El almacén vacío estaba sumergido en un largo silencio que daba sensación de que era eterno, interminable. Las miradas de los chicos chocaban entre sí. Oculto en la maleza, había un ser "observando" a través de la venda blanca, llevaba un vestido blanco hasta los tobillos, su cabello suelto, y tenía en sus manos una espada y en la otra tenia alzada una balanza.

Era la justicia. Aquellos ojos azules detrás de esos vendados no se podían ver, la justicia es ciega.

La pregunta es:

¿Quién se oculta en la naturaleza observando a los semidioses? ¿Qué clase de justicia?

—¿Ese era la persona de una de las líneas de la profecía? —Rompió el silencio Grover.

—Sí—Dijo Percy—. No tengo pruebas, pero tampoco dudas.

—Algún día nos condenaras, cerebro de algas—Espetó Annabeth.

Percy se puso de pie. Agarro la cabeza de Meusa arrojada por la entidad que se marchó.

—Ahora vuelvo.

—Percy—llamo Annabeth—. ¿Qué estás...?

En el fondo del almacén encontró el despacho de Medusa. Sus libros de contabilidad mostraban sus últimos encargos, todos envíos al inframundo para el jardín de Hades y Perséfone. Según una factura que estaba por azar, la dirección del inframundo era Estudios de Grabación El Otro Barrio, West Hollywood, California. Doblo la factura y se la metió en el bolsillo.

En la caja registradora encontró veinte dólares, unas cuantos dracmas de oro y unos embalajes de envió rápido del Hermes Nocturno Express. Busco por el resto del despacho hasta que encontró una caja adecuada.

Regreso a la mesa de picnic, metió la cabeza de Medusa y relleno el formulario de envió.

Los dioses

Monte Olimpo

Planta 600

Edificio Empire State

Nueva York, NY

Con mis mejores deseos,

Percy Jackson.

Eso no va a gustarles -me avisó Grover-. Te considerarán un impertinente.

Metió unos cuantos dracmas de oro en la bolsita. En cuanto la cerro, se oyó un sonido de caja registradora. El paquete flotó por encima de la mesa y desapareció con un suave «pop».

— Es que soy un impertinente –respondió Percy Miro a Annabeth, a ver si se atrevía a criticarle. No se atrevió. Parecía resignada al hecho de que él tenía un notable talento para fastidiar a los dioses.

— Vamos -murmuró-. Necesitamos un nuevo plan.

El tiempo avanzo, no perdono los segundos. La noche los hizo sentir desgraciados.

Acamparon en el bosque, a unos cien metros de la carretera principal, en un claro que los chicos de las zonas utilizaban para sus fiestas. El suelo estaba lleno de latas aplastadas, envoltorios de comida rápida y otros desechos.

Habían sacado algo de comida y unas mantas de casa de la tia Eme, pero no se atrevieron a encender una hoguera para secar sus ropas. Las Furias y La Medusa ya les habían proporcionado suficientes emociones por un día. No querían atraer nada.

Por seguridad, decidieron dormir por turnos. Percy se ofreció como voluntario para hacer la primera guardia.

Annabeth se acurruco entre las mantas y empezó a roncar en cuanto su cabeza toco el suelo. Grover revoloteo con sus zapatos voladores que recuperaron su forma hasta la rama más baja de un árbol, se recostó contra el tronco y observo el cielo nocturno.

—Duerme—le dijo Percy—. Te despertare si surge algún inconveniente.

Asintió, pero siguió con los ojos abiertos.

—Me pone triste, Percy.

—¿El qué? ¿De haberte apuntado a esta estúpida misión?

—No. Esto es lo que me entristece. — señalo toda la basura del suelo—. Y el cielo. Ni siquiera se pueden ver las estrellas. Han contaminado el cielo, la tierra ya no brilla como antes. Es una época terrible para ser un sátiro.

—Ya. Debería haber supuesto que eres ecologista.

Grover le lanzo una mirada iracunda.

—Solo un humano no lo seria. Tu especie está obstruyendo tan lentamente al mundo que da la leve que es rápido... Bueno, no importa. Es inútil darle lecciones a un humano. Al ritmo que van las cosas, jamás encontrare a Pan.

—¿Pan? ¿En barra?

—No, ¡Pan! — exclamo airado— P-a-n, ¡El gran dios Pan! ¿Por qué crees que quiero la licencia del buscador?

Una extraña brisa atravesó el claro, anulando temporalmente el olor de basura y porquería. Trajo el aroma de bayas, flores silvestres y agua de lluvia limpia, cosas que en algún momento hubo en aquellos bosques.

De repente, Percy se vio inundado por la nostalgia de algo que jamás conoció.

—Háblame de la búsqueda—Le pidió el joven.

El sátiro lo miro con cautela, como temiendo que fuera una broma de mal gusto.

—El dios de los lugares vírgenes desapareció hace dos mil años — conto—. Un marinero junto a la costa de Éfeso oyó una voz misteriosa que gritaba desde la orilla: ¡Diles que el gran dios Pan! Cuando los humanos oyeron la noticia, la creyeron. Desde entonces no han parado de saquear el reino de Pan. Pero, para los sátiros, Pan era nuestro señor y amo. Nos protegía a nosotros y a los lugares vírgenes de la tierra. Nos negamos a creer haya muerto. En todas las generaciones, los sátiros más valientes consagran su vida a buscar a Pan. Lo buscan por todo el mundo y exploran la naturaleza virgen, confiando en encontrar su escondite y despertarlo de su sueño.

—Y tú quieres ser un buscador de esos.

—Es el sueño de mi vida. Mi padre era buscador. Y mi tío Ferdinand que milagrosamente está vivo.

—Ah, sí. Lo siento.

—Mi padre conocía los riesgos, al igual que mi tío. Pero yo lo conseguiré. Seré el primer buscador que regrese vivo. Quizás ese hombre que vimos, sea una pista de Pan.

—Espera, espera... ¿El primero? ¿Y porque mencionas a ese hombre, al vástago?

Grover lo miro escéptico, saco una flauta del bolsillo.

—Ningún buscador ha regresado jamás. Bueno, mi tío es la excepción, pero él se retira. En cuanto son enviados, desaparecen. Nunca vuelves a verlos vivos. Ese hombre de la profecía, quizás sea el inicio de algo grande. De una era peligrosa para los humanos y dioses.

—¿Ni uno en dos mil años regreso?

—No.

—¿Y tu padre? ¿sabes que le ocurrió?

—No.

—Pero aun así quieres ir—dijo asombrado Percy—. ¿No viste a ese hombre? Mato a Medusa como si nada, incluso puede haber o monstruos más fuertes que él.

—Claro que tengo miedo, pero no pienso retroceder, ya he tomado la decisión—continuo Grover—. Parece no sentirlo Percy. Ese hombre nos ha salvado, claramente sus intenciones decían eso, me ha transmitido esos mensajes a través de esos ojos ardientes. Además, es similar al Hokage naranja, cuya persona vivía en una aldea oculta por arboles capaces de arrasar con altura a los edificios de hoy en día.

—¿Uh? Grover, por casualidad puedes indagar más en la historia de ese hombre naranja— murmuro curioso, recordando al hombre que recito unas de las líneas.

Asintió.

La luna brillo a la penumbrosa oscuridad, el llanto de los animales se calmó. Entre los arboles corriendo varias figuras cargando arcos y flechas en sus espaldas. Como siempre, había un líder que comandaba los caminos, en ese caso la luna ilumino la primera figura que parecía ser que comandaba a los demás.

—No se retrasen.

Otra figura salto por encima de la primera. El ruin sonido de una bestia se oyó a metros de distancias, estaban cerca de su objetivo.

Ojos brillantes deslumbraron sobre la oscuridad, el luminiscente suave de aquellos ojos inquietaron a las figuras que incluso la primera se detuvo. Retrocedió con cuidado, atento a su mirada impaciente.

—¿Qué es lo que quieres...? Cazadora. —

El desprecio era notable. Su mirada brilló rencorosa y cautelosa, se acercó meticulosamente, observando sus puntos vitales y a la última figura que se acercaba.

—Artemisa. —menciono su nombre el humano con aquella voz seca y desgatada—¿Qué es lo que quieres...?

Estaba perdiendo la paciencia, las demás cazadoras lo notaron. Sus cuerpos se encontraban tenso, no olvidaron la paliza que les propino. Zoe rechinaba los dientes enfurecida pero nunca dijo nada, era un insecto a su lado.

—Tranquilo muchacho, — calmo la mujer mayor, rodeando al humano, seguida de sus cazadoras que procedieron formar un circulo en continuos movimientos—. He venido a disculparme por lo de antes.

El Uzumaki se mantuvo inmutable, si mirada fría recobró un brillo rencoroso. Varias líneas se formaron en la parte derecha de su rostro hasta la mitad completa de su cuerpo, todos brillando de un color azul profundo reflejando el resplandor suave de la luna, tomando su frágil esencia.

Artemisa abrió los ojos de la sorpresa, estaba viendo como su esencia era absorbida por esos patrones extraños. Noto como el humano se volvió poderoso con cada segundo que pasaba.

—Buscas demasiado temprano la muerte, Diosa. No te temo, eres tan insignificante para mí como para la creación

Una figura oscura encapuchada hizo presencia a sus espaldas por unos segundos, haciendo retroceder a las cazadoras.

—¿Quién eres, humano?

—Creo que ya lo sabes, un hijo del hombre.

—¿Estas relacionado con el hombre naranja?

El humano le dio la espalda y comenzó a adentrarse en el bosque oscuro.

—Si, después de todo, era mi padre. Uzumaki Naruto, séptimo Hokage de la aldea oculta de la hoja.

Luego de eso, desapareció sin rastro, incluso la mejor cazadora no pudo olfatear rastro.

Artemisa suspiro nerviosa. Tenía en frente al hijo del único hombre que admiro, un legado del sol y alumno de la luna, tal como dicen las leyendas, en una era en el que el Sol y la Luna eran hermanos que se odiaban. Y ahora mismo, tenía a un legado de ambos seres, que emoción perturbadora.

Deseaba que nadie enfiereciera a este niño, si su padre fue poderoso, ¿Quién dice que su hijo no lo sea?

De regreso a la narrativa de Percy Jackson.

En mis sueños, me encontré en una oscura caverna frente a un foso insondable. Criaturas de niebla gris se arremolinaban alrededor de mí susurrando jirones de humo, de modo que sabía que eran los espíritus de los muertos.

Me tiraban de la ropa, intentando apartarme, pero yo me sentía obligado a caminar hasta el borde mismo del abismo.

Mirar abajo me mareaba. El foso, ancho y negro, carecía de fondo. Aun así, tenía la impresión de que algo intentaba alzarse desde el abismo, algo enorme y malvado.

— El pequeño héroe -reverberaba una voz divertida desde la lejana oscuridad-. Demasiado débil, demasiado joven, pero puede que sirvas. -La voz sonaba muy antigua, fría y grave. Me envolvía como un pesado manto-. Te han engañado, chico -añadía-. Haz un trato conmigo. Yo te daré lo que quieres.

Se formaba una imagen sobre el abismo: mi madre, congelada en el momento en que se había disuelto en aquel resplandor dorado. Tenía el rostro desencajado por el dolor, como si el Minotauro siguiera retorciéndole el cuello. Me miraba fijamente y sus ojos suplicaban «¡Márchate!».

Yo intentaba gritar, pero no me salía la voz.

Una risotada fría sacudía el abismo. Una fuerza invisible me empujaba, pretendía arrastrarme hacia el abismo. Debía mantenerme firme. — Ayúdame a salir, chico. -La voz sonaba más insistente-. Tráeme el rayo. ¡Juégasela a esos traicioneros dioses!

Los espíritus de los muertos susurraron alrededor de mí:

— ¡No lo hagas! ¡Despierta!

La imagen de mi madre empezaba a desvanecerse. La cosa del foso se aferraba aún más a mí. No pretendía arrastrarme al abismo, sino valerse de mí para salir fuera.

— Bien -murmuraba-. Bien.

— ¡Despierta! -susurraban los muertos-. ¡Despierta!

Alguien me estaba sacudiendo.

Abrí los ojos y era de día.

— Vaya -dijo Annabeth-. El zombi vive.

El sueño me había dejado temblando. Aún sentía el contacto del monstruo del abismo en el pecho.

— ¿Cuánto he dormido?

— Suficiente para darme tiempo de preparar un desayuno. -Me lanzó un paquete de cortezas de maíz del bar de la tía Eme-. Y Grover ha salido a explorar. Mira, ha encontrado un amigo.

Tenía problemas para enfocar la vista.

Grover, sentado con las piernas cruzadas encima de una manta, tenía algo peludo en el regazo, un animal disecado, sucio y de un rosa artificial. No, no se trataba de un animal disecado. Era un caniche rosa.

El chucho me ladró, cauteloso. Grover dijo:

— No, qué va.

Parpadeé.

— ¿Estás hablando con... eso?

El caniche gruñó.

— Eso -me avisó Grover- es nuestro billete al oeste. Sé amable con él.

— ¿Sabes hablar con los animales?

Grover no me hizo caso.

— Percy, éste es Gladiolus. Gladiolus, Percy.

Miré a Annabeth, convencido de que empezaría a reírse con la broma que me estaban gastando, pero ella estaba muy seria.

— No voy a decirle hola a un caniche rosa -dije-. Olvidadlo.

— Percy -intervino Annabeth-. Yo le he dicho hola al caniche. Tú le dices hola al caniche.

El caniche gruñó.

Le dije hola al caniche.

Grover me explicó que había encontrado a Gladiolus en los bosques y habían iniciado una conversación. El caniche se había fugado de una rica familia local, que ofrecía una recompensa de doscientos dólares a quien lo devolviera. No tenía muchas ganas de volver con su familia, pero estaba dispuesto a hacerlo para ayudar a Grover.

— ¿Cómo sabe Gladiolus lo de la recompensa? - pregunté.

— Ha leído los carteles, lumbrera -contestó Grover.

— Claro -respondí-. Cómo he podido ser tan tonto.

— Así que devolvemos a Gladiolus -explicó Annabeth con su mejor voz de estratega-, conseguimos el dinero y compramos unos billetes a Los Ángeles. Es fácil.

Pensé en mi sueño: en las voces susurrantes de los muertos, en la cosa del abismo, en el rostro de mi madre, reluciente al disolverse en oro. Todo aquello podría estar esperándome en el oeste.

— Otro autobús no -dije con recelo.

— No -me tranquilizó Annabeth.

Señaló colina abajo, hacia unas vías de tren que no había visto por la noche en la oscuridad.

— Hay una estación de trenes Amtrak a ochocientos metros. Según Gladiolus, el que va al oeste sale a mediodía