La prisión de Ruina no era como las que retienen a los hombres. No estaba retenido entre barrotes.

De hecho, podía moverse en libertad. Su prisión, más bien, era de impotencia. En términos de fuerzas y dioses, esto significaba equilibrio. Si Ruina empujaba, la prisión empujaba a su vez, dejándolo esencialmente sin poder. Y, como mucho de su poder estaba despojado y oculto, era incapaz de afectar al mundo salvo en las formas más sutiles. Debería detenerme aquí y aclarar algo. Decimos que Ruina fue «liberado» de su prisión. Pero no es así exactamente. Liberar el poder del Pozo inclinó el mencionado equilibrio hacia Ruina, pero seguía estando demasiado débil para destruir el mundo en un parpadeo como anhelaba. Esta debilidad venía causada porque parte del poder de Ruina, su cuerpo mismo, le había sido arrebatado y escondido. Por esa razón Ruina estaba tan obsesionado con encontrar la parte oculta de su esencia.

47

Clarke esperaba entre las brumas. Antes, le parecían desconcertantes. Eran lo desconocido, algo misterioso y poco atractivo, algo que pertenecía a los alománticos y no a las personas normales. Sin embargo, ahora ella también era alomántica. Contemplaba los cambiantes y revueltos bancos de vapor. Ríos en el cielo. Sentía casi como si debiera dejarse llevar por alguna corriente fantasma. La primera vez que mostró poderes alománticos, Lexa le había explicado el lema ahora aciago de Raven: «Las brumas son nuestras amigas. Nos esconden. Nos protegen. Nos dan poder».

Clarke continuó mirando. Habían pasado tres días desde la captura de Lexa.

No tendría que haberla dejado ir, pensó de nuevo, el corazón en un puño. No tendría que haber accedido a un plan tan arriesgado.

Lexa había sido siempre quien la protegía. ¿Qué hacía ahora que ella estaba en peligro? Clarke se sentía impotente. Si la situación hubiera sido la inversa, Lexa habría encontrado un modo de entrar en la ciudad y rescatarla. Habría asesinado a Yomen, habría hecho algo. Y, sin embargo, Clarke no tenía aquella osada determinación suya. Planificaba demasiado, y estaba demasiado acostumbrada a la política. No podía arriesgarse a salvarla. Ya se había puesto en peligro una vez, y al hacerlo, había arriesgado el destino de todo su ejército. No podía dejarlos atrás otra vez y ponerse en peligro, sobre todo no entrando en Fadrex, donde Yomen ya había demostrado que era un hábil manipulador. No había habido más noticias de Yomen. Clarke esperaba notas de rescate, y le aterraba pensar lo que tendría que hacer si llegaban. ¿Podría cambiar el destino del mundo por la vida de Lexa? No. Lexa se había enfrentado a una decisión similar en el Pozo de la Ascensión, y había elegido la opción adecuada. Clarke debía seguir su ejemplo, tenía que ser fuerte. Sin embargo, la idea de que pudiera estar capturada casi la paralizaba de temor. Solo las brumas parecían reconfortarla de algún modo.

Estará bien, se dijo, no por primera vez. Es Lexa. Encontrará un modo de escapar. Estará bien.

También le parecía extraño que, después de toda una vida considerando las brumas inquietantes, ahora las encontrara tan reconfortantes. Lexa no las veía de esa forma, ya no. Clarke podía sentirlo en la forma en que actuaba, en las palabras que decía. Desconfiaba de las brumas. Incluso las odiaba. Y Clarke no podía reprochárselo. Después de todo, habían cambiado de algún modo, trayendo destrucción y muerte. Sin embargo, le resultaba difícil desconfiar de ellas. Le parecían bien. ¿Cómo podían ser su enemigo? Revoloteaban, girando a su alrededor suavemente mientras ella quemaba metales, como hojas que retozaran con un viento juguetón. Mientras permanecía allí, parecían aliviar sus preocupaciones sobre el cautiverio de Lexa, haciéndole confiar que ella encontraría una salida. Suspiró, sacudiendo la cabeza. ¿Quién era ella para confiar en sus propios instintos sobre las brumas y no en los de Lexa? Ella tenía los instintos de toda una vida de luchar por sobrevivir. ¿Qué tenía Clarke? ¿Instintos nacidos de toda una vida de bailes y fiestas?

Escuchó sonidos tras ella. Gente caminando. Clarke se volvió y vio a un par de criados que traían a Cett en su silla.

—Ese maldito violento no está por aquí, ¿no? —preguntó Cett mientras sus sirvientes lo dejaban en el suelo.

Clarke negó con la cabeza mientras Cett los despedía.

—No. Está investigando una especie de perturbación en las filas.

—¿Qué ha pasado esta vez?

—Una pelea —dijo Clarke, y se volvió para mirar las hogueras de guardia de Fadrex.

—Los hombres están inquietos. Son un poco como los koloss, ya sabes. Si los dejas a su aire demasiado tiempo, acaban por meterse en problemas.

En realidad, los koloss son como ellos, pensó Clarke. Tendríamos que haberlo visto antes. Son hombres… solo hombres reducidos a sus emociones más básicas.

Cett guardó silencio un rato, y Clarke continuó reflexionando. Al cabo de unos instantes, Cett habló, su voz extrañamente suave:

—Es como si estuviera ya muerta, hija. Lo sabes.

—No, no lo sé —contestó Clarke.

—No es invencible —dijo Cett—. Es una alomántica condenadamente buena, cierto. Pero quítale sus metales…

Te sorprenderá, Cett.

—Ni siquiera pareces preocupada.

—Claro que estoy preocupada —repuso Clarke, cada vez más segura—. Es que… bueno, confío en ella. Si alguien puede salir vivo de allí, es Lexa.

—Te niegas a admitir la verdad.

—Tal vez.

—¿Vamos a atacar? ¿A intentar rescatarla?

—Esto es un asedio, Cett. No tiene sentido atacar.

—¿Y nuestros suministros? —preguntó Cett—. Hoy Miller tuvo que dar media ración a los soldados. Con un poco de suerte, nosotros mismos no pasaremos hambre antes de que podamos hacer que Yomen se rinda.

—Aún tenemos tiempo.

—No mucho. No con Luthadel en plena revuelta —guardó silencio un momento, luego continuó—. Otra de mis partidas de saqueo ha regresado hoy. Los mismos informes.

La misma noticia que todas las demás. Clarke había autorizado a Cett a enviar soldados a las aldeas cercanas para asustar a la gente, quizá también para saquear algunos suministros. Sin embargo, cada uno de los grupos había vuelto con las manos vacías, contando la misma historia. La gente del reino de Yomen pasaba hambre. Las aldeas apenas sobrevivían. Los soldados no tuvieron valor para continuar haciéndoles daño, y de todas formas no había nada que saquear. Clarke se volvió hacia Cett.

—Crees que soy una mal líder, ¿verdad?

Cett alzó la cabeza, luego se rascó la barba.

—Sí —admitió—. Pero, bueno… Clarke, tienes una cosa como reina que yo nunca tuve.

—¿Y cuál es?

Cett se encogió de hombros.

—El pueblo te aprecia. Tus soldados confían en ti, y saben que eres demasiado buena por tu propio bien. Tienes un extraño efecto sobre ellos. Muchachos como esos deberían estar ansiosos por robar en las aldeas, incluso en las pobres. Sobre todo, considerando lo nerviosos que están nuestros hombres y las muchas peleas que ha habido en el campamento. Y, sin embargo, no lo hicieron. ¡Demonios!, uno de los grupos sintió tanta lástima por los aldeanos que se quedó unos días y les ayudó a regar los campos y a reparar algunas de las casas.

Cett suspiró, sacudiendo la cabeza:

—Hace unos años, me habría reído de quien eligiera la lealtad como base de gobierno. Pero, bueno…, con el mundo haciéndose pedazos como lo está, creo que incluso yo prefiero tener a alguien en quien confiar, y no a quien temer. Supongo que por eso los soldados actúan como lo hacen.

Clarke asintió.

—Pensaba que un asedio era una buena idea —dijo Cett—. Pero ya no creo que funcione, hija. La ceniza cae ahora con demasiada fuerza, y no tenemos suministros. Todo este asunto se está convirtiendo en un maldito caos. Tenemos que atacar y tomar lo que podamos de Fadrex, y luego retirarnos a Luthadel y tratar de conservarla durante el verano mientras nuestra gente cultiva cosechas.

Clarke guardó silencio. Luego se volvió y miró hacia un lado cuando oyó algo en las brumas. Gritaba y maldecía. Era débil: Cett probablemente no podía oírlo. Clarke corrió hacia el sonido, dejando a Cett atrás.

Otra pelea, comprendió mientras se acercaba a una de las hogueras para cocinar. Oyó voces, gritos y los sonidos de hombres peleando. Cett tiene razón. Buena voluntad o no, nuestros hombres están demasiado inquietos. Necesito…

—¡Basta ya! —exclamó una nueva voz. Justo delante, a través de las oscuras brumas, Clarke pudo ver que unas figuras se movían a la luz de las hogueras. Reconoció la voz: el general Miller había entrado en escena.

Clarke se detuvo. Más valía dejar que el general se encargara del asunto. Había una gran diferencia entre ser reprendido por el jefe militar o serlo por la emperatriz. Los hombres agradecerían que fuera Miller quien los castigara. La pelea, sin embargo, no se paró.

—¡Alto! —gritó de nuevo Miller, interviniendo. Unos cuantos lo escucharon y se detuvieron. El resto, sin embargo, continuó peleando. Miller se introdujo en la melé hasta separar a dos de los contrincantes.

Y uno de ellos le dio un puñetazo. De lleno en la cara. Miller cayó al suelo. Clarke maldijo, lanzó una moneda y se empujó hacia delante. Cayó directamente en mitad del corrillo, mientras aplacaba las emociones de los que peleaban.

—¡Alto! —gritó.

Se detuvieron. Uno de los soldados se alzaba sobre el caído general Miller.

—¿Qué está pasando aquí? —exigió Clarke, furioso. Los soldados agacharon la cabeza—. ¿Y bien?

Clarke se volvió hacia el hombre que había golpeado a Miller.

—Lo siento, mi señora —gimió el hombre—. Estábamos…

—Habla, soldado —ordenó Clarke, señalando. Tras aplacar las emociones del soldado, lo había vuelto dócil y conformista.

—Bueno, mi señora —dijo el hombre—. Están malditos, ya sabes. Son el motivo por el que cogieron a lady Lexa. Estaban hablando de la Superviviente y sus bendiciones, y me pareció una hipocresía, ¿sabes? Entonces, como es lógico, apareció su líder, exigiendo que paráramos. Yo…, bueno, me cansé de escucharlos, es todo.

Clarke frunció el ceño, airada. Un grupo de brumosos del ejército, con Bellamy a la cabeza, apareció entonces entre la multitud. Bellamy miró a Clarke a los ojos, y Clarke señaló con la cabeza a los hombres que estaban luchando. Bellamy se encargó rápidamente y se los llevó para castigarlos. Clarke se acercó para ayudar a Miller a ponerse en pie. El avezado general parecía más asombrado que otra cosa.

—Lo siento, mi señora —dijo en voz baja—. Tendría que haberlo visto venir. Tendría que haber estado preparado.

Clarke tan solo negó con la cabeza. Los dos esperaron en silencio hasta que Bellamy se reunió con ellos, mientras su policía retiraba a los alborotadores. El resto de la multitud se dispersó y regresó a sus deberes. La hoguera quedó ardiendo sola en la noche, como si fuera un nuevo símbolo de la mala suerte.

—Reconocí a varios de esos hombres —observó Bellamy—. Caídos por la bruma. Caídos por la bruma. Los hombres que, como Miller, habían estado enfermos durante semanas, en vez de un solo día.

—Esto es ridículo —repuso Clarke—. Estuvieron enfermos un poco más, ¿y qué? ¡Eso no los vuelve malditos!

—No comprendes la superstición, mi señora —dijo Miller, sacudiendo la cabeza y frotándose la barbilla—. Los hombres buscan a alguien a quien culpar de su mala suerte. Y… bueno, es fácil ver por qué consideran que su suerte ha sido mala últimamente. Se han portado duramente con todos los que enfermaron por causa del mal de las brumas, y mucho más aún con quienes estuvieron enfermos más tiempo.

—Me niego a aceptar esa estupidez en mi ejército —dijo Clarke—. Bellamy, ¿viste a ese que golpeó a Miller?

—¿Le han golpeado? —preguntó Bellamy, sorprendido—. ¿A su general?

Clarke asintió.

—El hombretón con el que estaba hablando. Se llama Brill, creo. Ya sabes lo que habrá que hacer.

Bellamy maldijo, apartando la mirada. Miller pareció incómodo.

—Tal vez podríamos solo… confinarlo en solitario o algo.

—No —dijo Clarke, entre dientes—. No, cumpliremos la ley. Si hubiera golpeado a su capitán, tal vez podríamos dejarlo correr. Pero ¿golpear deliberadamente a uno de mis generales? Habrá que ejecutar a ese hombre. La disciplina se está perdiendo.

Bellamy no quiso mirarla a la cara.

—La otra pelea que tuve que cortar fue también entre un grupo de soldados corrientes y un grupo de caídos por la bruma.

Clarke apretó los dientes, frustrada. Miller, sin embargo, la miró a los ojos. Ya sabes lo que hay que hacer, parecía decir. Ser reina no es siempre hacer lo que quieres, solía decir Diyoza. Es hacer lo que tiene que hacerse.

—Miller —dijo Clarke—. Creo que los problemas en Luthadel son aún más serios que nuestras dificultades con la disciplina. Azgeda nos pide apoyo. Quiero que reúnas a un grupo de hombres y acompañes por el canal al mensajero, Conrad. Ayuda a Azgeda y devuelve el control a la ciudad.

—Sí, mi señor —dijo Miller—. ¿Cuántos soldados han de acompañarme?

Clarke lo miró a los ojos.

—Unos trescientos bastarán.

Era el número de los caídos por la bruma. Miller asintió, y luego se retiró en la noche.

—Es lo mejor, Clarke —dijo Bellamy en voz baja.

—No, no lo es —respondió Clarke—. Como tampoco es justo tener que ejecutar a un soldado por un error de juicio. Pero tenemos que mantener a este ejército unido.

—Supongo.

Clarke se volvió para mirar hacia Ciudad Fadrex a través de las brumas.

—Cett tiene razón —dijo por fin—. No podemos continuar aquí sentados, no mientras el mundo se muere.

—Entonces, ¿qué hacemos? —preguntó Bellamy.

Clarke vaciló. ¿Qué hacer? ¿Retirarse y dejar a Lexa, y probablemente a todo el imperio, a su suerte? ¿Atacar, causando la muerte a miles de personas, convirtiéndose en la conquistadora que tanto temía? ¿Había algún otro modo de tomar la ciudad?

Clarke se volvió y echó a caminar. Se dirigió hacia la tienda de Jaha. Bellamy la siguió, curioso. El antiguo obligador estaba despierto, naturalmente. Jaha seguía un horario extraño. Se levantó apresuradamente, inclinando la cabeza con respeto. Allí, sobre la mesa, Clarke encontró lo que quería. Aquello en lo que había ordenado trabajar a Jaha. Mapas. Movimientos de tropas.

Yomen se niega a dejarse intimidar por mis soldados, pensó Clarke. Bien, veamos si podemos volver las tornas contra él.