CUARTA PARTE:

HERMOSA DESTRUCTORA

Un hombre con un poder dado (como una habilidad alomántica) que luego obtuviera un clavo hemalúrgico con el mismo poder sería el doble de fuerte que un alomántico natural no amplificado. Un inquisidor que fuera buscador antes de su transformación tendría, por tanto, una mejor capacidad para usar bronce. Este simple hecho explica cuántos inquisidores podían penetrar nubes de cobre.

45

Lexa aterrizó, interrumpiendo su ataque, todavía tensa y los ojos entornados de recelo. La oscilante luz del farol recortaba la silueta de Lincoln, con el aspecto que ella recordaba. Desde luego, los cuatro años transcurridos lo habían cambiado (era más alto, más fornido de constitución), pero tenía el mismo rostro duro, carente de humor. Su postura le resultó familiar; durante la infancia de Lexa, él solía adoptar esta pose: los brazos cruzados en gesto de desaprobación. Todo se hizo presente. Cosas que creía haber desterrado en las partes más oscuras y aisladas de su mente: los golpes de la mano de Lincoln, las duras críticas de su lengua, las huidas furtivas de una ciudad a otra. Y, sin embargo, esos recuerdos quedaron templados por una reflexión. Ella ya no era la niña que había soportado las palizas en confuso silencio. Al mirar atrás, podía ver el miedo que Lincoln había mostrado en las cosas que hacía. Le aterrorizaba que la mestiza alomántica que tenía por hermana fuera descubierta y asesinada por los Inquisidores del Acero. La golpeaba cuando se hacía notar. Le gritaba cuando era demasiado competente. La cambiaba de lugar cuando temía que el Cantón de la Inquisición había captado su pista. Lincoln había muerto protegiéndola. Le había inculcado paranoia y recelo por un retorcido sentido del deber, pues creía que era el único modo de sobrevivir en las calles del Imperio Final. Y ella se había quedado a su lado, soportando el tratamiento. En su fuero interno, ni siquiera enterrado muy profundamente, ella sabía algo muy importante. Lincoln la amaba. Miró a los ojos del hombre que se alzaba en la caverna y, lentamente, sacudió la cabeza. No, pensó. Se parece, pero esos no son sus ojos.

—¿Quién eres? —preguntó.

—Soy tu hermano —respondió la criatura, frunciendo el ceño—. Solo han pasado unos cuantos años, Lexa. Te has vuelto descuidada… Creí que te había enseñado mejor.

Desde luego, tiene todos sus gestos, pensó Lexa, avanzando con cautela. ¿Cómo los ha aprendido? Nadie consideró a Lincoln importante en toda su vida. No habrían sabido estudiarlo.

—¿De dónde sacaste sus huesos? —inquirió Lexa, rodeando a la criatura. El suelo de la caverna era áspero y estaba lleno de estantes repletos. La oscuridad se extendía en todas direcciones—. ¿Y cómo lograste reproducir su cara de manera tan perfecta?

Creía que los kandra tenían que digerir un cadáver para hacer una buena copia. Tenía que ser un kandra. ¿Cómo, si no, iba nadie a conseguir una imitación tan perfecta? La criatura se volvió, mirándola con expresión confundida.

—¿Qué tontería es esta? Lexa, comprendo que no seas de las que va recibiendo con un cariñoso abrazo, pero al menos esperaba que me reconocieras.

Lexa ignoró las quejas. Lincoln, y luego Harper, le habían enseñado bien. Habría reconocido a Lincoln nada más verlo.

—Necesito información —exigió—. Sobre uno de los tuyos. Se llama TenSoon, y regresó a vuestra Tierra Natal hace un año. Dijo que iba a ser juzgado. ¿Sabes qué le ha ocurrido? Me gustaría contactar con él, a ser posible.

—Lexa —contestó con firmeza el falso Lincoln—, no soy un kandra.

Eso ya lo veremos, pensó Lexa, recurriendo al cinc y golpeando al impostor con una andanada de alomancia emocional impulsada por duralumín.

Él ni siquiera se tambaleó. Ese ataque debería haber controlado a un kandra, como hacía con los koloss. Lexa vaciló. Cada vez le resultaba más difícil ver al impostor a la luz fluctuante del farol, incluso con su visión ampliada por el estaño. El fallo de la alomancia emocional significaba que no era un kandra. Pero tampoco era Lincoln. Solo parecía haber un curso de acción lógico posible.

Atacó.

Fuera quien fuese el impostor, la conocía lo bastante bien para prever este movimiento. Aunque soltó una exclamación de falsa sorpresa, inmediatamente dio un salto atrás, apartándose de su alcance. Se movía con pies ligeros, tan ligeros que Lexa estuvo razonablemente segura de que estaba quemando peltre. De hecho, aún podía sentir los pulsos alománticos que surgían de él, si bien por algún motivo le resultaba bastante difícil detectar exactamente qué metales estaba quemando. En cualquier caso, la alomancia era una confirmación adicional de sus recelos. Lincoln no era alomántico. En efecto, podría haber dado el salto durante el tiempo que estuvieron separados, pero ella no creía que tuviera sangre noble que lo dotara de una herencia alomántica. Lexa había recibido sus poderes de su padre, un progenitor que Lincoln no compartía. Atacó de forma experimental, poniendo a prueba la habilidad del impostor. Él permaneció fuera de su alcance, vigilando con atención mientras ella atacaba y amagaba alternativamente. Trató de acorralarlo contra los estantes, pero él tuvo cuidado de no quedar atrapado.

—Esto no tiene sentido —dijo el impostor, saltando para alejarse de ella nuevamente.

No hay monedas, pensó Lexa. No usa monedas para saltar.

—Tendrías que exponerte demasiado para darme alcance, Lexa —dijo el impostor—, y obviamente soy lo bastante bueno para mantenerme fuera de tu alcance. ¿No podemos dejar esto y pasar a asuntos más importantes? ¿No sientes ni siquiera un poco de curiosidad por lo que he estado haciendo en estos cuatro últimos años?

Lexa retrocedió agazapada, como una gata dispuesta a abalanzarse sobre su presa, y sonrió.

—¿Qué? —preguntó el impostor.

En ese momento, la paciencia de Lexa tuvo su recompensa. El farol volcado por fin se apagó tras ella, sumergiendo la caverna en la oscuridad. Pero Lexa, con su capacidad para penetrar nubes de cobre, todavía podía sentir a su enemigo. Había arrojado al suelo su bolsa de monedas la primera vez que sintió que había alguien en la cueva, así que no llevaba metal alguno que lo advirtiera de su avance. Se lanzó hacia delante, intentando agarrar a su enemigo por el cuello y darse la vuelta. Los pulsos alománticos no le permitían verlo, pero le decían exactamente dónde estaba. Esa sería ventaja suficiente.

Se equivocaba. Él la esquivó con la misma facilidad que antes.

Lexa permaneció inmóvil. Estaño, pensó. Puede oírme llegar.

Propinó una patada a uno de los estantes, y atacó de nuevo cuando el estrépito de la caída resonó con fuerza en la cámara, desparramando latas por el suelo. El impostor la eludió de nuevo. Lexa se quedó paralizada. Algo iba muy mal. De algún modo, él la sentía. La caverna enmudeció. Ni sonido ni luz rebotaba en sus paredes. Lexa se agazapó, los dedos de una mano apoyados ligeramente sobre la fría piedra que tenía delante. Podía sentir los latidos, el poder alomántico del hombre la barría en oleadas. Se concentró en eso, intentando diferenciar los metales que lo habían producido. Sin embargo, los pulsos parecían opacos. Confusos.

Hay algo familiar en ellos, advirtió. La primera vez que sentí a este impostor, pensé… pensé que era el espíritu de la bruma.

Había un motivo por el que los pulsos le parecían familiares. Sin luz que la distrajera, hizo conectar la figura con Lincoln y pudo ver lo que había estado pasando por alto. Su corazón empezó a latir rápidamente, y por primera vez aquella noche, prisión incluida, empezó a sentir miedo. Los pulsos eran iguales que los que había sentido hacía un año. Los pulsos que la habían conducido al Pozo de la Ascensión.

—¿Por qué has venido aquí? —susurró a la oscuridad.

Una carcajada retumbó en la caverna vacía. Fuerte, libre. Los latidos se acercaron, aunque ningún paso marcó el movimiento de la criatura. De pronto los pulsos se volvieron enormes y abrumadores. Barrieron a Lexa, incontenidos por los ecos de la caverna, un sonido irreal que atravesaba las cosas vivas y muertas. Lexa retrocedió en la oscuridad, y a punto estuvo de tropezar con los estantes que había derribado.

Tendría que haber sabido que no te dejarías engañar, dijo una amable voz en su cabeza. La voz de la criatura. Ya la había oído antes un año atrás, cuando la liberó de su prisión en el Pozo de la Ascensión.

—¿Qué quieres? —susurró.

Sabes lo que quiero. Siempre lo has sabido.

Y así era. Lo había sentido en el momento en que tocó a la cosa. Ruina, la llamó. Tenía deseos muy sencillos. Ver el mundo llegar a su fin.

—¡Te detendré! —exclamó Lexa. Sin embargo, era extraño no sentirse como una tonta diciendo aquellas palabras a una fuerza que no comprendía, una fuerza que existía más allá de los hombres y las palabras.

Se oyó otra carcajada, pero esta vez el sonido solo estuvo dentro de su cabeza. Todavía sentía el latido de Ruina, aunque no desde un lugar concreto. La rodeaba. Lexa se obligó a enderezarse.

¡Ah, Lexa!, dijo Ruina, en un tono de voz casi paternal. Actúas como si yo fuera tu enemigo.

—Eres mi enemigo. Pretendes terminar con lo que amo.

¿Y terminar es siempre malo?, preguntó la cosa. ¿No deben terminar algún día todas las cosas, incluso los mundos?

—No hace falta adelantar ese final —replicó Lexa—. No hay ningún motivo para forzarlo.

Todas las cosas están sujetas a su propia naturaleza, Lexa, dijo Ruina, y parecía flotar a su alrededor. Ella podía sentir su contacto, húmedo y delicado, como bruma. No puedes culparme por ser como soy. Sin mí, nada terminaría. Nada podría terminar. Y, por tanto, nada podría crecer. Yo soy la vida. ¿Lucharías contra la vida misma?

Lexa no dijo nada.

No llores porque ha llegado el día del fin del mundo, dijo Ruina. Ese final fue ordenado el mismo día de su concepción. Hay belleza en la muerte: la belleza de la finalidad, la belleza de completar las cosas. Nada está verdaderamente completo hasta el día que quede finalmente destruido.

—¡Basta! —exclamó Lexa, sintiéndose sola y agobiada en la fría oscuridad—. Deja de burlarte de mí. ¿Por qué has venido aquí?

¿Venir? ¿Por qué preguntas eso?

—¿Con qué propósito apareces ahora? —preguntó Lexa—. ¿Has venido simplemente a burlarte de mi prisión?

No he «aparecido», Lexa, dijo Ruina. Vaya, nunca me he ido. Siempre he estado contigo. Una parte de ti.

—Tonterías. Acabas de revelarte.

Me he revelado ante tus ojos, sí. Pero veo que no comprendes. Siempre he estado contigo, incluso cuando no podías verme.

Se detuvo, y se hizo el silencio, dentro y fuera de la cabeza de Lexa.

Cuando estás sola, nadie puede traicionarte, susurró una voz en el fondo de su cabeza. La voz de Lincoln. La voz que a veces oía, casi real, como una consciencia.

Había interpretado que la voz era solo parte de su psique, un residuo de las enseñanzas de Lincoln. Un instinto.

Cualquiera te traicionará, Lexa, dijo la voz, repitiendo un consejo que siempre le daba. Mientras hablaba, fue pasando de la voz de Lincoln a la de Ruina. Cualquiera. Siempre he estado contigo. Me has oído en tu mente desde tu primer año de vida.