Al principio, los hombres asumían que la persecución que Sheidheda emprendió contra la religión de Terris había surgido del odio. Sin embargo, ahora que sabemos que Sheidheda era terrisano, su destrucción de las profecías parece extraña. Sospecho que tuvo que ver con las profecías sobre el Héroe de las Eras. Sheidheda sabía que el poder de Conservación acabaría por regresar al Pozo de la Ascensión. Si se hubiera permitido sobrevivir a la religión de Terris, tal vez alguien encontraría algún día el camino al Pozo y se haría con el poder, y lo usaría para derrotar a Sheidheda y derrocar su imperio. Por tanto, oscureció el conocimiento sobre el Héroe y lo que se suponía que habría de hacer, esperando guardar para sí el secreto del Pozo.

30

—¿No vais a intentar disuadirme? —preguntó Clarke, divertida.

Bellamy y Cett intercambiaron una mirada.

—¿Por qué íbamos a hacer eso, Clarke? —preguntó Bellamy, de pie en la proa del barco.

En la distancia, el sol se ponía y las brumas habían empezado a agruparse. El barco se mecía suavemente, y los soldados patrullaban por la orilla, preparándose para la noche. Había pasado una semana desde la primera exploración de Lexa, y aún no había conseguido colarse en el depósito. Había llegado la noche del siguiente baile, y Clarke y Lexa planeaban asistir.

—Bueno, a mí se me ocurren un par de buenas razones para lo contrario —dijo Clarke, contándolas con los dedos—. Primero, no es aconsejable exponerme a una captura potencial. Segundo, al revelarme en la fiesta, mostraré que soy una nacida de la bruma y confirmaré rumores que Yomen tal vez no crea. Tercero, pondré a nuestros dos nacidos de la bruma en el mismo sitio, donde pueden ser atacados fácilmente… quizá no sea una buena idea. Finalmente, está el hecho de que ir a un baile en mitad de una guerra es una locura total.

Bellamy se encogió de hombros, apoyando un codo contra la barandilla de cubierta.

—No es tan distinto a cuando entraste en el campamento de tu padre durante el asedio de Luthadel. Solo que entonces no eras una nacida de la bruma y no tenías poder político. Yomen estaría loco si actuara contra ti: tiene que saber que, si estás en la misma habitación que él, corre un peligro mortal.

—Huirá —dijo Cett desde su asiento—. La fiesta terminará en el momento en que tú llegues.

—No —replicó Clarke—. No lo creo.

Se volvió para mirar su camarote, donde Lexa seguía preparándose: había hecho que uno de los sastres del campamento modificara uno de los vestidos de las cocineras. Clarke estaba preocupada. No importaba lo bueno que resultara el vestido, parecería fuera de lugar comparado con los lujosos vestidos del baile. Se volvió hacia Cett y Bellamy.

—No creo que Yomen vaya a huir. Debe saber que, si Lexa quisiera matarlo, atacaría su palacio en secreto. Está intentando con todas sus fuerzas fingir que no ha pasado nada desde que el lord Legislador desapareció. Cuando aparezcamos en el baile, eso le hará pensar que estamos dispuestos a fingir con él. Se quedará para ver si puede conseguir alguna ventaja reuniéndose con nosotros según sus términos.

—¡Ese hombre es idiota! —exclamó Cett—. No puedo creer que quiera que las cosas vuelvan a ser como eran.

—Al menos, está intentando dar a sus súbditos lo que quieren. Ahí es donde tú te equivocaste, Cett. Perdiste tu reino en el momento en que lo dejaste porque no te molestaste en intentar satisfacer a nadie.

—Un rey no tiene que satisfacer a nadie —replicó Cett—. Es quien tiene el ejército: eso significa que son los demás los que tienen que satisfacerlo a él.

—Lo cierto es que esa teoría no puede ser cierta —dijo Bellamy, frotándose la barbilla—. Un rey debe satisfacer a alguien; después de todo, aunque tratara de obligar a todo el mundo a hacer lo que él dijera, tendría que satisfacer a su ejército. Pero, claro, supongo que si el ejército se contenta simplemente con que le permitan empujar a la gente, puede que tengas razón…

Bellamy guardó silencio, pensativo, y Cett hizo una mueca.

—¿Es que para ti todo tiene que tener una maldita lógica de acertijo? —preguntó.

Bellamy siguió frotándose la barbilla.

Clarke sonrió, mirando de nuevo hacia su camarote. Era bueno oír a Bellamy en su salsa. Cett protestaba sus comentarios casi tanto como lo hacía Harper. De hecho… Tal vez por eso Bellamy no ha insistido tanto con sus rompecabezas lógicos últimamente, pensó Clarke. No había nadie cerca para quejarse.

—Bueno, Clarke… —dijo Cett—. Si mueres, yo quedo al mando, ¿no?

—Lexa tomará el mando si me sucede algo. Lo sabes.

—Cierto —dijo Cett—. ¿Y si morís las dos?

—Gaia es la siguiente en la lista después de Lexa, Cett. Lo hemos discutido.

—Sí, pero ¿qué hay de este ejército? Gaia está en Urteau. ¿Quién dirige a estos hombres hasta que nos reunamos con él?

Clarke suspiró.

—Si, por lo que sea, Yomen consigue matarnos a Lexa y a mí, entonces te sugiero que huyas… porque sí: tú estarías al mando aquí, y el nacido de la bruma que nos habrá matado seguramente vaya a por ti luego.

Cett sonrió satisfecho, aunque Bellamy frunció el ceño.

—Tú nunca has querido títulos, Bellamy —recalcó Clarke—. Y te has enfurruñado por cada puesto de liderazgo que te he ofrecido.

—Lo sé. Pero ¿qué hay de Miller?

—Cett tiene más experiencia —dijo Clarke—. Es mejor persona de lo que pretende, Bellamy. Confío en él. Eso tendrá que valerte. Cett, si las cosas salen mal, te encargo que regreses a Luthadel y busques a Gaia para decirle que es emperatriz. Ahora creo que…

Clarke se detuvo cuando la puerta de su camarote se abrió. Se volvió, adoptó su mejor sonrisa de circunstancias, y entonces se quedó de una pieza. Lexa se encontraba en la puerta vestida con una sorprendente túnica negra de reborde plateado, a la última moda. De algún modo, había conseguido que pareciera elegante pese a la falda acampanada, que se abría con enaguas. El cabello castaño, que a menudo se recogía en una cola, lo llevaba ahora suelto, y le llegaba hasta los hombros, bien cortado y rizado en la justa medida. La única joya que lucía era un colgante, que había recibido de su madre cuando ella era solo una niña. Clarke pensaba que era preciosa. Y sin embargo… ¿cuánto tiempo había pasado desde la última vez que la vio con un vestido, maquillada y bien peinada? Trató de decir algo, un cumplido, pero no encontró la voz.

Lexa se le acercó y le dio un fugaz beso.

—Interpretaré eso como indicativo de que he conseguido hacer bien las cosas. Había olvidado la lata que suelen dar los vestidos. ¡Y el maquillaje! Sinceramente, Clarke, no tienes derecho a volver a quejarte de esos trajes tuyos.

Junto a ellos, Bellamy se reía. Lexa se volvió:

—¿Qué?

—¡Ah, Lexa! —dijo Bellamy, inclinándose hacia atrás y cruzando sus musculosos brazos—, ¿cuándo creciste para ser más alta que yo? Parece que la semana pasada misma ibas por ahí ocultándote por las esquinas, con el pelo cortado como un muchacho y la actitud de un ratón.

Lexa sonrió afablemente.

—¿Recuerdas cuando nos conocimos? Creíste que no era ni una cosa ni la otra.

Bellamy asintió.

—¡A Harper casi le dio un pasmo cuando descubrió que habíamos estado hablando con una nacida de la bruma todo el tiempo! Sinceramente, Lexa, a veces no puedo creer que seas la misma niña asustada que Raven trajo a la banda.

—Han pasado cinco años, Bellamy. Ya tengo veintiuno.

—Lo sé —suspiró Bellamy—. Eres como mis propios hijos, adultos antes de que tuviera tiempo de conocerlos como niños. De hecho, probablemente os conozco a Clarke y a ti mejor que a ninguno de ellos…

—Volverás con ellos, Bellamy —dijo Lexa, colocándole una mano sobre el hombro—. Cuando todo esto acabe.

—¡Oh, lo sé! —sonrió él, siempre optimista—. Pero nunca se puede recuperar lo perdido. Espero que al menos merezca la pena.

Clarke sacudió la cabeza y logró encontrar por fin la voz:

—Solo tengo una cosa que decir. Si ese vestido es lo que llevan las cocineras, les estoy pagando demasiado.

Lexa se echó a reír.

—En serio, Lexa —dijo Clarke—. Los sastres del ejército son buenos, pero es imposible que ese vestido haya salido de los tejidos que tenemos en el campamento. ¿De dónde lo has sacado?

—Es un misterio —respondió Lexa, entornando los ojos y sonriendo—. Las nacidas de la bruma somos increíblemente misteriosos.

Clarke vaciló:

—¡Humm…! Yo también soy una nacida de la bruma, Lexa. Eso no tiene ningún sentido.

—Las nacidas de la bruma no tenemos por qué tener sentido. No nos hace falta. ¡Vamos! Ya se ha puesto el sol, y nosotros tenemos que ponernos en marcha.

—Que os divirtáis bailando con el enemigo —dijo Bellamy, mientras Lexa saltaba del barco y luego se impulsaba a través de las brumas. Clarke se despidió, lanzándose también al aire. Mientras se alejaba, sus oídos amplificados por el estaño oyeron la voz de Bellamy hablando con Cett.

—Así que… no puedes ir a ningún sitio a menos que alguien te lleve, ¿eh? —preguntó el violento.

Cett gruñó.

—Muy bien —dijo Bellamy, más que satisfecho—. Hay varios enigmas filosóficos que creo que pueden gustarte…

Practicar el salto alomántico no era fácil cuando se llevaba puesto un vestido de baile. Cada vez que Lexa empezaba a descender, la parte inferior de su vestido aleteaba a su alrededor, agitándose y sacudiéndose como una bandada de pájaros sobresaltados. A Lexa no le preocupaba especialmente mostrar lo que había debajo del vestido. No solo estaba demasiado oscuro para que la mayoría de la gente lo viera, sino que llevaba calzas bajo las enaguas. Por desgracia, los vestidos ondeantes (y la corriente que creaban en el aire) dificultaban en gran medida la dirección del salto. También hacían mucho ruido. Se preguntó qué pensarían los guardias cuando pasara sobre los salientes rocosos que eran las murallas naturales de la ciudad. Les parecía que sonaba como una docena de banderas al viento, ondeando en mitad de una tormenta. Finalmente redujo su velocidad, dirigiéndose a un tejado que habían despejado de ceniza. Se posó con ligereza, saltó y giró, el vestido agitándosele, antes de detenerse y esperar a Clarke. Ella la siguió, aterrizó con menos gracia y un duro golpe y un gruñido. No es que fuera mala tirando y empujando: es que no tenía tanta práctica como Lexa. Probablemente ella había sido igual durante sus primeros años como alomántica.

Bueno… tal vez no fuera como ella, pensó amorosamente mientras Clarke se sacudía el polvo. Pero estoy segura de que muchos otros alománticos tuvieron más o menos el nivel de Clarke después de solo un año de práctica.

—Ha sido toda una exhibición de saltos, Lexa —observó Clarke, resoplando levemente mientras miraba las formaciones rocosas, cuyas hogueras ardían altas en la noche. Clarke llevaba su uniforme militar blanco de rigor, uno de los que le había diseñado Diyoza. Había ordenado limpiarlo de ceniza.

—No pude aterrizar como hubiera querido —explicó Lexa—. Estas enaguas se mancharán fácilmente de ceniza. Vamos, tenemos que entrar.

Clarke se volvió, sonriendo en la oscuridad. Parecía entusiasmada.

—El vestido. ¿Pagaste a un sastre de la ciudad para que te lo confeccionara?

—La verdad es que pagué a un amigo de la ciudad para que me lo mandara hacer, y para que me consiguiera el maquillaje.

Lexa saltó y se dirigió hacia la Fortaleza Orielle, que según Lentoveloz era la sede del baile de esta noche. Se mantuvo en el aire, sin aterrizar, y Clarke la siguió utilizando las mismas monedas. Pronto llegaron a un estallido de color en medio de las brumas, como la aurora de una de las historias de Gaia. La burbuja de luz se convirtió en la enorme fortaleza que ella había visto durante su anterior infiltración, con sus vidrieras brillando desde dentro. Lexa se lanzó hacia abajo, surcando las brumas. Consideró brevemente tomar tierra en el patio, lejos de ojos vigilantes, para que Clarke y ella pudieran acercarse a las puertas sutilmente. Pero decidió que mejor no hacerlo. Aquella no era noche para sutilezas. Se posó directamente sobre los escalones cubiertos por alfombras que conducían a la entrada principal del castillo. Su aterrizaje levantó copos de ceniza y abrió un hueco de limpieza. Clarke aterrizó junto a ella un segundo después; luego se irguió, su brillante capa blanca ondeando alrededor. En lo alto de las escaleras, un par de sirvientes uniformados recibían a los invitados y los conducían al interior del edificio. Ambos hombres se quedaron inmóviles, con expresiones de aturdimiento en el rostro. Clarke le tendió el brazo a Lexa.

—¿Vamos?

Lexa aceptó el brazo.

—Sí —respondió—. Preferiblemente, antes de que esos hombres puedan llamar a la guardia.

Subieron las escaleras, seguidos por las exclamaciones de sorpresa de un grupito de nobles que se apeaba de su carruaje. Ante ellos, uno de los servidores se adelantó y les cortó el paso. Clarke colocó con cuidado una mano contra el pecho del hombre, y lo hizo a un lado con un empujón impulsado por el peltre. El hombre se desplomó contra la pared. El otro fue corriendo a buscar a los guardias. En la antesala, los nobles que esperaban empezaron a susurrar y preguntar. Lexa los oyó comentar si alguien reconocía a estos extraños recién llegados, uno de negro y el otro de blanco. Clarke avanzó con firmeza, Lexa a su lado, haciendo que la gente tropezara para apartarse. Atravesaron rápidamente la pequeña sala, y Clarke tendió una tarjeta con su nombre al sirviente que esperaba para anunciar las llegadas al salón de baile propiamente dicho. Esperaron la reacción del sirviente, y Lexa notó que había empezado a contener la respiración. Parecía como si estuviera reviviendo un sueño… ¿o era un recuerdo agradable? Por un momento, fue la jovencita de hacía más de cuatro años que llegaba a la Fortaleza Griffin para su primer baile, nerviosa y preocupada porque no sabía si sería capaz de interpretar su papel. Sin embargo, ahora no sentía aquella misma inseguridad. No le preocupaba no ser aceptada ni creída. Había matado al lord Legislador. Se había casado con Clarke Griffin. Y, el más notable de todos sus logros, de algún modo en el caos y el desorden había descubierto quién era. No una chica de las calles, aunque se hubiera criado en ellas. Ni una mujer de la corte, aunque apreciaba la belleza y la gracia de los bailes. Era alguien más.

Alguien que le gustaba.

El sirviente volvió a leer la tarjeta de Clarke y palideció. Alzó la cabeza. Clarke miró al hombre a los ojos, y luego asintió levemente, como diciendo: «Sí, me temo que es cierto».

El sirviente hizo un esfuerzo para aclarar la voz, y Clarke condujo a Lexa al salón de baile.

—La emperatriz, lady Clarke Griffin —anunció el sirviente con voz clara—. Y la emperatriz, Lexa Griffin, Heredera de la Superviviente, Héroe de las Eras.

Todo el salón de baile quedó de pronto en silencio. Lexa y Clarke se detuvieron en la entrada, dando a los nobles congregados la oportunidad de verlas. Parecía que el grandioso salón principal de la Fortaleza Orielle, como el de la Fortaleza Griffin, era también su salón de baile. Sin embargo, lejos de ser un salón alto con un amplio techo abovedado, la estancia tenía un techo relativamente bajo, y pequeños e intrincados diseños en la piedra. Era como si el arquitecto hubiera intentado crear belleza a una escala discreta, en vez de tratar de impresionar. Toda la cámara estaba hecha con mármol de diversos tonos. Aunque era capaz de albergar a cientos de personas, más la pista de baile y las mesas, seguía pareciendo algo íntimo. La sala estaba dividida en hileras de columnas de mármol, y dividida aún más por grandes vidrieras que se extendían del suelo al techo. Lexa se sentía impresionada: la mayoría de las fortalezas de Luthadel dejaban las vidrieras para los muros del perímetro, para que pudieran iluminarse desde fuera. Aunque esta fortaleza también las tenía así, Lexa advirtió rápidamente que las auténticas obras maestras estaban aquí dentro, donde podían ser admiradas desde ambos lados.

—¡Por el lord Legislador! —exclamó Clarke, observando a la gente congregada—. Sí que piensan que pueden ignorar al resto del mundo, ¿eh?

Oro, plata, bronce y latón chispeaban en las figuras ataviadas con brillantes vestidos de baile y en los elegantes trajes de los caballeros. Los hombres solían ir de oscuro, y las mujeres, de color. Un grupo de músicos tocaba en un rincón, la música de cuerda sonaba en medio del aturdimiento general. Los sirvientes esperaban, inseguros, con las bebidas y la comida en sus bandejas.

—Sí —susurró Lexa—. Deberíamos apartarnos de la puerta. Cuando lleguen los guardias, querremos mezclarnos con la multitud para que los soldados no sepan si atacarnos.

Clarke sonrió, y ella supo que estaba recordando la tendencia que tenía de no dejarse la espalda sin cubrir. Sin embargo, también supo que se daba cuenta de que ella tenía razón. Bajaron un corto tramo de peldaños, y se unieron a la fiesta. Los skaa podrían haberse apartado de una pareja tan peligrosa, pero Lexa y Clarke vestían con propiedad los atuendos de los nobles. La aristocracia del Imperio Final era muy diestra fingiendo, y cuando no sabían comportarse, recurrían al viejo truco: modales adecuados. Caballeros y damas inclinaron la cabeza e hicieron florituras, actuando como si la asistencia de las emperatrices fuera algo esperado. Lexa dejó que Clarke tomara la iniciativa, pues tenía más experiencia en asuntos cortesanos. Saludó con la cabeza mientras caminaba, mostrando la cantidad exacta de seguridad en sí mismo. Detrás, los guardias finalmente llegaron a las puertas. No obstante, se detuvieron, conscientes de que no podían perturbar la fiesta.

—¡Allí! —dijo Lexa, señalando con la cabeza a su izquierda. A través de la partición de una vidriera, distinguió una figura sentada a una mesa elevada.

—Lo veo —dijo Clarke, conduciéndola alrededor del cristal. Lexa vio entonces por primera vez a Aradan Yomen, rey del Dominio Occidental.

Era más joven de lo esperado; quizá tan joven como Clarke. Con el rostro redondo y los ojos serios, Yomen llevaba la cabeza afeitada completamente, al estilo de los obligadores. Sus ropajes de color gris oscuro eran indicativo de su rango, igual que los tatuajes de complicado diseño en torno a sus ojos, que proclamaban que era un miembro de muy alto rango del Cantón de Recursos. Yomen se levantó cuando Lexa y Clarke se acercaron. Parecía completamente anonadado. Detrás, los soldados habían empezado a repartirse cuidadosamente por la sala. Clarke se detuvo a cierta distancia de la alta mesa, con su paño blanco y su refinada cristalería. Miró a Yomen a los ojos. Los otros invitados estaban tan en silencio que Lexa supuso que la mayoría estaría conteniendo la respiración. Lexa comprobó sus reservas de metal, volviéndose un poco para observar a los guardias. Entonces, con el rabillo del ojo, vio que Yomen alzaba una mano y sutilmente ordenaba que los guardias se retiraran. La charla comenzó en el salón casi de inmediato. Yomen se sentó, con aspecto preocupado, y dejó de comer.

Lexa miró a Clarke.

—Bien —susurró—, estamos dentro. ¿Y ahora, qué?

—Tengo que hablar con Yomen —respondió Clarke—. Pero me gustaría esperar un poco antes, darle una oportunidad de acostumbrarse a nuestra presencia.

—Entonces deberíamos mezclarnos con la gente.

—¿Separarnos? Podemos cubrir más nobles de esta forma.

Lexa vaciló.

—Puedo protegerme sola, Lexa —sonrió Clarke—. Lo prometo.

—Muy bien —asintió Lexa, aunque no era el único motivo por el que había vacilado.

—Habla con tanta gente como puedas —dijo Clarke—. Estamos aquí para hacer añicos la imagen de seguridad que tiene esta gente. Después de todo, acabamos de demostrar que Yomen no puede mantenernos a raya de Fadrex… y estamos demostrando que nos impresiona tan poco que vamos a bailar en una fiesta a la que él asiste. Cuando causemos un poco de conmoción, hablaré con su rey, y todos se asegurarán de escucharnos.

Lexa asintió:

—Cuando entables conversación, observa a la gente que parezca que pueda estar dispuesta a apoyarnos contra el gobierno actual. Lentoveloz dio a entender que hay gente en la ciudad a quien no le gusta la manera en que el rey está dirigiendo las cosas.

Clarke asintió, la besó en la mejilla, y entonces ella se quedó sola. Lexa sintió un momento de shock. Durante los dos últimos años había trabajado explícitamente para librarse de situaciones en que tuviera que llevar vestido y relacionarse con la nobleza. Había llevado decididamente pantalones y camisas, obstinada en incomodar a quienes se mostraban demasiado pagados de sí mismos. Sin embargo, ella misma había sugerido a Clarke esta manera de infiltrarse. ¿Por qué? ¿Por qué volver a ponerse en esta situación? No le disgustaba quién era, no necesitaba demostrar nada poniéndose otro tonto vestido y hablando de nimiedades con un puñado de nobles a quienes no conocía. ¿Verdad?

No sirve de nada dudar ahora, pensó Lexa, escrutando a la multitud. En Luthadel —y cabía esperar que también aquí—, los bailes de gala eran un expositor diseñado para fomentar la sociabilidad y facilitar así el intercambio de impresiones políticas. En tiempos constituyeron el pasatiempo predilecto de la nobleza, la cual había gozado de numerosos privilegios cuando gobernaba el lord Legislador, de quien sus antepasados habían sido amigos antes de la Ascensión. Así, la fiesta se componía de grupos pequeños; algunas parejas mixtas, pero muchos grupitos solo de mujeres o de hombres. No se esperaba que los miembros de una pareja estuvieran juntos todo el tiempo. Había estancias apartadas donde los caballeros podían retirarse y beber con sus aliados, dejando a las mujeres conversando en el salón de baile. Lexa echó a andar y cogió una copa de vino de la bandeja de un criado que pasaba. Al separarse, Clarke y ella habían indicado que estaban abiertos a conversar con los demás. Por desgracia, hacía mucho tiempo que Lexa no estaba sola en una fiesta como esa. Se sentía torpe, insegura de si abordar a uno de los grupos o esperar a ver si alguien se le acercaba. Se sentía un poco como aquella primera noche en que acudió a la Fortaleza Griffin haciéndose pasar por una solitaria noble, con Gaia como única guía. Ese día, había interpretado un papel, oculta tras su disfraz de Valette Renoux. Ya no podía seguir fingiendo. Todos sabían quién era en realidad. Eso la habría molestado en el pasado, pero ya no. Con todo, no podía hacer lo que entonces: quedarse esperando a que los demás se le acercaran. Toda la sala parecía estar mirándola. Atravesó el hermoso salón blanco, consciente de cuánto destacaba su vestido negro entre las mujeres vestidas de diversos colores. Se movió en torno a las hojas de vidrio coloreado que colgaban del techo como telones de cristal. Había aprendido en sus primeros bailes que había una cosa con la que siempre podía contar: allá donde se reunían las mujeres nobles, siempre había una que se consideraba la más importante. Lexa la encontró fácilmente. La mujer tenía el pelo oscuro y la piel bronceada, y estaba sentada a una mesa rodeada de aduladores. Lexa reconoció el aspecto arrogante, la forma en que la voz de la mujer era lo suficientemente fuerte para resultar imperiosa, pero también lo suficientemente suave para hacer que todos estuvieran atentos a sus palabras. Lexa se acercó con decisión. Años atrás, se habría visto obligada a empezar por abajo. No tenía tiempo para eso. No conocía los sutiles manejos políticos de la ciudad, las alianzas y rivalidades. Sin embargo, había una cosa de la que estaba bastante segura: fuera cual fuese el lado del que estaba esa mujer, Lexa quería estar en el contrario. Varias de las acompañantes alzaron la cabeza cuando Lexa se acercó, y palidecieron. Su líder tuvo el aplomo de permanecer distante. Intentará ignorarme, pensó Lexa. No puedo darle esa opción. Lexa se sentó en la mesa directamente frente a la mujer. Entonces, se volvió y se dirigió a varias de las acompañantes más jóvenes.

—Planea traicionaros —dijo.

Aquellas mujeres se miraron las unas a las otras.

—Tiene planes para salir de la ciudad —dijo Lexa—. Cuando el ejército ataque, ella no estará aquí. Y va a dejaros morir a todas. Sin embargo, si sois mis aliadas, yo me encargaré de que os protejan.

—¿Disculpa? —dijo la líder, con voz indignada—. ¿Te he invitado a sentarte aquí?

Lexa sonrió. Ha sido fácil. La base de poder de un jefe de ladrones era el dinero: sin eso, caía. Para una mujer como esa, su poder estaba en la gente que la escuchaba. Para hacerla reaccionar, simplemente había que amenazarla con quitarle a sus subalternas.

Lexa se volvió para encararse con la mujer.

—No, no me has invitado. Me he invitado yo sola. Alguien tiene que advertir a estas mujeres.

La mujer se envaró:

—Difundes mentiras. No sabes nada de mis supuestos planes.

—¿Ah, no? No eres de las que dejan que un hombre como Yomen determine tu futuro; y si las demás aquí presentes lo piensan bien, se darán cuenta de que es imposible que te dejes pillar en Fadrex sin planes de huida. Me sorprende que sigas aquí.

—Tus amenazas no me asustan —dijo la dama.

—Aún no te he amenazado —advirtió Lexa, bebiendo su vino. Dirigió un cuidadoso empujón a las emociones de las mujeres de la mesa, preocupándolas un poco más—. Podríamos llegar a eso, si quieres… aunque, técnicamente, tengo ya amenazada a toda tu ciudad.

La mujer miró a Lexa con los ojos entornados.

—No la escuchéis.

—Sí, lady Patresen —dijo una de las mujeres, hablando un poco demasiado rápido.

Patresen, pensó Lexa, aliviada de que alguien hubiera mencionado por fin el apellido de la mujer. ¿De qué conozco ese nombre?

—La Casa Patresen —dijo Lexa tranquilamente—. ¿No son primos de la Casa Elariel?

Lady Patresen permaneció en silencio.

—Maté a una Elariel una vez —dijo Lexa—. Fue una buena pelea. Ontari era una mujer muy lista, y una nacida de la bruma muy hábil. —Se inclinó hacia delante—. Puede que consideres que las historias que se cuentan de mí son exageraciones. Puedes pensar que en realidad no maté al lord Legislador, y que lo que cuentan es simple propaganda creada para ayudar a estabilizar el gobierno de mi esposa.

»Piensa lo que quieras, lady Patresen. Sin embargo, hay una cosa que debes saber. No eres mi adversaria. No tengo tiempo para gente como tú. Eres una mujercita insignificante en una ciudad insignificante, parte de una cultura condenada. No hablo contigo porque quiera ser parte de tus planes: ni siquiera podrías comprender lo poco importantes que son para mí. Solo he venido a hacer una advertencia. Vamos a tomar esta ciudad y, cuando lo hagamos, habrá poco sitio para la gente que haya estado en nuestra contra.

Patresen palideció un poco. Sin embargo, su voz sonó tranquila al hablar:

—Dudo que eso sea cierto. Si pudierais tomar la ciudad tan fácilmente como dices, ya lo habríais hecho.

—Mi mujer es una mujer de honor —dijo Lexa—, y decidió que quería hablar con Yomen antes de atacar. Sin embargo, yo no soy tan templada.

—Bueno, pienso que…

—No lo entiendes, ¿verdad? —preguntó Lexa—. No me importa lo que pienses. Mira, sé que eres de las que tienen contactos influyentes. Esos contactos te habrán dado ya nuestros números. Cuarenta mil hombres, veinte mil koloss y un contingente entero de alománticos. Más dos nacidas de la bruma. Mi mujer y yo no hemos venido a esta reunión a hacer aliados, ni siquiera enemigos. Venimos a hacer una advertencia. Sugiero que la aceptéis.

Recalcó su último comentario con un poderoso toque aplacador. Quería dejárselo claro a las mujeres, hacerles saber que ya estaban bajo su poder. Entonces se levantó y se marchó de la mesa. Lo que Lexa había dicho a Patresen no era tan importante; lo que sí era importante era que la habían visto enfrentarse a la mujer. Con suerte, eso la pondría a un lado de la política local, volviéndola menos amenazadora para algunas facciones de la sala. Eso, a su vez, la haría más accesible, y…

Oyó tras ella el sonido de sillas apartándose de la mesa. Lexa se volvió, recelosa, y vio que la mayor parte del grupo de lady Patresen se le acercaba velozmente, dejando a su líder sentada sola a la mesa, con gesto avieso.

Lexa se tensó.

—Lady Griffin —dijo una de las mujeres—, ¿permitirías que alguna de nosotras… te presentara en la fiesta?

Lexa frunció el ceño.

—Por favor —respondió la mujer en voz muy baja.

Lexa parpadeó sorprendida. Esperaba que las mujeres se molestaran, no que la escucharan. Miró alrededor. La mayoría parecían tan intimidadas que Lexa pensaba que podrían marchitarse, como hojas al sol. Sintiéndose un poco divertida, asintió y dejó que la condujeran a la fiesta para presentarla.