Los kandra decían siempre que eran de Conservación, mientras que los koloss e inquisidores eran de Ruina. Sin embargo, los kandra llevaban clavos hemalúrgicos, igual que los demás. ¿Lo que decían, entonces, era solo una pura ilusión?

No, creo que no. El lord Legislador los creó para que fueran espías. Cuando decían eso, la mayoría de nosotros interpretaba que planeaba utilizarlos como espías de su nuevo gobierno, por su habilidad para imitar a otras personas. De hecho, fueron usados para este propósito. Pero veo algo mucho más grandioso en su existencia. Eran los agentes dobles del lord Legislador, plantados con clavos hemalúrgicos, pero se les había encomendado, enseñado, obligado a liberarse cuando Ruina tratara de apoderarse de ellos. En el momento de triunfo de Ruina, cuando siempre dimos por hecho que los kandra serían suyos a capricho, la enorme mayoría de ellos inmediatamente cambió

de bando y le impidió hacerse con su premio.

En efecto, eran de Conservación.

80

—La terrisana hizo un buen trabajo en este lugar, mi señora —dijo Miller.

Clarke asintió, mientras recorría el silencioso campamento nocturno con las manos a la espalda. Se alegraba de haberse detenido a ponerse un uniforme blanco nuevo antes de dejar Fadrex. Como se suponía, la ropa llamaba la atención. La gente parecía llenarse de esperanza nada más verla. Sus vidas se habían sumido en el caos: necesitaban saber que su líder era consciente de su situación.

—Como puedes ver, el campamento es enorme —continuó diciendo Miller—. Varios cientos de miles de personas viven aquí ahora. Sin los terrisanos, dudo que los refugiados hubieran sobrevivido. Tal como están las cosas, conseguimos reducir la enfermedad al mínimo, organizar equipos para filtrar y traer agua fresca al campamento, y distribuir comida y mantas.

Miller vaciló antes de mirar a Clarke.

—Sin embargo, la comida empieza a escasear —dijo el general en voz baja. Al parecer, cuando descubrió que Azgeda había muerto y la mayor parte de la población de Luthadel estaba en los Pozos, decidió quedarse a ayudar con sus hombres.

Pasaron ante otra hoguera, y la gente que estaba allí congregada se levantó. Miraron a Clarke y su general con esperanza. Miller se detuvo cuando una joven terrisana se acercó y les sirvió un poco de té caliente. Sus ojos miraron con aprecio a Miller, y él le dio las gracias llamándola por su nombre. Los habitantes de Terris apreciaban a Miller: le estaban agradecidos por haber traído soldados para ayudar a organizar y controlar las masas de refugiados. La gente necesitaba liderazgo y orden en estos tiempos.

—No tendría que haber abandonado Luthadel —dijo Clarke en voz baja.

Miller no respondió de inmediato. Los dos terminaron el té, y luego continuaron caminando, acompañados por una guardia de honor de unos diez soldados, todos del grupo de Miller. El general había enviado varios mensajeros a Clarke. Nunca llegaron. Tal vez no habían podido sortear el campo de lava. O tal vez habían sido víctimas del mismo ejército de koloss que Clarke había visto camino de Luthadel.

Esos koloss…, pensó Clarke. Los que expulsamos de Fadrex, y otros más, vienen directamente hacia aquí, donde hay incluso más gente que en Fadrex. Y no tienen una muralla que los defienda, ni tantos soldados.

—¿Has podido averiguar qué sucedió en Luthadel, Miller? —preguntó Clarke, deteniéndose en una zona oscura entre las hogueras. Todavía parecía raro estar a la intemperie sin brumas que oscurecieran la noche. Podía ver mucho más lejos, aunque, extrañamente, la noche no parecía tan brillante.

—Azgeda, mi señora —contestó Miller con voz queda—. Dicen que se volvió loca. Empezó a encontrar traidores entre los nobles, incluso dentro de su propio ejército. Dividió la ciudad, y todo acabó en otra guerra de casas. Casi todos los soldados se mataron entre sí, y media ciudad salió ardiendo. La mayor parte de la gente escapó, pero cuentan con muy poca protección. Un grupo de bandidos decididos podría sembrar el caos entre ellos.

Clarke guardó silencio. Guerra de casas, pensó con frustración. Ruina, usando nuestro propio truco contra nosotros. Es el mismo método que empleó Raven para apoderarse de la ciudad.

—Mi señora… —dijo Miller, vacilante.

—Habla.

—Tuviste razón al enviarnos de vuelta a mí y a mis hombres. La Superviviente está detrás de todo esto, mi señora. Quería que estuviésemos aquí por algún motivo.

Clarke frunció el ceño.

—¿Qué te hace decir eso?

—Esta gente —dijo Miller—, huyó de Luthadel por causa de Raven. Se apareció a un par de soldados, y luego a un grupo de gente, en la ciudad. Dicen que les dijo que estuvieran preparados para el desastre, y que sacaran a la gente de la ciudad. Es gracias a ellos que tantos pudieron escapar. Esos dos soldados y sus amigos tenían preparados suministros, y tuvieron la presencia de ánimo suficiente para venir hasta aquí.

La preocupación de Clarke fue en aumento. Sin embargo, había visto demasiadas cosas para rechazar incluso una historia tan extraña.

—Manda llamar a esos hombres —dijo.

Miller asintió e hizo una seña a un soldado.

—Mira, también, a ver si alguien tiene metales alománticos —añadió Clarke, recordando que Miller y sus hombres habían enfermado con las brumas—. Repártelos entre tus soldados y que los ingieran.

—¿Mi señora? —preguntó Miller, confuso, mientras se volvía.

—Es una larga historia, Miller. Basta decir que tu diosa, o alguien, os ha convertido a ti y a tus hombres en alománticos. Divide a tus hombres según los metales que puedan quemar. Vamos a necesitar a todos los lanzamonedas, violentos y atraedores que podamos.

Gaia abrió los ojos y sacudió la cabeza, gimiendo. ¿Cuánto tiempo había estado inconsciente? Probablemente no mucho, advirtió mientras su visión se aclaraba. Se había desmayado por falta de aire. Esas cosas solo te dejaban inconsciente unos minutos.

Suponiendo que despertaras.

Cosa que he hecho, pensó, tosiendo y frotándose la garganta. Se sentó. La caverna kandra brillaba con la suave luz de sus linternas fosforescentes azules. Con esa luz, pudo ver que estaba rodeado por algo extraño.

Espectros de la bruma. Los primos de los kandra, los carroñeros que cazaban de noche y se alimentaban de cadáveres. Se movían alrededor de Gaia, masas de músculo, carne y hueso… pero aquellos huesos se combinaban de formas extrañas e innaturales. Pies asomando en ángulos, cabezas conectadas con brazos. Costillas usadas como piernas. Excepto que estos huesos no eran huesos, sino piedra, metal o madera. Gaia se levantó solemnemente mientras contemplaba los restos del pueblo kandra. Cubriendo el suelo, entre la masa amontonada de espíritus de la bruma, que rezumaban como babosas gigantescas y translúcidas, había clavos descartados. Bendiciones kandra. Aquello que les daba capacidad de consciencia propia. Lo habían hecho. Habían cumplido su juramento y se habían quitado los clavos antes de ser dominados por Ruina. Gaia los miró con piedad, asombro y respeto.

El atium, pensó. Hicieron esto para impedir que Ruina se apoderara del atium. ¡Tengo que protegerlo!

Salió dando tumbos de la cámara principal, recuperando fuerzas mientras se dirigía al Cubil de la Confianza. Se detuvo, sin embargo, al acercarse, al escuchar sonidos. Se asomó a una esquina y contempló el pasillo que conducía a la puerta abierta del Cubil. Dentro, encontró a un grupo de kandra, quizás unos veinte en número, trabajando para retirar la placa del suelo que cubría el atium.

No todos se han convertido en espectros de la bruma, por supuesto, pensó.

Algunos no habrían oído a los Primeros, o no habrían tenido valor para arrancarse los clavos. De hecho, ahora que lo pensaba, le impresionó aún más que tantos obedecieran la orden de la Primera Generación. Gaia reconoció fácilmente a KanPaar dirigiendo el trabajo dentro. Los kandra cogerían el atium y se lo entregarían a Ruina. Gaia tenía que detenerlos. Pero eran veinte contra una… y Gaia solo tenía una mente de metal pequeña. Las probabilidades no parecían jugar muy a su favor. Sin embargo, entonces Gaia advirtió algo ante las puertas del Cubil de la Confianza. Un simple saco de tela, de poca importancia excepto por el hecho de que Gaia lo reconoció. Había llevado dentro sus mentes de metal durante años. Debían de haberlo arrojado allí después de hacerla cautiva. Se hallaba a unos seis metros de distancia, justo ante la puerta del Cubil. En la otra sala, KanPaar alzó la cabeza y miró directamente hacia la posición de Gaia. Ruina la había advertido. Gaia no se detuvo a pensar más. Se metió la mano en el bolsillo, agarró el cerrojo de acero, y lo decantó. Atravesó corriendo el pasillo a una velocidad inhumana, y recogió el saco del suelo mientras los kandra empezaban a gritar. Gaia abrió el saco, y encontró un conjunto de brazaletes, anillos y argollas dentro. Volcó las preciosas mentes de metal en el suelo y cogió dos en concreto. Entonces, moviéndose todavía a velocidad cegadora, se hizo a un lado. Su menteacero se agotó. Uno de los anillos que había cogido era de peltre. Lo decantó en busca de fuerza, creciendo de tamaño y constitución. Entonces cerró las puertas del Cubil de la Confianza, haciendo que aquellos que quedaron atrapados dentro gritaran sorprendidos. Finalmente, decantó el otro anillo, este de hierro. Se hizo más pesado, convirtiéndose en un parapeto que mantuvo cerradas las enormes puertas metálicas del Cubil de la Confianza. Era una táctica dilatoria. Permaneció allí, manteniendo cerradas las puertas, mientras sus mentes de metal se agotaban a un ritmo alarmante. Eran los mismos anillos que llevaba en el asedio de Luthadel, los que se habían imbuido en ella. Los había recargado tras el asedio, antes de renunciar a la feruquimia. No durarían mucho. ¿Qué haría cuando los kandra atravesaran la puerta? Buscó desesperadamente un medio de bloquearla, pero no pudo ver nada. Y si soltaba, aunque fuera un instante, los kandra del interior se liberarían.

—Por favor —susurró, esperando que, como antes, el ser que escuchaba le ofreciera un milagro—. Voy a necesitar ayuda…

—Juro que era ella, mi señora —dijo el soldado, un hombre llamado Rittle—. Creo en la Iglesia de la Superviviente desde el día de la misma muerte de Raven. Me predicó, me convirtió a la rebelión. Estuve presente cuando visitó las cuevas e hizo que lord Miller luchara por su honor. Reconocería a Raven como reconocería a mi madre. Era la Superviviente.

Clarke se volvió hacia el otro soldado, que asintió mostrando su acuerdo.

—Yo no la conocí, mi señora —dijo este hombre—. Sin embargo, encajaba con la descripción. Creo que era ella de verdad.

Clarke se volvió hacia Miller, quien asintió también.

—Describieron con mucha precisión a lady Raven, mi señora. Nos está vigilando.

Clarke…

Llegó un mensajero y le susurró algo a Miller. La noche era oscura, y a la luz de las antorchas Clarke se volvió a estudiar a los soldados que habían visto a Raven. No parecían testigos muy fiables: Clarke no había dejado atrás precisamente a sus mejores soldados cuando salió de campaña. Sin embargo, había otros que al parecer habían visto también a la Superviviente. Clarke querría hablar con ellos. Sacudió la cabeza. ¿Y dónde demonios estaba Lexa?

Clarke…

—Mi señora —dijo Miller, tocándole el brazo, preocupado. Clarke ordenó retirarse a los dos soldados. Fuera acertada o no su visión, les debía mucho: habían salvado muchas vidas con sus preparativos.

—Informe de los exploradores, mi señora —dijo Miller, el rostro iluminado por una antorcha colgada de una pica que aleteaba con la brisa nocturna—. Los koloss que viste se dirigen hacia aquí. Se mueven rápido. Los exploradores los vieron acercarse desde la cima de una colina. Podrían… estar aquí antes de que termine la noche.

Clarke maldijo en voz baja.

Clarke…

Frunció el ceño. ¿Por qué seguía oyendo su nombre en el viento? Se volvió y contempló la oscuridad. Algo tiraba de ella, guiándola, susurrándole. Trató de ignorarlo, volviéndose hacia Miller. Y, sin embargo, allí estaba, en su corazón.

Ven…

Parecía la voz de Lexa.

—Reúne una guardia de honor —dijo Clarke, cogiendo la antorcha; luego se echó por encima una capa y la abotonó hasta las rodillas. Se volvió hacia la oscuridad.

—¿Mi señora? —dijo Miller.

—¡Hazlo! —ordenó Clarke, perdiéndose en la oscuridad.

Miller llamó a unos soldados y lo siguió a toda prisa.

¿Qué estoy haciendo?, pensó Clarke, abriéndose paso entre la ceniza, que le llegaba hasta la cintura, usando la capa para mantener su uniforme limpio. ¿Persigo sueños? Tal vez me estoy volviendo loca.

Pudo ver algo en su mente. Una colina con un agujero. ¿Un recuerdo, tal vez? ¿Había venido por aquí antes? Miller y sus soldados la seguían velozmente, con aspecto aprensivo. Clarke continuó adelante. Estaba casi…

Se detuvo. Allí estaba, la falda de la colina. Habría sido indistinguible de las otras que la rodeaban, salvo por el hecho de que había rastros que conducían a ella. Clarke frunció el ceño, y avanzó hasta el lugar donde terminaban los rastros. Allí encontró un agujero en el suelo, que conducía hacia abajo.

Una caverna, pensó. Tal vez… ¿un lugar para que se esconda mi gente?

No sería lo bastante grande, probablemente. Con todo, las cavernas que Raven había utilizado para su rebelión eran capaces de albergar a diez mil hombres. Movida por la curiosidad, Clarke entró en la cueva, bajó su empinada pendiente, y se quitó la capa. Miller y sus hombres la siguieron, llenos de curiosidad. El túnel bajaba un poco, y Clarke se sorprendió al encontrar que había luz más adelante. Inmediatamente, avivó peltre, y se puso tensa. Apartó su antorcha, luego quemó estaño y amplificó su visión. Pudo ver varios postes que brillaban azules en lo alto. Parecían hechos de roca.

¿Qué demonios…?

Avanzó rápidamente, indicando a Miller y sus hombres que la siguieran. El túnel conducía a una enorme cueva. Clarke se detuvo. Era tan grande como una de las cavernas de almacenaje. Más grande, tal vez. Abajo, se movía algo.

¿Espectros de la bruma?, advirtió con sorpresa. ¿Aquí es donde se esconden? ¿En agujeros en el suelo?

Lanzó una moneda y se disparó a través de la caverna pobremente iluminada hasta aterrizar en el suelo de piedra a cierta distancia de Miller y los demás. Los espectros de la bruma no eran tan grandes como otros que había visto. Y… ¿por qué usaban rocas y madera en vez de huesos?

Oyó algo. Solo sus oídos amplificados por el estaño le permitieron captarlo, pero no se parecía a los sonidos que hacían los espectros de la bruma. Piedra contra metal. Hizo una brusca seña a Miller, entonces se movió con cuidado por un pasadizo lateral. Al llegar al final, se detuvo sorprendida. Una figura familiar se debatía contra un par de puertas, gruñendo, al parecer intentando mantenerlas cerradas.

¿Gaia?

Gaia alzó la cabeza, vio a Clarke, y al parecer se quedó tan sorprendida que perdió el control de las puertas. Se abrieron de golpe, arrojando a un lado a la terrisana, y revelando a un grupo de airados kandra de piel transparente.

—¡Majestad! —gritó Gaia—. ¡Que no escapen!

Miller y sus soldados llegaron junto a Clarke. Esa es Gaia o un kandra que se ha comido sus huesos, pensó Clarke. Tomó una decisión al punto. Confiaría en la voz en su cabeza. Confiaría en que este fuera Gaia.

El grupo de kandra trató de esquivar a los soldados de Miller. Sin embargo, los kandra no eran guerreros demasiado buenos, y sus armas estaban hechas de metal. Clarke y Miller tardaron unos dos minutos en someter al grupo, rompiendo sus huesos para impedir que curaran y escaparan. Después, Clarke se acercó a Gaia, quien se había levantado y se estaba sacudiendo.

—¿Cómo me encontraste, majestad?

—Sinceramente, no lo sé. Gaia, ¿qué es este lugar?

—La Tierra Natal del pueblo kandra, majestad. Y el escondite del tesoro de atium del lord Legislador.

Clarke alzó una ceja y siguió con la mirada la dirección que Gaia indicaba con un dedo. Había una habitación tras las puertas y un pozo en el suelo.

Magnífico, pensó Clarke. Lo encontramos ahora.

—No pareces demasiado emocionada, majestad —advirtió Gaia—. Reyes, ejércitos, nacidos de la bruma, incluso la propia Raven han buscado este depósito durante años.

—No vale nada —dijo Clarke—. Mi pueblo se muere de hambre, y no puede comer metal. Esta caverna, sin embargo…, podría resultar útil. ¿Qué te parece, Miller?

—Si hay otras cámaras como la primera, mi señora, podrían albergar a un porcentaje sustancial de nuestra población.

—Hay cuatro grandes cavernas —dijo Gaia—. Y cuatro entradas, que yo sepa.

Clarke se volvió hacia Miller, que ya estaba dando órdenes a sus soldados.

Tenemos que traer aquí a la gente antes de que salga el sol, pensó Clarke, recordando el calor. Como mínimo, antes de que lleguen esos koloss.

Después de eso…, bueno, ya verían. Por ahora, Clarke solo tenía un objetivo.

Sobrevivir.