Sospecho que Josephine, la mujer a la que mató Sheidheda, era una brumosa: una buscadora. La alomancia, no obstante, era diferente en aquellos días, y mucho más rara. Los alománticos vivos en nuestra época son descendientes de los hombres que comieron aquellas pocas perlas del poder de Conservación. Formaron la base de la nobleza, y fueron los primeros en llamarlo emperador. El poder de aquellas pocas perlas estaba tan concentrado que pudo durar diez siglos de reproducción y herencia.
62
Gaia esperaba fuera de la habitación. Fantasma yacía en su cama, todavía envuelto en vendajes. El muchacho no se había despertado desde su hazaña, y Gaia tampoco estaba segura de que fuera a hacerlo alguna vez. Aunque viviera, tendría horribles cicatrices el resto de su vida.
Esto demuestra una cosa, pensó Gaia. El muchacho no tiene peltre. Si Fantasma hubiera podido quemarlo, habría sanado mucho más rápido. Gaia le había administrado un frasquito de peltre por si acaso, y no había notado ninguna diferencia. El muchacho no se había convertido místicamente en violento. En cierto modo, era reconfortante. Significaba que el mundo de Gaia aún tenía sentido.
Dentro de la habitación, la muchacha, Anya, estaba sentada a la vera de Fantasma. Venía todos los días a pasar algún tiempo con él. Más tiempo, incluso, que el que pasaba con su hermano, Nyko. El Ciudadano tenía un brazo roto y algunas heridas más, pero nada letal. Aunque Harper gobernaba en Urteau, Nyko seguía siendo una autoridad, y parecía haberse vuelto más… amable. Ahora parecía dispuesto a considerar una alianza con Clarke. A Gaia le resultaba extraño que Nyko se mostrara tan cooperador. Habían entrado en su ciudad, habían sembrado el caos y casi lo habían matado. ¿Y ahora escuchaba sus ofertas de paz? Desde luego, Gaia recelaba. El tiempo lo diría. Dentro de la habitación, Anya se volvió levemente y advirtió a Gaia en la puerta. Sonrió y se puso en pie.
—Por favor, lady Anya —dijo Gaia, entrando—. No te levantes.
Ella se sentó de nuevo mientras Gaia avanzaba. Revisó el vendaje de Fantasma, comprobó el estado del joven, comparando notas del interior de los textos médicos de sus mentecobres. Anya observaba en silencio. Cuando terminó, se volvió para marcharse.
—Gracias —dijo Anya desde atrás.
Gaia se detuvo. Ella miró a Fantasma.
—¿Crees…, quiero decir, ha cambiado su estado?
—Me temo que no, lady Anya. No puedo prometer nada en lo referido a su recuperación.
Ella sonrió débilmente, y se volvió hacia el muchacho herido.
—Lo conseguirá —dijo.
Gaia frunció el ceño.
—No es solo un hombre —dijo Anya—. Es algo especial. No sé qué hizo para recuperar a mi hermano, pero Nyko es como era antes de que empezara toda esta locura. Y la ciudad. La gente vuelve a tener esperanza. Eso es lo que Fantasma quería.
Esperanza…, pensó Gaia, estudiando los ojos de la muchacha. Lo quiere de verdad.
En cierto modo, a Gaia le parecía una tontería. ¿Cuánto tiempo hacía que conocía al muchacho? ¿Unas pocas semanas? En ese breve período de tiempo, Fantasma no solamente se había ganado el amor de Anya, sino que se había convertido en el héroe de toda una ciudad.
Ella se sienta a esperar, y tiene fe en que se recupere, pensó Gaia. Sin embargo, al verlo, lo primero que yo pienso es cómo me alivia que no fuera un brazo de peltre.
¿Tan insensible se había vuelto Gaia? Tan solo dos años antes, estuvo dispuesta a enamorarse sin esperanza de una mujer que se había pasado casi toda la vida castigándola. Una mujer con quien solo había pasado unos días preciosos. Se dio media vuelta y salió de la habitación. Gaia se dirigió a sus aposentos en la mansión del noble que habían ocupado, su nuevo hogar ahora que su anterior residencia era una ruina calcinada. Era agradable tener de nuevo paredes y escaleras corrientes, en vez de interminables estantes unidos por paredes cavernosas. En su escritorio estaba el cartapacio abierto, su forro de tela manchado de ceniza. Un fajo de páginas a la izquierda, y otro a la derecha. Solo quedaban diez páginas en el fajo de la derecha. Tras inspirar profundamente, Gaia se acercó y se sentó. Era hora de terminar. Acababa la mañana del día siguiente cuando colocó la última hoja sobre el fajo de la izquierda. Había repasado rápidamente estas diez últimas páginas, pero había podido concederles toda su atención, pues no le distraía cabalgar mientras leía ni ninguna otra preocupación. Consideraba que había dado a cada una la consideración debida. Permaneció sentada un rato, fatigada, y no solo por la falta de sueño. Se sentía… aturdida. Su tarea había terminado. Después de un año de trabajo, había revisado todas y cada una de las religiones que tenía almacenadas. Y las había eliminado todas. Era extraño cuántos elementos en común tenían todas. La mayoría sostenía ser la autoridad definitiva y denunciaba a las otras creencias. La mayoría hablaba de otra vida tras la muerte, pero no ofrecía ninguna prueba. La mayoría hablaba de un dios o unos dioses, pero, de nuevo, tenía poca justificación para sus enseñanzas. Y cada una de ellas estaba plagada de inconsistencias y falacias lógicas. ¿Cómo podían creer los hombres en algo que predicaba amor, por un lado, y enseñaba a destruir a los infieles por otro? ¿Cómo se racionalizaba la fe sin ninguna prueba? ¿Cómo podían esperar sinceramente tener fe en algo que hablaba de milagros y maravillas en el lejano pasado, pero que daba cuidadosamente excusas de por qué esas cosas no sucedían en la actualidad?
Y luego, naturalmente, estaba el último copo de ceniza de la pila: eso que, en su opinión, ninguna de las religiones conseguía demostrar. Todas enseñaban que los creyentes serían bendecidos. Y todas carecían de respuesta para explicar por qué sus dioses siempre habían permitido que los creyentes fueran capturados, encarcelados, esclavizados y masacrados por un hereje conocido como Sheidheda, el lord Legislador. El fajo de páginas estaba colocado en la mesa ante ella, boca abajo. Eso significaba que no había ninguna verdad. Ninguna fe que le devolviera a Diyoza. No había nada que vigilara a los hombres, al contrario de lo que Fantasma había afirmado con tanto ímpetu. Gaia pasó los dedos por la última página, y por fin, la depresión que había estado combatiendo y apenas había mantenido a raya durante tanto tiempo, fue demasiado fuerte para poder resistirse a ella. El cartapacio había sido su última línea de defensa. Dolor. Eso producía la pérdida. Dolor y aturdimiento al mismo tiempo; un alambre de espino que se retorcía en su pecho junto con una absoluta incapacidad para hacer nada al respecto. Le apetecía agazaparse en un rincón, echar a llorar y esperar la muerte.
¡No!, pensó. Tiene que haber algo…
Palpó bajo la mesa, buscando con dedos temblorosos el saco de las mentes de metal. Sin embargo, en su lugar sacó un tomo grande y grueso. Lo colocó sobre la mesa junto con el cartapacio, y luego lo abrió por una página al azar. Palabras escritas con dos letras diferentes. Una era cuidada y fluida. La suya propia. La otra, tersa y decidida. La de Diyoza. Apoyó los dedos en la página. Diyoza y ella habían recopilado juntos este libro, en el que descifraban la historia, las profecías y los significados que rodeaban al Héroe de las Eras. Mucho antes de que a Gaia hubiera dejado de importarle.
Eso es mentira, pensó, cerrando el puño. ¿Por qué me miento a mí misma? Sigue importándome. Nunca dejó de importarme. Si hubiera dejado de importarme, no estaría investigando todavía. Si no me importara tanto, esta sensación de traición no sería tan dolorosa.
Raven había hablado de esto. Luego Lexa había hecho lo mismo. Gaia nunca esperó tener sentimientos similares. ¿Quién podía herirla tan profundamente para hacer que se sintiera traicionada? No era como las otras mujeres. Lo admitía no por arrogancia, sino porque se conocía a sí misma. Perdonaba a la gente, quizás en exceso. Simplemente, no era de las que se sienten amargadas. Por lo tanto, había dado por hecho que nunca tendría que tratar con estas emociones. De ahí que estuviera tan poco preparada para ser traicionada por lo único que no podía aceptar como imperfecto. No podía creer. Si creyera, eso significaba que Dios (o el universo, o lo que vigilaba a los hombres) había fracasado. Más valía creer que no había nada. Así, todas las inconsecuencias del mundo eran mera cuestión de azar. No algo causado por un dios que les había fallado. Gaia miró el tomo abierto y advirtió un pequeño papel que sobresalía entre sus páginas. Lo sacó, y le sorprendió encontrar la imagen de una flor que le había dado Lexa, la que llevaba la esposa de Raven. La que había usado para darse esperanza. Para recordar un mundo que existía antes de la llegada del lord Legislador. Alzó la cabeza. El techo era de madera, pero la luz roja del sol, refractada en la ventana, se extendía por él.
—¿Por qué? —susurró—. ¿Por qué dejarme así? Lo estudié todo sobre ti. Aprendí las religiones de quinientos pueblos y sectas distintos. Enseñé sobre ti cuando otras mujeres habían renunciado mil años antes.
»¿Por qué me dejas a mí sin esperanza, cuando otros pueden tener fe? ¿Por qué me dejas en la duda? ¿No debería estar más segura que los demás? ¿No debería haberme protegido mi conocimiento?
Y, sin embargo, su fe la había vuelto aún más susceptible. En eso consiste la confianza, pensó Gaia. En darle a otra persona poder sobre ti. Poder para hacerte daño. Por eso había renunciado a sus mentes de metal. Por eso había decidido estudiar las religiones una a una, tratando de encontrar la que no tuviera defectos.
Nada que le fallara. Tenía sentido. Mejor no creer que descubrir que estaba equivocada. Gaia volvió
a agachar la cabeza. ¿Por qué se le ocurría hablarle al cielo? Allí no había nada.
Nunca lo había habido.
Fuera, en el pasillo, oyó voces.
—Mi querido perrito —decía Harper—, sin duda podrás quedarte un día más.
—No —respondió TenSoon el kandra, hablando con su voz perruna—. Debo encontrar a Lexa lo antes posible.
Incluso el kandra, pensó Gaia. Incluso una criatura inhumana tiene más fe que yo.
Y, sin embargo, ¿cómo podían comprenderlo? Gaia cerró los ojos con fuerza, sintiendo que un par de lágrimas asomaban a sus comisuras. ¿Cómo podía nadie comprender el dolor de una fe traicionada? Ella había creído. Pero, cuanta más esperanza había necesitado, más vacío había encontrado.
Cogió el libro y luego cerró el cartapacio, dejando en su interior los inadecuados sumarios. Se volvió hacia la chimenea. Era mejor quemarlo todo sin más. La fe… Recordó una voz del pasado. Su propia voz, hablándole a Lexa aquel terrible día tras la muerte de Raven. La fe no es solo para los bellos momentos y los días felices. ¿Qué es creer, qué es la fe si no persistes en ella después del fracaso?
¡Qué inocente era!
Mejor confiar y ser traicionada, pareció susurrar Raven. Era uno de los lemas de la Superviviente. Mejor amar y ser lastimada.
Gaia cogió el tomo. Era algo carente de significado. Su texto podía ser cambiado por Ruina en cualquier momento. ¿Y en eso sí creo?, pensó con frustración. ¿Tengo fe en este Ruina, pero no en algo mejor?
Guardó silencio, sujetando el libro, escuchando a Harper y TenSoon fuera de la habitación. El libro era un símbolo para ella. Representaba lo que una vez había sido. Representaba el fracaso. Alzó de nuevo la mirada. Por favor, pensó. Quiero creer. De verdad. Yo… necesito algo. Algo más que sombras y recuerdos. Algo real. Algo verdadero. ¿Por favor?
—¡Adiós, aplacadora! —dijo TenSoon—. Dale recuerdos de mi parte a la Anunciadora.
Entonces Gaia oyó que Harper se marchaba. TenSoon recorrió el pasillo con sus silenciosas patas de perro.
Anunciadora…
Gaia vaciló.
Esa palabra…
Gaia se sintió aturdida durante un instante. Después abrió la puerta y salió al pasillo. La puerta se cerró de golpe, sobresaltó a Harper. TenSoon se detuvo al fondo del pasillo, cerca de las escaleras. Se volvió para mirar a Gaia.
—¿Cómo me has llamado? —preguntó Gaia.
—Anunciadora —contestó TenSoon—. ¿No fuiste tú quien señaló a lady Lexa como Héroe de las Eras? Pues entonces ese es tu título.
Gaia cayó de rodillas, y plantó en el suelo, ante ella, el libro que había escrito conjuntamente con Diyoza. Fue pasando las páginas hasta localizar una en concreto, escrita por ella misma. Yo me creía la Sagrada Testigo, decía, la profeta que descubriría al Héroe de las Eras. Eran palabras de Gabriel, el hombre que originalmente había llamado Héroe a Josephine. A partir de estos escritos, que eran las únicas pistas sobre la religión original de Terris, Gaia y los todos los demás habían conseguido extraer lo poco que sabían de las profecías del Héroe de las Eras.
—¿Qué es esto? —preguntó Harper, agachándose y echando un vistazo a las palabras—. ¡Humm! Parece que confundes el término, mi querido perrito. No es «Anunciadora», sino «Sagrada Testigo».
Gaia alzó la cabeza.
—Es uno de los párrafos que cambió Ruina, Harper —susurró en voz baja—. Cuando lo escribí era diferente, pero Ruina lo alteró, tratando de engañarnos a Lexa y a mí para que cumpliéramos sus profecías. Los skaa habían empezado a llamarme la Sagrada Testigo, su propio término. Así que Ruina cambió retroactivamente los escritos de Gabriel para que parecieran una referencia profética hacia mí.
—¿Ah, sí? —preguntó Harper, frotándose la barbilla—. ¿Y qué decía antes?
Gaia ignoró la pregunta y miró a TenSoon a los ojos.
—¿Cómo lo sabías? —preguntó—. ¿Cómo conocías las palabras de las antiguas profecías de Terris?
TenSoon se sentó sobre sus cuartos traseros.
—Me resulta extraño, terrisana. Hay una gran inconsistencia en todo esto, un problema que a nadie se le ha ocurrido señalar. ¿Qué pasó con los porteadores que viajaron con Sheidheda y Josephine hasta el Pozo de la Ascensión?
Sheidheda. El hombre que se había convertido en lord Legislador.
Harper se irguió.
—Esa es fácil, kandra —respondió, agitando su bastón—. Todo el mundo sabe que, cuando el lord Legislador subió al trono de Khlennium, convirtió en nobles a sus amigos de confianza. Por eso la nobleza del Imperio Final estaba tan mimada: eran descendientes de los buenos amigos de Sheidheda.
TenSoon no dijo nada.
No, pensó Gaia, asombrado. No… ¡no puede ser!
—No pudo haber convertido en nobles a esos porteadores.
—¿Por qué no? —preguntó Harper.
—Porque los nobles se convirtieron en alománticos —contestó Gaia, poniéndose en pie—. Los amigos de Sheidheda eran feruquimistas. Si los hubiera convertido en nobles, entonces…
—Entonces ellos lo habrían desafiado —dijo TenSoon—. Se podrían haber convertido en alománticos y feruquimistas a la vez, como él, y tener sus mismos poderes.
—Sí —corroboró Gaia—. Se pasó diez siglos intentando eliminar la feruquimia de la población de Terris… ¡Todo por miedo a que alguien naciera con feruquimia y alomancia! Los amigos que fueron con él al Pozo habrían sido peligrosos, ya que obviamente eran poderosos feruquimistas, y sabían lo que Sheidheda le había hecho a Josephine. Sheidheda tuvo que hacer algo con ellos. Algo para secuestrarlos, quizás incluso matarlos…
—No —dijo TenSoon—. No los mató. Llamáis monstruo al Padre, pero no era un hombre malvado. No mató a sus amigos, aunque reconoció la amenaza que suponían para él sus poderes. Así que les ofreció un trato, hablando directamente a sus mentes mientras detentaba el poder de la creación.
—¿Qué trato? —preguntó Harper, sin duda confundida.
—Inmortalidad —dijo TenSoon en voz baja—. A cambio de su feruquimia. La entregaron, junto con algo más.
Gaia miró a la criatura del pasillo, una criatura que pensaba como un hombre, pero tenía la forma de una bestia.
—Renunciaron a su humanidad —susurró Gaia.
TenSoon asintió.
—¿Siguen vivos? —preguntó Gaia, dando un paso adelante—. ¿Los compañeros del lord Legislador? ¿Los mismos terrisanos que subieron con él al Pozo?
—Los llamamos la Primera Generación —respondió TenSoon—. Los fundadores del pueblo kandra. El Padre transformó a todos los feruquimistas vivos en espectros de la bruma, iniciando así la raza. Sus buenos amigos, sin embargo, recuperaron el sentido del yo con unos cuantos clavos hemalúrgicos. Has hecho mal tu trabajo, guardadora. Esperaba que me sonsacaras todo esto mucho antes de tener que marcharme.
He sido una necia, pensó Gaia, parpadeando para contener las lágrimas. Una necia total.
—¿Qué? —preguntó Harper, frunciendo el ceño—. ¿Qué está pasando? ¿Gaia? Mi querida amiga, ¿por qué estás tan azorada? ¿Qué significan las palabras de esta criatura?
—Significan esperanza —contestó Gaia, y entró en tromba en su habitación y empezó a meter ropa en su mochila de viaje.
—¿Esperanza? —repuso Harper, asomándose.
Gaia se volvió para mirarla. El kandra se había acercado y estaba detrás de Harper en el pasillo.
—La religión de Terris, Harper —dijo Gaia—. Aquello para lo que fue fundada mi secta, lo que mi pueblo ha pasado siglos intentando descubrir. Sigue viva. No en palabras escritas que puedan ser corrompidas o cambiadas, sino en las mentes de los hombres que la practicaron.
¡La fe de Terris no está muerta!
Había una religión más que añadir a la lista. Su misión no había terminado todavía.
—¡Rápido, guardadora! —exclamó TenSoon—. Estaba preparado para ir sin ti, puesto que todo el mundo me decía que habías dejado de preocuparte por estas cosas. Pero, si vienes, te mostraré el camino a mi tierra…, me coge de camino en la búsqueda de Lexa. Esperemos que puedas convencer a la Primera Generación de lo que yo no he podido.
—¿De qué? —preguntó Gaia, todavía empaquetando.
—De que el fin ha llegado.
