Cuando Ruina quedó libre de su prisión, pudo influir en la gente con más fuerza, pero empalar a alguien con un clavo hemalúrgico era difícil, no importa cuáles fueran las circunstancias. Para conseguirlo, al parecer empezó con gente que ya tenía una tenue comprensión de la realidad. Su locura los volvía más abiertos a su contacto, y pudo usarlos para clavar a más gente estable. En cualquier caso, impresiona la de gente importante a la que consiguió dominar. La reina Azgeda, que entonces gobernaba en Luthadel, es un buen ejemplo de ello.
51
Clarke volaba a través de las brumas. Nunca había logrado hacer el truco que Lexa hacía con las herraduras. De algún modo, ella podía mantenerse en el aire, rebotando de un empujón a otro, y tirando luego de cada herradura que dejaba atrás después de haberla usado. Para Clarke, el proceso parecía un ciclón de trozos de metal potencialmente letales con Lexa en el centro. Lanzó una moneda, y luego se empujó en un poderoso salto. Había renunciado al método de las herraduras después de cuatro o cinco intentos fallidos. Lexa parecía extrañada de que le costara tanto; al parecer, lo había descubierto por su cuenta, y solo necesitó media hora de práctica para perfeccionarlo.
Pero, bueno, era Lexa.
Clarke lo hacía con monedas, que llevaba en una bolsa bastante grande. Los clips de cobre, las más pequeñas monedas imperiales, eran perfectos para su propósito, sobre todo porque al parecer era mucho más poderosa que otras nacidas de la bruma. Cada uno de sus empujones la llevaba más lejos de lo normal, y no usaba tantas monedas, ni siquiera cuando recorría largas distancias. Era bueno estar lejos. Se sintió libre mientras caía a través de la oscuridad, y luego avivó peltre y aterrizó con un golpe sordo. El terreno en este valle concreto estaba relativamente libre de ceniza: había volado con el viento, dejando un pequeño pasillo donde solo le llegaba hasta media pantorrilla. Así, pudo correr durante unos minutos, para variar. Una capa de bruma aleteaba tras ella. Llevaba ropas oscuras, en vez de uno de sus uniformes blancos. Parecía adecuado; además, nunca había tenido la oportunidad de ser una auténtica nacida de la bruma. Desde que había descubierto sus poderes, se había pasado la vida guerreando. Nunca había necesitado ir correteando en la oscuridad, sobre todo con Lexa cerca para hacerlo mejor.
Comprendo por qué a Lexa le parecía embriagador, pensó, lanzando otra moneda y saltando entre las cimas de dos colinas. Incluso con la tensión de la captura de su esposa y la amenaza para el imperio, había una abrumadora sensación de libertad en surcar las brumas. Casi le permitía olvidarse de las guerras, la destrucción y la responsabilidad.
Aterrizó entonces, con la ceniza casi hasta la cintura. Se detuvo unos instantes, contemplando el suave polvillo negro. No podía escapar de nada. Lexa corría peligro, el imperio se desmoronaba y su pueblo pasaba hambre. Su trabajo era arreglar estas cosas: esa era la carga que había asumido al convertirse en emperatriz. Se empujó al aire, dejando un rastro de ceniza aleteando tras ella en las brumas.
Espero que Gaia y Harper tengan mejor suerte en Urteau, pensó. Le preocupaba la situación en Fadrex, y el Dominio Central iba a necesitar el grano del depósito de Urteau si querían plantar suficiente alimento para el próximo invierno.
No podía preocuparse por eso ahora. Simplemente tenía que contar con que sus amigos fueran eficaces. El trabajo de Clarke era hacer algo para ayudar a Lexa. No podía quedarse sentada esperando en el campamento, dejando que Yomen tirara de los hilos. Y, sin embargo, no se atrevía a intentar asesinar a Yomen… no después de que el hombre las hubiera engañado a las dos tan astutamente. Y por eso Clarke corría, dirigiéndose al norte, hacia la última ubicación conocida del ejército koloss. El tiempo para las sutilezas y la diplomacia se había terminado. Clarke necesitaba una amenaza, algo que pudiera colocar sobre la cabeza de Yomen y, si era necesario, utilizar para golpearlo. Y no había nada mejor para golpear una ciudad que los koloss. Tal vez fuera una necia por buscar ella sola a los brutos. Tal vez fuera un error renunciar a la diplomacia. Sin embargo, había tomado su decisión. Parecía que había fracasado en tantas cosas últimamente (proteger a Lexa, mantener a salvo a Luthadel, defender a su pueblo), que simplemente necesitaba actuar. Vio luz en las brumas ante ella. Aterrizó y echó a correr por un campo de ceniza hasta las rodillas. Solo el peltre avivado le dio fuerzas para conseguirlo. Cuando se acercó, vio una aldea. Oyó gritos. Vio sombras que corrían aterradas. Saltó, lanzando una moneda, avivando sus metales. Atravesó las brumas, se alzó sobre la aldea y sus asustados habitantes, la capa de bruma aleteando. Varias casas estaban en llamas. Y, con esa luz, pudo ver las enormes masas oscuras de los koloss moviéndose por las calles. Clarke escogió a una bestia que alzaba su arma para golpear, y entonces tiró. Debajo, oyó gruñir al koloss, pero consiguió aferrarse a su arma. Sin embargo, el koloss no era mucho más pesado que Clarke, y por eso se elevó al aire por un brazo mientras Clarke caía. Clarke se empujó contra el gozne de una puerta cuando se precipitaba, pasando junto al confuso koloss que volaba. Roció de monedas a la bestia. Bestia y arma giraron en el aire. Clarke aterrizó en la calle junto a un grupo de aterrorizados skaa. El arma del koloss golpeó la tierra cenicienta de punta, a su lado. El koloss cayó muerto al otro lado de la calle. Un numeroso grupo de koloss se volvió: los ojos inyectados en sangre brillaban a la luz del incendio, el frenesí los excitaba ante la perspectiva de un desafío. Clarke tendría que asustarlos primero antes de poder tomar el control. Esta vez anhelaba hacerlo.
¿Cómo pueden haber sido personas?, se preguntó Clarke, lanzándose hacia delante y recogiendo del suelo la espada del koloss caído al pasar, levantando un chorro de tierra negra. El lord Legislador había creado a las criaturas. ¿Era esto lo que les sucedía a sus detractores? Las criaturas tenían gran fuerza y fortaleza, y podían subsistir con apenas alimento. Sin embargo, convertir a hombres, incluso a tus enemigos, en monstruos como estos…
Clarke cargó, derribando a una bestia al cortarle las piernas por las rodillas. Entonces saltó y cercenó el brazo de otra. Giró y clavó su burda espada en el pecho de una tercera. No sintió ningún remordimiento al matar a inocentes. Aquella gente estaba muerta. Las criaturas que quedaban se propagarían usando a otros humanos, a menos que fueran detenidas.
O a menos que fueran controladas.
Clarke gritó, abriéndose paso entre el grupo de koloss, empuñando una espada que tendría que haber sido demasiado pesada para ella. Más y más criaturas la advirtieron, y se volvieron para correr por las calles a la luz de los edificios en llamas. Según los informes de los exploradores, se trataba de un grupo muy numeroso: de unos treinta mil. Esa cantidad podía arrasar rápidamente una aldea tan pequeña, aniquilándola como si fuera un montoncito de ceniza ante los vientos de una tormenta. Clarke no lo permitiría. Luchó, mató a una bestia tras otra. Había venido a procurarse un nuevo ejército; pero, a medida que pasaba el tiempo, descubrió que luchaba por otro motivo. ¿Cuántas aldeas como esta habían sido destruidas sin que nadie en Luthadel se parara a pensar siquiera en ellas? ¿A cuántos súbditos (para Clarke, aunque ellos no lo supieran) había perdido ante los koloss? ¿Cuántos no había protegido ya?
Clarke decapitó a un koloss y luego se giró, empujando a dos bestias más pequeñas con sus espadas. Una enorme criatura de dos metros y medio avanzaba hacia ella, el arma levantada. Clarke apretó los dientes, y entonces alzó su propia espada, avivando peltre. Un arma encontró a la otra en la aldea en llamas, el metal resonó como un yunque bajo el martillo. Y Clarke aguantó, igualando la fuerza de un monstruo que le doblaba en altura.
El koloss vaciló, aturdido.
Soy más fuerte de lo que debería, pensó Clarke mientras giraba y le cortaba el brazo a la sorprendida criatura. ¿Por qué no puede esta fuerza proteger al pueblo que gobierno?
Gritó, partiendo en dos al monstruo por la cintura, aunque solo fuera para demostrar que podía hacerlo. La bestia cayó rota en dos sangrientos pedazos.
¿Por qué?, pensó Clarke, airado. ¿Qué fuerza debo poseer, qué he de hacer, para protegerlos?
Las palabras de Lexa, pronunciadas meses atrás en la ciudad de Vetitan, volvieron a ella. Había dicho que lo hacía todo a corto plazo. ¿Qué más podía hacer? No era una matadora de dioses, no era un héroe divino de ninguna profecía. Solo era una mujer. Y parecía que hoy en día las mujeres corrientes no valían mucho, ni siquiera las alománticas. Gritó mientras mataba, segando otra manada de koloss. Y, sin embargo, como sus esfuerzos allá en Fadrex, no parecía suficiente. A su alrededor, la aldea seguía ardiendo. Mientras luchaba, podía oír a las mujeres llorar, a los niños chillar, a los hombres morir. Incluso los esfuerzos de una nacida de la bruma eran insignificantes. Podía matar y matar, que eso no salvaría a la gente de la aldea. Empujaba y aplacaba, pero los koloss seguían resistiéndose. No logró poner ni a uno bajo su control. ¿Significaba eso que los manejaba un inquisidor? ¿O era que simplemente no estaban lo bastante asustados?
Siguió luchando. Y, al hacerlo, el dominio de la muerte a su alrededor pareció una metáfora de todo lo que había vivido en estos tres últimos años. Tendría que haber podido proteger al pueblo: lo había intentado con todas sus fuerzas… Había detenido ejércitos, derrocado a tiranos, rehecho leyes y robado suministros. Y, sin embargo, todo eso era una diminuta gota de salvación en un enorme océano de muerte, caos y dolor. No podía salvar al imperio protegiendo una esquinita, como tampoco podía salvar a la aldea matando a una pequeña fracción de los koloss. ¿De qué servía matar a otro monstruo, si era sustituido por dos más? ¿De qué servía la comida para alimentar a su pueblo si la ceniza lo ahogaba todo de todas las formas posibles? ¿De qué servía ella, una emperatriz incapaz de defender a los habitantes de una sola aldea?
Clarke nunca había deseado el poder. Lo suyo eran la teoría y la erudición: gobernar un imperio había sido principalmente un ejercicio académico para ella. Sin embargo, mientras seguía luchando en la oscura noche entre las ardientes brumas y la ceniza que caía, empezó a comprender. A medida que la gente moría a su alrededor, pese a sus más frenéticos esfuerzos, pudo ver qué llevaba a los hombres en busca de poder y más poder. Poder para proteger. En ese momento, habría aceptado el poder de un dios, si eso significaba tener fuerza para salvar a la gente que lo rodeaba. Derribó a otro koloss, y entonces se giró al oír un grito. Una joven estaba siendo sacada a rastras de una casa cercana, a pesar de que un anciano se agarraba a su brazo y ambos gritaban pidiendo auxilio. Clarke echó mano a su cinto y liberó su bolsa de monedas. Las arrojó al aire, y simultáneamente empujó algunas de las monedas que había dentro y tiró de otras. El saco explotó con un tintineo de metal, y Clarke lanzó unas cuantas hacia el cuerpo del koloss que tiraba de la mujer. La bestia gimió, pero no cedió. Las monedas rara vez funcionaban contra los koloss: había que golpear bien para matarlos. Lexa podía hacerlo. Clarke no estaba de humor para sutilezas, aunque hubiera tenido esa cualidad. Lanzó un grito de desafío, arrojando más monedas a la bestia. Las levantó del suelo hacia sí mismo, y luego las lanzó hacia delante, arrojando un proyectil tras otro contra el cuerpo azul de la criatura. Su espalda se convirtió en una brillante masa de sangre demasiado roja, hasta que finalmente se desplomó. Clarke se dio media vuelta, dando la espalda al aliviado padre y a su hija para enfrentarse a otro koloss. La bestia alzó su arma para golpear, pero Clarke tan solo le gritó, llena de furia.
¡Tendría que poder protegerlos!, pensó. Necesitaba asumir el control del grupo entero, no perder el tiempo luchando uno por uno. Pero se resistían a su alomancia, aunque volviera a empujar sus emociones. ¿Dónde estaba el inquisidor guardián?
Cuando el koloss blandió su arma, Clarke avivó peltre y se lanzó a un lado, y luego cercenó la mano de la criatura a la altura de la muñeca. La bestia gritó de dolor y Clarke volvió a la lucha. Los aldeanos empezaban a congregarse a su alrededor. Obviamente, no contaban con ningún entrenamiento para la guerra: lo más probable era que estuvieran bajo la protección de Yomen y no tuvieran que preocuparse de bandidos ni ejércitos vagabundos. Sin embargo, pese a su falta de habilidad, sabían que debían permanecer siempre cerca de la nacida de la bruma. Sus ojos desesperados y suplicantes impulsaron a Clarke, haciéndole derribar un koloss tras otro. De momento, no tuvo que preocuparse por el valor moral de la situación. Simplemente podía luchar. El deseo de batalla ardía en su interior como metal; el deseo, incluso, de matar. Por eso continuó luchando, luchando por la sorpresa en los ojos de la gente de la aldea, por la esperanza que parecía inspirar cada uno de sus golpes. Ellos habían dado sus vidas por perdidas, y entonces una mujer cayó del cielo para defenderlos. Dos años antes, durante el asedio de Luthadel, Lexa había atacado la fortificación de Cett y había matado a trescientos de sus soldados. Clarke confió en que tenía buenos motivos para el ataque, pero nunca había comprendido cómo pudo hacer una cosa así. Al menos, hasta esta noche, luchando en una aldea sin nombre, con el cielo oscuro inundado de ceniza, las brumas en llamas, los koloss muriendo a docenas ante ella. El inquisidor no apareció. Frustrada, Clarke se apartó de un grupo de koloss, dejando a uno moribundo, y luego apagó sus metales. Las criaturas lo rodearon, y ella quemó duralumín, luego quemó cinc, y tiró.
La aldea quedó en silencio.
Clarke vaciló, tambaleándose levemente mientras terminaba su giro. Contempló la ceniza, volviéndose hacia los restantes koloss, miles y miles de ellos, quienes ahora permanecían inmóviles y pacientes a su alrededor, por fin bajo su control.
Es imposible tomarlos a todos a la vez, pensó Clarke, con cautela. ¿Qué le había sucedido al inquisidor? Solía haber uno con una turba de koloss así de grande. ¿Había huido? Eso explicaría por qué de repente Clarke había podido controlarlos. Preocupada, aunque sin saber qué otra cosa hacer, se volvió para escrutar la aldea. Algunas personas se habían reunido y la miraban. Parecían anonadados: en vez de hacer algo con los edificios en llamas, simplemente permanecían de pie en la bruma, mirándola. Tendría que haberse sentido triunfante. Y, sin embargo, su victoria quedó manchada por la ausencia del inquisidor. Además, la aldea estaba ardiendo; a estas alturas, había muy pocas estructuras que no estuvieran en llamas. Clarke no había salvado a la aldea. Había encontrado su ejército de koloss, como había planeado, pero sentía que había fracasado. Suspiró, dejando caer la espada entre sus dedos cansados y sanguinolentos, y se dirigió a los aldeanos. Mientras avanzaba, le sorprendió el número de cadáveres koloss que dejaba atrás. ¿De verdad había matado a tantos?
Otra parte de ella, ahora aplacada pero aún ardiente, lamentaba que el momento de matar hubiera terminado. Se detuvo ante un silencioso grupo de aldeanos.
—Tú eres ella, ¿verdad? —preguntó un anciano.
—¿Quién?
—El lord Legislador —susurró el hombre.
Clarke miró su uniforme negro envuelto en su capa de bruma, ambos manchados de sangre.
—Casi —dijo, volviéndose hacia el este, hacia donde su ejército humano estaba acampado a muchos kilómetros de distancia, esperando que regresara con una nueva fuerza koloss para ayudarlos. Solo había un motivo para que hiciera eso. Finalmente, reconoció lo que había decidido, de manera inconsciente, en el momento en que partió para encontrar más criaturas.
El momento de matar no ha terminado todavía, pensó. Acaba de empezar.
