La sutileza desplegada por los microbios devoradores de ceniza y las plantas mejoradas demuestra

que Sheidheda progresó cada vez más en el manejo del poder. Se consumió en cuestión de minutos, pero para un dios los minutos pueden pasar como horas. Durante ese tiempo, Sheidheda comenzó siendo un niño ignorante que empujó un planeta demasiado cerca del Sol, se convirtió en un adulto capaz de crear montañas de ceniza para enfriar el aire, y finalmente en un artesano maduro capaz de desarrollar plantas y criaturas para propósitos específicos. También demuestra su forma de pensar durante el tiempo que estuvo con el poder de Conservación. Bajo su influencia, estuvo obviamente en modo protector. En vez de nivelar los montones de ceniza y tratar de devolver el planeta a su sitio, reaccionó trabajando furiosamente para arreglar los problemas que él mismo había causado.

17

Clarke cabalgaba ante sus hombres, a lomos de un blanco corcel al que habían limpiado de ceniza. Volvió su montura, para contemplar las filas de nerviosos soldados. Esperaban a la luz de la tarde, y Clarke podía captar su terror. Habían oído rumores, y esos rumores habían sido confirmados por Clarke el día anterior. Hoy, su ejército quedaría inmunizado contra las brumas. Clarke atravesó sus filas, con el general Miller al lado a lomos de un semental ruano. Ambos caballos eran ejemplares grandes, traídos al viaje más para impresionar que por su utilidad. Clarke y los demás oficiales pasarían la mayor parte del viaje usando las barcazas del canal, en vez de cabalgando. A Clarke no le preocupaba la moralidad de su decisión de exponer sus fuerzas a las brumas; al menos, no en aquel preciso instante. Había aprendido algo muy importante sobre sí misma: era sincera. Tal vez demasiado. Si se sentía insegura, se le notaba en la cara; los soldados notarían su vacilación. Así que había aprendido a confinar sus preocupaciones a los momentos en que se encontraba con los más allegados. Eso significaba que Lexa veía demasiadas veces sus reflexiones. Sin embargo, eso le concedía libertad en otros momentos para proyectar confianza. Se movió con rapidez, dejando que los cascos de su caballo tronaran para que sus hombres lo oyeran. De vez en cuando, oía a los capitanes gritar a sus soldados que se pusieran firmes. Aun así, Clarke vio ansiedad en sus ojos. ¿Acaso podía reprochárselo? Hoy los soldados se enfrentarían a un enemigo al que no podían combatir, ni resistir. Dentro de una hora, setecientos habrían muerto. Uno de cada cincuenta. No era una mala proporción, a gran escala…, pero eso significaba muy poco para el hombre que notaba cómo las brumas lo rodeaban. Los soldados esperaron a pie firme. Clarke se sintió orgullosa de ellos. Había dado a los que quisieran la oportunidad de regresar a Luthadel en vez de enfrentarse a las brumas. Seguía necesitando a sus tropas en la capital, y prefería no marchar con hombres que no estuvieran dispuestos a internarse en las brumas. Casi ninguno se había marchado. La enorme mayoría había formado filas sin que se lo ordenaran, plenamente ataviados para la batalla, las armaduras pulidas y bruñidas, los uniformes lo más limpios posible en aquellos páramos cubiertos de ceniza. A Clarke le parecía adecuado que llevaran puestas las armaduras. Eso les hacía parecer que marchaban a la batalla… y, en cierto modo, así era. Confiaban en ella. Sabían que las brumas avanzaban hacia Luthadel, y comprendían la importancia de capturar las ciudades donde había cuevas de almacenaje. Creían en la capacidad de Clarke para hacer algo que salvara a sus familias. Su confianza hacía que ella se sintiera aún más decidida. Refrenó a su caballo, volvió con la enorme bestia junto a una fila de soldados. Avivó peltre, haciendo su cuerpo más fuerte, dando más poder a sus pulmones, y luego encendió las emociones de los hombres para hacerlos más valientes.

—¡Sed fuertes! —gritó.

Las cabezas se volvieron hacia ella y el golpeteo de las armaduras se silenció. Su propia voz resonó con tanta fuerza en sus oídos que tuvo que reducir su estaño.

—Estas brumas abatirán a algunos de nosotros. Sin embargo, la mayoría permanecerá intacta… ¡y casi todos los que caigan se recuperarán! Entonces, ya ninguno de nosotros tendrá que seguir temiendo a las brumas. ¡No podemos llegar a Fadrex sin habernos inoculado! Si así lo hiciéramos, nos arriesgaríamos a ser atacados por la mañana, cuando estuviéramos ocultos en nuestras tiendas. ¡Nuestros enemigos nos obligarían a salir a las brumas de todas formas, y tendríamos que luchar con una sexta parte de nuestros hombres agitándose en el suelo por la enfermedad!

Hizo girar a su caballo, con Miller a la zaga, y avanzó ante las filas.

—No sé por qué matan las brumas. ¡Pero confío en la Superviviente! Ella se nombró Señora de las Brumas. Si alguno de nosotros muere, será su voluntad. ¡Sed fuertes!

Su recordatorio pareció tener algún efecto. Los soldados se irguieron un poco, mirando hacia el oeste, donde el sol pronto se pondría. Clarke refrenó de nuevo su montura, dejándose ver.

—Parecen fuertes, mi señora —dijo Miller en voz baja, acercando su caballo al de Clarke—. Fue un buen discurso.

Clarke asintió.

—Mi señora… —dijo Miller—. ¿Iba en serio lo que dijiste de la Superviviente?

—Por supuesto.

—Lo siento, mi señora. No pretendía poner en duda tu fe, es solo que… bueno, no tienes que mantener la farsa de la fe, si no quieres.

—Di mi palabra, Miller —dijo Clarke, frunciendo el ceño y mirando al general cubierto de cicatrices—. Hago lo que digo.

—Te creo, mi señora —respondió Miller—. Eres una mujer honorable.

—¿Pero?

Miller vaciló:

—Pero… si en realidad no crees en la Superviviente, me parece que no deberías hablar en su nombre.

Clarke abrió la boca para reprochar a Miller por su falta de respeto, pero se detuvo. El hombre hablaba con sinceridad, con el corazón. No había que castigar estas cosas.

Además, tal vez tuviera razón.

—No sé en qué creo, Miller —dijo Clarke, contemplando el campamento de soldados—. Desde luego, no en el lord Legislador. Las religiones de Gaia llevan siglos muertas, incluso ella ha dejado de hablar del tema. Me parece que eso deja a la Iglesia de la Superviviente como la única opción real.

—Con el debido respeto, mi señora. No es una profesión de fe muy fuerte.

—Últimamente, tengo problemas con la fe, Miller —repuso Clarke alzando la cabeza, contemplando cómo los copos de ceniza revoloteaban en el aire—. Mi último dios murió a manos de la mujer con la que acabé casándome…, una mujer que para vosotros es una figura religiosa, pero que rechaza vuestra devoción.

Miller asintió en silencio.

—No rechazo a vuestra diosa, Miller —aclaró Clarke—. Hablaba en serio: creo que tener fe en Raven es mejor que las alternativas. Y, considerando lo que nos espera en los próximos meses, prefiero creer que ahí fuera hay algo ayudándonos.

Permanecieron en silencio unos instantes.

—Sé que la Dama Heredera se opone a que adores a la Superviviente, mi señora — dijo por fin Miller—. Ella la conoció, igual que yo. Lo que no comprende es que la Superviviente se haya convertido en algo muy superior a la mujer Raven.

Clarke frunció el ceño:

—Parece como si la hubierais convertido calculadamente en una diosa, Miller, que creáis en ella solo como símbolo.

Miller negó con la cabeza.

—Yo digo que Raven fue una mujer, pero una mujer que consiguió algo…, un manto, una porción de algo eterno e inmortal. Cuando murió, no solo era Raven, la jefa de la banda. ¿No te parece extraño que nunca fuera una nacida de la bruma antes de ir a los Pozos?

—Así funciona la alomancia, Miller —dijo Clarke—. No ganas tus poderes hasta que das el salto…, hasta que te enfrentas a algo traumático, algo que casi te mata.

—¿Y crees que Raven no experimentó ese tipo de acontecimientos antes de los Pozos? —preguntó Miller—. Mi señora, era una ladrona que robaba a los obligadores y los nobles. Llevó una vida muy peligrosa. ¿Crees que pudo evitar palizas, el riesgo de morir y la angustia emocional?

Clarke vaciló.

—Consiguió sus poderes en los Pozos —prosiguió Miller en voz baja—, porque le sucedió algo más. Quienes la conocían hablan de lo mucho que había cambiado la mujer cuando regresó. Tenía un propósito…, quería conseguir algo que el resto del mundo consideraba imposible.

Miller sacudió la cabeza:

—No, mi señora. Raven la mujer murió en esos Pozos, y entonces nació Raven la Superviviente. Le fueron concedidos un gran poder y una gran sabiduría por parte de una fuerza que está por encima de todos nosotros. Por eso consiguió lo que consiguió. Por eso la adoramos. Seguía teniendo las limitaciones de una mujer, pero contaba con las esperanzas de una divinidad.

Clarke se volvió. Su parte erudita y racional comprendía exactamente lo que estaba pasando. Raven estaba siendo deificada poco a poco, su vida convertida en algo cada vez más místico por quienes la seguían. Raven tenía que ser investida con un poder celestial, pues la Iglesia no podía seguir reverenciando a una simple mujer. Y, sin embargo, otra parte de Clarke se alegraba por la racionalización, aunque solo fuera porque hacía que la historia resultara mucho más creíble. Después de todo, Miller tenía razón. ¿Cómo duró tanto tiempo sin romperse una mujer que había vivido en las calles?

Alguien gritó.

Clarke alzó la cabeza, escrutando las filas. Los hombres empezaron a agitarse nerviosos mientras las brumas hacían acto de presencia, brotando en el aire como plantas. No pudo ver al soldado que había caído. Pronto no tuvo sentido buscarlo, pues otros empezaron a gritar. El sol empezó a oscurecerse, ardiendo en rojo mientras se acercaba al horizonte. El caballo de Clarke se agitó nervioso. Los capitanes ordenaron a los hombres que se mantuvieran firmes, pero Clarke seguía viendo movimiento. En el grupo que tenía delante, aparecieron huecos en las filas cuando los soldados fueron cayendo aleatoriamente al suelo, como marionetas a las que han cortado las cuerdas. Se sacudían en el suelo, mientras otros retrocedían horrorizados, la bruma moviéndose a su alrededor.

Me necesitan, pensó Clarke, tomando las riendas, tirando de las emociones de aquellos que le rodeaban.

—¡Miller, sígueme!

Clarke se volvió. Miller no lo seguía. Se detuvo de inmediato. Miller estaba rodeado de brumas, sacudiéndose horriblemente. Mientras Clarke lo miraba, el veterano soldado resbaló de su silla y se desplomó en la capa de ceniza que cubría el suelo hasta los tobillos.

—¡Miller! —gritó Clarke, desmontando, sintiéndose como una idiota. Jamás había pensado que Miller pudiera ser afectado… Había supuesto que, al igual que Lexa y los demás, ya era inmune. Clarke se arrodilló junto a Miller, las piernas en la ceniza, escuchando a los soldados gritar y a los capitanes chillar órdenes. Su amigo se estremeció y se retorció, jadeando de dolor.

Y la ceniza siguió cayendo.