ejército lo bastante fuerte para representar una amenaza. Eso, más el depósito, significa que no podemos permitirnos dejarlos sin más.

—En cierto modo, el tiempo está de nuestra parte —dijo Cett, rascándose la barba—. No se ataca una ciudad como Fadrex, Bellamy. Tiene fortificaciones, una de las pocas ciudades además de Luthadel que podría repeler a un ejército. Pero, como está fuera del Dominio Central, probablemente ya necesita alimentos.

Clarke asintió.

—Mientras que nosotros tenemos todos los suministros que encontramos en los depósitos de almacenaje. Si bloqueamos la carretera y nos hacemos con el canal, ellos tendrán que rendir la ciudad tarde o temprano. Aunque hayan encontrado el depósito, cosa que dudo, podremos superarlos.

Bellamy frunció el ceño.

—Supongo…

—Además —añadió Clarke—, si las cosas se ponen feas, tenemos unos veinte mil koloss a los que podemos recurrir.

Bellamy arqueó una ceja, aunque no dijo nada. La implicación quedó clara.

¿Volverías a los koloss contra otras personas?

—Hay un elemento más —dijo Gaia en voz baja—. Algo que hasta ahora no hemos discutido.

Varias personas se volvieron, como si hubieran olvidado que estaba allí.

—Las brumas —dijo Gaia—. Ciudad Fadrex se encuentra más allá del perímetro de las brumas, emperatriz Griffin. ¿Someterás a tu ejército a un quince por ciento de bajas antes de poder llegar siquiera a la ciudad?

Clarke guardó silencio. Hasta ahora había conseguido mantener a la mayor parte de sus soldados fuera de las brumas. A Lexa no le parecía bien que su ejército se hubiera protegido de la enfermedad, mientras que los aldeanos habían sido obligados a internarse en las brumas. Y, sin embargo, donde estaban acampados, había aún una cantidad significativa de luz diurna sin bruma, y también tenían suficientes tiendas para albergar a los soldados, algo de lo que carecían cuando trasladaban a los aldeanos. Las brumas rara vez penetraban en las edificaciones, incluso en las de lona. No había habido ningún motivo para arriesgarse a matar a algunos de los soldados, ya que habían podido evitarlo. A Lexa le parecía hipócrita, pero hasta ahora había tenido sentido.

Clarke miró a Gaia a los ojos.

—Es un buen argumento —dijo—. No podemos proteger eternamente a los soldados. Obligué a los aldeanos de Vetitan a inmunizarse; y sospecho que tendré que hacer lo mismo con el ejército, por los mismos motivos.

Lexa continuó callada. A menudo anhelaba los días en que no tenía nada que ver con la toma de decisiones… o, mejor todavía, los días en que Clarke no se veía obligada a tomarlas.

—Marcharemos hacia Fadrex —repitió Clarke, volviéndose. Señaló el mapa—: Si vamos a superar esto, y me refiero a todos los habitantes del Nuevo Imperio, vamos a tener que agruparnos y concentrar nuestras poblaciones cerca del Dominio Central. Será el único lugar donde podrá cultivarse comida este verano, y necesitaremos toda la mano de obra que podamos encontrar para despejar ceniza y preparar los campos. Eso significa tomar bajo nuestra protección a la gente de Fadrex.

»También significa —añadió, señalando la sección noreste del mapa— que tendremos que reprimir la rebelión en Urteau. La ciudad no solo contiene un depósito de almacenaje, con grano que necesitamos desesperadamente para una segunda plantación en el Dominio Central, sino que los nuevos legisladores de la ciudad están formando un ejército. Urteau está peligrosamente cerca de Luthadel, como descubrimos cuando nos atacó mi padre. No consentiré que eso se repita.

—No tenemos suficientes soldados para marchar sobre ambos frentes a la vez, Clarke —protestó Bellamy.

Clarke asintió:

—Lo sé. De hecho, prefiero evitar marchar sobre Urteau. Era la sede de mi padre… la gente tenía buenos motivos para rebelarse contra él. Miller, ¿informe?

Miller se levantó.

—Tenemos un mensaje inscrito en acero de Fantasma mientras Su Majestad estaba fuera. El muchacho dice que la facción que controla Urteau está compuesta por rebeldes skaa.

—Eso parece prometedor —advirtió Harper—. Nuestro tipo de gente.

—Son… algo rudos con los nobles, lady Harper —explicó Miller—. E incluyen en ese grupo a todo el que tenga parientes nobles.

—Un poco extremista, creo yo —dijo Bellamy.

—Mucha más gente pensaba que Raven era extremista —repuso Harper—. Estoy segura de que podremos hacer entrar en razón a esos rebeldes.

—Bien —concluyó Clarke—, porque cuento contigo y con Gaia para tener a Urteau bajo control sin hacer uso de la fuerza. Solo hay cinco depósitos, y no podemos permitirnos perder uno. Quién sabe qué descubriremos en Fadrex… Puede que tengamos que volver a los otros depósitos para encontrar algo que pasamos por alto.

Se volvió y miró primero a Harper, luego a Gaia.

—No podemos sacar la comida de Urteau —advirtió—. Si la rebelión de esa ciudad se extiende, todo el imperio se hará añicos. Tenemos que poner a esa gente de nuestro lado.

Los miembros del consejo asintieron, igual que Lexa. Sabían por experiencia personal cuánto poder podía ejercer contra un imperio una pequeña rebelión.

—El asedio de Fadrex podría llevarnos algún tiempo —dijo Clarke—. Mucho antes de que llegue el verano, quiero que hayáis asegurado ese depósito del norte y sometido la rebelión. Enviad las semillas al Dominio Central para plantarlas.

—No te preocupes —señaló Harper—. He visto el tipo de gobiernos que emplazan los skaa…, para cuando lleguemos, la ciudad estará ya al borde del colapso de todas formas. ¡Es posible que se sientan aliviados al recibir una oferta para unirse al Nuevo Imperio!

—Sed cautelosos —sugirió Clarke—. Los informes de Fantasma han sido escasos, pero parece que las tensiones en la ciudad son extremas. Enviaremos a unos pocos cientos de soldados con vosotros como protección.

Miró de nuevo el mapa, entornando levemente los ojos.

—Cinco depósitos, cinco ciudades. De algún modo, Urteau forma parte de todo esto. No podemos permitirnos perderla.

—Majestad, ¿es necesaria mi presencia en ese viaje? —preguntó Gaia.

Clarke frunció el ceño y la miró.

—¿Tienes algo mejor que hacer, Gaia?

—Hay estudios que quisiera realizar.

—Como siempre, respeto tus deseos —recordó Clarke—. Si crees que esos estudios son importantes…

—Son de naturaleza personal, majestad.

—¿Podrías hacerlos mientras colaboras en Urteau? —propuso Clarke—. Eres terrisana, y eso te concede una credibilidad que ninguno de nosotros puede reclamar. Además, la gente te respeta y confía en ti, Gaia…, con buenos motivos. Harper, por otro lado, tiene una especie de… reputación.

—Trabajé duro para labrármela, ya sabes —dijo Harper.

—Me gustaría tenerte al frente de ese equipo, Gaia. No se me ocurre una embajadora mejor que la Sagrada Testigo.

Fue imposible leer la expresión de Gaia.

—Muy bien —dijo por fin—. Haré lo que pueda.

—Bien —asintió Clarke, volviéndose para mirar al resto del grupo—. Entonces hay una última cosa que tengo que pediros a todos.

—¿Cuál? —preguntó Cett.

Clarke vaciló unos instantes, mirando por encima de sus cabezas, con aspecto pensativo.

—Quiero que me habléis de la Superviviente —dijo por fin.

—Era la señora de las brumas —respondió Miller de inmediato.

—No me vengáis con retórica —protestó Clarke—. Que alguien me hable de la mujer, Raven. No llegué a conocerla, lo sabéis. La vi una vez, justo antes de que muriera, pero no la conocí.

—¿Y qué sentido tiene? —preguntó Cett—. Todos hemos oído las historias. Es prácticamente una diosa, si haces caso a los skaa.

—Haced lo que os pido.

La tienda permaneció unos instantes en silencio. Finalmente, Bellamy intervino:

—Rav era… grandiosa. No era solo una mujer, era mucho más. Todo lo que hacía era grande: sus sueños, su forma de hablar, su manera de pensar…

—Y no era falsa —añadió Harper—. Noto cuándo una mujer es falsa. En realidad, por eso empecé a trabajar con Raven. Entre tanta gente falsa, ella era auténtica. Todos querían ser el mejor. Raven lo era.

—Era una mujer —dijo Lexa en voz baja—. Solo una mujer. Sin embargo, siempre se sabía que iba a tener éxito. Te hacía ser lo que quería que fueras.

—Para así poder usarte —repuso Harper.

—Pero eras mejor cuando acababa contigo —añadió Bellamy.

Clarke asintió lentamente:

—Ojalá la hubiera conocido. Al principio de mi carrera, siempre me comparaba con ella. Cuando oí hablar de Raven, ella ya se estaba convirtiendo en una leyenda. Era injusto obligarme a intentar ser ella, pero me preocupaba de todas formas. Bueno, los que la conocisteis, tal vez podáis contestarme a otra pregunta. ¿Qué creéis que diría, si nos viera ahora?

—Estaría orgullosa —dijo Bellamy al momento—. Quiero decir, derrotamos al lord Legislador y construimos un gobierno skaa.

—¿Y si nos viera en esta reunión?

Volvieron a guardar silencio. Cuando alguien dijo en voz alta lo que todos estaban pensando, fue quien Lexa menos esperaba.

—Nos diría que riéramos más —susurró Gaia.

Harper se echó a reír.

—Estaba completamente loca, ¿sabes? Cuanto peores se volvían las cosas, más se reía. Recuerdo lo alegre que estaba el día después de una de nuestras peores derrotas, cuando perdimos la mayor parte de nuestro ejército de skaa ante ese necio de Yeden. Rav entró, con paso vivo, y soltó uno de sus chistes tontos.

—Parece insensible —dijo Zoe.

Bellamy negó con la cabeza.

—No. Solo era decidida. Siempre decía que la risa era algo que el lord Legislador jamás podría arrebatarle. Planeó y llevó a cabo el derrocamiento de un imperio de mil años, y lo hizo como una especie de… penitencia por dejar que su esposa muriera pensando que la odiaba. Pero lo hizo todo con una sonrisa en los labios. Como si cada chiste fuera su forma de abofetear al destino en la cara.

—Necesitamos lo que ella tenía —dijo Clarke.

Todos volvieron los ojos hacia ella.

—No podemos seguir haciendo esto —dijo Clarke—. Discutimos entre nosotros, nos desanimamos, viendo caer la ceniza, convencidos de que estamos condenados.

Harper se echó a reír.

—No sé si notaste el terremoto de hace unos minutos, mi querida amiga, pero el mundo parece estar llegando a su fin. Es un hecho indiscutiblemente deprimente.

Clarke negó con la cabeza.

—Podemos sobrevivir a esto. Pero la única forma en que sucederá es si nuestra gente no se rinde. Necesitan líderes que rían, líderes que sientan que esta batalla se puede ganar. Así que esto es lo que os pido. No me importa si sois optimistas o pesimistas, no me importa si os preocupáis en secreto o si pensáis que todos estaremos muertos antes de que acabe el mes. Por fuera, quiero veros sonriendo. Hacedlo de forma desafiante, si es necesario. Y si llega el final, quiero que este grupo se enfrente a ese final sonriendo. Como nos enseñó la Superviviente.

Lentamente, los miembros de la antigua banda asintieron. Incluso Gaia, aunque su rostro parecía preocupado.

Cett simplemente sacudió la cabeza.

—Estáis locos. Nunca sabré cómo he acabado con vosotros.

Harper se rio.

—Eso es mentira, Cett. Sabes exactamente cómo acabaste uniéndote a nosotros. ¡Amenazamos con matarte si no lo hacías!

Clarke miraba a Lexa. Ella la miró a los ojos, y asintió. Había sido un buen discurso. No estaba segura de que sus palabras fueran a cambiar nada: la banda nunca volvería a ser lo que había sido, riendo cada noche a sus anchas en torno a la mesa de Gustus. Sin embargo, tal vez si recordaban la sonrisa de Raven, sería menos probable que olvidaran por qué seguían luchando.

—Muy bien, gente —culminó Clarke—. Empecemos los preparativos. Harper, Gaia, Zoe… necesito que habléis con los escribas para calcular los suministros de vuestro viaje. Bellamy, envía un mensajero a Luthadel y dile a Azgeda que ponga a sus estudiosos a trabajar en plantas de cultivo que puedan crecer con muy poca luz. Miller, transmite la noticia a los hombres. Partimos mañana.