La alomancia, obviamente, pertenece a Conservación. La mente racional lo entenderá. Pues, en el caso de la alomancia, se obtiene poder neto. Lo proporciona una fuerza externa: el propio cuerpo de Conservación.

32

—¿Clarke, de verdad eres tú?

Clarke se dio la vuelta, sorprendida. Había estado relacionándose en el baile, charlando con un grupo de hombres que resultaron ser primos lejanos suyos. La voz que escuchó a sus espaldas, sin embargo, parecía mucho más familiar.

—¿Aden? ¿Qué haces aquí?

—Vivo aquí, Clarke —contestó Aden, estrechándole la mano.

Clarke se sintió anonadada. No había visto a Aden desde que su Casa escapó de Luthadel en los días del caos inmediato a la muerte del lord Legislador. Años atrás, ese hombre había sido uno de sus mejores amigos. Los primos de Clarke se retiraron amablemente.

—Creía que estabas en BasMardin, Aden —dijo Clarke.

—No. Ahí está mi Casa, pero me pareció que la zona era demasiado peligrosa, con los koloss sueltos que lo arrasan todo a su paso. Me trasladé a Fadrex en cuanto lord Yomen se hizo con el poder… Se ganó rápidamente la fama de poder proporcionar estabilidad.

Clarke sonrió. Los años habían cambiado a su amigo. Aden había sido en tiempos un modelo de auténtico seductor, su cabello y sus caros trajes pretendían llamar la atención. No era que el antiguo Aden se hubiera dejado, pero no se molestaba tanto en ir a la moda. Siempre había sido un hombre grande, alto y casi rectangular, y el peso extra que había ganado lo hacía parecer mucho más… corriente que antes.

—Clarke —confesó Aden, sacudiendo la cabeza—. ¿Sabes?, durante mucho tiempo, me negué a creer que habías conseguido hacerte con el poder en Luthadel.

—¡Estuviste en mi coronación!

—Creí que te habían escogido como títere, Clarke —dijo Aden, frotándose la amplia barbilla—. Pensé…, bueno, lo siento. Supongo que no tenía mucha fe en ti.

Clarke se echó a reír.

—Tenías razón, amigo mío. Resulté ser una reina terrible.

Aden no supo cómo responder a eso.

—Pero mejoré en el trabajo —dijo Clarke—. Solo tuve que resolver primero unos cuantos problemas.

Los asistentes a la fiesta deambulaban por el salón de baile dividido. Aunque quienes miraban hacían todo lo posible por parecer remotos y desinteresados, Clarke notaba que hacían el equivalente noble a curiosear. Miró a un lado, donde se hallaba Lexa con su precioso vestido negro, rodeada por un grupo de mujeres. Parecía irle bien: la corte se le daba bastante mejor de lo que estaba dispuesta a admitir. Era elegante y grácil, el centro de atención. También se mantenía alerta: Clarke lo notaba por la forma en que daba la espalda a las paredes o las particiones de cristal. Estaba quemando hierro o acero, vigilando movimientos bruscos de metal que pudieran indicar el ataque de un lanzamonedas. Clarke empezó a quemar hierro también, y se aseguró de seguir quemando cinc para aplacar las emociones de los presentes, impidiendo que se sintieran demasiado furiosos o amenazados por su intrusión. Otros alománticos (Harper, o incluso Lexa) habrían tenido problemas para aplacar a un salón entero a la vez. A Clarke, con su desorbitado poder, apenas le hacía falta concentrarse. Aden aún se hallaba cerca, con aspecto preocupado. Clarke trató de decir algo para retomar la conversación, pero tuvo que esforzarse para encontrar algo que no resultara embarazoso. Habían pasado casi cuatro años desde que Aden se había marchado de Luthadel. Antes, era uno de los amigos con quienes Clarke discutía sobre teoría política, planeando con el idealismo de la juventud el día en que dirigirían sus casas. Sin embargo, los días de juventud (y de sus teorías idealistas) habían quedado atrás.

—Bueno… —dijo Aden—. Así es como hemos terminado, ¿eh?

Clarke asintió.

—No vas… a atacar la ciudad de verdad, ¿no? —preguntó Aden—. Has venido solo a intimidar a Yomen, ¿no es cierto?

—No —respondió Clarke con tono tranquilo—. Conquistaré la ciudad si es preciso, Aden.

Aden se ruborizó.

—¿Qué te ha pasado, Clarke? ¿Dónde está la mujer que hablaba de derechos y legalidad?

—Me alcanzó el mundo, Aden. No puedo ser la mujer que era.

—¿Y te has convertido en el lord Legislador?

Clarke vaciló. Le parecía extraño que otro se enfrentara a ella con sus propias preguntas y argumentos. Una parte de ella sintió una puñalada de temor: si Aden preguntaba esas cosas, entonces Clarke tenía derecho a preocuparse al respecto. Tal vez fuera cierto. Sin embargo, un impulso más fuerte ardió en su interior. Un impulso nutrido por Diyoza, y luego refinado por un año de lucha para traer el orden a los restos derruidos del Imperio Final.

Un impulso por confiar en sí misma.

—No, Aden —dijo Clarke con firmeza—. No soy el lord Legislador. Un consejo parlamentario gobierna en Luthadel, y hay otros en todas las ciudades que he unido a mi imperio. Esta es la primera vez que marcho sobre una ciudad con mis ejércitos por necesidad de conquistar y no de proteger… y es solo porque Yomen arrebató esta ciudad a un aliado mío.

Aden hizo una mueca.

—Te nombraste emperatriz.

—Porque eso es lo que el pueblo necesita, Aden —repuso Clarke—. No quieren regresar a los días del lord Legislador… pero preferirían hacerlo antes que vivir en el caos. El éxito de Yomen aquí lo demuestra. La gente quiere saber que alguien los cuida. Tuvieron un dios-emperador durante mil años… Ahora no es momento de dejarlos sin líder.

—¿Pretendes decirme que solo eres una figura decorativa? —preguntó Aden, cruzándose de brazos.

—Difícilmente. Pero espero serlo, con el tiempo. Ambos sabemos que soy una erudita, no una reina.

Aden frunció el ceño. No creía a Clarke. Y, sin embargo, Clarke descubrió que ese hecho no le molestaba. Algo al pronunciar aquellas palabras, al enfrentarse al escepticismo, le hizo reconocer la validez de su propia confianza. Aden no comprendía: no había experimentado lo que había vivido Clarke. La misma Clarke, de joven, no habría estado de acuerdo con lo que hacía ahora. Una parte de esa joven aún tenía voz dentro de su alma… y nunca la haría callar. Sin embargo, iba siendo hora de impedir que siguiera socavándola.

Clarke apoyó una mano en el hombro de su amigo:

—No importa, Aden. Tardé años en convencerte de que el lord Legislador era un emperador terrible. Espero tardar el mismo tiempo en convencerte de que yo seré buena.

Aden sonrió débilmente.

—¿Vas a decirme que he cambiado? —preguntó Clarke—. Últimamente, parece haberse puesto de moda.

Aden se echó a reír.

—Creí que era obvio. No hace falta señalarlo.

—Entonces, ¿qué?

—Bueno… —dijo Aden—. ¡En realidad estaba pensando en reprenderte por no haberme invitado a tu boda! Estoy dolido. De verdad. Me pasé casi toda mi juventud dándote consejos para que te relacionaras, ¡y cuando por fin eliges a una chica, ni siquiera me avisas del matrimonio!

Clarke se echó a reír, y se volvió para seguir la mirada de Aden, que contemplaba a Lexa. Confiada y poderosa, pero también delicada y grácil. Clarke sonrió con orgullo. Ni siquiera durante los gloriosos días de los bailes en Luthadel podía recordar a una mujer que llamara tanto la atención como Lexa ahora. Y, al contrario que Clarke, había entrado en este baile sin conocer a una sola persona.

—Me siento un poco como un padre orgulloso —dijo Aden, colocando una mano sobre el hombro de Clarke—. ¡Ha habido días en que creía que eras un caso perdido, Clarke! Pensaba que algún día entrarías en una biblioteca y desaparecerías por completo. Y te encontraríamos veinte años más tarde cubierta de polvo, repasando un texto filosófico por enésima vez. Y, sin embargo, aquí estás, casada… ¡y con una mujer como esa!

—A veces, yo tampoco lo entiendo —respondió Clarke—. Ni siquiera se me ocurre una razón lógica para explicar por qué quiere estar conmigo. Solo… debo confiar en su juicio.

—Sea como fuere, has hecho bien.

Clarke arqueó una ceja.

—Creo recordar que fuiste tú el que una vez intentó persuadirme para que no me relacionara con ella.

Aden se ruborizó.

—Hay que reconocer que ella actuaba de forma muy extraña cuando acudía a esas fiestas.

—Sí —dijo Clarke—. Parecía más una persona real que una noble. —Miró a Aden, sonriendo—. De todas maneras, si me disculpas, hay algo que tengo que hacer.

—Por supuesto, Clarke —respondió Aden, haciendo una leve reverencia mientras Clarke se retiraba. El gesto le pareció un poco extraño viniendo de Aden. En realidad, ya no se conocían. Sin embargo, compartían recuerdos de amistad.

No le he dicho que maté a Finn, pensó Clarke mientras atravesaba la sala y los asistentes a la fiesta le abrían paso. Me pregunto si lo sabe.

La capacidad auditiva amplificada de Clarke captó un aumento general de excitación entre las conversaciones susurradas cuando la gente advirtió lo que estaba haciendo. Le había dado a Yomen tiempo suficiente para tratar con su sorpresa; era el momento de abordar al hombre. Aunque parte de su propósito al asistir al baile era intimidar a la nobleza local, el principal motivo por el que Clarke estaba aquí seguía siendo hablar con su rey. Yomen vio que Clarke se acercaba a la mesa elevada y, dicho sea en su honor, el obligador no pareció asustado ante la perspectiva de un encuentro. Sin embargo, su comida continuaba intacta. Clarke no esperó permiso para acercarse a la mesa, pero se detuvo y aguardó mientras Yomen indicaba con un gesto a los sirvientes que despejaran un sitio y colocaran un plato delante de Clarke, justo frente a ella. Clarke se sentó, confiando en que Lexa, con su propio acero y estaño, la advirtiera si alguien la atacaba por detrás. Era el único a este lado de la mesa, y los compañeros de cena de Yomen se retiraron todos cuando él se sentó para dejar a los dos gobernantes a solas. En otra situación, la imagen podría haber parecido ridícula: dos hombres sentados el uno frente al otro con una gran mesa en medio que los separaba. El mantel blanco y la vajilla cristalina eran prístinos, como lo habrían sido durante los días del lord Legislador. Clarke había vendido todos los artículos de ese tipo que había encontrado, en un esfuerzo de alimentar a su pueblo durante los últimos inviernos. Yomen cruzó los dedos ante él (unos criados silenciosos le retiraron la comida), y estudió a Clarke, sus ojos cautelosos enmarcados por intrincados tatuajes. Yomen no llevaba corona, pero sí una simple perla de metal atada de forma que colgaba en el centro de su frente.

Atium.

—Hay un dicho en el Ministerio del Acero —habló Yomen por fin—. Siéntate a cenar con el diablo, y lo ingerirás con tu comida.

—Entonces es bueno que no estemos comiendo —respondió Clarke, sonriendo levemente.

Yomen no le devolvió la sonrisa.

—Yomen —dijo Clarke, poniéndose más serio—. Acudo a ti no como emperatriz en busca de nuevas tierras que controlar, sino como una reina desesperada en busca de aliados. El mundo se ha convertido en un lugar peligroso: la tierra misma parece estar combatiendo contra nosotros, o al menos se hace pedazos ante nosotros. Acepta mi mano de amistad, y acabemos con las guerras.

Yomen no respondió. Tan solo permaneció sentado, los dedos entrelazados, estudiando a Clarke.

—Dudas de mi sinceridad —dijo Clarke—. No puedo decir que te lo reproche, ya que he plantado mi ejército ante tu puerta. ¿Hay alguna manera de persuadirte? ¿Estarías dispuesto a iniciar conversaciones o parlamentar?

Siguió sin haber respuesta. Así que, esta vez, Clarke esperó. La sala enmudeció.

Yomen habló por fin:

—Eres una mujer descarada y atrevida, Clarke Griffin.

Clarke se irritó. Tal vez fuera por el entorno del baile, tal vez por el modo en que Yomen ignoraba tan irrespetuosamente su oferta. Sin embargo, respondió de un modo parecido a como habría hecho años antes, cuando no era reina ni estaba en guerra.

—Es una mala costumbre que he tenido siempre —dijo—. Me temo que los años de gobierno, y de ser educada en modales, no han cambiado un hecho: soy una mujer terriblemente burda. Supongo que por mala educación.

—Esto te parece un juego —dijo el obligador, la mirada intensa—. Vienes a mi ciudad para matar a mi pueblo y entras en mi salón de baile esperando asustar a la nobleza hasta el punto de la histeria.

—¡No! —respondió Clarke—. No, Yomen, esto no es ningún juego. El mundo parece a punto de terminar, y estoy haciendo todo lo que puedo para ayudar a sobrevivir a tanta gente como sea posible.

—¿Y hacer todo lo que puedes incluye conquistar mi ciudad?

Clarke sacudió la cabeza, mientras decía:

—No soy buena mintiendo, Yomen. Así que seré sincera contigo. No quiero matar a nadie: como decía, preferiría que simplemente firmáramos una tregua y acabáramos de una vez. Dame la información que busco, comparte tus recursos con los míos, y no te obligaré a entregar tu ciudad. Deniégamelo, y las cosas se volverán más difíciles.

Yomen permaneció un momento en silencio, mientras la música seguía sonando suavemente al fondo, vibrando sobre el murmullo de un centenar de amables conversaciones.

—¿Sabes por qué me disgustan las mujeres como tú, Griffin? —preguntó Yomen por fin.

—¿Por mi insufrible encanto e ingenio? Dudo que sea mi buen aspecto… pero, comparado con el de un obligador, supongo que incluso mi cara sería envidiable.

La expresión de Yomen se ensombreció.

—¿Cómo acabó una mujer como tú en una mesa de negociación?

—Me entrenaron una nacida de la bruma hosca, una terrisana sarcástica y un grupo de ladrones irrespetuosos —contestó Clarke, suspirando profundamente—. Además, como remate, ya de entrada era una persona bastante insufrible. Pero, por favor, continúa con tus insultos: no pretendía interrumpir.

—No me gustas —continuó Yomen—, porque tienes las agallas de creer que mereces tomar esta ciudad.

—Es verdad —dijo Clarke—. Pertenecía a Cett; la mitad de los soldados que traigo conmigo le servían a él antes, y esta es su patria. Hemos venido a liberar, no a conquistar.

—¿Te parece que esta gente necesita ser liberada? —dijo Yomen, señalando con un gesto a las parejas que bailaban.

—En realidad, sí —respondió Clarke—. Yomen, tú eres el advenedizo aquí, no yo. No tienes ningún derecho a esta ciudad, y lo sabes.

—Tengo el derecho que me otorgó el lord Legislador.

—No aceptamos el derecho a gobernar del lord Legislador —dijo Clarke—. Por eso lo matamos. En cambio, potenciamos el derecho del pueblo a gobernar.

—¿En serio? —preguntó Yomen, los dedos todavía enlazados ante él—. Porque, que yo recuerde, el pueblo de tu ciudad eligió a Nia Azgeda como rey.

Buen argumento ese, tuvo que admitir Clarke.

Yomen se inclinó hacia delante.

—Este es el motivo por el que no me gustas, Griffin. Eres una hipócrita de la peor calaña. Fingiste dejar al pueblo al mando… pero, cuando te expulsaron y eligieron a otra, hiciste que tu nacida de la bruma reconquistara la ciudad para ti. Gobiernas por la fuerza, no por consentimiento común, así que no me hables de derechos.

—Hubo… circunstancias en Luthadel, Yomen. Azgeda trabajaba con nuestros enemigos, y consiguió el trono manipulando a la asamblea.

—Eso parece un defecto en el sistema —repuso Yomen—. Un sistema que tú estableciste…, un sistema que sustituye al orden que existía antes. Un pueblo depende de la estabilidad de su gobierno: necesitan alguien en quien fijarse. Un líder en quien puedan confiar, un líder con auténtica autoridad. Solo un hombre elegido por el lord Legislador tiene derecho a reclamar esa autoridad.

Clarke estudió al obligador. Lo frustrante era que casi estaba de acuerdo con él. Yomen decía cosas que la propia Clarke había dicho, aunque su perspectiva de obligador las retorciera un poco.

—Solo un hombre elegido por el lord Legislador tiene derecho a reclamar esa autoridad… —repitió Clarke, frunciendo el ceño—. Eso es de Durton, ¿verdad? ¿La llamada de la confianza?

Yomen vaciló.

—Sí.

—Cuando se trata de derecho divino, prefiero a Gallingskaw.

Yomen hizo un gesto cortante.

—Gallingskaw era un hereje.

—¿Y eso invalida su teoría?

—No —respondió Yomen—. Demuestra que carecía de la capacidad para razonar adecuadamente…, de lo contrario, no lo habrían ejecutado. Eso afecta a la validez de sus teorías. Además, no hay ningún mandato divino en el hombre corriente, como él proponía.

—El lord Legislador era un hombre corriente antes de subir al trono —repuso Clarke.

—Sí, pero tocó la divinidad en el Pozo de la Ascensión. Esto impuso en él la Lasca del Infinito, y le dio el Derecho de Inferencia.

—Lexa, mi esposa, tocó esa misma divinidad.

—No acepto esa historia —dijo Yomen—. Como se ha dicho, la Lasca del Infinito era única, sin plan, sin creación.

—No metas a Urdree en esto —dijo Clarke, alzando un dedo—. Ambos sabemos que era más un poeta que un verdadero filósofo: ignoraba la convención, y nunca dio atribuciones adecuadas. Concédeme al menos el beneficio de la duda y cita a Hardren. Te daría bases mucho mejores.

Yomen abrió la boca y luego se detuvo, frunciendo el ceño.

—Esto es absurdo —dijo—. Discutir de filosofía no borrará el hecho de que tienes un ejército acampado ante mi ciudad, ni cambiará el hecho de que te considero una hipócrita, Clarke Griffin.

Clarke suspiró. Por un momento había llegado a pensar que podrían respetarse mutuamente como eruditos. Sin embargo, había un problema: Clarke vio auténtica repulsa en los ojos de Yomen. Y sospechó que había un motivo más profundo por la hipocresía que se le achacaba. Después de todo, Clarke se había casado con la mujer que había matado al dios de Yomen.

—Comprendo que tengamos diferencias, Yomen —dijo Clarke, inclinándose hacia delante—. No obstante, una cosa parece clara: a los dos nos preocupan las gentes de este imperio. Ambos nos dedicamos a estudiar teoría política, y al parecer nos inspiramos en textos que defienden el bienestar del pueblo como el principal motivo para gobernar. Tendríamos que hacer que esto funcionara.

»Te propongo un trato —prosiguió—. Acepta ser rey a mis órdenes: podrás conservar el control, con muy pocos cambios en tu gobierno. Yo tendré acceso a la ciudad y sus recursos, y discutiremos el establecimiento de un consejo parlamentario. Aparte de eso, puedes continuar como desees; incluso puedes seguir celebrando fiestas y predicando sobre el lord Legislador. Confiaré en tu juicio.

Yomen no despreció la oferta, pero Clarke notó que tampoco le daba mucho peso. Probablemente ya sabía lo que iba a decirle Clarke.

—Te equivocas en una cosa, Clarke Griffin.

—¿En qué?

—En que crees que puedes intimidarme, sobornarme o influenciarme.

—No eres ningún necio, Yomen. A veces, luchar no merece la pena. Ambos sabemos que no puedes derrotarme.

—Eso es discutible —replicó Yomen—. De cualquier forma, no respondo bien a las amenazas. Tal vez si no tuvieras un ejército acampado a mi puerta, podría estudiar una alianza.

—Ambos sabemos que, sin un ejército a las puertas, ni siquiera me habrías escuchado. Te negaste a recibir a todos los mensajeros que te envié, incluso antes de que tuviera que venir hasta aquí.

Yomen tan solo negó con la cabeza.

—Pareces más razonable de lo que creía, Clarke Griffin, pero eso no cambia los hechos. Ya tienes un gran imperio propio. Viniendo aquí, traicionas tu arrogancia. ¿Por qué necesitas mi dominio? ¿No has tenido ya bastante?

—En primer lugar —dijo Clarke, alzando un dedo—, creo que debo recordarte de nuevo que le robaste este reino a un aliado mío. He tenido que venir aquí, aunque solo fuera por cumplir las promesas que le hice a Cett. Sin embargo, hay algo mucho más importante en juego. —Clarke vaciló, y entonces hizo su jugada—. Necesito saber qué hay en tu caverna de almacenaje.

Clarke fue recompensado por una ligera expresión de sorpresa, y esa fue toda la confirmación que necesitaba. Yomen conocía la existencia de la caverna. Lexa tenía razón. Y, teniendo en cuenta el atium que mostraba de manera tan destacada en su frente, quizá tuviera también razón respecto al contenido de la caverna.

—Mira, Yomen —dijo Clarke, hablando con rapidez—. No me preocupa el atium… ya apenas tiene valor. Necesito saber qué instrucciones dejó en esa cueva el lord Legislador. ¿Qué información hay ahí para nosotros? ¿Qué suministros consideró necesarios para nuestra supervivencia?

—No sé de qué estás hablando —contestó Yomen llanamente. No era buen mentiroso.

—Me has preguntado por qué he venido aquí —dijo Clarke—. No se trata de conquistar ni arrebatarte esta tierra, Yomen. Comprendo que te resulte difícil creerlo, pero es la verdad. El Imperio Final está muriendo. Lo habrás visto. La humanidad tiene que unirse, hacer acopio de sus recursos… y tú tienes pistas vitales que nosotros necesitamos. No me obligues a derribar tus murallas para conseguirlas. Trabaja conmigo.

Yomen negó con la cabeza.

—Ahí vuelves a confundirte, Griffin. Verás, no me importa si me atacas. —Miró a Clarke a los ojos—. Para mi pueblo, sería mejor luchar y morir antes que ser gobernado por la mujer que derrocó a nuestro dios y destruyó nuestra religión.

Clarke sostuvo la mirada, y vio determinación en aquellos ojos.

—¿Tiene que ser así? —preguntó.

—Así —respondió Yomen—. ¿Puedo esperar, entonces, un ataque por la mañana?

—Por supuesto que no —dijo Clarke, poniéndose en pie—. Tus soldados no pasan hambre todavía. Volveré a verte dentro de unos meses.

Tal vez entonces estés más dispuesto a negociar.

Cuando Clarke se dio la vuelta para marcharse, vaciló.

—Bonita fiesta, por cierto —dijo, mirando de nuevo a Yomen—. A pesar de lo que creo, pienso que a tu dios le habría complacido lo que has hecho aquí. Deberías reconsiderar tus prejuicios. Al lord Legislador probablemente no le gustáramos ni Lexa ni yo, pero diría que preferiría que tu pueblo viviera en vez de morir.

Clarke asintió en señal de respeto, y entonces abandonó la mesa, sintiéndose más frustrada de lo que aparentaba. Yomen y ella habían estado muy cerca, y, sin embargo, una alianza parecía imposible. Al menos, mientras el obligador sintiera tanto odio hacia ella y Lexa. Se obligó a relajarse. Había poco que pudiera hacer ahora mismo respecto a aquella situación: sería necesario el asedio para que Yomen reconsiderara su postura.

Estoy en un baile, pensó Clarke, echando a andar. Debería disfrutar al máximo, dejarme ver con los nobles, intimidarlos y hacerles pensar en ayudarnos a nosotros en vez de a Yomen…

Se le ocurrió una idea. Miró a Lexa, y luego llamó a un sirviente.

—¿Mi señora? —preguntó el hombre.

—Necesito que me traigas algo —respondió Clarke.

Lexa era el centro de atención. Las mujeres la atendían, prendadas de sus palabras, y la tomaban como modelo. Querían tener noticias de Luthadel, saber sobre moda, política y cosas de la gran ciudad. No la rechazaban, ni parecían recelar de ella. Aquella aceptación instantánea era lo más extraño que Lexa había experimentado jamás. Destacaba entre mujeres ataviadas con sus joyas y sus mejores galas. Sabía que era por su poder… y, sin embargo, las mujeres de esta ciudad parecían casi desesperadas por tener alguien en quien mirarse. Una emperatriz. Y Lexa descubrió que le agradaba. Una parte de ella había anhelado esta aceptación desde el primer día en que asistió a un baile. Había pasado aquel año sintiendo los desaires de la mayoría de las mujeres de la corte: algunas la habían dejado unirse a su compañía, pero siempre había sido una insignificante noble de

campo sin ninguna conexión ni importancia. Esta aceptación era poca cosa, pero a veces incluso las cosas pequeñas parecen importantes. Además, había algo más en todo aquello. Mientras sonreía a una recién llegada (la joven sobrina que una de las mujeres quería que Lexa conociera), Lexa advirtió lo que era.

Esto es parte de mí, pensó. Yo no quería que lo fuera… quizá porque no creía merecerlo. Encontraba esta vida demasiado diferente, demasiado llena de belleza y confianza. Sin embargo, soy una noble. Encajo aquí. Nací para las calles por uno de mis progenitores, pero nací para esto por el otro.

Se había pasado el primer año del reinado de Clarke intentando protegerla. Se había obligado a concentrarse solamente en su parte callejera, la parte que había sido entrenada para ser implacable, pues pensaba que eso le daría el poder para defender lo que amaba. Sin embargo, Raven le había mostrado otra manera de ser poderosa. Y ese poder estaba conectado con la nobleza, con sus intrigas, su belleza y sus astutos planes. Lexa se había aclimatado casi de inmediato a la vida en la corte, y eso la asustó.

Esto es, pensó, sonriendo a otra joven de la corte. Por eso siempre sentí que estaba mal. No tenía que esforzarme, y por eso no podía creer que lo merecía.

Había pasado dieciséis años en las calles: se había ganado esa parte suya. Sin embargo, apenas había tardado un mes en adaptarse a la vida noble. Le había parecido imposible que algo conseguido con tanta facilidad pudiera ser una parte tan importante de sí misma como los años transcurridos en las calles. Pero lo era.

Tenía que aceptarlo, advirtió. Diyoza trató de hacérmelo ver, hace dos años, pero no estaba preparada.

Necesitaba demostrarse a sí misma no solo que podía moverse entre la nobleza, sino que encajaba con ellos. Porque eso demostraba algo mucho más importante: que el amor de Clarke ganado durante aquellos primeros meses no se basaba en una falsedad.

Es… cierto, pensó Lexa. Puedo ser ambas cosas. ¿Por qué he tardado tanto tiempo en comprenderlo?

—Discúlpenme, señoras —dijo una voz.

Lexa sonrió y se volvió mientras las mujeres dejaban paso a Clarke. Varias de las más jóvenes adoptaron expresiones soñadoras al ver a Clarke con su cuerpo de guerrera y su blanco uniforme imperial. Lexa reprimió un gesto de malestar. Ella la amaba mucho antes de que se volviera una príncesa de cuento.

—Señoras, como la propia lady Lexa les dirá en un momento, tengo muy malos modales —dijo Clarke a las mujeres—. Eso, en sí mismo, sería un pecado venial. Por desgracia, también me preocupa muy poco mi propio desprecio por la propiedad. Por tanto, voy a robarles a mi esposa y monopolizar egoístamente su tiempo. Pediría disculpas, pero no es el tipo de cosas que solemos hacer las bárbaras.

Con eso, y con una sonrisa, le tendió el codo. Lexa le devolvió la sonrisa, aceptó su brazo y le permitió que la apartara del grupo de mujeres.

—Creí que estabas necesitando un poco de espacio para respirar… —dijo Clarke—. Solo puedo imaginar cómo debe ser sentirte rodeada por un ejército virtual de amapolas.

—Agradezco el rescate —contestó Lexa, aunque no era del todo cierto. ¿Cómo iba a saber Clarke que de pronto había descubierto que encajaba con aquellas amapolas?

Además, que llevaran encajes y maquillaje no significaba que no fueran peligrosas: había aprendido eso en sus primeros meses. La idea la distrajo de tal modo que no advirtió adónde la llevaba Clarke hasta que casi habían llegado. Cuando se dio cuenta, se paró de inmediato, y tiró de Clarke.

—¿La pista de baile?

—Así es.

—¡Pero no bailo desde hace casi cuatro años!

—Yo tampoco —contestó Clarke. Avanzó un paso—. Pero sería terrible perder la oportunidad. Después de todo, nunca llegamos a bailar juntas.

Era cierto. Luthadel cayó en plena revuelta antes de que tuvieran la oportunidad de bailar juntas, y después de eso ya no hubo tiempo para bailes ni frivolidades. Ella sabía que Clarke comprendía cuánto echaba de menos no haber tenido esa oportunidad. Le había pedido que bailaran la noche en que se conocieron, y ella la había rechazado. Todavía sentía como si hubiera renunciado a una oportunidad única aquella primera noche. Por eso dejó que la condujera a la pista de baile, levemente elevada. Las parejas susurraron, y cuando la canción terminó, los demás se apartaron furtivamente de la pista, dejando solos a Lexa y Clarke: una figura con líneas de blanco, la otra con curvas de negro. Clarke le puso un brazo en la cintura, la volvió hacia ella, y Lexa se sintió traicioneramente nerviosa.

Ya está, pensó ella, avivando peltre para no echarse a temblar. Finalmente está ocurriendo. ¡Por fin voy a bailar con ella!

En ese momento, mientras la música comenzaba, Clarke se metió la mano en el bolsillo y sacó un libro. Lo alzó con una mano, la otra sobre su cintura, y empezó a leer. Lexa se quedó boquiabierta, y entonces le dio un golpecito en el brazo.

—¿Qué crees que estás haciendo? —preguntó mientras ella iniciaba los pasos de baile, sin dejar de leer—. ¡Clarke! ¡Estoy intentando disfrutar de un momento especial!

Clarke se volvió hacia ella, esbozando una sonrisa terriblemente pícara.

—Bueno, quiero hacer ese momento especial lo más auténtico posible. Quiero decir, después de todo, estás bailando conmigo.

—¡Por primera vez!

—¡Tanto más importante es asegurarme de que causo la impresión adecuada, señorita Valette!

—¡Oh, por…! ¿Quieres hacer el favor de dejar ese libro a un lado?

Clarke sonrió de oreja a oreja, pero se metió el libro en el bolsillo, la agarró de la mano y bailó con ella de manera más adecuada. Lexa se ruborizó al ver la confusa multitud alrededor de la pista. Obviamente, no tenían ni idea de cómo interpretar la conducta de Clarke.

—¡Eres una bárbara! —exclamó Lexa.

—¿Una bárbara porque leo libros? —dijo Clarke animosamente—. Bellamy se lo pasará en grande con esa observación.

—Sinceramente, ¿de dónde has sacado el libro?

—Hice que uno de los sirvientes de Yomen me lo trajera. De la biblioteca de la fortaleza. Sabía que lo tendrían… Juicios de monumento es una obra bastante famosa.

Lexa frunció el ceño.

—¿De qué me suena ese título?

—Es el libro que estaba leyendo aquella noche en el balcón Griffin —dijo Clarke—. La primera vez que nos vimos.

—¡Vaya, Clarke! Eso es casi romántico… al estilo «voy a hacer que mi esposa quiera matarme».

—Creí que lo sabrías apreciar —dijo ella, volviéndose levemente.

—Estás rara esta noche. Hacía tiempo que no te veía así.

—Lo sé —suspiró Clarke—. Para serte sincera, Lexa, me siento un poco culpable. Me preocupa haber sido demasiado informal durante mi conversación con Yomen. Es tan estirado que hace que afloren mis viejos instintos, los que me hacen responder con burla a la gente como él.

Lexa dejó que la guiara, y la miró.

—Estás actuando como tú misma. Eso es bueno.

—Mi antiguo yo no era una buena reina.

—Las cosas que aprendiste sobre ser reina no tenían nada que ver con tu personalidad, Clarke —dijo Lexa—. Tenían que ver con otras cosas… cosas como la confianza, y la decisión. Puedes tener esas cosas y seguir siendo tú misma.

Clarke negó con la cabeza:

—No estoy segura de poder. Desde luego, esta noche tendría que haber sido más formal. Permití que este entorno me relajara.

—No —protestó Lexa con firmeza—. No, tengo razón en esto, Clarke. Has estado haciendo exactamente lo mismo que yo. Estás tan decidida a ser una buena reina, que has dejado que eso aplaste a quien en verdad eres. Nuestras responsabilidades no deberían destruirnos.

—A ti no te han destruido —dijo ella sonriendo.

—A punto han estado. Clarke, tuve que darme cuenta de que podía ser ambas personas: la nacida de la bruma de las calles y la mujer de la corte. Tuve que reconocer que la nueva persona en que me estoy convirtiendo es una extensión válida de quien soy. Pero ¡para ti es justo lo contrario! Debes darte cuenta de que quien eras sigue siendo una parte válida de ti. Esa persona hace comentarios absurdos, y hace determinadas cosas solo para provocar en ti una reacción. Sin embargo, también es amable y encantadora. No puedes perder esas cosas solo porque eres emperatriz.

Clarke puso aquella expresión, la reflexiva, la que significaba que iba a discutir. Sin embargo, luego vaciló.

—Venir a este lugar —dijo, mirando a las hermosas ventanas y los nobles allí congregados—, me recordó en qué me he pasado casi toda la vida. Antes de ser reina. Aun entonces, intentaba hacer las cosas a mi manera… Iba y me ponía a leer en los bailes. Pero no lo hacía en la biblioteca, sino en el salón. No quería esconderme, quería expresar mi descontento con mi padre, y leer era mi forma de hacerlo.

—Eras una buena mujer, Clarke —dijo Lexa—. No una idiota, como ahora pareces pensar que eras. Estabas un poco desorientada, pero seguías siendo una buena líder. Tomaste el control de Luthadel e impediste que los skaa cometieran una masacre durante la rebelión.

—Y después, todo el fiasco de Azgeda…

—Tenías cosas que aprender. Como yo. Pero, por favor, no dejes de ser tú misma, Clarke. Puedes ser Clarke la emperatriz y a la vez Clarke la mujer.

Clarke sonrió, la atrajo hacia sí y detuvo el baile.

—Gracias —dijo, y la besó. Ella notaba que aún no había tomado su decisión, que aún pensaba que debía ser una guerrera y no una amable erudita. Sin embargo, se lo estaba pensando. Con eso bastaba, por el momento.

Lexa la miró a los ojos, y continuaron bailando. Ninguna de los dos habló; simplemente dejaron que la magia del momento se apoderara de ellas. Para Lexa fue una experiencia surrealista. Su ejército estaba ahí fuera, la ceniza caía perpetuamente y las brumas mataban a la gente. Sin embargo, dentro de esta sala de mármol blanco y colores chispeantes, ella bailaba por primera vez con la mujer a la que amaba. Las dos giraban con la gracia de la alomancia, como si pisaran el viento, moviéndose como si estuvieran hechos de bruma. La sala quedó en silencio, los nobles se convirtieron en un público de teatro que contemplaba una hermosa actuación, no a dos personas que no habían bailado desde hacía años. Y, sin embargo, Lexa sabía que aquello era maravilloso, algo rara vez visto. La mayoría de los nobles nacidos de la bruma no podían permitirse parecer tan gráciles, para no revelar sus poderes secretos. Lexa y Clarke no tenían esas inhibiciones. Bailaban como para compensar los cuatro años perdidos, como para arrojar su dicha a la cara de un mundo apocalíptico y una ciudad hostil. La canción terminaba. Clarke la apretó contra sí, y su estaño permitió a Lexa sentir su corazón muy cerca. Latía más rápidamente de lo que podía explicar un simple baile.

—Me alegra que hayamos hecho esto.

—Pronto habrá otro baile —dijo ella—. Dentro de unas cuantas semanas.

—Lo sé. Según tengo entendido, ese baile va a celebrarse en el Cantón de Recursos.

Lexa asintió.

—Lo celebra el propio Yomen.

—Y, si el depósito está oculto en alguna parte de la ciudad, lo más probable es que sea bajo ese edificio.

—Tendremos una excusa… y un precedente para entrar.

—Yomen tiene algo de atium —dijo Clarke—. Lleva una perla en la frente. Aunque el hecho de que tenga una perla no significa que tenga un tesoro.

Lexa asintió.

—Me pregunto si habrá encontrado la caverna de almacenaje.

—Lo ha hecho. Estoy segura. Vi su reacción cuando se lo mencioné.

—Eso no debería detenernos —dijo Lexa, sonriendo—. ¿Vamos a ese baile, nos colamos en la caverna, descubrimos qué dejó allí el lord Legislador, y luego decidimos qué hacer respecto al asedio y la ciudad?

—Parece un buen plan —contestó Clarke—. Suponiendo que no pueda hacer que atienda a razones. Estuve cerca, Lexa. No puedo dejar de pensar que podría haber una posibilidad de ponerlo de nuestro lado.

Ella asintió.

—Muy bien, pues —dijo Clarke—. ¿Preparada para hacer una salida grandiosa?

Lexa sonrió antes de asentir. Mientras la música terminaba, Clarke se volvió y la empujó a un lado, y ella se impulsó en el borde de metal de la pista de baile. Salió disparada por encima de la multitud, guiándose hacia la salida, el vestido aleteando. Tras ella, Clarke se dirigió a los nobles.

—Muchas gracias por dejarnos participar. Todo el que quiera huir de la ciudad tiene permiso para atravesar mi ejército.

Lexa aterrizó y la multitud se volvió mientras Clarke saltaba por encima de sus cabezas, consiguiendo afortunadamente guiarse a través de la sala relativamente baja sin chocar con ninguna ventana ni con el techo. Se reunió con ella en la puerta, y escaparon a través de la antesala hacia la noche.