Cuando Lexa murió, el final llegó rápidamente. No estábamos preparados para ello, pero ni siquiera toda la planificación del lord Legislador podría habernos preparado. ¿Cómo se prepara uno para el fin del mundo?

82

Gaia observó en silencio desde la boca de la cueva. Fuera, los koloss deambulaban y se enfurecían, confundidos. La mayoría de los hombres que antes acompañaban a Gaia habían huido. Incluso la mayor parte de los soldados se había retirado a las cavernas, y la consideraron una necia por esperar. Solo se quedó el general Miller, que había conseguido regresar arrastrándose a la caverna cuando se agotó su atium, a unos pocos metros en el túnel. El hombre estaba cubierto de sangre, llevaba un torniquete en el brazo, y tenía la pierna aplastada. Tosía sin fuerzas, esperando a que Aslydin regresara con más vendas. El sol se alzaba en el cielo. El calor era increíble, como un horno. Gritos de dolor resonaban en la caverna tras Gaia. Los koloss estaban dentro.

—Ella vendrá —susurró Gaia.

Podía ver el cuerpo de Clarke. Había caído sobre la pila de cadáveres koloss. Destacaba en blanco y rojo contra el negro y azul de los koloss y la ceniza.

—Lexa vendrá —insistió.

Miller parecía aturdido. Demasiada sangre perdida. Se tendió, cerrando los ojos. Los koloss empezaban a dirigirse a la boca de la cueva, aunque no tenían la dirección ni el frenesí que habían mostrado antes.

—¡El Héroe vendrá! —dijo Gaia.

Fuera apareció algo, como surgido de las brumas, y se desplomó entre los cadáveres junto al cuerpo de Clarke. Lo siguió inmediatamente algo más, una segunda figura, que también quedó inmóvil.

¡Por fin!, pensó Gaia, saliendo de la caverna. Esquivó a varios koloss.

Ellos trataron de golpearla, pero Gaia llevaba sus mentes de metal. Consideraba que debería tener sus mentecobres por si necesitaba registrar algo importante. Llevaba sus diez anillos, los que había usado para luchar durante el asedio de Luthadel, pues sabía que podría necesitarlos. Decantó un poco de acero y esquivó los ataques de los koloss. Se movió con rapidez entre la masa de criaturas confundidas, escalando cuerpos, moviéndose hasta los restos de capa blanca que marcaban el lugar de descanso de Clarke. Su cadáver estaba allí, decapitado. Un cuerpo pequeño yacía junto al suyo. Gaia cayó de rodillas y agarró a Lexa por los hombros. Junto a ella, en lo alto de los koloss muertos, yacía otro cuerpo. Era el de un hombre de pelo rojo, a quien Gaia no reconoció, pero lo ignoró.

Pues Lexa no se movía.

¡No!, pensó, buscándole el pulso. No había ninguno. Tenía los ojos cerrados. Parecía en paz, pero muy muy muerta.

—¡No puede ser! —gritó, sacudiendo de nuevo su cuerpo.

Varios koloss avanzaron hacia ella. Miró al cielo. El sol estaba cada vez más alto. Era difícil respirar por el calor. Sintió la piel ardiendo. Para cuando el sol llegara a su cenit, estaría tan caliente que la tierra ardería.

—¿Así es como termina? —gritó hacia el cielo—. ¡Tu Héroe está muerto! ¡El poder de Ruina puede estar roto, puede que haya perdido su ejército de koloss, pero el mundo seguirá muriendo!

La ceniza había matado a las plantas. El sol quemaría todo lo que quedaba. No había alimento. Gaia lloró, pero las lágrimas se secaron en su rostro.

—¿Así es como nos dejas? —susurró.

Y, entonces, sintió algo. Bajó la mirada. El cuerpo de Lexa ahumaba levemente. No por el calor. Parecía estar manando algo… o no. Estaba conectado con algo. Los jirones de bruma guiaban hacia una enorme luz blanca. Apenas podía verla. Extendió la mano y tocó la bruma, y sintió un poder asombroso. Un poder de estabilidad. A un lado, el otro cadáver, el que no reconocía, también manaba algo. Un denso humo negro. Gaia extendió la otra mano, tocó el humo, y sintió un poder distinto, más violento. El poder del cambio. Se arrodilló, aturdida, entre los cuerpos. Y solo entonces empezó a tener sentido.

Las profecías usaban siempre el género neutro, pensó. Asumimos que para que pudieran referirse a un hombre o una mujer. O… ¿tal vez porque se referían a un Héroe que no era una cosa ni la otra?

Se levantó. El poder del sol parecía insignificante comparado con los poderes gemelos, aunque opuestos, que lo rodeaban.

El Héroe sería rechazado por su pueblo, pensó Gaia. Sin embargo, los salvaría. No un guerrero, aunque sabía pelear. No un rey nato, pero se convertiría en uno de todas formas.

Alzó de nuevo la cabeza.

¿Es esto lo que planeaste todo el tiempo?

Saboreó el poder, pero se retiró, asustada. ¿Cómo podía usar semejante cosa? Era solo una mujer. En el breve atisbo de fuerzas que tocó, supo que no tendría ninguna esperanza de utilizarlo. No tenía la formación.

No puedo hacer esto —dijo con voz quebrada, mirando al cielo—. No sé cómo. No puedo hacer al mundo como era…, nunca lo he visto. Si tomo este poder, haré como hizo el lord Legislador, y solo empeoraré las cosas al intentarlo. Soy solo una mujer.

Los koloss gritaban doloridos por la quemazón. El dolor era terrible, y alrededor de Gaia los árboles empezaron a restallar y arder. Su conexión con los poderes gemelos lo mantuvo vivo, lo sabía, pero no los aceptó.

—No soy ningún Héroe —susurró, todavía mirando al cielo.

Sus brazos tintineaban, dorados. Sus mentecobres, en sus antebrazos, reflejaban la luz del sol. Llevaban con ella tanto tiempo, eran sus acompañantes. Su conocimiento. Conocimiento…

Las palabras de la profecía eran muy precisas, pensó de pronto. Dicen… dicen que el Héroe llevará en sus brazos el futuro del mundo. No en sus hombros. No en sus manos. En sus brazos. ¡Por los Dioses Olvidados!

Introdujo los brazos en las brumas gemelas y aceptó los poderes ofrecidos. Los inhaló, sintiéndolos cubrir su cuerpo, haciéndolo arder. Su carne y sus huesos se evaporaron, pero al hacerlo decantó sus mentecobres, vertiendo todo su contenido en su consciencia expandida. Las mentecobres, ahora vacías, cayeron con sus anillos a la pila de cadáveres azules junto a los cuerpos de Lexa, Clarke, y el cuerpo sin nombre de Ruina. Gaia abrió unos ojos tan grandes como el propio mundo, atrayendo el poder que entrelazaba a toda la creación. El Héroe tendrá el poder para salvar al mundo. Pero también tendrá el poder para destruirlo. Nunca comprendimos. Él no podía contener solamente el poder de Conservación. Necesitaba también el poder de Ruina. Los poderes eran opuestos. Mientras los inspiraba, amenazaron con destruirse mutuamente. Y, sin embargo, porque sabía cómo usarlos, pudo mantenerlos separados. Podían tocarse sin destruirse el uno al otro, si lo deseaba. Pues estos poderes habían sido usados para crearlo todo. Si luchaban, destruían. Si se usaban juntos, creaban. La comprensión brotó en su interior. Durante más de mil años, los guardadores habían recopilado el conocimiento de la humanidad y lo habían almacenado en sus mentecobres. Lo habían pasado de un guardador a otro, cada hombre o mujer cargaba con todo el grueso del conocimiento, para poder transmitirlo cuando fuera necesario.

Gaia lo tenía todo.

Y, en un momento de transcendencia, lo comprendió todo. Vio las pautas, las claves, los secretos. Los hombres habían creído y adorado durante tanto tiempo como existían, y dentro de esas creencias, Gaia encontró las respuestas que necesitaba. Gemas, ocultas de Ruina en todas las religiones de la humanidad. Hubo un pueblo llamado los benett. Habían considerado el trazado de mapas un deber solemne; Gaia predicó una vez su religión a la mismísima Raven. Con sus detallados mapas y cartas, Gaia descubrió cómo fue el mundo una vez. Usó sus poderes para restaurar continentes y océanos, las islas y costas, las montañas y ríos. Hubo un pueblo llamado los nelazan. Adoraban a las estrellas, las llamaban los Mil Ojos de su dios, Trell, que los vigilaba. Gaia recordaba bien haberle ofrecido la religión a la joven Lexa cuando estaba allí sentada, inmóvil, recibiendo su primer corte de pelo como miembro de la banda. De los nelazan, los guardadores habían recuperado cartas estelares, y las habían registrado con diligencia, aunque las consideraban inútiles, pues no eran precisas desde los días anteriores a la Ascensión. Sin embargo, de estas gráficas, y por las pautas y movimientos de los otros planetas en el sistema solar que esbozaban, Gaia pudo determinar exactamente dónde debía de estar el mundo en la órbita. Volvió a poner el planeta en su antiguo sitio, sin empujar demasiado, como había hecho el lord Legislador, pues tenía un marco de referencia por el que medirse. Hubo un pueblo llamado los canzi que adoraban la muerte; habían proporcionado notas detalladas sobre el cuerpo humano. Gaia había ofrecido una de sus plegarias sobre los cadáveres que encontró en el escondite de la antigua banda de Lexa, cuando Raven todavía vivía. De las enseñanzas canzi sobre el cuerpo, Gaia determinó que la fisiología de la humanidad había cambiado (bien por intención del lord Legislador o por simple evolución), para adaptarse a respirar ceniza y comer plantas marrones. Con una oleada de poder, Gaia restauró los cuerpos de los hombres para que fueran como antes, dejando a cada persona igual, pero arreglando los problemas que habían causado vivir durante mil años en un mundo moribundo. No destruyó a los hombres, retorciéndolos y revolviéndolos como había hecho el lord Legislador cuando creó a los kandra, pues Gaia tenía una guía con la que trabajar. Aprendió también otras cosas. Docenas de secretos. Una religión adoraba a los animales, y de ella Gaia extrajo imágenes, explicaciones y referencias sobre la vida que debería haber existido en la Tierra. La restauró. De otra (dadradah, la religión que había predicado a Gustus antes de que el hombre muriera) Gaia aprendió sobre colores y tonos. Era la última religión que había enseñado, y con sus poemas sobre el color y la naturaleza, pudo restaurar las plantas, el cielo y el paisaje. Todas las religiones tenían pistas, pues las creencias de los hombres contenían las esperanzas, los amores, deseos, y vidas de la gente que había creído en ellas. Finalmente, Gaia tomó la religión de los larsta, la religión en la que creía la esposa de Raven, Octavia. Sus sacerdotes habían compuesto poesía durante sus momentos de meditación. De estos poemas, y por un fragmento de papel que Octavia le había dado a Raven, quien se lo había dado a Lexa, que a su vez se lo había dado a Gaia, aprendió las cosas hermosas que el mundo tuvo una vez. Y restauró flores a las plantas que una vez las engendraron.

Después de todo, las religiones de mi cartapacio no eran inútiles, pensó, mientras el poder fluía de ella y rehacía el mundo. Ninguna de ellas. No todas eran verdaderas. Pero todas contenían verdad.

Gaia flotó sobre el mundo, cambiando cosas como consideraba que debía hacer. Protegió los escondites de la humanidad, manteniendo las cavernas a salvo, aunque las trasladó de sitio, mientras rehacía la tectónica del mundo. Finalmente, exhaló suavemente, terminada su obra. Y, sin embargo, el poder no se evaporó de ella, como había esperado que hiciera.

Sheidheda y Lexa solo tocaron pequeñas porciones en el Pozo de la Ascensión, advirtió. Yo tengo algo más. Algo infinito.

Ruina y Conservación estaban muertos, y sus poderes se habían unido. De hecho, se pertenecían el uno al otro. ¿Cómo se habían dividido? Algún día, tal vez, descubriría la respuesta a esa pregunta. Alguien tendría que vigilar el mundo, cuidarlo, ahora que sus dioses ya no existían. Hasta ese momento, Gaia no comprendió el término Héroe de las Eras.

No era un Héroe que viniese una vez en las eras.

Sino un Héroe que las abarcaba. Un Héroe que protegería la humanidad a través de todas sus vidas y tiempos. Ni Conservación ni Ruina, sino ambos.

Dios.

FIN DE LA QUINTA PARTE