No debería sorprender que Clarke se convirtiera en una alomántica tan poderosa. Es un hecho bien

documentado (aunque esa documentación no estaba al alcance de la mayoría) que los alománticos eran mucho más fuertes durante los primeros días del Imperio Final. En aquellos días, un alomántico no necesitaba duralumín para hacerse con el control de un kandra o un koloss. Bastaba con un simple empujón o un tirón de las emociones. De hecho, esta habilidad fue uno de los principales motivos por los que los kandra idearon sus Contratos con los humanos, pues por aquel entonces no solo los nacidos de la bruma, sino también los aplacadores y encendedores podían controlarlos a placer.

21

Miller sobrevivió.

Pertenecía al grupo más numeroso, el quince por ciento que enfermó, pero no murió. Lexa estaba sentada en lo alto de la cabina de su estrecha barcaza con un brazo apoyado en un saliente de madera, acariciando distraída el pendiente de su madre, que como siempre llevaba puesto. Los brutos koloss avanzaban por la ribera, tirando de las barcas y barcos por el canal. Muchas de las barcazas aún transportaban suministros: tiendas, comida, agua potable. Sin embargo, varias habían sido vaciadas, y sus contenidos, trasladados por los soldados supervivientes, para así hacer sitio a los heridos. Lexa se volvió para mirar la proa de la embarcación. Allí estaba Clarke, como de costumbre, mirando al oeste. No parecía alicaída, sino una reina, erguida, que miraba decidida su destino. Muy distinta de la mujer que había sido en el pasado, con el cabello más largo, los uniformes siempre inmaculados que empezaban a gastarse. No eran uniformes harapientos, sino limpios y brillantes, tan blancos como podían serlo en la situación actual del mundo. Pero ya no eran nuevos. Eran los uniformes de una mujer que llevaba dos años seguidos en guerra. Lexa la conocía lo bastante para notar que no todo iba bien. Sin embargo, también la conocía lo suficiente para notar que no quería hablar de ello por el momento. Bajó de un salto, quemando peltre inconscientemente para reforzar su equilibrio. Cogió un libro de un banco junto a la borda del barco, y se sentó. Clarke acabaría hablando con ella, siempre lo hacía. De momento, tenía otra cosa en la que entretenerse.

Abrió el libro por la página marcada y releyó un párrafo concreto. «La Profundidad debe ser destruida —decía el texto—. La he visto, y la he sentido. Creo que el nombre que le damos es una palabra demasiado débil. Sí, es profunda e insondable, pero también terrible. Muchos no se dan cuenta de que es inteligente, pero yo he notado su mente, tal como es, las pocas veces que me he enfrentado a ella directamente».

Miró la página un momento, acomodándose en el banco. Junto a ella pasaban los canales de agua, cubiertos de una espuma de ceniza flotante. Aquel libro era el diario de Josephine. Había sido escrito mil años atrás por una mujer que se consideraba a sí misma la Héroe de las Eras. Josephine no había completado su misión: la había asesinado uno de sus sirvientes, Sheidheda, quien luego tomó el poder del Pozo de la Ascensión y se convirtió en el lord Legislador. La historia de Josephine era aterradoramente parecida a la de la propia Lexa. También ella había asumido que era la Héroe de las Eras. Había viajado hasta el Pozo, y había sido traicionada. Aunque no por uno de sus sirvientes, sino por la fuerza aprisionada dentro del Pozo. La fuerza que, suponía, estaba detrás de las profecías sobre el Héroe de las Eras.

¿Por qué sigo volviendo a este párrafo?, pensó, mirándolo de nuevo. Tal vez a causa de lo que le había dicho Humano: las brumas la odiaban. Ella había sentido ese odio, y parecía que Josephine había notado lo mismo.

Pero ¿podía confiar en las palabras del diario? La fuerza que había liberado, el ser que llamaban Ruina, había demostrado que podía cambiar las cosas del mundo. Cosas pequeñas, aunque importantes. Como el texto de un libro, y por eso los oficiales de Clarke tenían ahora órdenes de enviar todos los mensajes con palabras memorizadas o con letras grabadas en metal. De todas formas, si había algo que descubrir en la lectura de aquel libro de viajes, Ruina lo habría eliminado hacía tiempo. Lexa sentía que le habían estado tomando el pelo desde hacía tres años, impulsada por cuerdas invisibles. Había creído tener revelaciones y hacía grandes descubrimientos, cuando en realidad lo único que había estado haciendo era seguir las órdenes de Ruina.

Pero Ruina no es omnipotente, pensó Lexa. Si lo fuera, no habría habido ninguna lucha. No habría necesitado engañarme para que lo liberara. No puede conocer mis pensamientos…

Incluso saber eso resultaba frustrante. ¿De qué servían sus pensamientos?

Siempre había tenido a Gaia, a Clarke o a TenSoon para discutir con ellos problemas como estos. No eran cosa de Lexa: ella no era ninguna erudita. Sin embargo, Gaia había abandonado sus estudios, TenSoon había regresado con su pueblo, y Clarke estaba demasiado ocupada últimamente para preocuparse de otra cosa que no fueran su ejército y sus decisiones políticas. Eso dejaba sola a Lexa. Y leer y estudiar seguía pareciéndole pesado y aburrido. Sin embargo, cada vez se sentía más cómoda con la idea de hacer lo que debía, aunque no le gustara. Ya no era dueña de sí misma. Pertenecía al Nuevo Imperio. Había sido su brazo ejecutor, y ahora era el momento de probar un rol diferente.

Tengo que hacerlo, pensó, sentada a la rojiza luz del sol. Aquí hay un enigma, algo que resolver. ¿Qué solía decir Raven? Siempre hay otro secreto.

Recordó a Raven, plantándose con gallardía ante un grupito de ladrones, proclamando que derrocaría al lord Legislador y liberaría al imperio. Somos ladrones, dijo. Y extraordinariamente buenos. Podemos robar lo imposible y engañar al impasible. Sabemos emprender una tarea increíblemente grande y reducirla a porciones manejables, para luego encargarnos de cada una de esas porciones.

Aquel día, cuando trazó los objetivos y planes de la banda en una pizarrita, a Lexa le divirtió lo posible que había hecho parecer una tarea imposible. Aquel día, un poco de ella empezó a creer que Raven podría derrocar el Imperio Final.

Muy bien, pensó Lexa. Empezaré como lo hizo Raven, con una lista de las cosas que conozco bien.

Había cierto poder en el Pozo de la Ascensión, así que esa parte de la historia era cierta. También había algo vivo, prisionero en el Pozo y sus alrededores. Ese algo había engañado a Lexa para que usara el poder y destruyera con él sus ataduras. Podría haber empleado ese poder para destruir a Ruina, pero había descartado la idea. Reflexionó, dando golpecitos con el dedo en la contraportada del libro. Aún recordaba atisbos de lo que había sido tener aquel poder. La había llenado de asombro, aunque al mismo tiempo parecía algo natural y adecuado. De hecho, mientras lo tuvo, todo parecía natural. La forma en que funcionaba el mundo, las costumbres de los hombres… era como si el poder hubiera sido más que simple capacidad. También había sido comprensión.

Se estaba yendo por las ramas. Necesitaba concentrarse en lo que sabía antes de poder ponerse a filosofar sobre lo que tenía que hacer. El poder era real, y Ruina también. Ruina había conservado algo de habilidad para cambiar el mundo mientras estaba confinado; Gaia había confirmado que sus textos ya habían sido alterados para encajar con el propósito de Ruina. Ahora aquel ser era libre, y Lexa daba por hecho que estaba detrás de la lluvia de ceniza y las violentas muertes en la bruma.

Aunque no lo sé con seguridad, se recordó a sí misma. ¿Qué sabía de Ruina? Lo había tocado y sentido en el momento de liberarlo. Tenía la necesidad de destruir, pero no era una fuerza de simple caos. No actuaba al azar. Planeaba y pensaba. Y tampoco parecía capaz de hacer todo lo que él quería. Casi como si siguiera reglas específicas…

Vaciló.

—¿Clarke? —llamó.

A proa, la emperatriz se volvió.

—¿Cuál es la primera regla de la alomancia? —preguntó Lexa—. ¿Lo primero que te enseñé?

—La consecuencia —respondió Clarke—. Toda acción tiene consecuencias. Cuando empujas algo pesado, te devolverá el empujón. Si empujas algo liviano, saldrá volando.

Era la primera lección que Raven había enseñado a Lexa, y supuestamente también la primera lección que a Raven le había enseñado su maestro.

—Es una buena regla —dijo Clarke, volviéndose para contemplar el horizonte—. Funciona para todas las cosas de la vida. Si lanzas algo al aire, caerá. Si llevas un ejército al reino de un hombre, este reaccionará…

Consecuencia, pensó ella, frunciendo el ceño. Como las cosas que caen cuando las lanzas al aire. Eso es lo que me parecen las acciones de Ruina. Consecuencias.

Tal vez fuera un remanente de haber acariciado el poder, o tal vez una racionalización que le ofrecía su mente consciente. Sin embargo, hallaba cierta lógica en Ruina. No comprendía esa lógica, pero podía reconocerla.

Clarke se volvió hacia ella.

—Por eso me gusta la alomancia —dijo—. O, al menos, su teoría. Los skaa hablan de ella en susurros, la llaman mística, pero en realidad es bastante racional. Puedes saber lo que va a hacer un empujón alomántico casi con tanta certeza como sabes lo que sucederá si tiras una piedra por la borda de un barco. A cada empujón le corresponde un tirón. Sin excepciones. Tiene un sentido simple y lógico…, al contrario de los hombres, que están llenos de defectos, irregularidades y dobles significados. La alomancia es cosa de la naturaleza.

Es cosa de la naturaleza. A cada empujón le corresponde un tirón. Una consecuencia.

—Eso es importante —susurró Lexa.

—¿Qué?

Una consecuencia.

En el Pozo de la Ascensión había sentido algo destructivo, como Josephine describía en su diario. No era una criatura, al menos no con forma humana. Se trataba de una fuerza; una fuerza pensante, pero en cualquier caso una fuerza. Y las fuerzas tenían reglas. La alomancia, el clima, incluso la atracción del suelo. El mundo era un lugar con sentido. Un lugar de lógica. A cada empujón le correspondía un tirón. Toda fuerza tenía una consecuencia. Por lo tanto, debía descubrir las leyes relacionadas con aquello que combatía. Eso le diría cómo derrotarla.

—¿Lexa? —preguntó Clarke, estudiando su rostro.

Lexa apartó la mirada:

—No es nada, Clarke. Al menos, nada de lo que pueda hablar.

Clarke la observó durante un momento. Cree que estás conspirando contra ella, susurró Lincoln en el fondo de su mente. Por fortuna, los días en que Lexa escuchaba las palabras de Lincoln habían quedado muy lejos. De hecho, mientras miraba a Clarke, la vio asentir lentamente y aceptar su explicación. La emperatriz volvió a sus propias reflexiones.

Lexa se levantó y se acercó para ponerle una mano en el brazo. Clarke suspiró, alzó el brazo y lo envolvió en torno a sus hombros, atrayéndola hacia sí. Ese brazo, en tiempos el débil brazo de una erudita, era ahora firme y musculoso.

—¿En qué estás pensando? —preguntó Lexa.

—Ya lo sabes.

—Era necesario, Clarke. Los soldados tenían que exponerse a las brumas tarde o temprano.

—Sí. Pero hay algo más, Lexa. Me temo que me estoy volviendo como él.

—¿Como quién?

—Como el lord Legislador.

Lexa hizo una mueca y se apretujó contra ella.

—Esto es algo que él habría hecho —repuso Clarke—. Sacrificar a sus propios hombres para obtener una ventaja táctica.

—Se lo explicaste a Bellamy —dijo Lexa—. No podemos permitirnos perder el tiempo.

—Sigue pareciéndome despiadado —observó Clarke—. El problema no es que esos hombres murieran, sino que yo estuviera tan dispuesta a dejar que sucediera. Me siento… brutal, Lexa. ¿Hasta dónde llegaré para cumplir mis objetivos? Ahora marcho contra el reino de otro para arrebatárselo.

—Por el bien mayor.

—Esa ha sido la excusa de los tiranos a través de los tiempos. Lo sé. Y, sin embargo, sigo adelante. Por eso no quería ser emperatriz. Por eso dejé que Azgeda me quitara el trono durante el asedio. No quiero ser el tipo de líder que hace estas cosas. ¡Quiero proteger, no asediar y matar! Pero ¿acaso hay otro modo? Todo lo que hago parece que debe hacerse. Como exponer a mis propios hombres a las brumas. Como marchar contra Fadrex. Tenemos que conseguir ese almacén. ¡Es la única pista que tenemos que puede darnos una idea de lo que debemos hacer! Todo tiene sentido. Un sentido brutal, implacable.

Ser implacable es la más práctica de las emociones, susurró la voz de Lincoln. Lexa la ignoró.

—Has estado escuchando demasiado a Cett.

—Tal vez —dijo Clarke—. Sin embargo, me resulta difícil ignorar su lógica. Soy una idealista, Lexa, ambas lo sabemos. Cett aporta una especie de equilibrio. Las cosas que dice son muy parecidas a las que solía decir Diyoza.

Hizo una pausa y sacudió la cabeza:

—No hace mucho, hablé con Cett sobre la ruptura alomántica. ¿Sabes qué hacían las casas nobles para asegurarse de que hubiera alománticos entre sus hijos?

—Los golpeaban —susurró Lexa.

Los poderes alománticos siempre estaban latentes hasta que algo traumático los sacaba a la luz. Una persona tenía que llegar prácticamente al borde de la muerte y sobrevivir; solo entonces despertaban sus poderes.

Clarke asintió:

—Era uno de los grandes secretos oscuros de la llamada vida noble. Las familias a menudo perdían a sus hijos entre palizas… y esas palizas tenían que ser brutales para que evocaran habilidades alománticas. En cada hogar era diferente, pero por lo general se especificaba una edad anterior a la adolescencia. Cuando un niño o una niña alcanzaban esa edad, los cogían y los golpeaban casi hasta la muerte.

Lexa se estremeció.

—Recuerdo claramente mi caso —dijo Clarke—. Mi padre no me golpeó en persona, pero sí miró. Lo más triste de las palizas era que la mayoría de ellas no tenían sentido. Solo un puñado de niños nobles se convertían en alománticos. Yo no lo hice. Recibí palizas para nada.

—Tú detuviste esas palizas, Clarke —repuso Lexa en voz baja.

Había promulgado una ley poco después de ser proclamada reina. Cualquiera podía elegir someterse a una paliza supervisada cuando era mayor de edad, pero Clarke había prohibido que aquella práctica se llevara a cabo con menores.

—Y me equivoqué —reconoció Clarke en voz baja.

Lexa alzó la cabeza.

—Los alománticos son nuestra fuerza más poderosa, Lexa —dijo Clarke, mirando a los soldados que marchaban por la orilla—. Cett perdió su reino, casi su vida, porque no pudo reunir suficientes alománticos para que lo protegieran. Y yo declaré ilegal buscar alománticos entre mi población.

—Clarke, impediste que dieran palizas a los niños.

—¿Y si esas palizas pudieran salvar vidas? —preguntó Clarke—. ¿Igual que exponer a mis soldados podría salvar vidas? ¿Qué hay de Raven? Solo consiguió sus poderes como nacida de la bruma después de estar prisionera en los Pozos de Hathsin. ¿Qué habría sucedido si le hubieran golpeado debidamente de niña? Habría sido siempre una nacida de la bruma. Podría haber salvado a su esposa.

—Y entonces no habría tenido el valor ni la motivación para derrocar al Imperio Final.

—¿Y esto que tenemos es mejor? —preguntó Clarke—. Cuanto más tiempo tengo la responsabilidad del trono, Lexa, más me doy cuenta de que algunas de las acciones del lord Legislador no eran malvadas, sino simplemente efectivas. Acertado o equivocado, mantenía el orden en su reino.

Lexa lo miró a los ojos, obligándolo a devolverle la mirada.

—No me gusta esta dureza en ti, Clarke —le reprochó.

Clarke contempló las ennegrecidas aguas del canal:

—No me controla, Lexa. No estoy de acuerdo con la mayoría de las cosas que hizo el lord Legislador. Tan solo empiezo a comprenderlo… y esa comprensión me preocupa.

Ella vio preguntas en sus ojos, pero también fuerza. Entonces Clarke le devolvió la mirada.

—Conservo este trono solo porque sé que, en un momento dado, estuve dispuesta a renunciar a él en nombre de la justicia. Si alguna vez pierdo eso, Lexa, tienes que decírmelo. ¿De acuerdo?

Lexa asintió.

Clarke volvió a mirar al horizonte.

¿Qué espera ver?, pensó Lexa.

—Tiene que haber un equilibrio, Lexa. De algún modo, lo encontraremos. El equilibrio entre quienes queremos ser y quienes debemos ser. —Suspiró y miró hacia un lado—. Pero, por ahora, simplemente tenemos que contentarnos con lo que somos.

Lexa siguió su mirada y vio un pequeño esquife de correo de uno de los otros barcos que abarloaba junto a ellos. Un hombre con una sencilla túnica marrón viajaba en él. Llevaba grandes anteojos, como si esperara ocultar así los intrincados tatuajes del ministerio alrededor de sus ojos, y sonreía feliz. Lexa también sonrió. Antes, pensaba que un obligador feliz era siempre una mala señal. Eso fue antes de conocer a Jaha. El feliz estudioso probablemente había vivido en su propio mundo, aun en tiempos del lord Legislador. Era una extraña prueba de que podían encontrarse hombres buenos incluso en los confines de lo que, en opinión de Lexa, había sido la organización más maligna del imperio.

—Excelencia —dijo Jaha, bajando del esquife y haciendo una reverencia. Un par de escribas ayudantes se reunieron con él en la cubierta, cargando papeles y libros de cuentas.

—Jaha —saludó Clarke, recibiendo al hombre en la cubierta del castillo de proa. Lexa se unió a ella—: ¿Has hecho las cuentas que te pedí?

—Sí, excelencia —respondió Jaha mientras un ayudante abría un libro de cuentas sobre una pila de cajas—. He de decir que no fue tarea fácil, con el ejército en marcha y demás.

—Estoy segura de que fuiste tan meticuloso como siempre, Jaha —comentó Clarke. Miró el libro, que parecía tener sentido para ella, aunque Lexa solo veía un montón de números al azar.

—¿Qué pone ahí? —preguntó.

—Es el número de muertos y enfermos —respondió Clarke—. De nuestros treinta y ocho mil hombres, casi seis mil fueron afectados por la enfermedad. Perdimos unos quinientos cincuenta.

—Entre ellos, a uno de mis escribas —observó Jaha, sacudiendo la cabeza.

Lexa frunció el ceño. No ante la muerte, sino ante otra cosa, algo que le rondaba por la mente…

—Menos muertos de los esperados —concluyó Clarke, , meditabunda.

—Sí, excelencia —dijo Jaha—. Supongo que los soldados están más curtidos que la población skaa media. La enfermedad, sea la que sea, no les afectó tanto.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Lexa, alzando la cabeza—. ¿Cómo sabes cuántos muertos cabría esperar?

—Experiencia previa, mi señora —respondió Jaha, con su tono alegre—. Hemos seguido las muertes con bastante interés. Como la enfermedad es nueva, intentamos determinar exactamente qué la causa. Tal vez eso nos conduzca a un modo de tratarla. He hecho que mis escribas lean todo cuanto puedan, tratando de encontrar pistas de otras enfermedades similares. Se parece un poco a los verdugones, aunque eso suele deberse a…

—Jaha —interrumpió Lexa, frunciendo el ceño—. ¿Tienes cifras, entonces? ¿Números exactos?

—Es lo que pidió su excelencia, mi señora.

—¿Cuántos cayeron enfermos exactamente?

—Bueno, veamos… —contestó Jaha, apartando a su escriba y comprobando el libro de cuentas—. Cinco mil doscientos cuarenta y tres.

—¿Qué porcentaje de soldados es eso?

Jaha vaciló, luego llamó a un escriba e hizo algunos cálculos.

—Un trece y medio por ciento, mi señora —dijo por fin, ajustándose los anteojos.

Lexa frunció el ceño:

—¿Incluiste en tus cálculos los hombres que murieron?

—Lo cierto es que no —respondió Jaha.

—¿Y qué total usaste? ¿El número total de muertos en el ejército, o el número total de los que no habían estado antes entre las brumas?

—El primero.

—¿Has hecho el cálculo del segundo número? —preguntó Lexa.

—Sí, mi señora —contestó Jaha—. La emperatriz quería un cálculo exacto de qué soldados serían afectados.

—Pues usa ese número —dijo Lexa, mirando a Clarke, que parecía interesada.

—¿De qué va todo esto, Lexa? —preguntó Clarke, mientras Jaha y sus hombres trabajaban.

—Yo… no estoy segura.

—Los números son importantes para las generalizaciones —dijo Clarke—. Pero no veo cómo…

Guardó silencio al ver que Jaha terminaba sus cálculos y luego ladeaba la cabeza, diciendo algo en voz baja para sí.

—¿Qué? —preguntó Lexa.

—Lo siento, mi señora —se excusó Jaha—. Estaba un poco sorprendido. El cálculo es exacto: el dieciséis por ciento justo de los soldados cayeron enfermos.

—Una coincidencia, Jaha —señaló Clarke—. No es nada raro que los cálculos sean exactos.

La ceniza revoloteó sobre la cubierta.

—No —dijo Jaha—, no, tienes razón, excelencia. Una simple coincidencia.

—Comprueba tus libros —dijo Lexa—. Busca porcentajes basados en otros grupos de gente que haya contraído esta enfermedad.

—Lexa —repuso Clarke—, no soy estadista, pero he trabajado con números en mis investigaciones. A veces, fenómenos naturales producen resultados que parecen extraños, pero el caos de la estadística acaba por mostrar resultados normales. Puede parecer extraño que nuestros números muestren exactamente el mismo porcentaje, pero así es cómo funcionan las estadísticas.

—Dieciséis —dijo Jaha. Alzó la cabeza—. Otro porcentaje exacto.

Clarke frunció el ceño y se acercó al libro.

—El tercero no es exacto —dijo Jaha—, pero solo porque el número base no es múltiplo de veinticinco. Después de todo, una fracción de persona no puede enfermar. Sin embargo, la enfermedad en esta población es exactamente del dieciséis por ciento.

Clarke se arrodilló, sin importarle la ceniza que manchaba la cubierta desde la última vez que había sido barrida. Lexa miró por encima de su hombro, repasando los números.

—No importa la edad que tenga el miembro medio de la población —dijo Jaha, mientras escribía—. No importa dónde vivan. Cada grupo muestra exactamente el mismo porcentaje de enfermos.

—¿Cómo no nos dimos cuenta de esto antes? —exclamó Clarke.

—Bueno, lo hicimos, a nuestra manera —contestó Jaha—. Sabíamos que aproximadamente cuatro de cada veinticinco contraían la enfermedad. Sin embargo, no había advertido lo exactos que eran los números. Es muy raro, excelencia. No conozco ninguna otra enfermedad que funcione así. Mira, hay una anotación en la que consta que se enviaron cien soldados a las brumas, ¡y cayeron enfermos dieciséis exactos!

Clarke parecía preocupada.

—¿Qué? —preguntó Lexa.

—Esto está mal, Lexa. Muy mal.

—Es como si el caos de la estadística aleatoria normal se hubiera roto —dijo Jaha—. Una población no debería reaccionar nunca con tanta exactitud… Tendría que haber una curva de probabilidad, con poblaciones menores que reflejaran los porcentajes esperados de forma menos precisa.

—Como mínimo, la enfermedad debería afectar a los mayores en ratios distintas a los sanos —dijo Clarke.

—En cierto modo, así es —repuso Jaha mientras uno de sus ayudantes le entregaba un papel con más cálculos—. Las muertes responden como esperábamos. ¡Pero el número total de los que caen enfermos es siempre del dieciséis por ciento! Hemos estado prestando tanta atención al número de muertos, que no advertimos lo inusitado de semejante cantidad de afectados.

Clarke se levantó.

—Comprueba esto, Jaha —ordenó, señalando el libro de cuentas—. Haz entrevistas, asegúrate de que Ruina no ha cambiado los datos, y averigua si la tendencia se mantiene. No podemos aventurar conclusiones con solo cuatro o cinco ejemplos. Podría ser solo una enorme coincidencia.

—Sí, excelencia… —respondió Jaha, un poco aturdido—. Pero… ¿y si no es una coincidencia? ¿Qué significa?

—No lo sé —respondió Clarke.

Significa consecuencia, pensó Lexa. Significa que hay leyes, aunque no las comprendamos. Dieciséis. ¿Por qué el dieciséis por ciento?